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Thea jugaba el papel de la amiga de los gays y a pesar de eso siempre tenía la sensación de que ni Damian ni Roland la tenían en mucho aprecio. Les era útil, y eso era todo. A ellos les gustaban los hombres, fueran gays o heterosexuales, y les bastaba con la compañía de los varones. Teniendo en cuenta cuán a menudo les hacía la compra e incluso les cocinaba cuando tenían invitados a cenar, se consideraba merecedora de una rebaja del alquiler, pero no se atrevía a pedírselo.

Tenía un trabajo de media jornada dando clases de informática y ofimática de nivel básico en una escuela de oficios situada encima de una lavandería de Fulham Road, y daba también un curso nocturno llamado Alfabetización de Internet. A juzgar por la cantidad de personas mayores de sesenta años que no sabían utilizar un ordenador y que a duras penas sabían lo que significaba la expresión «conectarse a Internet» y para las que estaba diseñado el curso, sorprendía el escaso alumnado que tenía. Indudablemente, el curso no tardaría en cancelarse debido a los recortes, con lo cual sus ingresos se verían igualmente reducidos. A Thea le dolía que ni Damian ni Roland le hubieran preguntado nunca a qué se dedicaba. Quizá creían que era como sus madres, que tenía ingresos propios y que no hacía nada. Quizá creían que cuando salía era para ir a jugar al bridge o a almorzar con otras señoras, también como sus madres. Thea no les interesaba en absoluto, y simplemente eran amables con ella cuando querían pedirle un favor o cuando tenían algún motivo para estar especialmente alegres. Ninguno de los dos reparaba en la señorita Grieves —si la mujer tenía un nombre de pila, nadie lo conocía—, la anciana nonagenaria que vivía en el sótano. Era Thea quien le hacía la compra, quien iba a buscarle el periódico los domingos y quien la ayudaba a subir la escalera hasta la calle cuando se veía especialmente afectada por su artritis reumatoide. Damian la llamaba «la última tía soltera que quedaba en Londres», pero si la anciana tenía alguna sobrina, nadie la había visto nunca. Por su aspecto, podría haber sido la madre de June, y ésta sí era realmente una tía solterona.

La casa era propiedad de Roland Albert, que provenía de una acaudalada familia. Para comprarla, a principios de la década de 1980, había vendido un objeto llamado la Medalla Kamensky a un coleccionista ruso de insignias rusas. La medalla, bastante pequeña y, en opinión de Thea, muy fea, le había sido concedida a un ancestro de Roland por el zar de entonces, y había ido pasando de mano en mano entre sus descendientes hasta alcanzar finalmente la increíble suma de 104.000 libras esterlinas. Roland había utilizado esa cantidad como entrada para pedir una hipoteca y poder comprar el número 8 de Hexam Place. Aun así, sólo se lo había podido permitir porque el sótano tenía una inquilina con contrato indefinido que no era otra que la señorita Grieves, y que llevaba allí desde antes de que Roland naciera. Desde entonces, él y Damian le habían ofrecido, a través de su abogado, importantes sumas cada vez más cuantiosas para que se fuera y tener así una planta más para su casa o una lucrativa propiedad que pudieran alquilar. La señorita Grieves, de carácter marcadamente picarón, respondía siempre parafraseando a Eliza Doolittle, la protagonista de Pigmalión: «Ni de coña».

Además de ser tan amable y solícita, Thea intentaba congraciarse con sus vecinos, cosa que hacía con Damian y Roland, en un intento por convertir el número 8 en la casa más atractiva de la calle, convenciendo a Damian, el más afable y relajado de los dos, para que comprara macetas para las ventanas del segundo piso, jardineras para el balcón que ocupaba la fachada del primero, y llenándolos de bulbos en primavera y de plantas anuales en verano.

Pero no era ella la que se encargaba del cuidado de las plantas. Era ya mediados de octubre y esperaba la llegada de la camioneta del Belgrave Nursery, que conducía el asesor de plantas de exterior del vivero. Thea había esperado ver llegar a un hombre menudo y bastante larguirucho llamado Keith, pero cuando apareció la camioneta de color verde oscuro, con un dibujo de una mimosa florecida en un lateral, el asesor de plantas de exterior resultó ser un hombre alto y corpulento con una barba negra. La placa que llevaba en la chaqueta del uniforme de color verde oscuro la informó de que se llamaba Khalid.

