Epílogo

Epílogo

Honor Harrington se encontraba en el camarote del capitán de Nike, que ya no era el suyo, y observaba a MacGuiness, que estaba desmontando el módulo de soporte vital del mamparo. La mayoría de sus posesiones personales ya habían sido retiradas y Jamie Candless pasó a su lado con el bolso de viaje que contenía los últimos uniformes que quedaban allí. Andrew LaFollet estaba al otro lado de la escotilla del camarote con Simón Mattingly. Nimitz emitió un bleek muy dulce a Honor desde el respaldo de un sofá.

Miró al felino, intentado sonreír, y la yema de su dedo índice le acarició entre las orejas. Él la devolvió la mirada y se incorporó en el respaldo. Una de sus manos auténticas se agarró a su guerrera para sujetarse y la otra le tocó la mejilla con una dulzura exquisita. Honor sintió su preocupación, pero, por primera vez, ella no podía asegurarle que todo iba a ir bien.

Intentó mover de nuevo su brazo izquierdo inmovilizado y su mala memoria se vio reprendida por un estremecimiento de dolor. Había tenido suerte, si bien le había costado convencer a Nimitz de ello, él percibió lo que había ocurrido en el mismo momento en que Honor volvió a bordo y casi echa abajo la escotilla de la enfermería. Después se había quedado agazapado tras el campo estéril, tenso e inquieto, mientras Fritz Montoya se ponía manos ala obra para reconstruir su hombro. No había podido usar todas las partes originales; la bala había destrozado su omóplato izquierdo y había entrado y salido de su hombro haciendo trizas su articulación. Había estado a punto de alcanzarle la arteria principal. Los tratamientos de curación rápida podían lograr muchas cosas, pero Fritz se había visto obligado a reconstruir la articulación para evitar problemas posteriores, y Honor había visto la expresión desaprobatoria en su rostro mientras trabajaba.

Pero a Honor no le preocupaba su hombro. Por dolorosas experiencias personales, sabía que Fritz Montoya era muy bueno en su trabajo y, si bien la reconstrucción había sido muy compleja, no eran más que procedimientos rutinarios. Sin embargo, había heridas que ningún doctor podía sanar, y Honor se mordió el labio para contener un dolor que no provenía de su cuerpo al acariciar la boina negra que estaba sobre su escritorio vacío y contemplar la brutal amputación de su futuro.

No se arrepentía de sus actos. No podía y además siempre había sabido cuál era el precio que iba a tener que pagar. Por aquel entonces pensaba que merecía la pena y todavía seguía pensándolo. Solo que el dolor era mucho peor de lo que jamás se habría imaginado.

No le importaba que los lores hubiesen votado su expulsión de la Cámara, o que los medios la hubiesen machacado por su «brutalidad» al abatir a tiros a un hombre con una pistola sin balas. Pavel Young había perdido el derecho a vivir desde el mismo momento en que la había atacado. A los ojos de la ley, importaba poco que hubiesen sido los disparos de Castellaño o los suyos los que ejecutaran la condena contra él, pero a ella sí le importaba.

Pensó que sentiría placer por su muerte y sin embargo no había sido así. Sí sentía una satisfacción fría y despiadada; la sensación de que por fin se había hecho justicia y que además había sido ella la que la había hecho con sus propias manos y con un gran sentido de la rectitud ante la vileza de sus propósitos. Era algo que tenía que hacer; un error que tenía que ser enmendado, pero no había ningún placer en ello y la sensación de vacío que la esperaba en el futuro se extendía sombría ante ella. En cierto modo, Young también había vencido. Le había quitado a Paul y ella había sacrificado la carrera que había tardado treinta años en labrarse (y el placer que le proporcionaba hacer la única cosa en el universo para la que había nacido, estar al servicio de su majestad) para destruirlo.

Suspiró cuando MacGuiness desconectó la última instalación y dos oficiales levantaron el módulo de soporte vital con una abrazadera antigravedad. Pasaron con cuidado por la escotilla y salieron al pasillo justo cuando LaFollet entraba en el camarote. La observó mientras Honor los miraba salir.

—¿Está lista, milady? —le preguntó el hombre que le había salvado dos veces la vida y ella asintió.

—¿Mac? —dijo en voz baja.

