6

La reunión del Club de Hexam Place se celebró durante la hora del almuerzo y básicamente se centró en la costumbre especialmente horrible en la que caían cada vez más a menudo los vecinos que paseaban con sus perros, aunque naturalmente ése no era el caso de June y Gussie. A pesar de que esos infractores obedecían la normativa que exigía recoger los excrementos de sus animales con una bolsa de plástico, en vez de llevarse la bolsa a casa, le hacían un nudo y la dejaban entre las raíces de cualquiera de los árboles de la acera. Esas malditas bolsas de plástico podían verse a veces entre las raíces de todos y cada uno de los árboles de Hexam Place.

Aquél era un asunto que había provocado las iras de los miembros del club, algunos de los cuales —Henry, Beacon, Sondra, Thea y Jimmy— estaban sentados a la mesa del Dugong. Decidieron por unanimidad escribir una carta al ayuntamiento de Westminster City y una segunda, empleando un lenguaje ligeramente distinto, al Guardian. Se eligió a Thea para que escribiera las cartas, a pesar del resentimiento que la elección provocó en Beacon. Quizá ella tuviera un título universitario, pero él estaba convencido de que no era tan bueno como el suyo, ni obtenido en una universidad de la categoría de la Universidad de Lagos. ¿Acaso le habrían rechazado o quizá ni siquiera le habían considerado para que se encargara de la tarea porque era africano? Pero no dijo nada —«por ahora», pensó— y siguió caminando por Hexam Place, unos pasos por detrás de June, en vez de acompañarla.

Asegurándose de que Beacon la miraba, la anciana subió las escaleras que llevaban a la puerta principal del número 6 y entró, tomándose su tiempo. Zinnia recogía de la mesa los restos del almuerzo de la Princesa.

—¿Estás borracha? —preguntó La Princesa.

—Por supuesto que no. ¡A mi edad!

—¿Y qué tendrá que ver la edad?, me pregunto yo. Mi abuela bebía más cuanto mayor se hacía. Se quedó paralítica pasados los setenta e inconsciente cumplidos los ochenta. ¿Has hecho lo que tenías que hacer en el ordenador para confirmar nuestros asientos en el avión?

—Querrá decir para facturar —la corrigió June—. Es demasiado pronto. No volamos hasta el domingo.

—Creía que, cuanto antes se hiciera, mejor.

—Pues ha creído mal. Sólo permiten hacerlo durante las veinticuatro horas previas al vuelo.

—Menuda ridiculez —dijo la Princesa—. Cuando volvamos, estoy pensando en hacerme con una silla de ruedas. Así podría salir. Me muero de aburrimiento aquí dentro. Podrías empujarme.

—No, no podría, señora. Soy demasiado vieja para ir por ahí empujando a ancianas. Si quiere una silla de ruedas, tendrá que comprarse una que pueda manejar por sí misma.

—Muy bien, cuando nos registres en el vuelo, ¿podrías mirar sillas de ruedas con llave de seguridad electrónica?

A Zinnia le dio la risa. Tenía un agudo sentido del humor y una risa irreprimible típicamente caribeños. June la miró ceñuda y respondió que ya vería. No tenía la menor intención de corregir los dos nuevos errores de su jefa, aunque quizá la próxima vez que cometiera un error semejante le preguntaría a la Princesa si le apetecería que Thea, la vecina, le diera una lección de informática. ¡Cómo le iba a sentar eso! Buscó a Gussie, lo encontró dormido debajo del piano y le puso la correa. Los dos estaban llevando a cabo un sondeo de las raíces de los árboles de Hexam Place y de las calles adyacentes. Ni siquiera cuando había incorporado el importante punto a la agenda del club, June había sospechado que fueran tantas las asquerosas bolsitas en cuestión. Gussie disfrutaba de su parte en el estudio, atónito al ver que le permitían olisquear los repositorios de excrementos a discreción. Ella contó doce bolsitas sólo en Hexam Place. Mientras fotografiaba las más flagrantes con el móvil, sus actividades eran objeto de observación por parte de una persona que paseaba a su perro y que la miró, horrorizada, antes de coger a su pequinés en brazos y huir apresuradamente en dirección a Eaton Square.