Khalid le dijo que en las jardineras plantaría jacintos rojos y violetas, además de los narcisos blancos multiflor, y que en las macetas plantaría tulipanes enanos. Una nueva variedad de la que la Belgrave Nursery estaba profundamente orgullosa era una doble flor de color melocotón llamada Shalimar. Khalid le informó de que las pondría también, mezcladas con un tulipán de bordes rugosos de color rojo oscuro y una hiedra en miniatura de hoja amarilla. Quiso saber también cuál era la situación de las ardillas en Hexam Place.

—¿Perdón? —dijo Thea.

—¿Tienen ustedes ardillas? Si una ardilla huele un tulipán a un kilómetro de distancia la tendrán aquí, escarbando en sus macetas, buscando su desayuno. —Su pueril sentido del humor hizo que Khalid se riera de su propio chiste, que por otro lado no tuvo el menor efecto en Thea—. No le quepa a usted duda.

—Pues no los plante —replicó ella con cara de amargura.

—Podemos plantarlos si incluimos nuestros protectores antiardillas para macetas. Es la última novedad. Acaba de salir al mercado el mes pasado.

Si de lo que se trataba era de regatear, Thea se dio cuenta de pronto de que no tenía nada que hacer con Khalid. No era consciente de que, a pesar de ser ciudadano británico desde los doce años, procedía de un extenso linaje de tenderos de mercado de Islamabad, y tras sólo diez minutos, ella había dado el sí a los protectores antiardillas para macetas y él plantaba tulipanes en las macetas de las ventanas. Una hora más tarde, había movido de sitio la camioneta, había hecho otra llamada telefónica al ayuntamiento de Westminster pidiendo permiso para aparcar y llamaba al timbre de la puerta principal del número 7. No tenía intención de utilizar la puerta de acceso del servicio. Montserrat le invitó a pasar y le llevó directamente a la sala de estar, con su bolsa de herramientas y la de los bulbos, después de haberle echado una mirada a los zapatos, como si esperara haber encontrado unas botas cubiertas de barro.

Khalid, que llevaba siempre un calzado elegante y encomiablemente lustrado, dijo con tono sarcástico:

—Quizá preferiría que me quitara los zapatos, como se impone en los aeropuertos del Reino Unido.

—Oh, no. Sus zapatos están impecables.

Lucy había salido a almorzar a Le Rossignol. Preston Still estaba por supuesto en la City. Las niñas estaban en el colegio y Thomas arriba con Rabia, que le estaba cambiando el pañal para ponerle un nuevo mono azul marino y un abrigo nuevo de cachemir de color beis con botones de bronce. La niñera se había fijado en que una de las cosas que Lucy disfrutaba haciendo por sus hijos era elegir su ropa, cuanto más cara mejor. En cualquier caso, confiaba siempre en el buen gusto de su empleada. Nada era lo bastante bueno para Thomas, que tenía un aspecto tan absolutamente divino que no pudo evitar abrazarlo. Cuando por fin le soltó, lo montó con cuidado en su suntuoso cochecito, y tras ponerse el hijab lo empujaba ya por la galería cuando Montserrat subió las escaleras, acompañada de un hombre al que Rabia identificó como uno de los miembros de la cuadrilla de jardineros de su padre. Reconoció también el nombre que figuraba en su chaqueta de color verde oscuro, y entendió por qué estaba allí y cuál era el principal motivo de su visita. Ese hombre alto, de barba negra e innegablemente guapo, era el que su padre había elegido para convertirse en su segundo marido.

—Buenos días —saludó.

—Buenos días, señorita Siddiqui.

—Gracias, pero soy la señora Ali.

Una sonrisa satisfecha iluminó el rostro de Khalid.

—Deje que la ayude a bajar el carrito del bebé a la planta baja.

«Carrito del bebé» era una expresión que Rabia jamás había oído hasta entonces. Khalid, cuya fortaleza era más que evidente, tomó en brazos el cochecito con Thomas dentro y los bajó a los dos hasta la planta baja. Rabia le siguió, pronunció un apagado «gracias» y a toda prisa se dirigió con el niño hacia la puerta de entrada.

—¿Cómo bajará los escalones hasta la calle? —preguntó Khalid a su espalda.

—Como lo hago siempre —respondió ella, cerrando la puerta con suavidad no exenta de firmeza.

—Una mujer preciosa —comentó él.