—Por supuesto, señora. —MacGuiness tendió los brazos y Nimitz saltó a ellos. Se aupó al hombro acolchado que llevaba el asistente, el hombro que Honor no podía ofrecerle hasta que sus heridas sanaran. MacGuiness era un manticoriano nativo y el peso del felino era una carga pesada para cualquiera que se hubiese criado en el planeta capital del reino, pero MacGuiness sostuvo al felino con un extraño orgullo, levanto la mano a Nimitz y este rozó la cabeza contra su palma al igual que había hecho con Honor y después se sentó erguido sobre el hombro. Honor volvió la vista atrás durante unos instantes y cogió la boina negra de su escritorio. Se miró en el espejo y se la colocó con una mano sobre la cabeza, aceptando la pérdida de la boina blanca que vestían los capitanes de una nave. Se la ajustó hasta que estuvo conforme, resuelta a exiliarse con un aspecto impecable, y después se volvió hacia los demás.

—Despeje el camino, Andrew —le dijo a LaFollet y el mayor se dirigió a la escotilla y salió al pasillo, pero se detuvo. Se puso en posición de firme cuando un hombre de espaldas anchas y un centímetro más alto que Honor que vestía el uniforme de almirante de la RAM dobló la esquina.

—Lady Honor —dijo Hamish Alexander.

—Almirante. —Los ojos de Honor ardieron y se mordió fuertemente el labio. Había albergado esperanzas de poder evitar esto. Había rechazado incluso dos intercomunicaciones del almirante de Haven Albo, despreciándose a sí misma por su cobardía, pero incapaz de enfrentarse al hombre que había intentado salvar su carrera. Sus sentimientos eran demasiado descarnados, demasiado ambiguos, y los recuerdos de su furia le resultaban a Honor demasiado dolorosos. Las últimas semanas había empezado a sospechar el gran interés que el conde había puesto en su carrera y pensar que él pudiera creer que le había fallado echándolo todo a perder era una carga demasiado dura de llevar.

—¿Podemos hablar en privado, lady Honor? —La voz del conde de Haven Albo fue suave y Honor se sobresaltó al darse cuenta de que era casi una súplica. Deseó decirle que no, que no tenía tiempo. Empezó a decirlo, pero se contuvo. Él tenía que saber que ella había ignorado sus llamadas y, sin embargo, había venido en persona. Por mucho que la menospreciara, Honor le debía al menos la cortesía de hablar con él.

—Por supuesto, mi señor. —Su voz sonó rotunda al intentar eliminar toda emoción de su voz y ella asintió a sus guardaespaldas—. Espérenme en el pasillo, por favor.

MacGuiness asintió y LaFollet y él se quedaron al otro lado de la escotilla cuando esta se cerró tras el almirante de Haven Albo. Ella se volvió para mirarlo, consciente de que su rostro era una máscara, y el echó un vistazo al camarote vació. La situación parecía incomodarle. El almirante de Haven Albo se aclaró la voz.

—¿Ha decidido ya adonde va a ir? —le preguntó por fin.

—Vuelvo a Grayson. —Encogió el hombro bueno y los dedos de su mano derecha se aferraron al uniforme de capitán que llevaba. Tenía derecho a hacerlo, al igual que tenía derecho a llevarse a MacGuiness con ella, aunque, si él se lo hubiera pedido, ella le habría dejado ir. No habían podido expulsarla de la Armada a pesar del escándalo. Lo único que podían hacer era enviarle la carta en la que «lamentaban informarle» de que sus señorías no habían podido encontrarle una nave en la que ejercer su autoridad. La habían inhabilitado y le habían reducido el salario. Una parte de ella se preguntó por qué no había puesto fin a esa agonía presentando su dimisión.

—Grayson —murmuró Haven Albo—. Eso está bien. Necesita irse de aquí un tiempo para ver las cosas objetivamente.

—Voy a Grayson porque al menos puedo hacer algo útil allí, mi señor, no para ver las cosas «objetivamente». —Honor escuchó la amargura en su voz, pero esta vez no pudo contenerse. Haven Albo se volvió hacia ella y la miró, alta y delgada, desafiante y aun así, extrañamente vulnerable en el silencioso camarote que una vez fue suyo.

—Tenía razón, mi señor —prosiguió con dureza—. Me dijo lo que ocurriría. Yo… —Tragó saliva y apartó la vista de él, pero se obligó a seguir—. Sé que le he decepcionado, señor. Yo… lo lamento. No lamento lo que hice ni por qué lo hice, sino el haberle decepcionado.

—No —dijo con dulzura, y los ojos de Honor se volvieron bruscamente hacia él del asombro—. Lady Honor, ¿sabe la razón real por la que estaba tan enfadado con usted cuando rechazó mis órdenes ilegales? —le preguntó después.

—Porque sabía lo que ocurriría. Que acabaría con mi carrera —dijo intentando sortear el nudo que tenía en la garganta.

