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El conde de Hollow del Norte se retorció intentando ponerse cómodo en su lujosa butaca. No lo logró, pero quizá se debiera a que su malestar no era físico. El chorro de aire acondicionado fluía en su dirección y el silencio de la Cámara de los Lores solo quedaba interrumpido por la mujer que se estaba dirigiendo a sus compañeros.
Él conde de Hollow del Norte contempló con una frialdad despectiva a la mujer que estaba hablando. La dama Greenriver era delgada como un riel y su voz era cualquier cosa menos musical. También se trataba de uno de los nobles no alineados que gozaban de un respeto universal, y llevaba cotorreando acerca de la necesidad de respaldar la partida militar especial desde hacía más de quince minutos; algo que, teniendo en cuenta su aspecto y su voz, eran catorce minutos y medio más de los necesarios.
¿A quién le importaba esa partida, de todas formas? Por lo que al conde de Hollow del Norte respectaba, como si la maldita Armada tenía que mear dentro de sus trajes de vacío. No se iba a decidir por votación identificada de cada uno de los miembros de los Lores, así que podía desahogar su cólera votando contra la medida sin que nadie lo supiera, y eso era justo lo que pensaba hacer. Que les jodan. Que les jodan a todos. Sabía lo mucho que la Armada se debía de estar deleitando con la humillación que la zorra le estaba infligiendo. Bueno, que riesen mientras pudieran. El conde estaba construyendo su propia maquinaria política y, una vez la zorra estuviera fuera de juego…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos bruscamente. La zorra. Siempre acababa pensando en ella. Ya no podía seguir mintiéndose a sí mismo. Le aterraba. Se sentía como un conejo cazado que intentaba correr para ponerse a salvo. En los baños de la Cámara circulaban bromas, bromas sobre él. Lo sabía. Había visto cómo dejaban de hablar en cuanto él aparecía y reanudaban las conversaciones con temas totalmente intrascendentes. Hasta en la Cámara de los Lores la zorra podía alcanzarlo, destrozarlo. Ya había acabado con su carrera en la Armada; ahora volvía a perseguirlo cuando lo que debería hacer es estar muerta, ¡maldita sea!
Cerró los ojos y apretó los puños contra la mesa. Era como un monstruo sacado de la mitología, como una hidra. Él la hacía trizas una y otra vez hasta lograr que algo humano saliera a la superficie y muriera, pero cada vez que lo hacía, la zorra volvía a ponerse en pie e iba tras él. No era una hidra; era un gigante pegado a sus talones que lo perseguía sin piedad hasta que él diera un traspié y cayera, y ella pudiera por fin aplastarlo y… Apretó sus puños con más fuerza y se obligó a respirar despacio hasta que su ataque de pánico se batió en retirada, dejándole solo la sensación de náuseas.
No era un gigante, ¡maldita sea! Era mortal, no un ser mitológico, y todo lo que era mortal podía morir. Esos cabrones incompetentes podían haber desperdiciado su oportunidad en el Regiano, pero tarde o temprano alguien más tendría suerte y Georgia podía ir yéndose a la mierda si pensaba que iba a lograr persuadirle de que no matara a Harrington. La quería muerta. Quería que se pudriera en el campo para poder mear en su tumba porque, hasta que ella no muriera, él seguiría siendo un prisionero. Solo podía esconderse en su residencia o aquí, tras la seguridad del Parlamento, mientras ella iba por ahí menospreciando su nombre.
Esa zorra. ¡Esa zorra asquerosa y plebeya! ¿Quién demonios se creía que era para acosarlo de esa forma? ¡Si su familia podría haber comprado y vendido a la de la zorra una docena de veces antes de que comenzaran a llegarle las gratificaciones monetarias por sus actos de servicio! No era nadie, solo una puta terrateniente y, en lo más profundo de su ser, una parte de él la odiaba por el desprecio que había visto en sus ojos el primer día que se encontraron. Ella era una fea y estúpida plebeya con el pelo fosco que, sin embargo, se había atrevido a mirarlo sin respeto, sin miedo. Con desprecio.
Sus dientes chirriaron al recordarlo, pero al menos Greenriver por fin se había vuelto a sentar. Intentó encontrar consuelo en el bendito silencio que siguió a su voz chirriante y después comprobó el visualizador de tiempo que estaba encima del estrado del presidente de la Cámara. Otras tres horas más y podría marcharse. Torció el gesto al pensar en esa última palabra. Marcharse. Los demás podrían irse a clubes, a restaurantes o al teatro. No tenían a ninguna loca esperando ahí fuera para matarlos. Pero el conde de Hollow del Norte solo podía salir disparado a su limusina, dirigirse a toda prisa a su residencia y esconderse como había estado haciendo todo ese tiempo y…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de las puertas de la Cámara al abrirse. Se estaba formando un gran revuelo ahí abajo. El conde frunció el ceño y cambió de posición para poder ver qué estaba pasando. Alguien estaba hablando con el funcionario encargado del orden en el Parlamento; alguien que llevaba los ropajes negros con bordados rojos oficiales sobre las vestiduras doradas y escarlatas de la orden caballeresca. El funcionario parecía confuso por la forma en que movía la cabeza, pero el recién llegado no dejaba de agitar su brazo insistentemente, y el funcionario hizo un gesto al presidente.
