La mujer que Montserrat vio en el espejo era una joven menuda, esbelta sin llegar a estar delgada, con unos bonitos pechos, caderas redondeadas, muslos torneados y bonitos tobillos. El rostro que vio en el espejo era ovalado, la piel muy blanca, los ojos grandes y de un marrón muy oscuro, los rasgos asimétricos y el pelo una espesa mata de rizos negros. ¿Conocía a alguien con una mata de pelo tan bonita como la suya?
Thea, Henry y Beacon veían a una joven de baja estatura, con unos cinco kilos de más, los pechos demasiado grandes (Thea), unas buenas piernas (Henry), la tez demasiado clara hasta el punto de parecer enferma (Beacon), y de facciones anodinas salvo los ojos, que resultaban atractivos, aunque quizá demasiado poco expresivos. Los tres estaban de acuerdo en que el pelo era su mejor rasgo. Negro auténtico, dijo Beacon, y lustroso como el ébano, aunque a decir verdad, él sólo admiraba la apariencia de su propio grupo étnico. Desafortunadamente, la joven no era demasiado atractiva, dijo.
—Una trepa donde las haya —había apuntado June—. Ya sabéis eso que se dice de mucha gente, generalmente después de muertos, por cierto: «Habría hecho cualquier cosa por los demás». Pues bien, esa Montsy no haría nada por nadie a menos que fuera en beneficio propio. Y si no, al tiempo.
El padre de Montserrat y el padre de Lucy Still habían ido juntos al colegio y seguían siendo amigos, aunque Charles Tresser había perdido todo su dinero en un escándalo bancario, mientras que Robert Sanderson se había hecho más y más rico con los años. Charles comentó un día por casualidad que su hija había dejado la universidad a la que él la había mandado no sin ciertas dificultades y Robert sugirió que el problema de adónde iría y de cómo se ganaría la vida quedaría resuelto yendo a trabajar con su hija, que esperaba en ese momento su tercer hijo. Así fue como Montserrat se convirtió en au pair y de ahí que llamara a Lucy por su nombre de pila. Nunca le habían dicho qué era exactamente lo que debía hacer. Zinnia se encargaba de la limpieza. Rabia cuidaba del recién nacido y también de las niñas cuando la ocasión lo requería, y Beacon conducía el Audi. Lucy no tenía coche, e iba a todas partes en taxi. Montserrat ocupaba el apartamento de una habitación del sótano, que habría sido de Beacon si él hubiera decidido vivir allí en vez de con Dorothea, William y Solomon.
Si bien su cometido no había quedado nunca especificado, Montserrat pronto entendió que lo que esperaban de ella era que se encargara de las difusas tareas de secretaria que Lucy detestaba: llamar a un fontanero cuando se le necesitaba, informar a las compañías de tarjetas de crédito de la pérdida de una tarjeta o pedir ayuda al servicio técnico cuando el ordenador de Lucy no funcionaba. En realidad, su cometido era muy parecido a los «trabajillos» que Thea realizaba para Damian y Roland gratuitamente. Aunque a Montserrat le resultaba tedioso, solía hacer casi todo lo que le tocaba. Nunca le había remordido la conciencia cuando descubrió que se esperaba de ella que recibiera al amante de Lucy en casa, subiera con él al primer piso y saliera después a despedirle. Mientras había vivido con su madre en Barcelona, cuando no vivía en Bath con su padre, había visto ir y venir a los amantes de su madre, y en algunos casos se habían guardado sus visitas en secreto. «Es normal», pensaba. Nunca había considerado indigno ni degradante aceptar el billete de veinte libras que Lucy le metía en el bolsillo de los vaqueros cuando acompañaba a Rad a su dormitorio, ni el de cincuenta libras que él le ponía en la mano cuando le acompañaba hasta la puerta del sótano.
Esa mañana de octubre, resultó que no fue Lucy —a la que le traían sin cuidado esa suerte de cosas—, sino el propio señor Still quien, de camino hacia el Audi, le pidió si podía encargarse de buscar a alguien que reparara la barandilla que se había desprendido en lo alto de las escaleras del sótano.
