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Alguien le había dicho a Dex que la reina vivía en Victoria. Él también, aunque ella tenía un palacio y él ocupaba una habitación en una calle que daba a Warwick Way. Aun así, a Dex le gustaba la idea de tenerla de vecina. Le gustaban muchas de las cosas de la nueva vida que llevaba desde hacía unos meses. Tenía ese trabajo con el doctor Jefferson, de modo que podía trabajar en un jardín tres mañanas a la semana, y el buen hombre había dicho que hablaría con la señora que vivía en la casa de al lado para que trabajara una mañana con ella. Aunque le habían dicho que no debía cobrar ningún salario mientras estuviera percibiendo la prestación por invalidez, el doctor Jefferson nunca hacía preguntas y quizá la señora de apellido Neville-Smith tampoco las haría.

Jimmy, que llevaba en coche al doctor Jefferson al hospital donde trabajaba a diario, le había dicho que se pasara por el pub esa noche. El pub, situado en la esquina de Hexam Place y Sloane Gardens, se llamaba Dugong, un nombre cuanto menos peculiar que Dex no había oído en su vida. Todos los miembros del servicio de Hexam Place iban a reunirse allí. Dex nunca había asistido a ningún tipo de reunión y no sabía si le gustaría la experiencia, pero Jimmy había prometido que le invitaría a una Guinness, que era su bebida favorita. Se habría tomado una Guinness todas las noches con el té si hubiera podido permitírsela. Cuando estaba a mitad de camino por Pimlico Road, sacó el móvil y miró si Peach le había dejado algún mensaje de voz o de texto. A veces dejaba alguno, y siempre le hacía feliz. Normalmente, el mensaje le llamaba por su nombre y decía que había sido tan bueno que Peach le daba diez llamadas gratis o algo parecido. Esa vez no tenía nada, pero él sabía que volvería a tener alguno, o incluso que Peach hablaría con él. Peach era su dios. Dex lo sabía porque cuando la señora que vivía en el apartamento de la planta alta le había visto sonriendo a su móvil y recuperando una y otra vez un mensaje, había dicho:

—Peach es tu dios, Dex.

Necesitaba un dios que lo protegiera de los malos espíritus. Ya hacía bastante tiempo que no veía a ninguno y sabía que era porque Peach le protegía, del mismo modo que sabía que si tenía alguno cerca del que debía protegerse, Peach le avisaría. Confiaba en Peach como jamás había confiado en ningún ser humano.

Se detuvo delante del Dugong, que conocía bien, porque estaba justo al lado de la casa del doctor Jefferson. El pub no estaba pegado a la casa, aunque sí ocupaba el edificio contiguo, porque la casa del doctor Jefferson era grande y estaba aislada, con un gran jardín que él atendía. El rótulo del pub era una especie de pez grande con la mitad del cuerpo asomando de un agua azul y ondulada. Dex sabía que era un pez porque estaba en el mar. Abrió la puerta de un empujón y allí estaba Jimmy, saludándole amigablemente con la mano. Los demás, situados alrededor de la mesa, le miraron, pero Dex enseguida se dio cuenta de que ninguno era un espíritu maligno.

—Yo no soy una criada. —Thea se sirvió un puñado de frutos secos—. Puede que vosotros sí lo seáis, pero yo no.

—Entonces, ¿qué eres? —preguntó Beacon.

—No lo sé. Hago pequeños trabajos para Damian y Roland. No olvidéis que tengo estudios.

—Bendita ella, la que no ocupa un asiento entre los desdeñosos. —Beacon retiró el cuenco, alejándolo del alcance de Thea—. Si vas a comer frutos secos del cuenco común, no deberías meter ahí la mano después de habértela llevado a la boca.

—No os peleéis, chicos —dijo June—. Portémonos bien. Si no eres una criada, Thea, no puedes ser candidata a unirte al Club de Hexam Place.