Aquella conmoción inusual despertó el interés de Hollow del Norte, a pesar de su frustración y su miedo. Nadie en la Cámara vestía ropajes formales, pues se trataba de una sesión normal. Los trajes de ceremonia se llevaban solo en ocasiones ceremoniales como el discurso real o el discurso inaugural de algún noble, pero el conde no recordaba haber visto ningún nombre nuevo en la lista de turnos.
Miró en el terminal de su ampuloso escritorio el orden del día, pero este no le dio ninguna pista. Y ahora el propio presidente se dirigía hada la puerta.
La frente del conde se surcó de arrugas, pero al menos la interrupción era algo que le servía para distraerse un poco. Observó cómo el presidente llegaba hasta donde se encontraba el recién llegado y se detenía en seco para, a continuación, volverse hacia el funcionario de seguridad agitando las manos. El funcionario extendió los brazos como si negara toda responsabilidad y el conde de Hollow del Norte se rió entre dientes, disfrutando de la comedia que se estaba representando ante sus ojos. El presidente se enfrentó al recién llegado, moviendo la cabeza categóricamente, pero, de pronto, dejó de hacerlo. Se cruzó de brazos, ladeó la cabeza a un lado, escuchó atentamente y después asintió despacio de mala gana. El recién llegado dijo algo más y el presidente volvió a asentir, pero después volvió a alzar las manos molesto porque el recién llegado le había hecho otra observación.
En la sala retumbaron las conversaciones y murmullos de todos los allí presentes, e incluso algunos de los nobles se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. El conde de Hollow del Norte vio que los que llegaban a la puerta se detenían en seco exactamente igual que había hecho el presidente y después se volvían hacia los que tenían detrás, gesticulando y murmurando animadamente, y algunos de ellos miraban a sus compañeros que seguían sentados. El conde de Hollow del Norte había evitado toda asociación estrecha con sus compañeros desde que Harrington lo acusara, pero su curiosidad era ahora más fuerte. Fue a levantarse de su butaca, pero se detuvo al ver que el presidente salía de aquel nudo de cuerpos y volvía a su estrado con la columna rígida, aunque no sabía si era de indignación o de odio.
El conde de Hollow del Norte se dejó caer sobre su butaca mientras la muchedumbre que se había formado alrededor de la puerta comenzaba a dispersarse. El presidente se sentó detrás de su escritorio con un aspaviento de enfado. Después cogió su mazo ceremonial y lo golpeó bajo el micrófono. Los impactos, bruscos discordantes, resonaron por toda la sala y el presidente se inclinó sobre su micrófono.
—Tomen asiento, damas y caballeros —tronó su voz. El conde de Hollow del Norte jamás había oído ese tono al presidente. El mazo volvió a caer, tan fuerte que el mango se resquebrajó y la cabeza se golpeó contra el micrófono—. ¡Tomen asiento, damas y caballeros! —repitió más alto y el sonido de su voz hizo que los nobles corrieran a sus asientos como asustados pajarillos.
—Damas y caballeros, les imploro su indulgencia —dijo con un tono que no parecía en modo alguno estar implorando nada—. Les pido disculpas por la interrupción de sus deliberaciones pero, de acuerdo con las normas de esta Cámara, no tengo otra elección. —Volvió la cabeza, casi contra su voluntad, para mirar a la persona con el traje de ceremonias que estaba en la puerta y después volvió otra vez hacia su micrófono.
—Acaban de recordarme —anunció— una norma que rara vez se ha utilizado. —Volvió a girarse para mirar al recién llegado de nuevo—. Es la de que los nuevos nobles envíen una notificación apropiada a esta Cámara, así como sean presentados, antes de ocupar su lugar entre nosotros. No obstante, en algunas circunstancias, incluidas las exigencias del Ejército de su majestad, los nuevos miembros pueden retrasarse en ocupar su lugar en la Cámara. O, como acaban de recordarme, pueden presentarse ante nosotros en el momento que ellos estimen conveniente si su deber para con la Corona imposibilita que se presenten en un momento que sea conveniente para la Cámara de los Lores en su totalidad.
El conde de Hollow del Norte se frotó la barba, preguntándose de qué demonios estaba hablando el presidente. ¿Exigencias del Ejército de su majestad?
—Esa norma acaba de ser invocada, damas y caballeros —dijo el presidente—. Un miembro que desea hacer su discurso inaugural en la Cámara me informa de que quizá esta sea su última oportunidad durante meses debido a las exigencias del Ejército. Por este motivo, no tengo otra elección que consentir esta alteración del orden del día.
