En la bandeja había una pequeña terrina con la clase de yogur que asegura regular la defecación del consumidor, un higo y una tostada con mantequilla, mermelada y una cafetera. La Princesa estaba en plena fase de consumo de yogur. June sabía que estaba en la mitad exacta de la fase en cuestión porque éstas siempre duraban cuatro meses y ya habían transcurrido dos. Desplegó las patas plegables de la bandeja —ninguna de las dos sabía cuál era el nombre exacto de esa clase de bandeja— y la colocó encima del edredón. La Princesa siempre se recogía el pelo con rulos al acostarse y ahora procedía a quitárselos, salpicando la tostada de caspa.
—¿Has dormido bien, querida?
—No he dormido mal del todo, señora. ¿Y usted?
—He tenido un sueño de lo más peculiar. —La Princesa solía tener sueños peculiares y se dispuso a relatar ése.
June no la escuchó. Descorrió las cortinas y se quedó plantada delante de la ventana, mirando desde allí Hexam Place. El BMW negro de lord Studley estaba aparcado delante del número 11, en la acera de enfrente, con el pobre Henry al volante. June sabía con seguridad que llevaba dos horas allí. Tenía todo el aspecto de haberse quedado dormido, y no era de extrañar. Era una auténtica lástima que el Club de Hexam Place no fuera un sindicato, aunque quizá pudiera gozar de algunas de las prerrogativas de un sindicato y poner fin a un trato tan cruel a un empleado. Se preguntó si, en el caso de Henry, no se estarían infringiendo los derechos humanos.
El elegante autobús escolar, con una raya azul en el lateral, dobló la esquina desde Lower Sloane Street. Hero y Matilda Still esperaban delante del número 7 de la mano de Rabia. La niñera las acompañó al autobús, que se las llevó a su carísimo colegio de Westminster. ¿Por qué no podía haberse encargado su madre? «Está todavía en la cama», pensó June. Haciendo honor a su apellido[1]. ¡Qué mundo éste! Damian y Roland habían emergido del número 8, cuya puerta June no podía ver desde donde estaba. Esos dos siempre iban juntos a todas partes. Si hubieran sido una pareja de sexos opuestos habrían ido de la mano, y a ella, ardiente progresista donde las hubiera, le parecía una auténtica vergüenza que eso fuera un avance por conseguir en la lucha contra los prejuicios y la intolerancia. El señor Still acababa de salir del número 7 cuando la Princesa llegó al punto culminante del relato de su sueño. June poseía un instinto que había desarrollado gracias a años de experiencia y que le permitía reconocer cuándo llegaba ese momento.
—… y resulta que no era mi madre, sino esa chica pelirroja que limpia en casa de esos mariquitas, y entonces me he despertado.
—Fascinante, señora, pero no debería decir «mariquitas», ¿no le parece? Se dice «pareja gay».
—Ah, sí, claro. Si insistes… Estoy segura de que lady Studley no permite que Sondra le hable así.
—Probablemente, señora —dijo June—. ¿Desea que le traiga alguna cosa más?
No, no deseaba nada. La Princesa se quedaría un rato enfurruñada y después se levantaría. June había oído llegar a Zinnia. Bajó, feliz tras haber ganado ese asalto, y dispuesta, en cuanto convenció a la limpiadora de que se ocupara el comedor, a lidiar con la agenda de la siguiente reunión del club.
June Caldwell tenía quince años cuando su madre, viuda y ama de llaves de Caspar Borrington, le había conseguido un puesto de criada personal (bueno, en realidad era de señorita para todo) de Susan Borrington, la hija del señor. Cuando le faltaban dos meses para cumplir los dieciocho años, Susan se había prometido al príncipe Luciano Habsburgo, vástago de una familia italiana de dudoso origen aristocrático, al que había conocido esquiando en Suiza. Quizás el joven no fuera exactamente el vástago, pues tenía dos hermanos mayores y era monitor de esquí. No había dinero y el título tenía todos los visos de provocar la risa de los italianos, pues el padre de Luciano había cambiado su apellido de Angelotti a Habsburgo unos años antes. El hombre era dueño de un par de tiendas de lencería en Milán. Eso, curiosamente, les dio algo en común. Caspar Borrington, que tenía mucho dinero y que era dueño de tres casas y de un piso en Mayfair, había amasado su fortuna con algo no muy distinto, aunque menos digno incluso. Sus fábricas producían compresas. El adviento de Tampax dio al traste con el negocio, pero cuando Susan conoció a Luciano la familia era enormemente rica y ella era hija única.
Se casaron y June se fue a vivir con la pareja al apartamento de Florencia que pagaba el padre de Susan. June quedó fascinada con la ciudad, con la gente y su peculiar forma de hablar, el clima, siempre glorioso (Susan se había casado en mayo), los edificios, el Arno, los puentes y las iglesias. Cuando estaba empezando a acostumbrarse a Florencia, y ya había aprendido a decir «Buon giorno» y «ciao», La pareja tuvo una discusión más espectacular que de costumbre, llegando a las manos, y Susan le dijo a June que hiciera las maletas, que volvían a casa.
No llegaron a divorciarse nunca, pues Susan estaba convencida de que el divorcio en Italia era imposible. Caspar Borrington dio a Luciano una gran suma de dinero para mantenerle la boca cerrada y Susan no volvió a verle. Años más tarde, consiguió anular el matrimonio. Él no era una Serena Alteza e incluso había la duda de que ni siquiera fuera príncipe, pero Susan se hizo llamar «Su Serena Alteza la Princesa Susan Habsburgo», imprimió ese nombre en sus tarjetas y lo añadió al censo de votantes de la City de Westminster. Su padre le compró el número 6 de Hexam Place, que en aquel momento no era una dirección tan elegante como lo sería más adelante, y Susan había vivido allí desde entonces, granjeándose un círculo de amistades entre las viudas de generales, ex esposas de deportistas y vetustas hijas solteras de directores de empresa. Había habido también amantes, aunque no muchos ni durante mucho tiempo.
