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El almirante sir Thomas Caparelli puso una expresión agradable cuando su alabardero personal abrió la puerta de su despacho. El conde de Haven Albo pasó al lado del suboficial de marina y lo saludó cortes, si bien distraídamente, con la cabeza. Caparelli se levantó de su escritorio y le extendió la mano.

El conde de Haven Albo la estrechó y después cogió una butaca cuando el almirante se lo indicó. Caparelli se acomodó en su butaca mientras observaba a su invitado y trató de imaginar la razón de su visita. El conde de Haven Albo y él rara vez se veían salvo por motivos profesionales, pues había poco aprecio entre ellos. El primer lord del espacio respetaba al conde, a pesar de que nunca le había gustado demasiado, y era plenamente consciente de que Haven Albo opinaba lo mismo de él. Todas aquellas razones hacían poco probable que aquel hombre estuviera allí por razones sociales.

—Gracias por recibirme tras avisarle con tan poca antelación —dijo el conde de Haven Albo y Caparelli se encogió de hombros.

—Usted es el segundo al mando de la Flota Territorial almirante. Cuando pide verme, doy por sentado que tiene razones para hacerlo. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me temo que es algo complicado. —Haven Albo se pasó la mano por su pelo negro con mechones canos y Caparelli pestañeo. Una de las cosas que menos le gustaba del almirante de Haven Albo era su imperturbable (y por lo general, justificada, por mucho que le fastidiara reconocerlo) confianza en sí mismo. No estaba acostumbrado a ver al conde inseguro o nervioso. Enfadado sí y a veces tremendamente sarcástico con los pensadores más lentos, pero ¿nervioso?

El primer lord del espacio se obligó a esperar sin decir nada y mantuvo su expresión atenta y cortés hasta que el conde suspiro.

—Es acerca de lady Harrington —dijo. Caparelli asintió mentalmente; había ganado la apuesta.

—Supongo —escogió con cuidado sus palabras— que se refiere a que es acerca de lady Harrington y Pavel Young.

—Supone bien. —El conde de Haven Albo pareció darse cuenta de que todavía estaba pasándose la mano por la cabeza y dejó de hacerlo con una mueca amarga—. Intenté que entrara en razón cuando fui consciente de lo que… No. —Negó con la cabeza con un reproche que Caparelli jamás había visto en él—. No intenté que entrara en razón la sermoneé. Es más —miró a los ojos del primer lord del espacio— le ordené que no retara a Young.

—¿Ordenó a un oficial que no retara a un civil a un duelo? —Caparelli parecía incapaz de bajar las cejas de la sorpresa y el conde de Haven Alta se encogió de hombros. Parecía enfadado… con él, no con nadie más y ni siquiera por haberlo admitido delante de alguien que jamás había sido su amigo.

—Sí, —masculló y golpeó con suavidad el brazo de la butaca— si hubiese tenido un gramo de sentido común, me habría dado cuenta de que iba a… —Dejó de hablar y volvió a negar con la cabeza—, soy consciente de que estuve fuera de lugar, pero no podía quedarme de manos cruzadas viendo cómo destrozaba su carrera. Y tanto usted como yo sabemos que eso es exactamente lo que ocurrirá si lo mata. —Caparelli asintió; deseaba poder discutir ese punto, aunque sabía que tendría el mismo efecto que cuando el conde de Haven Albo intentó ordenar a Harrington que no retara a Young, pero en este caso el primer lord del espacio estaba de acuerdo con el conde (por mucho que le pesara admitirlo) en cuanto a las consecuencias que esto podía deparar. Y, si bien podía haber estado predispuesto a ir en contra de una protegida de Haven Albo, pensar en que podían perder a una oficial del calibre de Harrington en un momento así le resultaba bastante deprimente.

—Bueno, no funcionó —admitió Haven Albo con pesar—, y la forma en que lo hice me impide volver atrás y convencerla para que entre en razón.

—Asumiendo que desde su punto de vista eso fuera «entrar en razón» —dijo Caparelli. El conde de Haven Albo levantó la vista repentinamente y el primer lord del espacio se encogió de hombros—. He escuchado sus acusaciones. Si damos por sentado que son ciertas, y creo que lo son, entonces yo querría exactamente lo mismo en su lugar. ¿Usted no?

