Abram Siddiqui caminaba por el pasillo bordeado de arbustos y coníferas, comprobando que todo estuviera en su lugar exacto y todas las especies debidamente etiquetadas. Era alto y corpulento, guapo como la mayoría de los hombres de esa parte del mundo de la que él era originario, con un fuerte rostro aguileño que quedaba ostensiblemente suavizado por su barba negra. Para trabajar se vestía como un caballero inglés de campo, aunque el vivero Belgrave Nursery estuviera en el corazón de Victoria, y ese día llevaba unos pantalones de pinzas de sarga beis, una camisa de cuadros de algodón con corbata de punto de color verde oscuro y una chaqueta de tweed de un tono verde más claro con coderas de cuero.
Si la mitad de su mente estaba concentrada en comprobar que hubieran existencias de cipreses, cipreses de Monterrey y Tuyas, la otra mitad pensaba en su hija Rabia. Estaba preocupado por ella y por la triste y desilusionada vida que llevaba aun siendo tan hermosa, modesta y callada, cuando, al doblar la esquina y salir al siguiente pasillo, el que transcurría entre las éricas y la lavanda, la vio caminando en dirección a él desde la entrada de Warwick Way. Empujaba un nuevo carrito de bebé, el más magnífico que hubiera visto hasta entonces, un cochecito digno de un príncipe, aunque se la veía muy menuda para estar a cargo de un equipaje tan espléndido y de un niño tan grande y saludable. Rabia vestía una larga falda negra y una blusa gris, además de un pañuelo también negro de lunares enrollado a la cabeza que le ocultaba por completo el pelo y el escote de la blusa.
—Hace una semana que no te veo, padre. ¿Estás demasiado ocupado para atendernos a Thomas y a mí esta mañana?
—Ven, hija —dijo Abram en urdu—, le llevaremos al invernadero a ver los peces tropicales.
Thomas cacareó encantado en cuanto vio los peces, unos ejemplares rojos, verdes y de rayas amarillas y azules que brillaban como joyas mientras se deslizaban abriéndose camino entre las frondas de algas verdes y los pilares de coral artificial. Abram cogió una flor roja de una rama y se la dio al pequeño, asegurándole a Rabia que no le haría ningún daño si se la metía en la boca.
—Estaba pensando en ti antes de que aparecieras —le dijo a su hija—. Me preocupa que esa gente para la que trabajas te corrompa. Me preocupa que sean inmorales a impíos.
Parecía haber adivinado, como solía ser habitual en él, el problema que últimamente la ocupaba con frecuencia. Aun así, Rabia estaba convencida de que todavía no estaba preparaba para consultarlo con él, ni de que fuera a estarlo nunca. Resultaba por tanto extraño que un hombre tan sensible como él creyera que sus intentos de volver a casarla, y dejarle que le buscara un nuevo marido, estuvieran tan lejos del auténtico problema. Abram la llevó a la cafetería del vivero, le compró un café para ella y un helado para Thomas, eligiendo una terrina y no un cucurucho, porque le gustaba ver a los niños limpios y pulcros. Rabia le puso al pequeño una servilleta de toalla al cuello y le dio de comer el helado con una cucharilla de plata.
Su padre decidió entonces emplear una táctica distinta.
—Rabia, sabes muy bien que no necesitas trabajar. Aunque no soy un hombre rico, soy lo que en el Reino Unido llaman un hombre de posición desahogada. Vuelve a casa y quédate conmigo, y yo te mantendré. Para mí sería un placer.
Ella estaba mirando a Thomas y Abram vio de pronto tanto amor y tanto anhelo en los ojos de su hija que enseguida entendió la respuesta a su petición.
—Sé que has sufrido. No hay peor sufrimiento para una mujer que perder a sus hijos, pero si te casas podrás tener más. Sí, hija, llegarán más hijos. Tengo aquí trabajando a un buen hombre. No, hoy tiene el día libre, lleva una de las furgonetas. Es el hermano del cuñado de tu tía Malia. Te ha visto y te ha admirado como debe hacerlo un hombre sensato. Y no es primo tuyo, ni siquiera pariente, de modo que ya puedes ir olvidándote de tus temores (perdóname, pero yo no creo en ellos) sobre matrimonios entre familiares. Hablaré con él en tu nombre y podemos concertar un encuentro para dentro de un tiempo. Rabia, tienes treinta años, pero no aparentas más de veintiuno o veintidós…
Ella le dejó terminar de hablar. Le limpió el helado de la boca a Thomas con una toallita de papel húmedo, cogió otra para limpiarse las manos y le besó en la coronilla antes de responder. Con una voz calmada y reposada dijo:
—No puedo volver a pasar por eso, padre. Tienes razón sobre lo del sufrimiento, y no puedo volver a vivirlo. En cuanto a vivir contigo, eres muy amable, siempre lo eres, pero no funcionaría. Lo que se me da mejor son los niños, adoro a estos niños, y tú estás mejor solo, con tus buenos amigos y tus buenos vecinos.
