Eran muy pocos los clientes que sabían lo que era un dugong. El letrero que colgaba encima de las puertas del pub mostraba a un animal que estaba a medio camino entre una foca y un delfín, con un hermoso rostro de mujer. La imagen había llevado a algunos a decir que era una sirena, y a otros que era un manatí. El titular del local aconsejaba buscarlo en Google, pero si alguien siguió alguna vez su consejo, se desconocían los resultados. No parecía importante. El Dugong era uno de esos pubs de Londres que sobrevivían a la recesión, a las leyes diseñadas para impedir la conducción bajo los efectos del alcohol y a las reiteradas súplicas para que todos bebieran menos. Eso se debía a que tenía una clientela acaudalada y en su mayoría joven y a que estaba elegantemente dotado de un jardín trasero y de una amplia acera en la parte delantera donde los clientes se reunían a tomar Sauvignon y a charlar.
La primera reunión del Club de Hexam Place se celebró alrededor de la mesa más grande del jardín, puesto que hacía una noche agradable y calurosa para mediados de septiembre. Jimmy tendría que haber sido el presidente, pero, aunque no llegó exactamente a ser presa del pánico, se quejó de que no tenía ni idea de cuáles eran sus funciones. De hecho, nunca había dicho que sería presidente. Mejor que lo fuera June. Así que June leyó los escasos estatutos de constitución del club, que fueron aceptados en calidad de registro válido por Jimmy, Beacon, Thea, Montserrat —que no había estado presente— y Henry. El primer punto de la agenda fue la cuestión referente a los derechos humanos de Henry.
June apenas había empezado con el discurso que había escrito y en el que describía al pobre Henry esperando durante horas al volante del BMW a que apareciera lord Studley, y ni siquiera había llegado a pronunciar el nombre de lord Studley cuando el sujeto de su queja se levantó de un salto, al grito de:
—¡Basta, basta, basta!
—¿Qué diantre ocurre? —El jardín del Dugong estaba infestado de avispas—. ¿Te ha picado alguna?
—Pero ¿es que quieres que pierda mi empleo? —Henry bajó la voz, convencido de que no sólo las paredes tenían oídos, sino también los setos y las plantas en sus macetas—. Me ha costado un año entero conseguir este trabajo. ¿Y qué pasa con mi piso? —prosiguió con un sibilante suspiro—. ¿Quieres que pierda también el piso?
—Bueno, créeme que lo siento mucho —dijo June—. He actuado con buena intención. Me ha afectado mucho verte medio dormido al volante a esa hora de la mañana.
—Si no te importa, mejor cambiamos de tema. Y, pensándolo bien —añadió Henry, lanzándole una mirada asesina—, aunque te importe.
—Hora de otra copa —intervino Beacon—. ¿Qué tomamos? —Intentó ofrecer alguna cita bíblica adecuada para la ocasión, pero en la Biblia no aparecían coches ni ninguna referencia a los derechos humanos—. ¿Qué va a ser, Henry?
A Henry y Montserrat les apetecía una copa de vino blanco; June prefería un vodka con tónica, y Thea, un Merlot. Jimmy pidió una cerveza, y Beacon se decidió por un agua con gas «con un toque de grosella negra», porque siempre cabía la posibilidad de que el señor Still le llamara al móvil para que fuera a recogerle a la estación Victoria.
Como en la agenda no quedaba nada salvo la sección de «Gastos e ingresos», que seguía siendo una página en blanco, enseguida llegaron a «Otros asuntos varios». Montserrat sugirió que se organizara una batida de reclutamiento para incorporar a más miembros. Aunque la posibilidad de ser miembros estuviera limitada a los residentes de Hexam Place, todavía faltaban Rabia, Richard y Zinnia. Beacon dijo que se había avisado a todos de la reunión y advirtió que no se podía obligar a asistir a nadie a la fuerza.
—Pero sí podemos convencerles —dijo June—. Podemos apelar a su civismo. —Sugirió que se discutiera la convocatoria de una salida a un «espectáculo» durante la siguiente reunión y que se fijara una fecha. La suerte de inquieta apatía que a menudo se adueña de las reuniones que se prolongan demasiado estaba provocando que se cerraran algunos ojos, que se encogieran algunos hombros y que los primeros calambres empezaran a dejarse sentir en las piernas de los asistentes. Todos respiraron aliviados cuando acordaron dar el sí a la salida, sobre todo porque no iban a volver a plantear el tema hasta octubre. La reunión tocó a su fin y empezaron a beber en serio.