El conde de Haven Albo apartó la mirada de Caparelli. No dijo nada, pero su silencio respondió por él. Caparelli frunció el ceño. Parecía como si el conde estuviera intentando convencerse a sí mismo de que no habría deseado hacer lo que Harrington había hecho, pero el autoengaño era algo que no iba con él.

—En todo caso —dijo el primer lord del espacio antes de que el silencio se tornara demasiado incómodo—, supongo que ha venido con la esperanza de que yo pueda hacer algo, ¿me equivoco? —El conde asintió de mala gana, como si odiara tener que admitir que le estaba pidiendo ayuda, y Caparelli suspiró—. Lo comprendo, mi señor. Yo tampoco quiero perderla, pero está en su derecho legal a hacer lo que quiere hacer.

—Lo sé. —El conde de Haven Albo se mordió el labio. Su sentido del deber batallaba con sus emociones. Cromarty le había hecho llegar el mensaje de la reina, más bien su advertencia explícita, pero no podía quedarse allí sin hacer nada. Además, lo que tenía en mente nada tenía que ver con presionar a Harrington. Al menos no demasiado.

—Soy consciente de que nadie posee autoridad para detenerla —dijo tras unos instantes—, pero he estado leyendo los informes sobre nuestras operaciones más allá de Santander. Necesitaremos cruceros de batalla en esa zona en cualquier momento.

Se quedó callado mirando con ojos penetrantes al primer lord del espacio, y Caparelli frunció el ceño. No le gustaba lo que estaba oyendo, pero la perspectiva de ver cómo lady Harrington se destruía a sí misma le gustaba todavía menos.

—¿Estaría dispuesto a renunciar al Nike? —preguntó y Haven Albo hizo una mueca.

—Renunciaría a todo el Quinto escuadrón si tuviera que hacerlo —dijo categórico.

—Pero el Nike todavía está siendo reparado —murmuró Caparelli. Se volvió hacia su terminal, pulsó algunas teclas y la pantalla parpadeó obediente—. No abandonará el astillero hasta dentro de dos semanas y luego tendrá que probarse su funcionamiento. —Negó con la cabeza—. Estamos hablando de un mes antes de que pueda entrar en servicio. Por la forma en que Harrington está actuando, no creo que esté listo lo suficientemente pronto.

—Podríamos transferirla a otra nave —dijo Haven Albo evidentemente molesto por su propia sugerencia.

—No, no podríamos. —Caparelli se negó rotundamente—. No tenemos ninguna razón para apartarla del Nike y, aunque así fuera… —dijo sosteniendo su mirada severa ante los ojos implorantes de Haven Albo, a pesar de entenderle—, lo que usted está sugiriendo, lo que estamos sugiriendo, ya es de por sí incorrecto, pero el Nike es nuestro mejor crucero de batalla. Apartar a Harrington del Nike podría ser considerado como que la estamos relegando. Y, aunque eso no fuera cierto, delataría nuestras intenciones. —Negó de nuevo con la cabeza—. No, mi señor. Daré órdenes de que se envíe el Nike a Santander tan pronto como sea posible, pero eso es lo máximo que haré. Lo máximo. ¿Me ha entendido?

—Sí, señor. —El conde de Haven Albo cerró los ojos; su cara parecía extrañamente extenuada, y luego volvió a abrirlos—. Sí, señor. Lo he entendido y… gracias.

Caparelli asintió. Le hubiese gustado recalcar que el conde le debía un favor, pero no era capaz. De hecho se sentía un poco incómodo por el hecho de que le diera las gracias cuando él podía hacer tan poco.

—No hay de qué, mi señor —dijo ásperamente. Se puso en pie dando por terminada la reunión, y volvió a extenderle la mano—, me reuniré con Pat Givens y haré que las órdenes se comuniquen esta tarde. También hablaré con el almirante Cheviot e intentaré que se aceleren las reparaciones del Nike. Si sus mecánicos pueden hacer que salga del astillero lo suficientemente pronto, puede que la vuelta al servicio del Nike mantenga a lady Harrington lo bastante ocupada como para no hacer nada de consecuencias irreversibles antes de que podamos sacarla del sistema. En cualquier caso, haremos todo lo que esté en nuestra mano. Lo prometo.