Montserrat, a la que no le gustaba oír halagos dirigidos a alguna mujer que no fuera ella, dijo que eso era cuestión de gustos y le preguntó si prefería empezar a trabajar en los maceteros de las ventanas de la nursery[2]. Luego tuvo lugar una discusión sobre si la nursery era la habitación en la que se encontraban o el lugar de trabajo de Khalid. Tras rechazar su oferta de los protectores antiardillas para los maceteros con una tenacidad que Thea había sido incapaz de mostrar, Montserrat decidió dejarle trabajar y bajó al apartamento que ocupaba en el sótano, desde donde llamó a su madre con el nuevo iPhone que se había comprado con las propinas que había recibido de Lucy y de Rad Sothern, para decirle que tenía ganas de ir a Barcelona y pasar allí un par de días antes de subir en coche al Jura. La madre de Montserrat era española, y su padre un inglés que vivía en Doncaster. A juzgar por su tono de voz, la señora Vega García pareció menos que complacida al tener noticias de su hija, pero al ver que Montserrat no le pedía ningún préstamo y que ni tan siquiera daba la menor señal de andar escasa de dinero, se ablandó y madre e hija tuvieron la conversación más agradable que habían tenido desde hacía meses.

El «par de días» tendría lugar a principios de diciembre o un poco más tarde, dependiendo del clima y del estado de la nieve. En Colmar, Montserrat se encontraría con una amiga francesa del colegio por cuyo hermano siempre había sentido debilidad. Se preguntó qué harían Lucy y Rad Sothern cuando su directora de orquesta se tomara el mes de vacaciones al que tenía derecho. «Pasar sin ella», supuso.

Khalid, como cualquier otro fontanero, electricista, jardinero o personal cualificado británico, gritó: «¿Hola? ¿Está usted ahí?», y ella corrió escaleras arriba para acompañarle a la salida.

—Estas escaleras son peligrosamente empinadas —dijo Khalid con tono severo. Montserrat nunca había reparado en ello—. Ese suelo de allí es de baldosas —añadió—, es muy duro, y habría que reparar esta barandilla. Podría desprenderse cuando baje alguien, ¿y qué pasaría entonces?

—Sabe Dios —respondió ella.

—Los seres humanos también lo saben. Yo lo llamaría una trampa mortal.

Montserrat le acompañó a la puerta y le vio subir la escalera que comunicaba el sótano con la calle.

El aparcamiento de la Casa de los Lores se llenaba por la tarde, pero en ese momento, justo antes de mediodía, estaba medio vacío. Henry había lavado el Bemeer en el callejón de las caballerizas situado detrás de Hexam Place esa misma mañana y lo aparcó junto a la plaza que utilizaba siempre junto al destartalado Volvo del Oficial Disciplinario del Gobierno. La diferencia entre el Bemeer y el Volvo, el primero tan elegante y lustroso, y el otro tan polvoriento y lleno de melladuras, provocó en él una gran satisfacción, aunque le decepcionaba que lord Studley no hiciera ningún comentario sobre el contraste. Henry bajó del vehículo, abrió la puerta trasera de su mismo lado para que Huguette descendiera y después la puerta del copiloto para el padre de la joven. Todavía no se había librado de ellos.

Era la primera vez que había llevado a padre e hija juntos, y durante todo el trayecto había temido que ella hablara de más, diciéndole algo como: «Nos vemos el viernes», o «¿Por qué no me has mandado un mensaje?» Era capaz de algo así. Desde el momento en que lord Studley había dicho: «Voy a invitar a cenar a mi hija a la Casa», Henry había estado nervioso. Primero, por ejemplo, tuvo que fingir que no sabía dónde vivía Huguette, aunque, curiosamente, nunca había ido a su calle en coche. Luego tuvo que decir: «Buenos días, señorita Studley», sin estar seguro de si ése era el tratamiento correcto, o de si tenía que ser: «Buenos días, honorable Huguette». No obstante, al parecer había acertado, porque ni el padre ni la hija se habían quejado. Ella estaba enfurruñada y no hablaba mucho, mientras que lord Studley habló sin descanso sobre la pregunta oral a la que tenía que dar respuesta cuando la Casa iniciara su sesión a las dos y media. Al parecer, tenía relación con Brasil, con una deuda o un préstamo y el Fondo Monetario Internacional, y Henry no había terminado de enterarse del todo cuando había rodeado Parliament Square para entrar al aparcamiento. Huguette parecía haberse quedado dormida. Lord Studley se interrumpió llegados a este punto para mostrar su pase de rayas blancas y rojas con su fotografía al policía de guardia, aunque el oficial llevaba años viéndole pasar a diario.