A pesar de mantenerse fiel a su norma de evitar el licor, Henry se había tomado su vino y necesitaba algo más fuerte. Las cejas se arquearon cuando pidió un Campari con soda y apenas echó mano de la soda. Le esperaba un calvario cuya llegada ansiaba y temía a la vez, pero del que no había escape posible. Huguette esperaba verle, y sabiendo como sabía que su padre se había ausentado durante dos días con motivo de una visita parlamentaria a Bruselas, sabía también que no había razón alguna para que Henry tuviera que estar disponible para conducir el Beemer. De todos modos, su espera sería en vano, porque él tenía otro compromiso con la familia Studley a las nueve.
Beacon fue el primero en marcharse. Había recibido su llamada. El señor Still viajaba en un tren con destino a Euston, no a Victoria, y llegaba en doce minutos. Eso también le sirvió de aviso a Montserrat, que le vio marcharse, comprobó que el Audi no estaba y corrió escaleras arriba del número 7 para llamar a la puerta de Lucy y avisar a Rad de que debía marcharse en un plazo de, como mucho, tres minutos. Después de bajar con él a la planta donde estaba el salón y de allí por la estrecha escalera que llevaba al sótano y al patio, cuando lo vio desaparecer en dirección a Sloane Square, volvió corriendo al piso superior. Por una vez, Thomas dormía, las niñas estaban viendo la televisión mientras se preparaban para acostarse y Rabia tomaba una taza de té.
El número 11, propiedad de los Studley, era la casa más grande de Hexam Place. No sólo era mayor en tamaño que las demás, sino que además era distinta de las adosadas, pues era una vivienda aislada y poseía unas barandillas más elaboradas en los balcones. Se accedía al edificio entre columnas acanaladas y por una puerta de doble hoja. Sobre la puerta, las cristaleras comunicaban el dormitorio principal con un gran balcón, adornado con urnas griegas en las que crecían las palmeras. Esa ventana, aunque cerrada con llave, hacía que el dormitorio pareciera más expuesto y menos seguro que si hubiera estado protegido por una pared sólida, y de ahí que Oceane Studley prefiriera ser ella la que visitara a Henry y no al contrario.
Éste regresó del Dugong a las nueve menos diez y enseguida se puso a cambiar las sábanas de su cama, además de bajar las persianas y sacar las copas de vino. Ella llevaría el vino. Siempre lo hacía. Aunque no se habían visto más de dos veces. De hecho, ésa sería la tercera. Henry no tuvo tiempo de darse una ducha, aunque ya lo había hecho por la mañana. Tendría que conformarse. No sabía si le apetecía ver a Oceane o si en realidad habría preferido que le sonara el móvil y que ella le dijera que no podría ir. Lo cierto es que durante todo el rato que ella estaba en la habitación, él estaba aterrado. Suponía que si podía funcionar y no se dejaba inhibir por el miedo que le atenazaba era sólo gracias a su juventud. Con Huguette, en cambio, las cosas eran muy distintas, porque lo hacían en el piso de ella, ubicado a un kilómetro de allí, y no en casa de su padre, aunque obviamente era el padre de Huguette quien pagaba el alquiler. Toda esa casa, tanto la habitación de Henry como el dormitorio principal, era propiedad de lord Studley, y aunque sabía que su jefe estaba en Bruselas, seguía temiendo ser objeto de los espías. Esa noche, al entrar en casa, se había topado con Sondra en las escaleras, y a pesar de que ella se había mostrado visiblemente amable, él no podía quitarse de la cabeza la idea de que había estado espiándole.
El problema era que Oceane era una mujer muy atractiva y que todavía no había cumplido los cuarenta años. A Henry le resultaba básicamente más atractiva que su hija, pero Huguette era joven y eso era una gran ventaja. En cualquier caso, aunque jamás se le había pasado por la cabeza la posibilidad de rechazar a Huguette, sí había temido decirle «no» a Oceane. Y si bien él desconocía la historia de José y la esposa de Putifar, la trama resultaba obvia para todo aquel que imaginara la situación: si le dices «No, gracias, mejor que no», ella le cuenta a su marido, que resulta ser tu jefe, que te has propasado con ella.