Era agosto y el día había sido soleado y muy caluroso. El contingente de quienes conformarían el club no había podido estar presente al completo. Rabia, musulmana y niñera, nunca salía de noche, y menos aún para ir a un pub; Zinnia, que limpiaba en casa de la princesa, en la de los Still y en la del doctor Jefferson, no era interna, y Richard estaba preparando la cena para los invitados de lady Studley, mientras Sondra, su esposa, servía la mesa. Montserrat, la au pair de los Still, había dicho que quizás iría, pero a última hora le había surgido una misteriosa tarea que acometer, y Dex, el recién llegado, jardinero del doctor Jefferson, no abría la boca salvo para decir «salud». Pero seguían esperando la llegada de Henry, que por fin apareció mientras June se quejaba de que a los frutos secos del Dugong les faltaba sal y por tanto eran insípidos.

Con su imponente estatura y el patente parecido con el David de Miguel Ángel, Henry habría sido sin duda alguna en tiempos pasados un claro candidato a ocupar el puesto de lacayo. De hecho, se sabía que, en 1882, su tatarabuelo había sido lacayo de un duque. Era el más joven del grupo después de Montserrat, y aunque parecía una estrella de Hollywood de la década de 1930, en realidad era el chófer y a veces también jardinero y hombre para todo de lord Studley, encargándose de las tareas que Richard no podía o no quería desempeñar. Su jefe se refería a él con una risa jovial como su «factótum general». Nunca le llamaba Harry ni Hal.

Beacon dijo que le tocaba a Jimmy pagar ronda y preguntó a Henry qué le apetecía tomar.

—Blanco de la casa, por favor.

—Eso no es para hombres. Eso es bebida de señoras.

—Yo no soy un hombre, sino un niño. Y no pienso tomar cerveza ni alcohol hasta la semana que viene, cuando haya cumplido los veinticinco. ¿Os habéis enterado de que han apuñalado a otro niño? En el Embankment. Ya suman tres esta semana.

—No hay necesidad de hablar de eso, Henry —intervino June.

Quien claramente no tenía el menor deseo de hablar de eso era Dex, que se terminó su Guinness, se levantó y se marchó sin decir nada. June le vio marcharse y dijo:

—Menudos modales. Aunque ¿qué se puede esperar? Ahora tenemos que hablar del club. ¿Cómo se constituye un club?

Jimmy dijo entonces con voz de fastidio:

—Hay que elegir a un presidente, aunque no podemos llamarle presidente porque podría ser una señora. Hay que llamarle «presi».

—No pienso llamar así a ningún hombre. —Thea alargó la mano hacia el cuenco de los frutos secos—. ¿Por qué no nombramos a Jimmy presidente y a June secretaria y los demás somos sólo miembros? Y nos vamos. Ésta podría ser la reunión que inaugure el Club de Hexam Place en honor de santa Zita.

Henry estaba mandando un mensaje de texto con su iPhone.

—¿Quién es santa Zita?

Fue June la que contestó.

—Es la santa patrona del servicio doméstico y la que daba su comida y su ropa a los pobres. Si veis alguna foto de ella, la encontraréis sosteniendo una bolsa y con un puñado de llaves en la mano.

—El niño al que apuñalaron —dijo Henry—, vi a su madre en la tele y dijo que estaba a punto de sacar tres sobresalientes y que era capaz de hacer cualquier cosa por cualquiera. Todo el mundo le quería.

Jimmy negó con la cabeza.

—¿Qué curioso, no? Todos esos niños asesinados y eso…, y nunca se oye decir a nadie que eran unos demonios ni una amenaza para el barrio.

—Bueno, dejarían de serlo al morir, ¿no? —El iPhone de Henry tintineó, informándole de que acababa de recibir un mensaje. Era el que esperaba y sonrió un poco al ver el mensaje de Huguette—. Por cierto, ¿cuál es el fin del club?

—La solidaridad —respondió Jimmy—. Para apoyarnos entre nosotros. Y además podríamos organizar salidas e ir a ver algún espectáculo.