—¿Se refiere a un albañil?
—Busca en las Páginas Amarillas —respondió Preston Still, visiblemente impaciente—. No lo sé. Encárgate.
Montserrat no pudo encontrar las Páginas Amarillas. Para empezar, porque no sabía dónde buscar, así que fue abriendo todos los cajones y armarios que encontraba, y cuando salía de una de las habitaciones de invitados, se encontró con Lucy que salía de su dormitorio. Llevaba un vestido amarillo claro del mismo color que su pelo, con la falda a unos quince centímetros por encima de la rodilla, medias de encaje y tacones de diez centímetros. Montserrat le preguntó si sabía dónde estaban las Páginas Amarillas.
—Ya nadie usa los listines telefónicos —dijo Lucy—. Estamos en la era del móvil, ¿todavía no te has dado cuenta?
—El señor Still quiere que venga alguien a reparar la barandilla.
—Bah, yo en tu lugar no me preocuparía. A estas alturas seguro que ya ni se acuerda. Es un amnésico crónico.
Lucy bajó tambaleándose las escaleras, se despidió con la mano una vez y salió dando un portazo. En su dormitorio reinaba el caos habitual antes de que Zinnia se ocupara de él: un desparrame de ropa desechada encima de la cama, las sábanas salpicadas de ceniza y de migas, la bandeja del desayuno que Zinnia había subido dos horas antes atestada de platos manchados y de posos de café en los que flotaban las colillas. Montserrat, que no era una devota de las virtudes de la limpieza, casi admiraba la capacidad de Lucy para transformar una bandeja pulcramente servida de alimentos hermosamente presentados en una mugrienta pocilga, como si el contenido de un cubo de basura hubiera sufrido el saqueo de una manada de zorros urbanos. Buscó en vano las Páginas Amarillas en los armarios y en los cajones de la ropa, dejó la habitación a cargo de Zinnia y subió a la planta de la habitación de los niños.
Rabia estaba enseñando a Thomas a comer solo. El pequeño estaba sentado en su trona con una cuchara en cada mano, escarbando sin freno en un cuenco lleno de algo parecido al engrudo. Utilizaba la cuchara que tenía en la mano derecha para llevarse la comida a la boca, con más o menos acierto, y la otra para arrojar su contenido al suelo o tan lejos como era capaz de llegar. Montserrat, a la que no le gustaban los niños, raras veces había sido testigo de un espectáculo más repugnante.
—Es tan listo y tan bueno, ¿verdad, cielito? —Rabia estaba muy ocupada gateando por el cuarto y limpiando las manchas del suelo, de la pared y del rodapié.
Thomas se reía mientras la comida le caía de la boca abierta.
—Quiero Rab —decía, limpiando una cuchara en el pelo de su niñera.
Montserrat habría jurado que había visto lágrimas de felicidad asomar a los ojos de la niñera.
—¿Dónde puedo encontrar a alguien que arregle la barandilla, Rabia?
—Quizá en las Páginas Amarillas.
—Ya, pero es que no las encuentro.
—Mi primo Mohammed es muy buen carpintero. Mejor que carpintero, ebanista.
—¿Cómo puedo dar con él? ¿Tienes su teléfono?
—Claro, Montsy —respondió Rabia—. Me lo sé de memoria. —Se lo dio a la au pair, y como estaba convencida de que la otra chica lo olvidaría, lo anotó en la libreta donde apuntaba las listas de la compra—. Tengo memorizados todos los teléfonos de la familia y de mis amigos.
—Caramba. Ojalá pudiera yo hacer eso.
—Ya, es un don. —La niñera esbozó una sonrisa modesta, tomó a Thomas en brazos y le abrazó, provocando con ello que el pequeño le manchara la blusa con la boca—. Y ahora tú y yo vamos a tener que ponernos ropa limpia, cariño. ¿Qué divertido, eh?
Evidentemente así era, pues Thomas se rio a carcajadas.
Tuvo que dejar un mensaje en el buzón de voz de Mohammed, que devolvió la llamada cuando Montserrat estaba en el Dugong, tomándose algo con Jimmy y con Henry.