* * *

Willard Neufsteiler se protegió del sol de Aterrizaje cuando la limusina aérea se deslizó hacia el lugar donde se encontraba. Tomó tierra en la Plataforma Tres de la Torre Brancusi y un hombre con una guerrera verde jade y pantalones de un verde más claro salió de la limusina para escudriñar los alrededores antes de que una mujer alta y vestida con un uniforme negro y dorado saliera de ella. Dos guardaespaldas más le cubrieron las espaldas, formando un triángulo protector a su alrededor, y Neufsteiler la saludó con la mano cuando ella avanzó en su dirección.

Estaba realmente sorprendido de que lady Honor hubiese logrado llegar a la capital sin que los medios se enteraran, pero parecía estar desarrollando una forma propia de lidiar con ellos. O quizá la explicación era más sencilla que eso, y que, después de haberla visto en acción, quizá tuviesen miedo de que ella se sintiera acorralada.

Su apretón de manos fue firme cuando llegó hasta él, pero Willard sintió una punzada de dolor cuando vio su rostro. La felicidad de su cena en Cosmos había muerto con Paul Tankersley, e incluso el felino parecía apagado y tenso. No parecía ni rota ni derrotada, pero bajo la superficie había algo sombrío, gélido…, y algo más que no podía establecer con seguridad: un escalofrío extraño, eléctrico, que desafiaba toda posible identificación. No era extraño que no lo reconociera; jamás había estado en el puente de mando de la capitana Harrington cuando ella y su nave habían entrado en batalla.

Entraron en un ascensor y él tecleó el destino.

—Hace un día tan precioso —dijo señalando a la ciudad luminosa y dorada que se veía a través del ascensor transparente mientras bajaban a toda velocidad por el exterior de la torre— que pensé que quizá podríamos reunimos en Regiano, si le parece bien, lady Honor. He reservado una sección superior para garantizar nuestra privacidad.

Honor lo observó. Willard la miraba con una preocupación a duras penas disimulada que ya se había convertido en algo habitual en la gente que la rodeaba y el esfuerzo con que intentaba que su voz sonara alegre resultaba casi doloroso. Deseaba que sus amigos dejaran de preocuparse. No había nada que ellos pudieran hacer, y su preocupación era una carga más de la que ansiaba despojarse, pero aun así se obligó a sonreír.

—Me parece bien, Willard —dijo.

—Discúlpeme, milady, pero su seguridad en ese lugar correría peligro. —Neufsteiler pestañeó sorprendido al oír que el guardia de cabellos color castaño rojizo de lady Honor protestaba con un acento extranjero—. No hemos tenido tiempo de comprobar el restaurante.

—Creo que podremos obviarlo, Andrew.

—Milady, ha advertido a ese Hollow del Norte de que va tras él. —Había un tono de obstinación en la voz de LaFollet—. Sus problemas se solucionarían si a usted le pasara algo antes de que le alcanzara.

Neufsteiler pestañeó de nuevo. ¿Aquel hombre estaba sugiriéndo lo que Neufsteiler pensaba que estaba sugiriendo?

—Yo había pensado lo mismo —respondió Honor—, pero no es mi intención ocultarme. Además, nadie sabe que hemos venido. Hasta los periodistas nos han perdido el rastro esta vez.

—Que pensemos que nadie lo sabe no es prueba de que sea así, milady, y usted no es muy difícil de identificar que digamos. Por favor, me sentiría mucho más tranquilo si se ciñera a su calendario inicial y se reuniera con el señor Neufsteiler en su despacho.

—Lady Honor, si cree que sería mejor que… —comenzó a decir Neufsteiler, pero ella negó con la cabeza.

—Creo que sería más seguro, pero eso no hace que sea necesariamente mejor. —Sonrió y tocó el hombro del oficial al frente de sus hombres de armas—. El mayor LaFollet está decidido a mantenerme con vida. —El orgullo con que lo dijo sorprendió a Neufsteiler. Observó como lo zarandeaba suavemente—. Todavía estamos trabajando respecto a cuánto derecho a veto le corresponde, ¿verdad, Andrew?

—No estoy pidiendo derecho a veto, milady. Lo único que quiero es un poco de sentido común y precaución.

—Algo que estoy dispuesto a darle, sin límites. —Honor soltó el hombro de LaFollet, pero su sonrisa no se desvaneció. Nimitz levantó las orejas y ladeó la cabeza para observar al mayor con sus brillantes ojos verdes y Honor percibió la preocupación del mayor a través de su vínculo con el felino—. Sé que soy una cruz para usted, Andrew, pero he estado toda mi vida yendo adonde he querido sin guardias armados. Estoy dispuesta a admitir que ya no puedo hacerlo más, pero las precauciones que estoy dispuesta a tomar tienen un límite.

