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La lluvia que había comenzado tarde la noche anterior paró cuando el coche terrestre de Pavel Young atravesó la puerta del muro de piedra cubierto de enredaderas. Oyó el inconfundible crujido arrastrado de la gravilla húmeda cuando el efecto terrestre del campo antigravedad desapareció y el coche se posó. Las últimas gotas plateadas de la lluvia recorrieron su ventanilla mientras el terror lo iba consumiendo.

Su chofer salió del coche, le abrió la puerta y Pavel salió a la mañana húmeda y ventosa. Su hermano Stefan salió después con la caja de pistolas, tan callado como había estado todo el trayecto, y Pavel se preguntó una vez más en qué estaría pensando.

No debería habérselo preguntado; no debería haberse preguntado nada mientras ese horror terrible y nervioso siguiera destrozándolo por dentro. Podía saborear el miedo, como vómitos al final de su garganta, y sin embargo, su mente iba a una velocidad de vértigo y con una claridad pasmosa, como si intentara preservarse desligándose de ese momento.

Una humedad fría se pego a sus pómulos como dedos fríos y húmedos; una nube brumosa pasó por encima de su cabeza, envolviendo las torres de Aterrizaje situadas más allá del muro que cercaba el campo de duelo; ráfagas de viento golpearon como manos abiertas sus ropajes y los árboles de la parte interior del muro. Escuchó cómo el viento golpeaba hojas y ramas, secándoles la lluvia, suspirando y susurrando afligido como si tuviera vida propia. Pavel Young se estremeció cuando una policía que vestía un uniforme gris apareció.

—Buenos días, mi señor —dijo—. Soy la sargento MacClinton. El teniente Castellaño actuará de juez en el duelo de esta mañana y me ha pedido que le salude en su nombre y que le acompañe al campo.

El conde de Hollow del Norte asintió. Fue un movimiento espástico, pero no se atrevió a hablar. MacClinton era una mujer atractiva y en buena forma, el tipo de mujer que por lo general habría desatado en él todo tipo de especulaciones acerca de sus habilidades en la cama. Hoy, sin embargo, solo hacía que anhelara desesperadamente vivir; que deseara aferrarse a ella, rogarle que le dijera que solo era una pesadilla que desaparecería.

Miró el rostro de la policía buscando… algo, y lo que vio bajo su máscara de neutralidad profesional fue un desprecio revestido de algo aún peor. Los ojos de MacClinton se mostraban distantes e imparciales, como si estuvieran observando a un hombre muerto al que solo le aguardaban los horripilantes mecanismos de la muerte para hacerla oficial.

Apartó la vista rápidamente y tragó saliva. Después, siguió a la policía contra su voluntad por la hierba empapada por la lluvia. La tierra densa le empapaba los pies y el pensamiento de que debería haber llevado botas en vez de zapatos le cruzó por la mente. Quiso ponerse a gritar ante la banalidad total de sus pensamientos y la presión de sus dientes hizo que le empezara a doler la mandíbula.

Y entonces esos pensamientos se detuvieron y un bolo de terror amordazante le dejó sin respiración cuando se encontró frente a frente con Honor Harrington.

Harrington ni siquiera lo miró y, de algún modo, ese gesto fue infinitamente más aterrador de lo que el odio podría haber sido. Estaba al lado del coronel Ramírez, con su rostro enmarcado en unos rizos ondeantes que se le habían salido de su corta coleta. Las gotas de agua brillaban en su pelo y en su boina, como si hubiese llegado pronto para esperarlo, y su rostro estaba desprovisto de cualquier emoción. De toda emoción. Desde donde se encontraba, Pavel Young solo podía observar su perfil izquierdo mientras miraba paralizado a Castellaño, que estaba recitando la inútil petición de reconciliación antes de proceder a examinar y escoger las pistolas. Ramírez y Stefan cargaron los cargadores. Sus dedos se movieron por los cartuchos de latón y la quietud, la calma vacía de la expresión de Harrington, se mofó de su propio terror con mucha más crueldad que cualquier burla. Su confianza era como un puñetazo en el corazón de Young y el pánico se apoderó de él.

Ella lo había destrozado. Y completaría esa destrucción en unos instantes; sin embargo, su muerte no sería más que una puntuación. Sus esfuerzos de décadas por castigarla, mermarla y humillarla habían fracasado. Peor que eso, pues se habían cambiado las tornas y había sido ella quien le había conducido hasta ese final vergonzoso y degradante tras días de agonía esperando a que cayera el hacha de guerra. No solo le había hecho tener miedo; le había hecho saber que tenía miedo; había expuesto su bochornoso terror para que todo el mundo lo contemplara y le había hecho vivir con ello noche tras noche, hasta que despertaba sobresaltado de las pesadillas en sus sábanas empapadas de sudor.