—¡Tonterías! —le espetó el almirante de Haven Albo y ella lo miró sorprendida. El almirante vio el dolor en sus ojos y prosiguió rápidamente—. ¿Qué ocurre? —le preguntó con mucha más dulzura y ella ladeó la cabeza y respiró profundamente.

—Eso era lo que el almirante, el almirante Courvosier, siempre me decía cuando le salía con una respuesta incorrecta, señor —dijo.

—¿De veras? —El almirante de Haven Albo sonrió torciendo la boca y esta vez sí que logró emocionarla. Apoyó su mano sobre el hombro bueno de Honor—. No me sorprende. Es lo que me decía a mí, también. —Su mano apretó su hombro con dulzura—. Era un buen hombre, Honor. Un buen profesor y un mejor amigo, y siempre tuvo buen ojo. Sabía reconocer a una estrella cuando la tenía delante. —La miró a los ojos—. Y creo que ahora estaría más orgulloso de usted de lo que lo había estado antes.

—¿Orgulloso, señor? —Esta vez su voz sí se quebró y ella parpadeó con los ojos llenos de abrasadoras lágrimas.

—Orgulloso. La razón por la que estaba tan enfadado con usted, Honor, es porque usted me hizo olvidar el primer y más importante principio de la autoridad: nunca dé una orden que sabe que no se va a obedecer. El hecho de que se tratara de una orden ilegal no hizo más que agravar mi ira y usted fue quien pagó los platos rotos. Por eso había venido aquí hoy, para decírselo y para… disculparme.

—¿Disculparse? —Lo miró fijamente a través de las nubecillas que formaban las lágrimas en sus ojos, incapaz de comprender, y él asintió con la cabeza.

—Hizo lo correcto, Honor Harrington —le dijo—. Ahora está viviendo un infierno por ello, pero era lo único que podía hacer y seguir siendo usted, y lo que usted es, capitana, es algo muy valioso. Jamás lo ponga en duda. Nunca deje que esos bastardos que tiene mordiéndole los talones la convenzan de lo contrario.

—¿Se trata de una especie de conversación para darme ánimos ahora que el daño esta hecho, señor? —Se sorprendió por el cruel tono de su propia voz y alzó la mano a modo de disculpa, pero él negó con la cabeza.

—No lo es. Le han reducido el sueldo. Bueno, no es la única que ha estado en esa situación. Yo he estado así más de una vez y jamás por una razón tan buena como la suya. Esta guerra va a durar mucho tiempo, capitana. La resistencia repo ya está reforzándose y todavía cuentan con la ventaja del tonelaje. Les infligiremos más daño antes de que nos frenen, pero después llegaremos a un punto muerto en el que cada uno de nosotros buscará llevar la delantera. Creo que con el tiempo encontraremos nuevas estrategias para aventajarlos, pero eso va a llevarnos tiempo y, como me dijo Raoul una vez en una situación parecida: «Todo pasará». La necesitamos, capitana. Yo lo sé, el Almirantazgo lo sabe, su majestad lo sabe y un día el reino lo recordará.

Los labios de Honor temblaron con la necesidad de creerlo y el miedo a que permitirse albergar esa esperanza sin fundamento solo le produjera más dolor. El almirante volvió a apretarle el hombro.

—Vaya a Grayson, Honor. Asuma las consecuencias. No se lo merece, pero nadie dijo que la vida fuera justa. Pero no piense que esto es el final. El escándalo finalmente amainará, la Armada sabrá que la necesita y, con el tiempo, hasta la Cámara de los Lores se dará cuenta. Volverá a casa, lady Harrington y, cuando lo haga, tendrá un puesto de mando de nuevo a sus pies.

—¿No está…? Quiero decir, ¿de veras lo cree, señor? —Lo miro fijamente a los ojos, suplicando que le fuera honesto, y él asintió.

—Por supuesto que lo creo. Puede que lleve tiempo, pero ocurrirá Honor. Y, cuando así sea, le daré la bienvenida para que esté bajo mi mando cuando sea, donde sea y para la misión que sea. —La hizo tambalearse ligeramente con cada frase y sus labios temblorosos se pusieron firmes hasta formar una sonrisa (una sonrisa tímida y frágil, pero la primera desde la muerte de Pavel Young) y él asintió. Después la soltó y se apartó con una sonrisa como respuesta.

—Gracias, señor —le dijo.

—No me las dé, lady Honor. Salga ahí fuera y escupa a los ojos de cualquier bastardo que ose mirarla de reojo, ¿me ha entendido bien?

—A la orden, señor. —Sus ojos llorosos parpadearon asintió y se dirigió hacia la escotilla. Hamish Alexander observo a lady Honor recorrer el pasillo entre Andrew LaFollet y James MacGuiness con la cabeza muy alta.