—Eso podemos hacerlo igualmente. No hace falta organizar un club de criados para ir a ver Los Miserables.

—Yo no soy una criada —insistió Thea.

—Pues en ese caso, quizá podrías ser miembro honoraria —intervino June—. En fin, ése es mi destino. Ya está muy oscuro y la Princesa va a empezar a preocuparse.

Montserrat no apareció y nadie supo cuál era el «misterioso cometido» que le había impedido asistir a la reunión. Jimmy y Thea hablaron durante una hora aproximadamente sobre el club, debatiendo sobre su cometido y sobre si serviría para impedir que los jefes mantuvieran levantados a sus conductores a todas horas y les obligaran a beber Coca-Cola mientras aguardaban su llamada. Aunque Jimmy no incluía al doctor Jefferson, que era un ejemplo para los demás. Henry quería saber quién era el tipo bajito del pelo abundante. Dex, o algo así. No le había visto antes.

—Cuida de nuestro jardín. —Jimmy se había acostumbrado a referirse a la propiedad de Simon Jefferson como si perteneciera por igual al pediatra y a él—. El doctor Jefferson le ha dado trabajo movido por la bondad de su corazón. —Se terminó su cerveza y añadió dramáticamente—: Ve espíritus malignos.

—¿Que hace qué? —Henry se quedó boquiabierto, justo el efecto que Jimmy había deseado provocar con su declaración.

—Bueno, los veía. Intentó matar a su madre y le encerraron en… bueno, en un centro para los dementes criminales. Le atendía un psiquiatra que era amigo del doctor Jefferson, y cuando el psiquiatra le curó, le dejaron salir porque dijeron que nunca volvería a hacerlo, y el doctor Jefferson le dio ese trabajo en casa.

Thea pareció inquietarse.

—¿Creéis que por eso se ha ido así, sin despedirse? ¿Porque le afectaba demasiado oírnos hablar de los apuñalamientos? ¿Creéis que ha sido por eso?

—El doctor Jefferson dice que está curado —dijo Jimmy—. Que nunca volverá a hacerlo. Su amigo se lo juró por lo más sagrado.

Henry fue el último en marcharse porque le apetecía tomarse otra copa de licor para señoras. Los demás se habían ido ya en la misma dirección. Todas las casas en las que trabajaban estaban en Hexam Place, una calle de casas de estuco blanco o de ladrillos dorados conocidas como georgianas entre los agentes de la propiedad, aunque ninguna había sido construida antes de 1860. La que tenía el número 6, situada al otro lado del Dugong, era propiedad de Su Serena Alteza, la Princesa Susan Habsburgo, título incorrecto donde los hubiera, salvo en el nombre de pila. La Princesa —ése era, entre otros, el nombre con el que se la conocía entre los miembros del Club de Hexam Place— tenía ochenta y dos años y había vivido en esa casa durante casi sesenta, y June, que era cuatro años más joven que ella, llevaba allí el mismo tiempo.

Aunque la escalera de servicio bajaba hasta su puerta, cuando June salía y volvía a casa al caer la noche, siempre entraba por la puerta principal, aunque tuviera que subir ocho escalones en vez de bajar doce. Había noches en que la polimialgia reumática que la afectaba convertía el ascenso en un auténtico suplicio, pero ella insistía en acceder a la casa por la puerta principal para que los transeúntes y los demás residentes de Hexam Place supieran que era más una amiga para la Princesa que una simple empleada. Zinnia había bañado ese día a Gussie y había aparecido con un nuevo ambientador, de ahí que el olor a perro fuera menos perceptible. Hacía mucho calor. Aunque mezquina en muchos aspectos, la Princesa era espléndida en el uso de la calefacción central y la mantenía encendida durante todo el verano, abriendo las ventanas cuando el calor era insoportable.

June oyó que la Princesa estaba viendo Holby City, y aun así decidió entrar.