Zinnia era otra que ostentaba un nombre adoptado, pues le disgustaba el de Karen, que era con el que había sido bautizada en Antigua. El apellido Saint Charles era auténtico. Trabajar para una Princesa en el corazón de Knightsbridge le reportó mucho renombre y le facilitó conseguir empleos limpiando en el número 3, el número 7 y el número 9. Tras haberla convencido para que limpiara el comedor, June le preguntó si le apetecía unirse al Club de Hexam Place.
—¿Cuánto cuesta?
—Nada. Y tienes muchas posibilidades de conseguir un buen número de copas gratis.
—De acuerdo —convino Zinnia—. No me importaría. ¿Henry Copley también es miembro?
—Sí —respondió June—. Pero no te hagas ilusiones. Ya tiene el plato lleno.
Se dirigió al estudio, al que la Princesa nunca entraba, se sentó a la mesa que la Princesa nunca utilizaba y empezó a redactar los reglamentos del club y a aprender a escribir unos estatutos.
Todas las casas de Hexam Place tenían jardín delantero y trasero, y el jardín lateral del número 3, que separaba la casa del Dugong, era un poco más amplio que el de las demás. Los jardines delanteros requerían muy poca atención, pues consistían en cuadrados de grava con un árbol en el centro. Por ejemplo, en los pequeños parterres delanteros del número 4 había un cerezo japonés en flor, y dos araucarias en el de Simon Jefferson. Dex se alegraba de que hubiera poco que hacer en ese jardín delantero, pues las araucarias le alarmaban un poco. No se parecían a ningún árbol que hubiera visto antes y, a su entender, eran más parecidas a algo que cabía esperar encontrar bajo el mar, junto a un arrecife de coral. Dex sabía de su existencia porque las había visto en la televisión. La televisión se encendía en cuanto entraba a su cuarto, y seguía encendida, independientemente del programa que ofreciera, hasta que se iba a la cama. A veces, si estaba asustado o simplemente molesto y Peach no le decía nada, la dejaba encendida toda la noche.
A Dex le gustaba el jardín trasero del doctor Jefferson porque era grande, estaba cercado por paredes y cubierto de césped. Él cortaba el césped más a menudo de lo que era estrictamente necesario, porque la máquina cortacésped era muy bonita e iba como una seda. El doctor Jefferson le había dicho que podía comprar plantas si quería y había dado órdenes a Jimmy para que le diera el dinero, así que Dex iba al vivero de Belgrave Nursery y compraba plantas anuales en mayo y verónicas y lavanda en septiembre, siguiendo el consejo del alto asiático llamado señor Siddiqui. El doctor Jefferson estaba satisfecho con su trabajo y le había recomendado a los vecinos del número 5, el señor y la señora Neville-Smith, de modo que desde entonces Dex tenía dos trabajos que podía desempeñar sin mayor problema.
No había vuelto a ver espíritus malignos desde que había empezado a trabajar en Hexam Place, aunque en realidad no siempre estaba seguro de ser capaz de identificar los espíritus malignos. A veces dedicaba semanas a observarlos, a menudo siguiéndolos, antes de poder estar seguro del todo. Pero debía recordar que había prometido al amigo del señor Jefferson, el doctor Mettage —el psiquiatra del hospital—, que no les haría nada a menos que le amenazaran. Decía que eso dependía de lo que uno entendiera por «amenazar». Las mujeres eran para él una amenaza, aunque eso era algo que jamás había compartido con el doctor Mettage ni con el doctor Jefferson. Se lo había contado a su dios, pero Peach no le había respondido.
Si no tenía trabajo en el jardín delantero del número 3, siempre tenía mucho que hacer en el del número 5. Un seto rodeaba los parterres de grava situados a ambos lados de los escalones principales y había estrechas cenefas de flores circundando el seto. Dex se arrodilló para arrancar las malas hierbas de las cenefas, extendiendo primero en el suelo un viejo felpudo que le había dado la señora Neville-Smith para protegerse las rodillas de las piedrecillas.
Le gustaba ver a la gente de Hexam Place sin desear hablar con ellos: la mujer pelirroja de la casa de enfrente que se sentaba en la escalera a fumar un cigarrillo; la anciana llamada June que sacaba al gordo perrito a dar una vuelta a la manzana; el chico que por su aspecto bien podría haber trabajado en la televisión y que se pasaba el día sentado al volante de un reluciente cochazo, dedicado más a esperar sentado que a conducir. Había dos hombres que vivían en la misma casa que la mujer pelirroja. Siempre salían juntos por la mañana, justo después de que Dex hubiera empezado a trabajar, siempre vestían traje y corbata y, los días de frío, llevaban unos abrigos ajustados.
Tuvo que ir a trabajar al jardín trasero, y entonces lo único que vio eran las clemátides, las dalias y las rosas. Al señor Neville-Smith le encantaban las rosas. En la casa contigua, el número 7, vivían muchos niños, dos niñas y un bebé, y una chica que, según había oído decir a Jimmy, era una au pair. Dex la vio subir y bajar las escaleras del servicio del número 7 y vio también a una señora que vestía una larga capa negra y que llevaba un pañuelo para la cabeza también negro que paseaba al bebé en un cochecito. Pero si les hubiera visto lejos de los lugares donde vivían, no les habría reconocido. Para él las caras no significaban nada. Veía en ellas máscaras vacías desprovistas de rasgos.