—Iré el sábado, día seis —dijo Mohammed.
—¿El seis de noviembre?
—Es el próximo seis, ¿no? Entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde.
—¿Quiere eso decir que va a tener que haber alguien en casa durante todo el día? —Montserrat sabía que ese alguien sería ella—. ¿No puede decirme si será por la mañana o por la tarde?
—O lo toma o lo deja, querida. Le aseguro que el servicio es de primera.
—Ah, de acuerdo. Si no hay más remedio… —concedió la au pair.
El pediatra del número 3 no necesitaría más a Jimmy durante el día, de ahí que su chófer se estuviera tomando un gin-tonic. Henry, al que lord Studley necesitaba en Whitehall a las cinco y media, prefirió seguir con agua de saúco. Ya se tomaría una copa de verdad con Huguette esa noche, probablemente unas cuantas de borgoña y un traguito o dos de Campari, que era lo que Montserrat se estaba tomando con naranja en ese momento.
—Si algo ocurriera en el número siete —decía Montserrat— y separaran a Rabia de ese niño, se le partirá el corazón.
—¿A qué te refieres cuando dices «si algo ocurriera»? —Henry pensaba que el agua de saúco estaría mucho mejor si le añadiera un chorro de ginebra, pero no se atrevió.
—Bueno, si se separan. Nunca se sabe, ¿no? Lucy prescindiría de Rabia sin pensarlo dos veces.
—No te preocupes —dijo Jimmy—. Me han dicho que Rabia va a casarse con el tipo ese que lleva la camioneta de las macetas.
A Montserrat no le hizo ni pizca de gracia que le chafaran la noticia, sobre todo con otra más positiva y más dramática. Se levantó, dijo que les vería en la próxima reunión del club y que no podía seguir entreteniéndose más ahora que June y la Princesa habían regresado de Florencia. Y allí estaban las dos, a bordo del taxi que en ese instante se detenía delante del número 6. Era uno de esos vehículos grandes, parecido a un pequeño autobús con puertas deslizantes, y obviamente necesario a juzgar por la cantidad de equipaje que empezó a desparramarse sobre la acera. Montserrat bajó apresuradamente las escaleras del patio para evitar que le pidieran que las ayudara a entrar las maletas a casa.
Como ocurría con Damian y con Roland, con la Princesa y con la noble familia de los Studley, ni Lucy ni Preston Still hacían jamás nada en la casa que pudiera clasificarse como manualidad ni que produjera callosidades en las manos. El pediatra, por su parte, y para disgusto de Jimmy, disfrutaba lo suyo clavando un clavo aquí y otro allá, reparando un enchufe o cambiando una arandela de un grifo. Jimmy habría estado de acuerdo con los sentimientos que reflejan los versos de Belloc:
Lord Finchley intentó reparar él solo un enchufe.
Sufrió una descarga letal y le estuvo bien merecido.
Porque es sin duda obligación del hombre rico
dar trabajo y dejar que el artesano actúe.
Cómo no, esa regla tenía sus excepciones, y el sábado por la mañana Preston Still, después de haberse cogido en dos ocasiones a la barandilla defectuosa, sentirla temblequear en sus manos y a punto estar de precipitarse por las escaleras que bajaban al sótano, examinó con sumo cuidado la estructura de las barandillas y de la baranda con una reparación temporal en mente. ¡El 6 de noviembre! ¿De verdad era ésa la fecha más próxima para que viniera alguien a efectuar las reparaciones necesarias?
Montserrat dijo que sí y se hizo a un lado mientras le miraba.
Preston comentó entonces que siempre había supuesto que la lustrosa barandilla de madera, probablemente de nogal y de color marrón grisáceo claro, estaba hecha de una sola pieza maciza para la que se había aprovechado la longitud de un tronco entero, pero estaba claro que no era así, sino que había sido astutamente ensamblada quizá con cuatro piezas. Sólo observando muy atentamente podían llegar a apreciarse las junturas. Según le dijo a Montserrat, esa construcción facilitaba ostensiblemente la reparación de una baranda suelta. Y para demostrarlo, cogió la barandilla y empezó a tirar de ella.
