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—No se puede decir que sea una persona que deje las cosas a medias, ¿verdad? —Un regocijo amargo coloreó la voz de William Alexander. El duque de Cromarty logró controlar el impulso de gritarle.
—Creo que tiene razón —dijo en cambio. Negó con la cabeza enfadado y después abrió las puertas correderas del balcón, Alexander salió también al fresco de la noche y los dos permanecieron allí, trescientos pisos por encima de las calles de Aterrizaje. Las luces de los coches aéreos cambiaban como globos multicolores bajo la enorme luna y bancos de nubes plateadas se iban formando por el húmedo aliento de la lluvia que se aproximaba. Rayos lejanos parpadearon en alguna parte del borde oriental del mundo y las luces de la capital relucieron bajo ellos. Mientras, más ríos de luces iban recogiendo los flancos de otras torres como joyas despreocupadamente desparramadas por alguna reina élfica, y el primer ministro los observó como si las respuestas estuvieran ocultas entre su belleza.
Pero no había ninguna respuesta. Honor Harrington había hecho que los acontecimientos se le fueran totalmente de las manos. La reina Isabel podía haber prohibido que presionaran a Harrington, pero Cromarty sabía el aprieto en que se encontraba. El Gobierno Civil y la Armada habían conspirado para salvarla, alejándola de la yugular del conde de Hollow del Norte. Sin embargo, ella se las había apañado para encontrar la forma de llegar a él a pesar de que tenía todas las de perder.
—¿Sabes? —murmuró Alexander en la oscuridad—. Todavía no me puedo creer que haya tenido ese atrevimiento.
—Me imagino que el conde de Hollow del Norte tampoco. —Cromarty se inclinó sobre la verja, llenando sus pulmones con el aire de la noche mientras la brisa agitaba sus cabellos.
—No habría estado allí si lo hubiera pensado —afirmo Alexander. El ministro de Economía se encontraba detrás de su líder y mentor político, observando los ríos de luces. Negó con la cabeza—. Entre nosotros dos. Allen. Sabes que ella tiene razón —dijo por lo bajo.
—Lo que está bien o mal no viene al caso. —Cromarty se volvió y sus ojos brillaron cuando se posaron sobre Alexander—. Ha encontrado la única forma de garantizar que absolutamente todos los miembros de la Cámara de los Lores la alienen.
—Oh, no. Allen. No todos.
—Bueno, vale —resopló Cromarty—. Hamish y tú la respaldaréis. Maldita sea, yo también lo haré. Eso le dará tres votos; si eres capaz de encontrar tres más, ¡entonces tú deberías ser el maldito primer ministro y no yo!
Alexander se mordió el labio, pero no dijo nada. Después de todo, ¿qué podía decir? No tenía duda alguna de que lady Harrington se había visto forzada a hacerlo por el atentado que casi había acabado con su vida, al igual que no tenía duda alguna de quién había sido el responsable de ese intento de asesinato. Jamás había tenido oportunidad de conocerla, pero había hablado de ella con su hermano lo suficiente como para estar seguro de que ella jamás habría usado la Cámara de los Lores (ni su pertenencia a la misma) de esa manera si hubiese habido otra forma de llegar al conde de Hollow del Norte. Además, había visto las grabaciones de seguridad de la Cámara de su discurso breve y desapasionado y no había visto nada teatrero, falso o dramático en él. No había tomado a los nobles allí reunidos por tontos; se había presentado ante ellos como si fueran su tribunal de última instancia y la sinceridad (y verdad) de sus acusaciones había resonado en todas y cada una de sus palabras.
Pero la Cámara de los Lores no lo había visto de esa forma, la Cámara se lo había tomado como una ofensa contra su dignidad. Estaba furiosa por el cinismo con que había distorsionado sus normas y procedimientos para que encajaran con sus propósitos. La Cámara de los Lores sabía cuándo tenía delante a un mecánico de la legislación y estaba resuelta a castigarla por atreverse a pervertir su dignidad magisterial.
—¿Cómo de mala es la situación? —preguntó tras unos minutos y el duque de Cromarty suspiró, esta vez más de pena que de ira.
—El barón de las Altas Cumbres ya ha presentado una moción para no admitirla en la Cámara. Quería que la despojaran de su título al instante, pero una mayoría unánime de miembros de la Cámara de los Comunes (incluidos casi la mitad de los Liberales, ¿lo puedes creer?) se alinearon con su majestad. Eso hará que su título no peligre y anulará cualquier intento de elevar falsos cargos penales contra ella, pero ni siquiera la reina puede obligar a los lores a que un noble, cuya expulsión han votado, ocupe su lugar en los Lores. Se acabó, Willie. Me sorprendería si el cinco por ciento de la Cámara se opusiera al voto.