Su jefe quería que Henry llevara su maletín y una gran caja de cartón llena de documentos al interior de la Casa y los subiera a su despacho. Accedieron por la Puerta de los Pares, donde Henry tuvo que sacarse una foto para que la adjuntaran a un pase y someterse luego a un cacheo minucioso como en Heathrow. Lord Studley compartía despacho con un viceministro que estaba a cargo del Desarrollo del Hemisferio Sur, un hombre a cuyo chófer Henry conocía y con el que ahora hablaba sobre el recién fundado club al que pertenecía, y al que Robert desgraciadamente no podía unirse por no ser residente de Hexam Place. Lord Studley había ido a buscar la carpeta que quería que Henry se llevara de regreso al número 11, y en su ausencia él mantuvo una animada conversación con Robert para impedir que Huguette soltara algún comentario indiscreto o le besara en la mejilla.

Las cosas fueron de mal en peor cuando sonó el teléfono, el viceministro de Desarrollo del Hemisferio Sur contestó y Henry le oyó decir:

—Ah, Oceane, ¿cómo estás?… Bien, gracias… Clifford acaba de salir un minuto. Seguro que no tarda.

«Que no tenga que hablar con ella», rezó en silencio Henry. Huguette dijo entonces, articulando las palabras en silencio: «Yo no estoy» justo cuando su padre regresó. Lord Studley cogió el auricular con un suspiro y, al tiempo que le daba la carpeta a Henry, le decía:

—Pase a recoger a la señorita Studley a las dos y media.

Henry desapareció al instante. Había logrado escapar por los pelos, una expresión útil aunque anticuada que en los últimos tiempos parecía perfectamente aplicable a gran parte de su vida.

Tras dejar aparcado el Bemeer en la plaza reservada para los residentes delante del número 11, bajó las escaleras que llevaban a la zona de servicio y entró a la casa por la puerta del sótano. ¿Qué le impedía pasarse por el Dugong a tomarse una copa de vino sin alcohol y una ración de pan con queso y cebollas curtidas y subir la carpeta después? Ni siquiera se molestó en encender la luz del pasillo y simplemente abrió la puerta de su dormitorio. Encontró la luz encendida y a lady Studley sentada en la cama, fumando un cigarrillo.

—Ah, Henry, querido, ¿no te parece que he calculado el tiempo a la perfección? Hace sólo dos minutos que te espero. Dime que no tienes que volver a buscar a la picaruela de mi niña.

—Estoy libre hasta las dos y media —respondió él con un tono lúgubre.

—¿En qué puedo ayudarle? —dijo la voz, y Dex supo que estaba de suerte. Su dios no siempre se mostraba tan receptivo. Podía probar un número tras otro y que sólo le respondiera esa mujer informándole de que los números no eran reconocibles, o en su defecto un agudo tono de marcado. Pero esta vez le atendió la agradable y dulce voz, deseosa de ayudarle.

—Haga que luzca el sol, por favor —dijo.

No hubo respuesta. Nunca la había, y Dex tampoco la esperaba. Desde que era niño conocía bien las reacciones de los dioses y sabía que se movían misteriosamente. Su primera madre de acogida le había llevado a la iglesia siempre que tenía ocasión, y, entre visitas, le había enseñado a rezar en casa. Según le contó, sus plegarias no siempre recibían respuesta porque Dex a menudo se portaba mal. A Dios le gustaban las plegarias, pero sólo respondía a las de los buenos, de lo cual él deducía que debía de haber mejorado mucho, porque Peach generalmente atendía a sus peticiones: detenía la lluvia, hacía que saliera el sol o le encontraba trabajo. Aunque la voz de Peach nunca decía que sí, que lo haría, o que no, que esta vez no podía ser, en su oscuro y misterioso proceder hacía lo que se terciaba o simplemente no lo hacía.

Y esta vez sí lo hizo: hizo que luciera el sol, y Dex salió de casa en dirección a Hexam Place con la gran bolsa de tela en la que llevaba sus pequeñas herramientas de jardinería. El doctor Jefferson le permitía guardar las grandes en el armario del patio del número 3. Si bien es cierto que el año estaba demasiado avanzado para cortar el césped del número 3 y del número 5, a Dex le pareció que el ambiente estaba lo bastante seco como para intentarlo. Llamó a Peach pidiendo ayuda mientras caminaba por Buckingham Palace Road, porque un grupo de espíritus malignos pasaron por su lado, todos ellos jóvenes y con la expresión vacía, y uno de ellos pelirrojo. Los espíritus se rieron de él y se apretujaron unos contra los otros, y Dex tuvo miedo. En vez de responder a su llamada, Peach soltó una especie de carraspeo que se prolongó más y más. Dex lo paró, a pesar de que no le gustaba hacerlo porque le parecía grosero. Aunque quizá Peach estuviera el corriente de la naturaleza del problema, porque los espíritus malignos no le tocaron, sino que se alejaron corriendo por Ebury Bridge. El sol calentaba con fuerza, brillando luminosamente en un cielo de azul intenso.