Para entones Lucy ya había aparecido. En vez del traje amarillo, se había puesto unos pantalones cortos blancos, una camiseta del mismo color y unas zapatillas de deporte a juego, con cuya blancura contrastaba agradablemente la suave y bronceada piel de sus piernas. Junto a ella, con cara de contrariadas, estaban sus hijas, vestidas de un modo muy similar.
—Nos vamos a correr al parque, ¿verdad, niñas? —Las aludidas no ofrecieron ninguna respuesta, pero Hero hizo una mueca de fastidio—. Así que se nos ha ocurrido pasar de camino para ver qué estaba haciendo papá.
—Pues ahora que lo habéis visto, ya podéis marcharos —replicó amargamente Preston.
—No, en serio, querido. ¿Qué haces?
—Intentar reparar la barandilla —intervino Rabia, que había aparecido tras ella con Thomas en su cochecito—. Mejor sería esperar a mi primo, que vendrá muy amablemente el sábado, renunciando así a su día libre.
Él no le hizo ningún caso. Sacudía vigorosamente la barandilla. Se oyó entonces un ruido a medio camino entre un gemido y un crujido y Preston se quedó con el tramo entero de madera pulida en las manos. A punto estuvo de caerse de espaldas, soltando un improperio que llevó a Matilda a apuntar en un tono que a quienes la escucharon les hizo pensar que algún día le conseguiría un puesto de directora en una escuela privada femenina:
—Papá, no deberías decir palabras como ésa delante de nosotras. Y recuerda que Thomas sólo tiene dieciséis meses.
—Lo siento, niñas —se disculpó Preston, todavía agarrado al trozo de barandilla—. De verdad que lo siento. No debería haber dicho eso. —Sus ojos se volvieron a mirar a su hijo y se quedaron clavados en él, cada vez más ansiosos—. ¿Es una alergia lo que tiene en el cuello, Rabia?
—Estoy segura de que no, señor Still.
—Entonces, ¿qué es esa mancha roja?
—Es porque la bufanda que lleva es roja. Mire ahora cuando la mueva.
Thomas empezó a reírse, satisfecho, porque creía que le hacían cosquillas. En cuanto le quitaron la bufanda, su cuello apareció blanco como la leche.
—Ah, bueno, quién mejor que tú para saberlo. Si tienes alguna duda al respecto, llévalo enseguida a ver al doctor Jefferson, ¿quieres?
Todos, salvo Montserrat, se esfumaron: Lucy empujó a sus hijas delante de ella como una agresiva pastora con su rebaño. Rabia tuvo que bajar el cochecito por las escaleras sin la ayuda de nadie. Hacía mucho frío y habían anunciado lluvia. Sin embargo, dentro prevalecía el calor de costumbre y Preston, sentado en las escaleras en el mismo punto donde había arrancado la barandilla suelta del fragmento de baranda, dijo visiblemente irritado:
—Lo único que esto necesita es un poco de cola. ¿Tenemos cola por ahí?
—No lo sé. No lo creo.
—Pues ve a mirar, ¿quieres? Y, Montserrat, ¿me preparas una taza de café?
—Tendrá que ser instantáneo.
Montserrat preparó el café. Zinnia no trabajaba los sábados. Quizá Preston se hubiera olvidado de la cola a su regreso. No la encontró en ninguno de los armarios que estaban debajo de los dos fregaderos de la cocina. Él se había movido de sitio y estaba sentado en una silla francesa del siglo XVIII —una reproducción— en mitad de la galería, con la baranda y el fragmento de barandilla intacto en el regazo y el otro en la mano derecha. Montserrat, que caminaba despacio para no volcar el café, se preguntó al verle qué habría llevado a Lucy a casarse con aquel hombre tan peludo. A las diez de la mañana —y le había oído afeitarse a las ocho— ya tenía una incipiente y precoz barba sombreándole las mejillas. El cuerpo y las piernas debían de ser un espectáculo digno de contemplar. ¡Igual que un gorila! Y tenía además una tripa pequeña aunque cada vez más prominente. Cómo no iba a preferir Lucy a Rad Sothern, por mucho que fuera casi quince centímetros más bajo.