LaFollet abrió la boca, pero dudó. Era obvio que estaba reconsiderando sus palabras y, finalmente, se limitó a suspirar.

—Usted es mi gobernadora, milady —dijo—. Si usted quiere ir a un restaurante, iremos, y espero estar preocupándome por nada. Pero si algo ocurriera, espero que obedezca mis órdenes.

La miró con expresión testaruda y ella se mordió el labio inferior mientras bajaba la vista para encontrarse con sus ojos. Después asintió.

—De acuerdo, Andrew. Si algo ocurre, usted está al mando. Hasta soportaré que me diga eso de «se lo dije».

—Gracias, milady. Espero que no tenga que hacerlo —dijo LaFollet. Honor volvió a darle una palmadita en el hombro y después se volvió hacia Neufsteiler.

—Entretanto, Willard, ¿en qué situación estamos con la transferencia de nuestros fondos a Grayson?

—Mmm, la cosa va bien, milady. —Neufsteiler se reprendió por haber consentido que Honor cambiara de tema—, si bien me temo que la transacción era un poco más complicada de lo que usted había pensado. Dado que usted es una súbdita manticoriana y sus principales propiedades financieras se encuentran aquí, está técnicamente sujeta al impuesto de sociedades incluso para inversiones fuera del sistema. No obstante, hay otras formas de hacerlo y ya he transferido cuatro millones al regente Clinkscales. He redactado las escrituras de constitución de acuerdo con la legislación graysoniana; eso nos permite beneficiarnos del estatus de la nación más favorecida y de los incentivos fiscales que la Corona ha extendido a Grayson. Esto ha sido suficiente para librarnos de las cargas fiscales en este aspecto, pero nos pone en los límites para un proyecto con un único inversor, a menos que logremos un beneficio fiscal especial por parte del Ministerio de Economía. Creo que, en estas circunstancias, podremos conseguirlo, pero, dado su título de gobernadora, puede que no sea una mala idea transferir todo a Grayson. Todavía estoy estudiando la estructura fiscal de su asentamiento, pero hay dos o tres disposiciones fiscales en Grayson que…

Honor asintió y levantó la mano para acariciar a Nimitz. Escuchó a medias lo que Willard le estaba diciendo mientras el ascensor bajaba como una bala por aquella torre que contenía cinco siglos de historia Sabía que su memoria se lo repetiría todo, palabra por palabra, cuando fuera necesario. Ahora tenía otras cosas en qué pensar y, siempre y cuando Willard estuviera satisfecho con sus maniobras financieras, ella podría concentrarse en lo que realmente importaba.

* * *

Regiano era un restaurante espacioso y aireado, de techos altos, que se extendía a lo alto y bajo de un atrio de cinco pisos. Estaba a medio camino entre el Cosmos y el Dempsey, pero tenía una atmósfera propia, relajada y distendida, y si su personal no estaba acostumbrado a ver ramafelinos esfinginos a la hora del almuerzo, se habían recuperado rápidamente de la impresión. Nadie había sugerido nada acerca de dejar a las mascotas en la entrada y habían traído una silla alta para él con una velocidad encomiable. Además, la comida era buena. No era la auténtica «cocina italiana de la Antigua Tierra» como afirmaban sus propietarios (Honor había conocido la auténtica cocina italiana y era capaz de percibir la diferencia), pero era lo suficientemente sabrosa como para que no se tuviera en cuenta la imprecisión publicitaria. Además, su carta de vinos era excelente.

Se recostó sobre la silla después de que el camarero se llevó su plato. Dio un sorbo a su copa con un rosado de la casa. Su sabor penetrante le recordó a los viñedos esfinginos y lo saboreó mientras esperaba a que los camareros terminaran con su cometido y desaparecieran.

Honor y sus acompañantes se sentaron en una plataforma de roble dorado brillante que flotaba ocho metros por encima del suelo. No podía decir si el arquitecto había usado placas gravitacionales bajo la plataforma o retrotractores en las esquinas. Podía haber sido ambas cosas, pues no había otras plataformas directamente encima o debajo, pero eso no importaba. El efecto resultaba muy agradable y su posición les proporcionaba privacidad y un puesto de observación para Andrew LaFollet.