El odio hizo retroceder parte del miedo, pero fue una bendición desigual. La parálisis cesó, pero eso solo sirvió para que su pánico fuera aún mayor, agudizado por la claridad con que lo percibía. De sus sienes bajaban culebras de sudor, gruesas y grasientas, y el aire se enfrió de repente. Al cogerla con su mano derecha, la pistola automática le pesó como si de un ancla se tratara y los dedos de su mano izquierda estaban tan entumecidos que casi se le cayó el cargador que le había pasado Stefan.

—Proceda a cargarla, lady Harrington. —Los ojos del conde de Hollow del Norte miraron fijamente a Harrington mientras esta metía el cargador de cinco balas con una precisión tan grácil que parecía coreografiada.

—Proceda a cargarla, conde de Hollow del Norte —dijo Castellano y Pavel Young agarró la pistola con torpeza. Casi se le escurrió el cargador de sus dedos sudorosos, retorciéndose como un ser vivo hasta que logró ponerlo en su sitio. Se sonrojó, humillado, mientras Castellano esperaba a que terminara esa tarea sencilla y mecánica. Observó cómo Ramírez tocaba el hombro de Harrington y vio la aprobación resuelta en su rostro antes de apartarse. Pavel Young deseó la misma sensación de consuelo, el mismo gesto por parte de su hermano. Pero Stefan se limitó a cerrar la caja de las pistolas y a dar un paso atrás con gélida altivez; una expresión con la que le prometía a Harrington que él no estaba para nada de acuerdo con lo que estaba ocurriendo allí y, en ese momento, de una manera fugaz e imperfecta, Pavel Young vislumbró la falsedad de toda su familia. El nihilismo y la inutilidad que predominaba entre ellos. La arrogancia que había hecho que Stefan ni siquiera hubiese considerado el valor de un último contacto físico.

Fue una conciencia efímera, arrasada por su terror antes incluso de que pudiera hacerlo consciente del todo, pero suficiente como para sentir un odio renovado hacia la mujer que lo había provocado. Era como si su mente estuviera resuelta a infligirle una última y punzante humillación, pues ahora era consciente de que incluso aunque lograra matar a Harrington ella habría ganado igualmente. A diferencia de él, ella había logrado algo, había dejado tras de sí algo que la gente recordaría con respeto, mientras que él no había hecho nada ni había dejado nada salvo recuerdos desdeñosos ante los que el olvido sería preferible.

—Ocupen sus puestos —dijo Castellaño y Young se volvió para dar la espalda a Harrington. La presencia de la capitana cortaba el viento e irradiaba una calidez a su columna que podía percibir, si bien no sentir Trago saliva una y otra vez para contener las náuseas cuando el juez volvió a hablar.

—Han acordado que este duelo se celebre de acuerdo con el protocolo Dreyfus —dijo—. A la orden de «caminen», cada uno de ustedes dará treinta pasos. Cuando les diga «alto», se detendrán y permanecerán en su sitio esperando mi siguiente orden. Cuando les diga «vuélvanse», se darán la vuelta y cada uno de ustedes disparará una vez, y solo una vez. Si ninguna de las balas ha logrado impactar en ese primer disparo, bajarán sus pistolas y se mantendrán en sus puestos hasta que yo haya preguntado a ambas partes si su honor ha quedado satisfecho. Si ambas respuestas son negativas, darán dos pasos adelante tras mi orden. Permanecerán en su posición hasta que yo les diga «disparen», y entonces efectuarán un solo disparo. Este procedimiento se repetirá hasta que una de las partes declare que su honor ha sido satisfecho, hasta que uno de ustedes resulte herido o bien hasta que sus cargadores hayan quedado vacíos. ¿Lo ha entendido, sir Hollow del Norte?

—Yo… —Se aclaró la garganta e intentó poner una voz más grave—… Sí —dijo con más claridad, y Castellaño asintió.

—¿Lady Harrington?

—Entendido. —Aquella sola palabra fue pronunciada en voz baja pero se oyó claramente, desprovista del pánico que sentía el conde. Hollow del Norte sintió la necesidad de limpiarse el sudor de sus ojos.

—Pueden cargar sus armas —dijo Castellaño y el conde se estremeció ante el sonido metálico que oyó a sus espaldas. El seguro de su pistola se le resbaló por entre sus dedos sudorosos. Tuvo que repetir la acción dos veces para colocar una bala en la recámara. Dos parches carmesíes le abrasaron las mejillas cuando bajó de nuevo el arma.

—Caminen —ordenó Castellaño, y el conde de Hollow del Norte cerró los ojos, luchando por mantener su espalda erguida, cuando dio el primer paso y el terror rugió en su interior.

Un disparo. Eso era a lo único que tenía que sobrevivir antes de poder declarar que su «honor» había sido satisfecho y escapar de allí. Solo un disparo a sesenta pasos. ¡Seguro que Harrington fallaba a esa distancia!