—Ahora —dijo Preston, esperando a que ella dejara la taza en el suelo—, quizá podrías ir a comprar un poco de cola.
Montserrat sabía que ese «quizá» no significaba nada.
—¿Ir a dónde?
—Seguro que sabes dónde hay alguna tienda. Yo no. Tengo un trabajo que absorbe todo mi tiempo, por si lo has olvidado. Pregunta por ahí. Busca en el listín telefónico.
Montserrat ya había pasado por eso antes. Saldría y preguntaría. Preston vació sus bolsillos de billetes y monedas y se las dio. Había empezado a llover y la au pair cogió uno de los grandes paraguas del paragüero del vestíbulo. Todo ese ejercicio habría resultado insoportable de no haber sido capaz de imaginar a Lucy y a las niñas sin paraguas y empapándose ahí fuera. A Rabia le daba igual mojarse, siempre que pudiera cubrir y mantener seco a Thomas con la capota protectora del cochecito. Montserrat contó el dinero que Preston le había dado para la cola: casi treinta libras. Debía de estar loco. Encontró una ferretería en Pimlico Road, compró dos clases de cola que el hombre que estaba detrás del mostrador le recomendó para asegurarse el tanto. No quería que volvieran a mandarla a la calle.
Al parecer, Preston se había dado por vencido. El viaje de Montserrat había sido en vano y ¿qué hacía ella ahora con dos tubos de cola?
—Oh, guárdalos por ahí. Quizá el tal Mohammed pueda darles uso.
Ella sabía que eso no ocurriría. Esperó a que Preston desapareciera hacia el fondo de la galería, subiendo acto seguido la gran escalera curva, y examinó entonces el fragmento endeblemente repuesto de la baranda y las dos barandillas. Antes de que su jefe interviniera, las dos barandas estaban en perfecto estado. Ahora, el extremo superior de una había quedado lo bastante mellado como para dejar a la vista la madera sin tratar. Montserrat negó con la cabeza y se rio entre dientes. Preston había dejado su taza de café encima de la alfombra junto a la silla en la que había estado sentado. Ella regresó sobre sus pasos y la cogió sin demasiado resentimiento. A fin de cuentas, no le había pedido que le devolviera el cambio y estaba más que satisfecha con las veinticinco libras sobrantes. Para entonces estaba tan animada que olvidó su prudencia habitual y empezó a descender apresuradamente las escaleras que bajaban al sótano, cogiéndose de la barandilla. Preston la había dejado tan poco firme, y sin duda en un estado mucho más precario que antes de que trasteara con ella, que Montserrat se precipitó hacia delante y logró salvarse agarrándose al borde de la alfombra que cubría la escalera.
En cuanto empezó a trabajar en el orden del día de la siguiente reunión del Club de Hexam Place el mismo día de su regreso de Florencia, June incluyó entre los asuntos que debían debatir la cuestión realmente repugnante de las bolsitas de plástico de excrementos de perro y el problema del ruido en Hexam Place después de las once de la noche. Durante su ausencia había recibido varias notas de algunos de los miembros del club. No tenía ninguna objeción a la petición de un debate sobre los hábitos fumadores de los miembros ni dónde deberían poder satisfacerlos. June ya se había mostrado de acuerdo en que si un jefe podía fumar dentro, ¿por qué no iba a poder hacerlo un empleado? Decidió, sin embargo, excluir una petición de Thea en la que pedía permiso para sentarse en la escalera principal «de nuestra propia casa» (y esto, visiblemente subrayado), sobre todo cuando «no eres una criada». Mejor dejar que Thea lo planteara en el apartado «Otros asuntos». La fecha de la reunión había quedado fijada para la hora del almuerzo del 29 de octubre. June rápidamente pasó al primer punto de la orden del día: «Establecer reglas».