—¿Puedo servirle alguna cosa, señora? ¿Un vodka con tónica o un zumo fresco de naranja?

—No quiero nada, querida. Ya me he tomado mi vodka. —La Princesa no se volvió a mirarla—. ¿Estás bebida? —Ésa era una pregunta que siempre hacía cuando sabía que June había estado en el pub.

—Naturalmente que no, señora —era siempre la respuesta de June.

—Bueno, no hables más, querida. Quiero saber si este tipo tiene psoriasis o un melanoma maligno. Mejor que te acuestes.

Era una orden, y amiga o no amiga, incluso a pesar de llevar juntas sesenta años, June sabía que la opción más inteligente era obedecer. Los miembros jóvenes del club quizá fueran amigos de sus jefes. De hecho, Montserrat llegaba incluso a llamar Lucy a la señora Still, pero a los ochenta y dos y setenta y ocho años las cosas eran distintas: las normas no se habían relajado mucho desde los tiempos en que Susan Borrington había huido con aquel espantoso muchacho italiano y él la había llevado a su casa de Florencia. June se fue a la cama y cuando se estaba quedando dormida sonó el teléfono interno.

—¿Has acostado a Gussie, querida?

—Se me ha olvidado —murmuró June, apenas consciente.

—Pues hazlo, ¿quieres?

Las zonas de servicio de las casas de Hexam Place eran totalmente distintas entre sí: algunas tenían armarios debajo de las escaleras, otras los tenían en las paredes medianeras que separaban esta zona de la casa vecina, y la mayoría tenían macetas con plantas, helechos, choisyas, aguacates que crecían de las piedras, hasta una mimosa y la ocasional estatua. Todas contaban con alguna suerte de lámpara, normalmente un aplique, globular o cuboide. La del número 7, que era la residencia de los Still y que estaba a tres puertas del Dugong, era una de las que tenían un armario en la pared y ni rastro de macetas con plantas. La bombilla que colgaba encima de la puerta del sótano no estaba encendida, aunque la pálida luz que proyectaba una farola le mostró a Henry una figura que estaba de pie justo dentro del armario de la pared. Se detuvo y miró por encima de la barandilla. La figura, que pertenecía a un hombre, retrocedió todo lo que pudo, buscando refugio en el hueco poco profundo del armario.

Probablemente se tratara de un ladrón. Había habido muchos delitos en la zona últimamente. Montserrat le había dicho que la semana pasada, sin ir más lejos, alguien se había colado por la ventana del número 5, la casa de los Neville-Smith, y se había llevado el televisor, un maletín lleno de dinero y las llaves de un BMW, y había salido por la puerta principal para marcharse después en el coche. ¿Y qué esperaban si no tenían pestillos en las ventanas y hasta dejaban abierta una ventana de la planta baja unos cinco centímetros? Obviamente, el hombre no tenía buenas intenciones, frase que Henry había oído en boca de su jefe y que le gustaba. Lord Studley le pediría que llamara a la policía con su móvil, pero Henry no siempre hacía lo que lord Studley sugería, y de hecho había salido a hacer algo que su jefe sin duda habría desaprobado.

Cuando ya se volvía de espaldas, la puerta del sótano se abrió y apareció Montserrat. La chica le saludo con la mano, dijo «hola» e invitó a salir del armario al hombre. Debía de ser su novio. Henry esperaba que se besaran, pero no fue así. El hombre entró y la puerta se cerró. Quince minutos más tarde, después de haber olvidado al ladrón o al novio en cuestión, Henry estaba en Chelsea, en el piso de la honorable Huguette Studley. Últimamente las visitas de Henry seguían siempre el mismo patrón: primero la cama y después la discusión. Él habría preferido saltarse la discusión y pasarse el doble de tiempo en la cama, pero eso era algo que en contadas condiciones le estaba permitido. Huguette (llamada así en recuerdo de su abuela francesa) era una chica muy hermosa de diecinueve años, con una gran boca roja, unos grandes ojos azules y un pelo que su abuela habría llamado encrespado, pero en el que otros reconocían la gran mata rizada que había puesto de moda Julia Roberts en La guerra de Charlie Wilson. Era siempre Huguette la que iniciaba la discusión.