Se iban a Florencia. Siempre pasaban una semana en Florencia en octubre y otra en Verona en mayo. Gracias a esas dos semanas en Italia, June había podido aprender algo de italiano y se había comprado un diccionario de italiano y una guía de conversación. Su Serena Alteza, la Princesa Susan Habsburgo, no hablaba ni pizca de italiano a pesar del año y medio que había vivido con Luciano. Esa tarde, entre copa y copa, le describieron a Rad Sothern cómo iban a pasar su semana.

—Se cree que es una lumbrera —dijo la Princesa—, y se va por ahí a visitar museos e iglesias.

Rad era demasiado joven para saber lo que significaba «lumbrera».

—¿Y usted qué hace, alteza?

—Pues bien, señor Fortescue, ya que lo pregunta, me las compongo para dar algún pequeño paseo. Es el sol, que me hace bien. Voy a las tiendas y a las joyerías y gasto mi dinero, y me siento también en las terrazas de los cafés y veo pasar el mundo. A June le gusta reunirse conmigo cuando hay alguna copa de por medio, créame.

Como no quería rebajarse a rebatir la afirmación de la Princesa, June se acercó a la ventana y miró a derecha e izquierda de Hexam Place. El único coche aparcado en la calle era el Volkswagen de Montserrat.

—¿Tu amiga te va a llevar a dar un paseo?

—No, que yo sepa. —Rad parecía realmente incómodo.

—Creía que quizás iríais a Wimbledon Common. Hace una noche agradable. Aunque tal vez se esté mejor en casa.

Él se despidió apresuradamente, les deseó unas buenas vacaciones y cruzó la calle hacia el número 7. Una vez allí, bajo las escaleras y durante un instante desapareció de la vista. A la señorita Grieves, que estaba en las escaleras de servicio del número 8, le pareció que se había ocultado en el armario que estaba justo delante de la puerta del sótano. La chica morena amiga de Thea no tardó en aparecer, bañando de luz el patio desde el interior del sótano. En sus tiempos, y durante muchos días después, ninguna joven habría recibido a su novio con unos vaqueros sucios con el dobladillo vuelto, una vieja chaqueta de motorista y un chaleco de hombre. Rad emergió de donde había estado oculto y la siguió dentro. No se besaron. «Qué raro», pensó la señorita Grieves. Por no decir que menuda chifladura.

Quizás el chico se quedaría a pasar la noche. No había motivo alguno para que no lo hiciera. Los Still parecían muy permisivos con el servicio. La señorita Grieves retomó su copa de las tardes —la mitad de té English Breakfast y la otra mitad de whisky— y encendió un cigarrillo. Cuando una hora después volvió a la ventana, vio llegar a Beacon en el Audi, girar y aparcarlo detrás del coche de la chica. Pudo ver muy claramente, iluminado por la luz de una farola, cómo se metía en el oído un auricular y movía el pulgar derecho, haciendo girar la rueda de un iPod. Hasta podía ver el color del iPod: melocotón iridiscente.

«Y si ahora recibe una llamada para que pase a recoger a Preston Still a Victoria o a Euston o a cualquier otra parte —pensó la señorita Grieves—, ¿qué apostamos a que en cuanto el coche se mueva esa chica sacará a Rad de allí antes de lo que canta un gallo? Pero ¿por qué? A lo mejor es que a Lucy Still no le importa que tenga a un amante en su habitación, pero a Preston sí». Había llovido mucho desde que la señorita Grieves había sido la criada para todo de lady Pimble en Elystan Place. Arrastró una silla hasta la ventana para poder seguir mirando cómodamente. Lo que Beacon escuchaba parecía haberle sumido en un estado de éxtasis. Tenía la cabeza apoyada en el reposacabezas del Audi y los labios separados en una beatífica semisonrisa. Se rumoreaba que sólo tenía himnos religiosos en el iPod, como «Quédate conmigo» y «Guíanos, Padre Celestial, guíanos», y todo eso. Menuda locura. Podía seguir así toda la noche…

Pero de pronto Beacon se quitó el auricular del oído y dejó a un lado el iPod para hablar por el móvil. Segundos más tarde, el Audi arrancaba, alejándose en dirección sur. «Debe de ser Victoria», pensó la señorita Grieves. Y, por supuesto, Montserrat debía de haber estado vigilando, —Pero ¿es que no mantenían relaciones sexuales entre ellos esos dos?—, porque no hacía ni cinco minutos que Beacon se había marchado cuando la puerta del sótano se abrió y apareció Rad, empujado por la chica, que le había puesto la mano en mitad de la espalda. El actor subió corriendo las escaleras como alma que lleva el diablo y salió desde allí a la calle. A la señorita Grieves le habría gustado saber cómo habría reaccionado él si ella hubiera salido ahí fuera y le hubiera preguntado a qué venía tanta prisa. Pero no lo hizo. Tardaba como poco diez minutos en subir todos esos escalones.