Cuando estaba ya a punto de visualizar las últimas consecuencias de ese resultado, se abrió la puerta y entró Oceane. Nunca llamaba. Aunque Henry podía ser para ella algo más, no dejaba de ser el chófer de su marido.
—Ah, querido —dijo—, ¿no estás en el séptimo cielo ahora que me ves? —Pegó su pelvis contra él y le metió la lengua en la boca.
Henry respondió al envite. No tenía mucha elección.
Montserrat estaba totalmente al corriente. Se había propuesto saber quién tenía una aventura con quién, quién se escaqueaba y quién tomaba prestado un Beemer o un Jaguar cuando esa suerte de préstamos estaba terminantemente prohibida. Aunque nunca había chantajeado a nadie, le gustaba atesorar en la recámara la posibilidad de un moderado chantaje. La única amiga que tenía en Hexam Place era Thea, y el único miembro del club que tenía coche propio era ella, que conservaba el viejo Volkswagen en un garaje de las antiguas caballerizas propiedad del número 7.
Todos los intentos de convencer a Rabia para que se uniera al club habían fracasado.
—No tendrías que beber nada. Me refiero a que no estarías obligada a tomar alcohol. Bastaría con que te sentaras a una mesa y hablaras. Y además podrías ir con nosotros a ver algún espectáculo.
Rabia respondió que no se lo podía permitir y que si le preguntaba a su padre si podía ir a un pub él le diría que no.
—¿Y por qué ibas a decírselo?
—Pues porque es mi padre —dijo la niñera con esa simpleza y esa claridad tan propias de ella—. Ya no tengo un marido que me diga lo que debo hacer. —Haciendo caso omiso de los ojos en blanco de Montserrat, le ofreció otra taza de té.
Montserrat dijo que prefería una copa de vino y que suponía que Rabia no le dejaría subir la botella.
—No, claro que no —dijo la niñera—. Lo siento, pero estamos en la habitación de los niños. —Y fue a ver cómo estaba Thomas, que había empezado a lloriquear.
June, la Princesa y Rad Sothern, que era el sobrino nieto de June, tomaban un café en la sala de estar del número 6. La Princesa sólo toleraba la presencia de ese pariente de June porque era un profesional, actor y una celebridad. Además de eso, era muy apuesto y encarnaba al señor Fortescue, el cirujano ortopeda, en una de sus series de televisión favoritas. El señor Fortescue era un personaje importante de Avalon Clinic, salía todas las semanas y era un rostro famoso cuando se le veía por Sloane Square. June le tenía un tibio aprecio, aunque era plenamente consciente de que él sólo iba a verla cuando no tenía nada mejor que hacer. Le había visto entrar al número 7 por la puerta del sótano y no aprobaba que tuviera una aventura con Montserrat, a la que consideraba ladina. No conseguía entender cómo se las había ingeniado Rad para conocer a la au pair de los Still. Por lo que sabía, el único contacto que su sobrino había tenido con los ocupantes del número 7 había sido cuando la Princesa le había presentado a Lucy Still en una fiesta que había dado en esa misma casa hacía unos meses.
La Princesa se dirigía a él como «señor Fortescue», porque le parecía divertido hacerlo así. Rad le había pedido que no lo hiciera, pero ella no le había prestado atención. La conversación se limitaba siempre a los chismes, sobre todo a los del mundo del cine y de la televisión, y no a los escandalosos chismorreos sobre Hexam Place, aunque obviamente, en el caso de Rad, eso se acercaría más a la verdad. June sabía que si su sobrino visitaba el número 6 con la frecuencia con que lo hacía no era movido por el afecto que sentía hacia la Princesa, sino para que cuando los vecinos le vieran creyeran que a quien visitaba era a su tía abuela June, y no a Montserrat.
La Princesa, como siempre, quería que él le hablara de las vidas privadas del reparto de Avalon Clinic, y él respondió a su demanda con una diluida versión. Pareció dejarla satisfecha.