—¿Y después? —Bajo la voz calma de Alexander afloraban la rabia y la frustración. La compostura del duque se vino abajo.
—Te refieres a si mata al conde. —Aquello no fue una pregunta y percibió a través de la oscuridad que Alexander asentía. Se retiró de la verja y se dejó caer sobre una tumbona. Se recostó y cerró los ojos, deseando que pudiera escapar de los próximos días con la misma facilidad con que podía apagar las luces de Aterrizaje.
Harrington había arrinconado a Hollow del Norte. Por muy furiosos que estuvieran los lores, la cuestión es que ella había lanzado sus acusaciones y lo había retado delante de sus narices. El conde ya no podía eludir esas acusaciones, lo que significaba que ya no podía hacer caso omiso de ellas. Si lo intentaba, no solo perdería su poder político, sino también todo lo que era importante para un hombre como él, pues sería un marginado social. Un paria, ignorado por sus otrora iguales y objeto de desdén para sus inferiores. No solo sería un cobarde, sino que con su actitud estaría inculpándose de todas y cada una de las acusaciones de Harrington.
Era ridículo, pero no por ello menos cierto. Hasta un personaje sin agallas como Hollow del Norte era consciente de ello. Su voz de tenor había temblado con un terror inconfundible al aceptar el reto, pero lo había aceptado.
Ahora era un hombre muerto.
Había escogido el protocoló Dreyfus pero, después de la forma en que Harrington había acabado con Denver, a Cromarty no le cabía duda de que un disparo era todo lo que la capitana necesitaba, y solo un idiota se podría creer que se conformaría con herirle. Su intención era matarlo, y lo haría. Y cuando lo hiciera…
—Está acabada, Willie —dijo finalmente con una voz llena de dolor, y no por Pavel Young—. Cuando acabe con él, esa misma bala acabará con su carrera. No podemos salvarla. De un momento a otro me veré obligado a iniciar su expulsión del mando para mantener a los Progresistas de nuestro lado en la Cámara de los Lores.
—Eso no es justo, Allen. —Alexander dio la espalda al paisaje de luces. Apoyó sus codos sobre la verja—. Ella es la verdadera víctima de todo esto. No es culpa suya que esta sea la única forma que tiene de conseguir justicia.
—Lo sé. —Cromarty siguió con los ojos cerrados—. Y ojalá pudiera hacer algo. Pero tengo un Gobierno que mantener unido y una guerra que librar.
—Lo sé —suspiró Alexander y después rió con tristeza—. Hasta Hamish lo sabe, Allen. Y la propia lady Honor sabe que no te ha dejado otra elección.
—Y eso solo hace que me sienta aún peor. —El duque abrió los ojos y volvió la cabeza para mirar a Alexander; incluso en la oscuridad, el más joven vio el dolor en su rostro—. Dime, Willie —dijo el primer ministro de Mantícora en voz baja— ¿por qué nadie sino un loco querría mi puesto?
* * *
El capitán de corbeta Rafael Cardones alzó la vista cuando el ascensor del puente se abrió. Él era el oficial de guardia y se encontraba supervisando a la tripulación de la nave que estaba siendo reparada en la galería de reparación. Se puso en pie rápidamente cuando la capitana salió del ascensor. Uno de sus hombres de armas uniformados de verde la seguía a la zaga, pero el graysoniano se detuvo y se apoyó contra el mamparo para observar a su gobernadora mientras esta se dirigía a la silla de mando situada en el centro del puente.
Se movía despacio, con las manos en la espalda, y su rostro tenía una expresión tranquila y serena. Pero Rafael Cardones la conocía demasiado bien. Había visto aquella misma serenidad mientras hacía volver a la vida a una tripulación desanimada y hostil…, y cuando había llevado a un crucero lisiado a una muerte segura contra el costado de un crucero de batalla. Ahora estaba viendo esa misma expresión, la noche antes de que se batiera en duelo con un hombre que la odiaba, y se preguntó cuántos años habría necesitado para perfeccionar esa máscara. ¿Cuánto tiempo habría necesitado para esconder su miedo, para irradiar confianza a su tripulación ocultándoles su mortalidad? Y, ¿cuánto tiempo, cuántas noches de dolor y soledad para esconder el hecho de que a ella le importaba, más de lo que ella misma debería haberse permitido, toda la gente que estaba a su alrededor?