Otro paso. Tenía los pies húmedos; los zapatos empapados; sentía el olor del césped mojado bajo sus pies; el viento tirando de sus cabellos bañados en sudor; y el recuerdo de la muerte de Denver Summervale repitiéndose con todo lujo de detalle ante sus ojos.

Un tercer paso y vio a Summervale revolverse tras el primer disparo; vio la facilidad con la que Harrington había disparado una bala tras otra en su cuerpo; vio su cabeza estallar en mil pedazos con el último disparo y el horror le produjo náuseas. Ella no iba a fallar. Ni a sesenta pasos ni seiscientos. Era un demonio, un monstruo cuya única meta era destrozarlo y no fallaría en su cometido.

Un cuarto paso y sintió cómo se inclinaba hacia el lado derecho cuando la pistola comenzó a pesarle en su alma y en el corazón, parpadeó desesperadamente para apartar la bruma que le empañaba los ojos, intentó tomar aire.

Un quinto paso. Un sexto. Un séptimo. A cada paso que daba, el terror crecía, tapando la claridad anterior de sus pensamientos, aplastándolo como el acero. Oyó un gimoteo bajo e interminable y cayó en la cuenta de que era él quien gimoteaba, y fue entonces cuando algo ocurrió en lo más profundo de su ser.

* * *

Honor lo sintió a sus espaldas; sintió cómo se iba alejando de ella. Mantuvo los ojos fijos en el horizonte. Los periodistas habían acudido una vez más en masa, y se acurrucaban contra el viento húmedo, agazapados tras sus cámaras y micrófonos, pero ella no les hizo ningún caso. Tenía un objetivo y estaba más centrada en él que nunca, incluso más que con Summervale. Solo tendría un disparo, así que tenía que ser perfecto. Nada de disparar desde la cadera ni precipitarse. Debía tener cuidado con la traicionera hierba mojada cuando se diera la vuelta. Dejar que él levantara la pistola y que incluso se atreviera a dispararla a toda prisa, y entonces capturarlo con la mira de su arma. Mantenerlo ahí. Quitar el seguro. Respirar. Apuntar con su arma y apretar el gatillo una y otra vez hasta que…

—¡Al suelo!

Solo una voz podría haber gritado esas palabras en un momento así y solo podría haberlo hecho por una razón. Pronunció las palabras con la misma autoridad inquebrantable que había escuchado con anterioridad, golpeándola en su cerebro como un rayo. Resultaba inconcebible discutirlo e impensable desobedecerlo. No se lo pensó. Hasta mucho después no fue consciente de haber escuchado o reconocido la voz, Simplemente se echó a la derecha y se tiró al suelo antes de que el primer eco le alcanzara.

Dolor. Un enorme dolor rugió en su hombro izquierdo cuando algo explotó tras ella. Sangre carmesí salió a borbotones de su hombro y cubrió de rubíes la hierba empapada. Otra explosión y algo parecido a un chillido pasó de largo. Otra más y Honor dio en el suelo con otro crescendo de dolor mientras una cuarta y una quinta explosión se estrellaron a sus espaldas. Honor se volvió hacia su izquierda y contuvo un grito de tormento candente cuando su hombro se golpeó contra la hierba. Los reflejos tras treinta y cinco años-T de artes marciales la colocaron de rodillas sobre la hierba sangrienta y embarrada.

Pavel Young la estaba mirando a menos de veinte metros de distancia, ondeando la mano de la pistola tras una nube de humo. La sangre salía a borbotones de su hombro destrozado; esquirlas de hueso brillaban en la herida. Su brazo izquierdo era un peso muerto e inmóvil de dolor, pero su mente estaba despejada y clara como el cristal congelado. Vio por el rabillo del ojo a Castellaño con el rostro crispado por la furia y su fusil de pulsos en posición de disparo. Solo podía haber un castigo para la acción de Young y el arma del juez enfocaba en dirección a su objetivo. Pero el juez estaba conmocionado ante tan flagrante incumplimiento de todas las normas de conducta y reacciono con lentitud. Todo se movía lentamente, como figuras en un sueño y de algún modo, el brazo de Harrington ya estaba extendido y su arma en posición de disparo.

Young la miró con los ojos como platos, todavía aferrándose a su arma vacía. La automática se revolvió en la mano de Honor. Una rosa roja floreció en el pecho de Young. Honor bajó la mano y volvió a disparar una vez más. Y otra vez. Y entonces el fusil de pulsos de Castellaño rugió finalmente. La ráfaga de dardos hizo pedazos a Young dejando un reguero de sangre tras de sí, pero Pavel Young ya estaba muerto. Tres balas del calibre diez habían impactado en el lugar donde una vez había estado su corazón.