Miró por encima del hombro al mayor y sintió remordimientos. Ni él ni sus hombres habían comido, y tampoco podían ocultar su descontento. Las mismas cosas que hacían que el emplazamiento de su mesa fuera tan agradable también hacían que estuvieran a la vista de todos los allí presentes. LaFollet había hecho todo lo posible por no mostrar el más mínimo gesto de preocupación cuando vio todos los puntos desde los que podían ser vistos y alcanzados, pero su aceptación resignada le había hecho sentir un poco culpable. Se suponía que todo oficial de seguridad que se preciara debía tener algo de paranoico, así que Honor tomó nota mentalmente para tenerlo en cuenta en el futuro. No tenía sentido afligir a una persona tan dedicada a su bienestar, siempre y cuando ella no se sintiera como una prisionera.

El último camarero se esfumó por las escaleras de la plataforma y ella bajó el vaso y miró a Neufsteiler. Ya habían concluido todos sus asuntos de negocios durante el almuerzo; había llegado el momento del propósito real de su visita.

—¿Y bien? —le preguntó en voz baja.

Neufsteiler miró a su alrededor, comprobando instintivamente si alguien los estaba escuchando, y después se encogió de hombros.

—No puede llegar a él, milady —le dijo también en voz baja—. Está recluido en su residencia oficial y solo sale de ella para acudir a la Cámara de los Lores.

Honor frunció el ceño mientras pasaba su dedo índice por el vaso y se reprendía mentalmente al mismo tiempo. El enfoque que había adoptado tenía sus ventajas (al menos ahora todo el reino sabía lo que el conde de Hollow del Norte había intentado), pero también le había advertido de lo que pretendía hacer, y él había hecho la única cosa con la que ella no contaba.

Se estaba escondiendo de ella y estaba resultando sorprendentemente efectivo. Mientras él se negara a demandarla por calumnias, ella no podría usar su grabación ilegal, a menos que optara por dársela directamente a los medios, y eso podría tener consecuencias desastrosas para quienes la habían obtenido para ella. Y mientras él evitara encontrarse cara a cara con Honor, nadie podría acusarle de rechazar el duelo. Estaba intentando esperar a que se fuera. Contaba con que la Armada, tarde o temprano, la enviara fuera del sistema, y Honor se preguntó si habrían llegado a sus oídos las órdenes del Almirantazgo. Tenía cinco días, probablemente seis, antes de que el Nike abandonara el astillero; después de eso, tendría que presentar su renuncia o meterse de lleno en sus obligaciones y olvidarse por un tiempo de él.

Era un acto de cobardes, pero eso no debería haberle pillado por sorpresa. Y, mientras tanto, los medios afines a la oposición habían estado haciendo lo que ya se esperaba. La mayoría de ellos habían hecho todo lo que estaba en sus manos para que ella pareciera una especie de monstruo voraz que estaba arremetiendo contra su viejo enemigo por odio sin tener prueba alguna, pero los más peligrosos se habían limitado a irradiar simpatía y comprensión hacia ella. Había sufrido demasiado; había perdido al hombre que amaba en un duelo brutal y carente de sentido (una práctica que el reino debería declarar ilegal de una vez por todas) y ella no pensaba con claridad. ¿Quién podrá culparla por arremeter contra el conde sintiendo el dolor que ella sentía? La muerte del capitán Tankersley había sido una tragedia y su deseo irracional de culpar a alguien, a quien fuera, por ello, era comprensible. Pero eso no quería decir que estuviera en lo cierto al culpar al conde de Hollow del Norte, y los lectores deberían recordar todo lo que había pasado entre ellos y tener presente que el conde también había sido una víctima. El hecho de que ella lo culpara por ello (sin que realmente creyera estar en lo cierto) no significaba necesariamente que fuera culpable; tan solo significaba que necesitaba desesperadamente un objetivo. Ante la ausencia de pruebas concluyentes, la presunción de inocencia del conde debería seguir vigente y su serena negativa a echar más leña al fuego debía ser aplaudida.

Nimitz emitió un «blik» en voz baja cuando percibió tan amargas emociones y Honor retrocedió. Hizo al felino una caricia dulce a modo de disculpa y lo puso en su regazo. Él la respondió con un ronroneo indulgente y Honor volvió a sus reflexiones con una ecuanimidad decidida.