—¿No te das cuenta de que si vivieras aquí conmigo podríamos pasar todo el tiempo en la cama, Henry? No nos pelearíamos porque no tendríamos ningún motivo de disputa.

—Y tú no te das cuenta de que tu padre me despediría. Y por dos motivos —decía Henry, que había adoptado cierta dosis de lenguaje parlamentario de su jefe—: para ser claros, por no vivir en el número once y por tirarme a su hija.

—Podrías encontrar otro trabajo.

—¿Cómo? Me llevó un año encontrar éste. Y ya puedo despedirme de que tu padre me dé referencias. Ya te lo digo yo.

—Podríamos casarnos.

Si alguna vez Henry pensaba en el matrimonio, lo veía cuando tuviera cincuenta años, con una mujer con dinero y con una gran casa en los suburbios.

—Ahora la gente no se casa —dijo—, y en cualquier caso, me voy. Recuerda que tengo que estar a las siete de la mañana en la puerta del número once con el Bemeer, esperando a que tu padre decida salir, cosa que puede no ocurrir hasta las nueve, ¿estamos?

—Mándame un mensaje de texto —dijo Huguette.

Henry se marchó. Un zorro urbano salió del patio del número 5, le lanzó una mirada desagradable y cruzó la calle para saquear el cubo de la basura de la señorita Grieves. Todavía había luz en el dormitorio de lord y lady Studley, situado en el primer piso del número 11. Henry esperó en la calle durante unos segundos, mirando hacia arriba con la esperanza de que las cortinas del dormitorio se descorrieran y lady Studley mirara a la calle, preferiblemente con su camisón de encaje negro, le dedicara una cariñosa sonrisa y frunciera los labios en un beso. Pero no ocurrió nada. La luz se apagó y Henry entró por la puerta de servicio.

En vez de abrir la puerta de su estudio con baño privado (llamado apartamento por sus jefes), Montserrat había llevado a su visita por la escalera del sótano hasta la planta baja y de allí a una escalera que ascendía en semicírculo hasta la galería. La casa estaba en silencio, un silencio que tan sólo interrumpía el suave repiqueteo de las zapatillas de Rabia sobre el suelo del cuarto de los niños, situado en el piso de arriba. Montserrat llamó a la tercera puerta de la derecha, la abrió y dijo:

—Rad está aquí, Lucy. —Les dejó a lo suyo, o así se lo dijo a Rabia cinco minutos más tarde—. ¿Por qué no bajas un rato ahora que los niños duermen? Tengo media botella de vodka.

—Sabes muy bien que no bebo, Montsy.

—Puedes tomarte un vaso del zumo de naranja con el que mezclo el vodka.

—No oiría a Thomas si llora. Le están saliendo los dientes.

—Hace semanas que le están saliendo los dientes, por no decir meses —replicó Montserrat—. Si fuera hijo mío, le habría ahogado.

Rabia le dijo que no debía hablar así, que estaba mal, por lo que Montserrat empezó a hablarle a la niñera de Lucy y Rad Sothern. Rabia se tapó los oídos con los dedos. Volvió junto a los pequeños: Hero y Matilda dormían profundamente en el dormitorio que compartían y encontró al pequeño Thomas inquieto aunque silencioso en la cuna que ocupaba en la «habitación de los niños». A veces a Rabia la confundía tener que llamar «habitación de los niños» a un vivero, porque, por lo que ella sabía —su padre trabajaba en uno—, un vivero era un lugar donde se sembraban plantas. Aun así, nunca lo preguntó. No quería parecer idiota.