—Vamos —dijo Abram, y Rabia entendió que se había dado por vencido, aunque sólo de momento. Volvería a la carga en cuanto la viera de nuevo—. Tengo clientes a los que debo atender.
Sus clientes eran en su mayoría mujeres. Las de mayor edad se vestían en Knightsbridge, llevaban joyas de Bond Street y tenían el pelo teñido del color del zumo de naranja recién exprimido o de la caoba de la sala de estar de Lucy. Las jóvenes se parecían todas a Lucy Still, con sus ajustados vaqueros diseñados para adolescentes, camisetas blancas y tacones de ocho centímetros. Una de ellas se había quitado los zapatos, los había puesto en el carrito que empujaba hacia la sección de «Bulbos» y avanzaba renqueante y descalza. Thomas se había quedado dormido con el pulgar en la boca. Rabia lo llevó de regreso a casa, caminando despacio y disfrutando del sol.
Montserrat estaba delante de la casa, junto a su coche, hablando con Henry. En el suelo, entre ambos, había un objeto que Rabia creyó identificar como una especie de híbrido de ataúd y barco. Henry le dijo que no se trataba de una cosa ni de la otra, sino de una caja que debía instalarse sobre el techo del coche para el transporte de equipaje adicional o material de acampada.
—Montsy va a comprarlo.
—Espera un momento —dijo Montserrat—. Depende de si el precio me conviene. Otra cosa es por qué quieres deshacerte de él.
—Pues porque he tenido que deshacerme de mi coche.
—Se instala en el techo del coche, metes cosas dentro y te vas de viaje a alguna parte —dijo Rabia—. ¿Adónde vas, Montsy? ¿Te vas a España a visitar a tu madre?
—No, esta vez no. Me voy a esquiar a Francia, y meteré dentro los esquís y todo el equipo que he comprado. Espera a ver mis pantalones de esquiar nuevos.
Comprados con el dinero que Lucy le daba y que Rad Sothern le daba, pensó Rabia visiblemente incómoda. Un billete de veinte libras aquí y uno de cincuenta allá. Por supuesto, no dijo nada. No era asunto suyo, a menos que fuera asunto suyo y su deber moral decirle algo a alguien. Y vuelta a lo mismo. Por mucho que debatiera consigo misma, siempre volvía a lo mismo.
—¿Te gustaría ir a una reunión del Club de Hexam Place que celebramos a la hora del almuerzo? —preguntó Montserrat—. Es una reunión general extraordinaria y tendrá lugar en el jardín del Dugong, así que podrás llevar a Thomas, y cuando Henry empiece a pedir un precio excesivo como seguro que lo hace, podrías ponerte de mi lado y apoyarme.
—Lucy se enfadaría.
—Lucy no se enterará.
Rabia sonrió y empezó a tirar del pesado carrito escaleras arriba del número 7. Henry corrió a echarle una mano, al tiempo que le gritaba a Montserrat que no podía aceptar menos de setenta y cinco libras.
—Bromeas. Si debe de tener por lo menos cien años.
—Por si te interesa, pagué doscientas por él en 2005.
—Cincuenta —dijo Montserrat.
—Setenta.
—Cincuenta y cinco.
—Ahora quién es la que bromea.
June apareció entonces en la puerta principal del número 6 y, a pesar de su reumatismo, bajó alegremente las escaleras como si tuviera la mitad de los años que en realidad tenía.
—Vosotros dos alborotáis casi más que una panda de gamberros de Brixton. Supuestamente éste es uno de los barrios más selectos no sólo del Reino Unido, sino del mundo occidental. Su Serena Alteza tiene jaqueca.
—Puedo darte un par de paracetamoles para ella, pero algo te costarán —respondió Henry, echándose a reír.
June le ignoró.
—Tendremos que plantear este asunto del alboroto callejero en la reunión. Lo añadiré a la agenda.
Henry metió el cofre portaequipajes por la puerta del sótano del número 11 y acto seguido todos se dirigieron en tropel hacia el Dugong. Thea, Jimmy y Beacon, que de nuevo no probarían el alcohol porque el señor Still quería que le fueran a recoger a la City a las cuatro, y el doctor Jefferson a Great Ormond Street a las cinco, estaban allí, y ya habían pedido bebidas para todos. Como en octubre no hacía bastante calor para sentarse fuera, se congregaron alrededor de la mesa más grande del bar y June leyó el acta de la última reunión, apuntando que ésa era una reunión general extraordinaria convocada debido a la sobrecargada agenda.
Cuando apenas habían empezado a tratar el orden del día, Thea comentó que había visto a Rad Sothern en Hexam Place a principio de la semana. De hecho, había sido a última hora de la noche.