Thea decidió fumarse un segundo cigarrillo mientras estaba en la calle. Estaba sentada en el tercer escalón contando desde arriba de las escaleras que llevaban a la puerta principal del número 8. Era o eso o quedarse de pie y tiritando en el mojado jardín trasero. Sacó otro Marlboro del paquete y lo encendió, aspirando el humo hasta el fondo. Los únicos miembros del «servicio» de Hexam Place que fumaban eran Henry (en su cuarto, con la ventana abierta de par en par y medio colgando fuera), Zinnie (en su casa y en la calle) y la señorita Grieves (tanto y tan a menudo como le apetecía en su apartamento y con todas las ventanas cerradas). Damian y Roland eran unos fanáticos antitabaco. Así era como lo expresaba Thea, o a veces también «fascistas antifumadores». De haber tenido alguna relación con la señorita Grieves, se habrían enterado de que fumaba, y habrían hecho todo lo imposible para que lo dejara, valiéndose de amenazas y quizá también de alguna promesa, pero lo desconocían porque nunca habían estado en su apartamento ni la habían olido. La señorita Grieves apestaba a humo rancio de cigarrillo, y eso le había servido a Thea de lección: antes de entrar a la parte de la casa ocupada por Damian y Roland, llevaba al tinte el vestido o el traje que se había puesto, se daba un baño caliente y se lavaba el pelo.

Los dos se habían ido a trabajar hacía una hora, de lo contrario Thea jamás se habría atrevido a sentarse allí a fumar un cigarrillo. Veía a Beacon sentado en el Audi, esperando a Preston Still, que esa mañana se había retrasado. Quizá no fuera al despacho que tenía en Old Broad Street, sino a alguna de esas eternas conferencias a las que asistía en Birmingham o Cardiff. Henry se había marchado con lord Studley antes de que ella encendiera su primer cigarrillo. Lo único interesante que había de ocurrir esa mañana era la partida de la Princesa y de June con destino a Heathrow y a algún rincón de Italia. June le había dicho que esperaban el taxi a las diez y media, y el taxi llegó debidamente, con cinco minutos de antelación, cosa que era de esperar en esa compañía. Desde donde estaba sentada, no podía ver la puerta principal del número 6, pero sí llegaba a ver los escalones inferiores de acceso a la casa, por los que vio subir al taxista y aparecer luego a June detrás de él un par de minutos más tarde. ¡Qué cantidad de equipaje llevaban esas dos mujeres! June arrastraba una parte del equipaje tras ella —bump, bump, bump— por las escaleras al tiempo que el taxista cargaba con una inmensa maleta sobre el hombro derecho como un agente de mudanzas. La Princesa nunca llevaba nada, con excepción de su bolso. Bajó afectadamente los escalones con sus zapatos de tacón y ayudándose de dos bastones. A Thea se le ocurrió que aquél debía de ser su único par de zapatos de tacón. Eran de piel de serpiente roja con las punteras lo bastante afiladas como para apuñalar a alguien. June regresó a buscar el resto de las maletas y las dos mujeres subieron al taxi.

Mientras Thea veía desaparecer el taxi hacia el norte y aspiraba el humo de la colilla del cigarrillo, Damian apareció de improviso, abriendo la verja y avanzando hasta el pie de la escalera.

—Cuando el gato no está —dijo con su acento esnob—, bailan los ratones. Ya me pareció el otro día que olías un poco.

—No puedo dejarlo. Y lo he intentado.

—No es tanto el fumar, por muy cliché que pueda parecer, lo que me resulta un hábito repugnante, no. Es verte sentada ahí, en los escalones, lo que me molesta. Como una fulana cualquiera en un edificio de viviendas de protección oficial. En cualquier caso, ya que estás, quizá podrías entrar a buscarme el maletín. Por increíble que parezca, me lo he dejado olvidado.