Los murmullos, más fuertes que nunca, volvieron a apoderarse de la sala y todas las cabezas se volvieron hacia la parte posterior de la Cámara. No, no hacia la parte posterior, cayó en la cuenta Hollow del Norte. Lo estaban mirando a él y el terror se apoderó de su persona cuando el presidente hizo un gesto al recién llegado.
El desconocido cruzó la sala, se colocó delante del estrado del presidente y después se volvió hacia la Cámara. Sus manos se alzaron para quitarse la capucha rojo sangre de los Caballeros de la Orden del Rey Roger y Pavel Young dio un bote en su asiento y soltó un grito ahogado de terror cuando Honor Harrington le sonrió fríamente.
* * *
Las manos de Honor temblaron ocultas en los pliegues de sus vestiduras cuando las dejó caer, pero apenas se dio cuenta. Sus ojos estaban fijos en Pavel Young; este se incorporó sobresaltado, su rostro palideció al comprender todo. Volvió la cabeza a ambos lados, como un animal atrapado que busca desesperadamente una salida, pero no había ninguna. Esta vez no podía escapar, no sin que toda la sala supiera que había huido. Y, lo que quizá era más aterrador para un hombre como él su única salida le habría llevado directamente a las manos de Harrington.
El odio bullía en el interior de Harrington, azotándola con la necesidad de atacarlo físicamente, pero se limitó a cruzar los brazos y dejar que sus ojos se fueran posando sobre los demás nobles allí sentados. Algunos de ellos parecían tan horrorizados como Young; otros simplemente se mostraban confusos y solo unos cuantos la miraban con ojos alertas. El aire judicial de la Cámara se había hecho añicos como un vaso frágil y el funcionario de seguridad se iba acercando cada vez más a ella como si temiera tener que contenerla por la fuerza. Sintió cómo todos ellos se estremecían a su alrededor como si percibieran el hambre y las ansias de la depredadora que se había presentado de repente ante ellos.
—Damas y caballeros —dijo finalmente. Su voz de soprano se elevó por encima de la tensión reinante—. Pido disculpas a esta Cámara por la manera impropia en que he interrumpido su sesión. Pero, como ha dicho el presidente, mi nave tiene órdenes de partir de Mantícora tan pronto como sus reparaciones y su período de pruebas hayan finalizado. Las exigencias de lograr que una nave de su majestad vuelva a estar a pleno rendimiento ocuparán todo mi tiempo y, por su puesto, mi marcha del sistema imposibilitará que me presente ante ustedes una vez que mi nave esté lista para su utilización.
Se detuvo a saborear el silencio y el terror que se cernía visiblemente sobre Pavel Young y respiró profundamente.
—No obstante, no puedo dejar Mantícora con la conciencia tranquila sin cumplir con uno de los deberes más importantes que un noble debe a su majestad, a la Cámara de los Lores y a todo el reino. En concreto, damas y caballeros, es mi deber informarles de que uno de sus miembros no solo ha demostrado, por méritos propios, que es indigno de sentarse entre ustedes, sino que se ha convertido también en un oprobio y un estigma para el honor del reino.
Alguno de los allí presentes espetó una exclamación de incredulidad, como si fuera incapaz de creerse tal descaro, pero la voz alta y clara de Harrington era como el hechizo de un brujo. Sabían lo que iba a decir pero aun así, nadie era capaz de moverse. No podían más que permanecer allí sentados y Honor sintió ese momento de poder como si el fuego le recorría las venas.
—Damas y caballeros, entre ustedes se encuentra un hombre que ha conspirado para asesinar, en vez de enfrentarse él mismo a sus enemigos. Un violador en potencia, un cobarde; un hombre que contrató a un duelista a sueldo para que matara a una persona; un hombre que envió a unos matones armados a un restaurante público hace tan solo dos días para asesinar a alguien más y que falló en su propósito por muy poco. —Su hechizo estaba comenzando a perder su efecto. Los nobles comenzaron a levantarse y sus voces se elevaron en protestas, pero su voz de soprano se abrió paso entre el tumulto como un cuchillo afilado. Mantuvo su mirada fija en Pavel Young—. Damas y caballeros, acuso a Pavel Young, conde de Hollow del Norte, de asesinato e intento de asesinato. Le acuso de abusar de su poder de una forma cruel e imperdonable, de cobardía frente a las fuerzas enemigas, de un intento de violación, de ser indigno del cargo vitalicio que ostenta. Le llamo cobarde y escoria, indigno incluso del desprecio de los súbditos honestos y rectos de este reino, cuyo honor es profanado por su mera presencia entre ustedes. Y lo reto, delante de todos ustedes, a batirse en duelo en un campo de honor, ¡para pagar por todos sus actos de una vez por todas!