—¿Puedo ofrecerle un brandy, señor Fortescue?
—¿Por qué no? —fue la respuesta de Rad.
Aunque a ella no le ofrecieron, June se sirvió una copa de todos modos. Estaba cansada y todavía tenía que sacar a Gussie a dar la vuelta a la manzana. Su sobrino tardaría horas en marcharse si no le daba lo que ella llamaba «un empujoncito», aunque en esa ocasión fue más que eso.
—Es hora de que te marches, Rad. Su Alteza quiere acostarse.
June le puso la correa al perro y, según rezaba una expresión de propio cuño que utilizaba habitualmente, acompañó al actor fuera del inmueble por la puerta principal, bajando con él las escaleras hasta la calle. Aunque era una noche agradable, estaba empezando a refrescar. Rad cogió un taxi en Ebry Bridge Road y June y Gussie dieron la vuelta a la manzana. A pesar de que ya era muy tarde, todavía había luces en los dormitorios, y Damian y Roland estaban aún en su salón, aunque tenían bajadas las persianas. No había nadie a la vista en la calle, nadie que pudiera ver entrar a June por la puerta principal, de modo que Gussie y ella entraron por las escaleras de más cómodo acceso que bajaban al sótano.
Thea vivía en el piso superior del número 8, mientras que Damian y Roland ocupaban la planta baja y el primero. Roland se encargaba de parte de la limpieza, aunque a regañadientes, y Thea hacía lo que él no hacía, aunque no había nadie a cargo de la limpieza del piso de la señorita Grieves, que ocupaba el sótano. La anciana señora no podía permitírselo. Thea ya le hacía la compra y a veces le llevaba comida cuya calidad superaba con creces la del servicio de reparto benéfico de Meals on Wheels, aunque con el tiempo también había empezado a pasarle la aspiradora y a quitar el polvo de los viejos muebles. Ése era uno de los muchos cometidos que llevaba a cabo sin que nadie se lo pidiera, porque sentía que era su obligación. Por la misma razón, hacía lo que llamaba «pequeños trabajos» para Damian y Roland, como quedarse en su casa para recibir al fontanero o un paquete de correos, llamar al ayuntamiento de Westminster City siempre que había que formalizar alguna reclamación, sacar la basura para reciclar, cambiar bombillas y reparar enchufes. Aunque esa suerte de tareas le desagradaba, ya no sabía cómo negarse. Tampoco se sentía especialmente orgullosa de la bondad con la que ayudaba a los vecinos. Le habría gustado que actuar así le hubiera hecho feliz, le hubiera permitido adquirir una consciencia de la virtud, o disfrutar de la satisfacción de prestar servicios útiles y gratuitos, pero lo único que se llevaba de todo ello era un receloso hartazgo y a veces incluso resentimiento. Simplemente actuaba harta y hastiada.
Mientras que Montserrat siempre parecía tener a alguien, en el caso de Thea, hacía dos o tres años que no había vuelto a tener novio. Los años pasaban, como bien se encargaba de recordarle su hermana Chloe, o, en palabras de Roland, que citaba de quién sabía dónde, el carro alado del tiempo se aproximaba implacable. Thea pensaba a veces que si algún hombre le pedía una cita, siempre que no fuera patentemente feo o asqueroso, le diría que sí. Ese hombre sin rostro estaba empezando a convertirse en un amante soñado, al que ella imaginaba llegando en un bonito coche para llevarla a dar un paseo y después a almorzar, y se veía saludándole con la mano desde la ventana, despidiéndose de Damian y de Roland y bajando corriendo las escaleras hasta la puerta principal.
No conocía a nadie, ni tan siquiera vagamente, que pudiera asumir ese papel. De camino al trabajo, en Fulham Road, miraba a los pasajeros del autobús o a los hombres que pasaban a pie por delante de ella y se ponía a pensar. ¿Qué era lo que había que hacer, qué aspecto tenía que tener, para atraer la atención de éste o de aquél? En una época lo había sabido y había puesto en práctica sus conocimientos. Esos hombres se habían casado con otras. Probablemente acabaría como la señorita Grieves, soltera y solitaria, convertida en una vieja arpía.