La Princesa estaba viendo Avalon Clinic. En el episodio de esa noche Rad, en su papel de señor Fortescue, tenía un gran protagonismo. June se sentó a su lado en el sofá, llevando con ella dos cargados gin-tonics y un cuenco con pistachos. Hasta ese momento, aparte de varios flirteos de corte menor, el señor Fortescue había aparecido sobre todo en su papel de diligente ginecólogo, pero ahora lo hacía embarcándose en una aventura amorosa con la glamurosa hermana de Estonia. Ambos estaban casados, cosa que complicaba encantadoramente las cosas.
—Thea me ha dicho que se puede comprar la primera temporada de la serie —susurró June cuando el señor Fortescue desapareció de la pantalla durante quince segundos—. ¿La compro?
—Sí. Mañana. No hables, te lo ruego. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Mira, ya vuelve.
Gussie, transportado en taxi desde la residencia canina, se había acurrucado en el regazo de la Princesa, de donde June había tenido que desalojarle para sacarlo a dar la vuelta a la manzana de la noche. ¿Y a quién había visto al otro lado de la calle cuando bajaba con él las escaleras sino al mismísimo señor Fortescue saliendo a hurtadillas de la puerta del sótano del número 7? June había saludado con la mano a su sobrino nieto, no viendo razón alguna para conspirar con ellos en su intriga. Rad se había limitado a levantar la mano a modo de un débil saludo. Desde la ventana del sótano del número 8, la señorita Grieves también lo vio salir. Dos horas antes le había visto llegar.
Mientras estudiaba los anuncios de sillas de ruedas del periódico, la Princesa se volvió brevemente, apartando la mirada de la página.
—No te olvides de comprar mañana la lata con la primera temporada de la serie. Si no lo anotas, se te olvidará.
—La caja —la corrigió distraídamente June.
Un fin de semana en la casa de campo de los Still era siempre algo que Rabia esperaba ilusionada. Hasta que la llevaron a Gallowmill Hall, jamás había visto la campiña inglesa, por no hablar de alojarse allí, y mucho menos «dormir» allí. Había descubierto dentro de sí un amor arrebatado por los campos y los bosques, el arroyuelo que serpenteaba entre los campos, con sus patos y a veces un cisne y en una ocasión una nutria. Abundaban las mariposas, rojas, negras y blancas. Thomas podía quedarse acostado encima de una manta en el césped mientras el sol brillaba en el cielo y unas nubes algodonosas navegaban bajo un perlado cielo azul.
Habían pasado varias semanas desde su primera visita, y ahora por fin volvían al campo y, según le dijo Lucy a Rabia, una estancia de esa índole sería del todo imposible sin ella. ¿Quién si no podría controlar a los niños? Tan indispensable era que en el coche (un minibús alquilado para dar cabida a todos), durante el trayecto de ida, Lucy se disculpó con ella por el hecho de que la casa estuviera tan cerca de Londres y en Essex.
—No sería tan grave si estuviera en Hertfordshire, pero Essex hace que la gente se ría en cuanto pronuncias el nombre, ¿no es así, Press?
—La gente a la que yo se lo digo, no, desde luego —respondió Preston.
Rabia no tenía ni idea de a qué podían referirse, de modo que se limitó a sonreír. Thomas se había quedado dormido a su lado. Lo que daría por poder quedarse con él hasta que se hiciera mayor o le mandaran a uno de esos malvados pensionados; qué no daría por poder estar con él y no desear nada más, ni un segundo marido, ni tampoco una casa propia. Qué no daría ella. Las niñas no paraban de pelearse. Las habían obligado a ponerse zapatillas de deporte para ir al campo, en vez de los zapatos nuevos, y se habían descalzado en cuanto el minibús había arrancado.
—Tus zapatos apestan —dijo Matilda.
Hero le pellizcó el brazo.
—Son los tuyos. Mi sudor no huele. Todavía no soy tan mayor. Tú sí.
—Si vuelves a pellizcarme, te doy una patada.
—Basta ya. —Rabia las regañó porque la madre de las niñas jamás lo hacía—. No quiero volver a oíros hablar así mientras salimos a divertirnos.