Se detuvo delante de la silla de mando y deslizó una mano por los visualizadores y las lecturas de salida como una jinete acariciaría su montura. Se quedó allí mirando a las profundidades recónditas del visualizador principal. Solo su mano siguió en movimiento, como si fuera un miembro independiente del resto de su cuerpo. Vio el dolor en sus ojos, a pesar de su máscara y, de repente, lo comprendió todo.
Estaba diciendo adiós. No solo al Nike, también a la Armada, y el miedo le recorrió todo el cuerpo. Miedo por ella, pero también por él. La capitana podría morir mañana, se dijo, pero solo había hablado su intelecto porque su corazón y sus emociones sabían que no sería así. Pavel Young no podía matar a la capitana, la mera idea era absurda.
Pero incluso aunque viviera, su carrera habría terminado. Se lo habían dicho ya demasiadas veces como para ponerlo en duda y, además, era el precio que ella había elegido pagar. Pero, cuando ella perdiera a la Armada, la Armada la perdería a ella. Otra persona estaría al mando de la Nike y de las demás naves que había patroneado, pero ninguna otra persona podría jamás reemplazarla, ni a ella ni a todas las cosas que ella había sido y significado. Nadie podría y Rafael Cardones, Alistair McKeon, Andreas Venizelos, Eve Chandler y Tomás Ramírez… todos quedarían mermados. Algo especial y maravilloso se habría ido de sus vidas y el hecho de haberlo conocido y perdido les haría mucho más pobres en todos los sentidos.
Estaba avergonzado de sí mismo. Avergonzado de pensar en lo que él quería, en lo que necesitaba de ella, pero no podía evitarlo. Había una parte de él que quería gritarla, maldecirla por abandonar a la gente que dependía de ella, pero otra parte quería llorar por lo que a ella le iba a suponer dejarlos atrás. Tenía emociones encontradas; era incapaz de articular palabra y sus ojos le abrasaban. El felino alzó la cabeza desde el hombro de la capitana, mirando hacia la dirección de Cardones. Las orejas del felino se movieron nerviosamente y sus ojos brillaron. La capitana se volvió también hacia él.
—Rafe —dijo en voz muy baja.
—Patrona. —Tuvo que aclararse la voz dos veces antes de poder hablar. Ella asintió y después se dio la vuelta y pasó su mano por el brazo de la silla de mando otra vez. Cardones podía sentir la necesidad de la capitana de sentarse una vez más en esa silla, de mirar su puente y saber que era suyo. Pero no lo hizo. Permaneció allí, mirándolo y acariciando la silla con sus fuertes pero elegantes dedos, cuando Cardones levantó una mano. La extendió hacia la capitana, sin saber muy bien qué era lo que pretendía hacer o decirle, y ella respiró profundamente y dio un paso atrás. Se dio la vuelta y vio su mano. Cardones fue a hablar, pero ella negó con la cabeza.
Fue un leve movimiento, apenas perceptible, pero que sin embargo cristalizó todo lo que ella era. Era el gesto de una capitana, cuya autoridad era tan absoluta e incuestionable que no había necesidad de articular ninguna palabra. Y, cuando Cardones reconoció ese gesto también reconoció algo que siempre había sabido sin ser muy consciente de ello. Su autoridad no provenía de su rango; provenía de quién y qué era, no de lo que la Armada había hecho de ella. O quizá era más complejo que todo eso. Quizá la Armada había hecho de ella lo que era. Pero, aunque eso fuera cierto, hacía tiempo que ella se había convertido en algo más que la mera suma de sus partes.
Ella era Honor Harrington, pensó Cardones. Ni más ni menos, y nada ni nadie podría jamás quitárselo, pasara lo que pasara.
Bajó la mano hasta su costado y la capitana se irguió y se puso derecha.
—Prosiga, comandante —dijo en voz baja.
—A la orden, señora. —Su voz fue igual de baja, pero se puso en posición de firme y su mano se elevó hasta la cinta de su boina en un saludo que habría enorgullecido a la isla Saganami.
El dolor brilló en los ojos de la capitana. También la tristeza aunque había algo más que eso. Algo que él se atrevió a desear que fuera una aprobación, como si ella le estuviera pasando algo más valioso que la propia vida para que él lo guardara.
Y entonces ella asintió con la cabeza, se apartó y se marchó de allí sin decir nada más, y el puente de la Nike se convirtió en un lugar más pequeño, solitario y pobre de lo que había sido instantes antes.