Thea podría haber dicho que de increíble nada, que siempre se le olvidaba todo, pero optó por callarse. Encontró el maletín en la mesa que estaba justo al entrar y se lo llevó.

—Gracias. Menos mal que para algo sirves.

Damian se marchó a buscar un taxi a Ebury Bridge Street. Thea encendió un tercer cigarrillo, rodeó la casa hacia el jardín trasero, donde los senderos y el césped resultaban invisibles, cubiertos como bajo una espesa y húmeda capa de hojas caídas. Setas inidentificables que parecían gruesos pedazos de hígado violeta asomaban sus cabezas entre la pasta marrón. Había empezado a llover de nuevo. Se refugió bajo el gingko, se arrancó el barro de los zapatos frotándolos contra su tronco y decidió que añadiría fumar o «la cuestión de fumar» como uno de los puntos a tratar en la agenda de la siguiente reunión del Club de Hexam Place. ¿Dónde debían fumar los fumadores, por ejemplo? ¿En la calle? Por supuesto que no. Quizá podía convertirse el apartamento o el estudio de alguno de ellos en una sala de fumadores, como en algunos aeropuertos. Eso le recordó que no podía añadir nada a la agenda, porque June acababa de irse de vacaciones.

—No hay que dejar una sola mala hierba —dijo Abram Siddiqui, agachándose para arrancar un diente de león que crecía entre los crisantemos. Le explicaba eso a su hija, que en cualquier caso ya lo había oído antes—. Eso significa que no debemos pasar por su lado, sino arrancarlas, para que realmente no reparemos en ellas.

—Sí, padre, me acuerdo. Tenemos el jardín tan infestado de malas hierbas… bueno, el jardín del señor Still… que es imposible no reparar en ellas. De hecho, malas hierbas es lo único que hay, y ni una sola planta.

Thomas, que iba en su cochecito, le hacía insinuaciones amigables al pastor alemán de un cliente, tendiendo los brazos y gritando:

—Perrito, perrito.

Rabia lo tomó en brazos y al instante las zalamerías del pequeño quedaron convertidas en gritos de protesta. La niñera lo llevó al invernadero donde estaba la cafetería, mientras empujaba el cochecito con la mano que tenía libre.

—Tranquilízate, Thomas. Deja de chillar y de dar patadas o te quedarás sin beber nada y sin tu galleta de chocolate.

Abram siguió mirándola aprobatoriamente, aunque a la espera, como bien sabía Rabia, para ver si cumplía con su amenaza. Llegó el zumo de naranja para Thomas, que seguía chillando, y el café para Rabia y para su padre. Las galletas que estaban en oferta ese día eran una variedad especialmente deliciosa. Sentado en lo que ella llamó «silla para los mayores», Thomas volvía a llorar, tendiendo la mano hacia el plato de galletas. La dueña del pastor alemán pasó por el otro lado de la pared acristalada.

—No, Thomas. Tómate el zumo.

Rabia alejó el plato hasta dejarlo fuera de su alcance e hizo caso omiso de las súplicas del niño. Abram, complacido por el modo en que su hija lidiaba con la crisis de las galletas, dijo:

—Khalid me ha dicho que te vio cuando fue a tomar nota de la reserva del árbol de Navidad. También me ha dicho, y debo decir que con todo el respeto, que eres hermosa y vistes como una respetable señora musulmana.

—Como yo me vista o deje de vestirme no es asunto suyo, padre.

—Ha sido muy respetuoso. Soy tu padre y sé muy bien lo que es apropiado. No pude recriminarle nada. Te aseguro que no hay muchos hombres como Khalid, Rabia.

—Por mí, como si hay diez mil como él. Para mí no significan nada. Y ahora Thomas se está portando como un buen niño y cuando se porta así, no hay otro como él. —Tendió hacia el pequeño las manos, le acarició la cara y besó sus rechonchas y sonrosadas mejillas—. Ahora nos iremos a casa. Y de camino compraremos galletas como éstas, y te daré una con el té.

—Me alegra oír que no le dejas comer en la calle —dijo Abram sin ocultar su amargura—. No hay que permitir que los niños coman en la calle por ningún motivo.