—Me gustaría saber a quién estuvo visitando. —Thea se las ingenió para añadir una buena dosis de insinuación a esa especulación. A veces se mostraba maliciosa para contrarrestar su comportamiento santurrón.
—De hecho, vino a vernos a la Princesa y a mí —intervino June.
—¿A ti? —A Thea le parecía casi demasiado increíble para que fuera cierto—. ¿Y de qué diantre le conoces?
—No ha sido necesario conocerle. —June podía ser glacial cuando se lo proponía—. Es mi sobrino nieto.
—Qué curioso —dijo Montserrat—. Si alguien me lo hubiera preguntado, habría apostado porque era pariente de la Princesa.
June arqueó las cejas.
—Su Serena Alteza no tiene familia. Salvo por mí, está sola en el mundo. Y, que yo sepa, nadie te ha preguntado.
—Tampoco tienes por qué ser desagradable.
—A veces es absolutamente necesario. Y permitidme que os recuerde que supuestamente ésta es una reunión general extraordinaria del Club de Hexan Place, y que el tema principal del orden del día es el alboroto callejero cada vez más acusado por parte de sus miembros.
—Y yo tengo otros asuntos —intervino Henry.
Dex apareció en la reunión, o mejor dicho, entró al Dugong cuando se estaba celebrando la reunión y se sentó a la gran mesa a la que los demás ya estaban sentados. Pidió una Guinness y, como de costumbre no tenía nada que decir, escuchó la discusión mientras observaba a todos los presentes. Una de las mujeres era pelirroja. Era una de esas personas cuyos ojos podía ver, y veía además que eran de un azul luminoso. Por lo demás, la mujer tenía un rostro típicamente anodino, no muy distinto del resto. Otra hablaba por un móvil. Quizá tuvieran también dioses viviendo dentro, o sólo frutas como naranjas, moras y manzanas, algo sobre lo que había oído hablar Dex. Los demás hablaban sobre gritos en la calle, risotadas y conversaciones en voz demasiado alta ya entrada la noche. Él siempre aprovechaba para pillar cualquier comida gratis que pudiera tener a mano y en ese momento metió los dedos en el cuenco de patatas de varios colores y sacó un buen puñado. Había visto cómo le miraba la mujer llamada June, que ahora le decía:
—Tienes la mano muy sucia. Ahora que has tocado las patatas, nadie va a querer comérselas.
A Dex le traía sin cuidado que nadie más se las comiera. Mejor para él. Hizo un esfuerzo por responder.
—Me gustan —dijo—. Me las comeré.
—Ah, mira qué bien —comentó June. Planteó la cuestión de una visita al teatro, pero nadie pareció interesado.
La otra cuestión que Henry deseaba plantear concernía a los residentes de las calles aledañas que aparcaban sus coches en Hexam Place, de modo que a veces no encontraba dónde aparcar el vehículo de lord Studley.
—Su señoría tiene que doblar la esquina para encontrarme.
—No le hará ningún daño —dijo June, mostrando su cara más radical.
Jimmy, cuyo buen jefe habría recorrido un kilómetro para subir a su coche sin la menor queja, dijo que no veía modo alguno de poner fin a esa ocupación de las plazas de aparcamiento de Hexam Place. Era del todo legal. Dex se terminó su jarra de Guinness y se trasladó a una pequeña mesa para estar solo. Como siempre, pulsó algunas teclas del móvil al azar, aunque empezando con el prefijo de Londres, el 020. Se oyeron algunas notas musicales junto con una voz femenina que le informaba de que ese número no existía. Sabía que eso significaba que su dios estaba ocupado y que no podía hablar con él en ese momento. No pasaba nada, ocurría a menudo. Volvería a probar más tarde. Cogió el cuenco con las patatas con la mano izquierda y vertió su contenido en su mano derecha, que estaba incluso más sucia, con un suspiro de satisfacción.
Thea, pelirroja, de ojos azules, con un vestido estampado rojo y azul en vez de pantalones, no se sentía lo suficientemente abrigada, pero creía que estaba más atractiva que cualquiera de las mujeres del pub. Aburrida hasta la saciedad durante la reunión tras el rifirrafe con June, había intentado tímidamente en varias ocasiones captar la atención de los hombres, pero la única reacción había llegado de parte de Jimmy. Como no podía pensar en él incluyéndole en la misma categoría que sus novios anteriores, decidió que eso no era más que una muestra de ultrajante esnobismo y volvió a captar su atención, esta vez sonriéndole. Pero Jimmy, que no le devolvió la sonrisa, se marchó a recoger al doctor Jefferson y Thea volvió sola a casa, donde Damian se la encontró en el vestíbulo y le dijo que se les habían terminado las pastillas de detergente del lavavajillas.