La oposición seguía adelante con sus propósitos, pensó, y esta vez los medios del Gobierno no habían dicho nada en su nombre. Tampoco podía culparlos. Independientemente de lo que pasara, las consecuencias políticas iban a ser brutales. Al Gobierno no le quedaba otra opción que alejarse de ella, especialmente ahora que la oposición rezaba porque no lo hicieran, y ella había descubierto que podía aceptarlo. Es más, una parte de ella se sentía feliz. Se trataba de algo entre Pavel Young y ella; no quería que nadie más interviniera en ello.

—¿Está seguro de que no sale para nada? —le preguntó al final.

—Afirmativo. —Neufsteiler se inclinó hacia ella y su voz sonó aún más baja—. Hemos infiltrado a una persona en su personal, milady. Solo es un chofer, pero desde su posición puede ver todos los movimientos programados.

—Tengo que llegar hasta él —murmuró—. Tiene que haber algún momento, aunque sean unos minutos, en que pueda cogerlo. Todo lo que necesito es el tiempo suficiente para retarlo, Willard. —Frunció el ceño observando su copa de vino—. Si va al Parlamento, quizá lo que necesitemos es a alguien dentro del recinto. Tiene que moverse por el edificio. Si pudiéramos conocer su agenda, entonces…

—Lo intentaré, milady —suspiró Neufsteiler—, pero las probabilidades son escasas. Sabe que usted intenta darle caza y él cuenta además con la ventaja de estar siempre en el planeta. ¿Cómo lograr conocer su agenda con el tiempo suficiente como para ponerla sobre aviso y salir a tiempo de la estación espacial? —Negó con la cabeza y después volvíó a suspirar—. Bueno, ya hemos gastado más de ochenta mil dólares manticorianos diarios; unos cuantos agentes más no incrementarán demasiado la factura.

—Bien hecho. En ese caso, creo que…

—¡Al suelo!

Una mano como una garra de acero se aferró al hombro de Honor y sus ojos se abrieron como platos cuando LaFollet la tiró hacia atrás. Su silla voló por la plataforma y cayó en el suelo del atrio, pero LaFollet ya la estaba lanzando debajo de la mesa. Jamás se imaginó que pudiera tener tal fuerza y Honor gruñó cuando su peso le cayó encima.

Nimitz había salido disparado de su regazo antes de que LaFollet la agarrara, alertado por las repentinas emociones del hombre de armas. Honor había escuchado el sonido desgarrado de su grito de guerra cuando Nimitz impactó contra el suelo. Percibió a través de su vínculo una rabia desbordada y Honor se las apañó para llegar hasta él y agarrarlo antes de que pudiera lanzarse a atacar a quienquiera que lo amenazara.

Hizo bien, porque mientras su mente todavía seguía intentando asimilar lo que estaba ocurriendo, escuchó de repente el silbido de un fusil de pulsos. Los dardos explosivos se abrieron paso por las escaleras que los camareros habían usado, las escaleras que Nimitz habría usado hasta estallar en el borde de la plataforma del restaurante y Neufsteiler gritó cuando una esquirla le alcanzó en la espalda. En un instante Candless estaba allí, alejando a su gestor financiero de la línea de fuego con una mano mientras con la otra blandía un fusil de pulsos. Hizo un amago de ponerse en pie mientras intentaba controlar a su ramafelino, que gruñía y bufaba, pero LaFollet la tiró al suelo de un codazo y gruñó una maldición justo en el instante en que iba a incorporarse. Honor vio las estrellas cuando el peso de LaFollet cayó sobre sus espaldas. El sonido de los dardos silbó en sus oídos cuando por fin comenzaron los gritos de los clientes.

Volvió la cabeza. El peso de LaFollet le oprimía tanto que le costaba respirar. Vio cómo los sólidos dardos del mayor atravesaban un cuerpo humano y dejaban un reguero de sangre tras de sí. Un fusil de pulsos recortado voló por los aires cuando el objetivo de LaFollet se desplomó, pero alguien seguía disparando. Un cuerpo cayó junto a ella. LaFollet le echó a un lado y se puso sobre una rodilla. Sus ojos grisáceos no mostraron piedad alguna cuando se colocó el cañón de su fúsil por encima del antebrazo y abatió a otra víctima. Candless abatió a un tercero, después a un cuarto y, de repente, el tiroteo había terminado y solo quedaba el caos de la gente que, presa del pánico, se dirigía en estampida hacia las salidas.