Montserrat se había despedido de ella y se había marchado. El tiempo pasó muy despacio. Se hacía tarde y Rabia se planteó muy seriamente la posibilidad de acostarse en el cuarto que ocupaba en la parte trasera de la casa. Pero ¿y si el señor Still subía hasta allí al volver a casa? A veces lo hacía. Thomas se echó a llorar y luego empezó a chillar. Rabia lo tomó en brazos y comenzó a pasearse con él, echando mano del remedio soberano, de un extremo a otro de la habitación. La habitación de los niños daba a la calle, y desde la ventana vio a Montserrat que despedía al hombre llamado Rad por la escalera que bajaba a la zona del servicio. Rabia negó con la cabeza, en absoluto excitada o divertida, como Montserrat habría esperado, sino profundamente conmocionada.

Aunque Thomas se había quedado callado, empezó a lloriquear en cuanto la niñera volvió a dejarlo en la cuna. Rabia tenía grandes reservas de paciencia y adoraba al niño. Era viuda y sus dos hijos habían muerto siendo aún muy pequeños. Eso, según había declarado uno de los médicos, se debía a que se había casado con un primo hermano. Pero tampoco Nazir había vivido mucho tiempo y ahora ella se había quedado sola. Se sentó en la silla que estaba junto a la cuna, hablando en voz baja a Thomas. Cuando el bebé volvió a llorar, lo tomó en brazos y se lo llevó a la mesa del rincón donde estaba el hervidor del agua y la pequeña nevera y se dispuso a prepararle un biberón. Estaba demasiado apartada de la ventana para ver u oír el coche del señor, y el primer indicador que anunció la llegada de Preston Still fue el sonido de sus pies ostensiblemente pesados en las escaleras. En vez de detenerse en la planta donde dormía su mujer, los pies siguieron subiendo. Como Rabia esperaba. Como Jemima Puddle-Duck —un libro que ella les leía a veces a los niños y que, según decían ellos, sonaba peculiar con su acento—, Preston era un padre ansioso. Todo lo contrario que su esposa, pensaba la niñera a menudo. Preston Still entró a la habitación con aspecto cansado y estresado. Había asistido a una conferencia en Brighton. Rabia lo sabía porque Lucy se lo había dicho.

—¿Se encuentra bien el niño? —Preston tomó a Thomas en brazos y lo estrechó con demasiada fuerza para el confort del niño. Su cuidado por el pequeño se circunscribía a la preocupación que mostraba por su salud—. No le pasa nada, ¿verdad? Si le pasara cualquier cosa, por mínima que sea, deberíamos llamar al doctor Jefferson. Es un buen amigo. Sé que estaría aquí en un abrir y cerrar de ojos.

—Se encuentra perfectamente, señor Still. —El uso de nombres de pila con los jefe de Rabia no era aplicable al señor de la casa—. No quiere dormirse, eso es todo.

—Qué curioso —dijo Preston, entristecido. La idea de que alguien no quisiera dormirse, sobre todo si se trataba de alguien de su propia sangre, le resultaba extraña—. ¿Y las niñas? Me ha parecido que Matilda tenía un poco de tos ayer cuando la vi.

Rabia dijo que Matilda y Hero dormían profundamente en la habitación contigua. A ninguno de los niños le pasaba nada, y si el señor Preston volvía a acostar con suavidad a Thomas, el pequeño sin duda terminaría por dormirse. Sabedora de cómo complacerle, y deseosa de librarse de él y poder volver a su propia cama, añadió:

—Echaba de menos a su padre y ahora que está usted aquí todo irá bien.

Ni pediatra ni más molestias. Rabia podría acostarse. Podría dormir quizá cinco horas. Lo que le había dicho al señor Still sobre que Thomas echaba de menos a su padre no era cierto. Era una mentira con la que pretendía complacerle. En secreto, creía que ninguno de los niños echaría ni un segundo de menos a ninguno de sus padres. Rara vez les veían. Pegó los labios a la mejilla de Thomas y susurró:

—Cariño mío.