Las niñas la obedecieron, como lo hacían normalmente. Tardaron media hora en salir de Londres y coger la M25, para seguir luego por un desvío por Epping Forest, donde había muy poco tráfico y el aire olía a fresco. Hacía un día despejado y frío, los bosques estaban teñidos de oro y las hojas caían o se mecían a merced de las ráfagas de viento. Se accedía a Gallowmill Hall por un largo camino bordeado de árboles amarillos, la mitad de cuyas hojas estaban ya en el suelo. En el prado situado a la izquierda, un ciervo y tres o cuatro ciervas, propiedad del granjero de ciervos que alquilaba varios acres de terreno de los Preston, pastaban en la hierba verde y lustrosa. Un halcón planeaba en lo alto.
Thomas se despertó, lloriqueando, y rodeó con sus brazos el cuello de Rabia al tiempo que Preston aparcaba en la curva emplazada delante de la casa. Lucy describía la casa a sus amigas como «Nada del otro mundo, una de esas construcciones normalitas de finales del siglo dieciocho», pero para la niñera era un lugar precioso. Que una familia pudiera vivir en un lugar como ése, y ni siquiera vivir sino ir tan sólo algunas veces a pasar un par de noches, le parecía increíble, un sueño. Pero era real. La última vez que habían estado allí, después de acostar a los niños, había bajado sin hacer ruido y había salido de la casa para tocar la mampostería, casi esperando que se le disolviera en la mano. Era real. Las habitaciones, con sus altos techos y las paredes de color marfil o gris claro, también eran reales, y la imponente escalera, dos veces más amplia que la de Hexam Place, con sus barandillas de filigrana de plata, también lo era. Los cuadros eran auténticos y retrataban a personas de verdad, vestidas con seda y satén, todos ellos abuelos y abuelas del señor Still, y también de sus abuelos y abuelas. Y pensar que cuando tenía dieciséis años y su abuelo la había llevado de regreso a Paquistán para que conociera a su futuro marido, los parientes le habían preguntado si era cierto que en el Reino Unido todo el mundo era igual.
Habían llevado con ellos toda la comida para el fin de semana: bolsas, cajas y neveras portátiles de cuyo reparto se había encargado M&S y Ocado el día anterior. Rabia ayudó al señor Still a entrarlo todo. También contó con la ayuda de las niñas porque Lucy no podía. Dijo que estaba cansada, que el viaje hasta allí siempre la dejaba agotada. La niñera tenía mucho que hacer: para empezar, ocuparse del almuerzo y poner luego a Thomas a dormir su siesta, aunque después salió a dar un paseo por los jardines. Las niñas se negaron a acompañarla. Olvidada ya la pelea, prefirieron quedarse a jugar con el ordenador en el dormitorio que compartían. Podrían perfectamente haber estado en Londres. Rabia vio conejos y una ardilla, y algo en la distancia que podría haber sido un tejón, aunque no estuvo segura porque nunca había visto ninguno. Al jardinero lo había conocido en su visita anterior. Él había clavado sus ojos en su larga bata negra y en su hijab, pero esta vez ya estaba habituado a su aspecto y parecía haber entendido que Rabia hablaba inglés y que no estaba loca ni era peligrosa, y la saludó con un «Buenas tardes, señorita».
—Buenas tardes —dijo la niñera—. ¿Está cavando ahí para plantar flores?
—Así es. Estoy preparando el parterre. Plantaremos unos bulbos para la primavera y algunas anuales para el verano.
—Será precioso. —Rabia le contó que su padre era el encargado de un vivero que vendía flores, plantas y árboles, y el hombre pareció muy interesado.
El paseo la había llevado a contemplar el arroyo, el bosquecillo y el pequeño laberinto en el que no se adentró porque cualquiera podía perderse en él. Allí fuera, en el aire fresco y bajo los árboles, podía aparcar por fin la preocupación que la acompañaba desde hacía meses sobre si debía comentar el comportamiento inmoral (criminal, a sus ojos) de Lucy. Regresó a la casa, sintiéndose alegre y dispuesta a pensar en qué preparar para cenar.