—¡Mierda! —LaFollet se puso en pie. Su fusil serpenteaba como una culebra mientras intentaba en vano apuntara otro objetivo. Honor se puso de rodillas y este ni siquiera la miró—. ¡No se levante, milady! Había al menos dos más. Creo que están aprovechando la confusión para mezclarse entre la gente y salir de aquí, pero si vuelven a intentar disparar…

Volvió a echarse al suelo sin soltar a Nimitz. Pero la furia del felino desapareció cuando fue consciente de que Honor estaba a salvo, lo soltó con cautela y él se volvió para ver cómo se encontraba Honor y después se subió a la mesa, donde permaneció agazapado; todavía seguía bufando y permanecía en guardia, listo para atacar, pero esta vez bajo control.

Honor respiró aliviada y se volvió rápidamente para ir a gatas hasta el hombre de armas Howard. El rostro del joven estaba pálido. Estaba intentado taponar la sangre que salía a borbotones de su muslo, pero seguía con la pistola en alto, listo para disparar a pesar de tener los ojos vidriados. Honor notó que empezaba a temblar, pero su mente estaba sorprendentemente despejada. Se quitó el cinturón y lo ató por encima de la herida de su muslo. Debía de haber sido otra esquirla, no un impacto directo, pensó sin emoción alguna, pues su pierna seguía ahí y Howard soltó un grito ahogado cuando ella le apretó el torniquete. Después suspiró y se desplomó de lado, pero la hemorragia se había cortado. Honor cogió su fusil de pulsos y fue arrastrándose hasta Neufsteiler.

El economista estaba gimiendo de dolor. Algo parecido a un tocón de madera sobresalía de su hombro derecho como una flecha pequeña y gruesa. Honor le sujetó la cabeza y le dio la vuelta para poder verle los ojos. Suspiró aliviada. Su mirada estaba llena de terror y dolor, pero no estaba sufriendo una conmoción. Le acarició la mejilla.

—Aguanta, Willard. La ayuda está de camino —murmuró y alzó la vista cuando LaFollet bajó por fin su fusil. El hombre de armas escudriñó la matanza en que se había tornado el lugar que minutos antes había sido un agradable restaurante y respiró tembloroso.

—Creo que lo hemos logrado, milady. —Se arrodilló al lado de Howard, comprobó el torniquete de Honor y le tomó el pulso—. Ha hecho un buen trabajo con el cinturón, milady. Sin él, podríamos haberlo perdido.

—Y habría sido culpa mía —dijo Honor. LaFollet se volvió y la miro directamente a los ojos—. Debería haberle escuchado.

—Bueno, para serle totalmente sincero, yo tampoco pensé que fuera a intentar algo tan osado —dijo LaFollet y Honor asintió. Ninguno de los dos había dudado un instante acerca de la autoría de ese ataque—. Tan solo estaba siendo prudente y, en lo que a eso respecta, usted tenía razón, milady. No podían haber estado esperando por nosotros, pues lo habrían intentado antes. De hecho, lo que me llamó la atención de ellos es que habían entrado juntos y la forma en que escudriñaban a la multitud. —El mayor negó con la cabeza—. Debía de tenerlos en estado de alerta, esperando a que alguien les dijera dónde podían encontrarla. Tuvimos suerte, milady.

—No, mayor. Yo tuve suerte; usted estuvo bien. Todos ustedes estuvieron muy bien. Recuérdeme que piense en un aumento para todos cuando Willard se recupere.

Los ojos de LaFollet se entrecerraron al percibir el humor en su voz. No era mucho, pero era más de lo que la mayoría de la gente habría sido capaz de hacer en su situación. LaFollet la señaló con el dedo índice.

—No se preocupe por eso, milady. De acuerdo con los estándares graysonianos, ya somos indecorosamente ricos. Pero, la próxima vez que le dé un consejo, prométame que al menos dedicará unos minutos a meditar si puedo tener razón o no.

—A la orden, señor —dijo, y se puso en pie, las rodillas manchadas con la sangre de Howard, cuando los primeros agentes de policía entraron con las armas desenfundadas en lo que quedaba del restaurante.