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El conde de Hollow del Norte se desplomó con el rostro totalmente pálido sobre su sillón mientras sostenía un vaso de güisqui terrestre. En la lujosa suite, los altavoces ocultos reproducían una débil música de fondo, pero el conde era incapaz de escuchar nada aparte del ruido sordo de su aterrado corazón.

¡Dios! ¡Dios! ¡¿Qué iba a hacer ahora?! Dio un trago al carísimo güisqui, que fue abrasándole la garganta como la lava de un volcán hasta llegar a su estómago y explotar. Cerró los ojos y se pasó el vaso frío por su frente sudorosa.

No podía creerse lo mal que habían salido las cosas. Ese traidor bastardo de Tankersley había caído exactamente como lo había planeado y Young se había regocijado de su triunfo sobre la zorra. En aquella ocasión había logrado hacerle daño. Oh, sí, le había hecho daño y él lo había saboreado como si de un buen vino se tratara. Se había enterado del momento en que el Agni había partido para llevarle la noticia de la muerte de Paul y se había invitado a sí mismo a una cena en Cosmos y a una noche de celebraciones con Georgia el día en que había calculado que ella se enteraría de lo que había ocurrido. Después, se había sentado a esperar expectante su vuelta.

Pero ella había vuelto y el desastre había comenzado.

¿Cómo? ¿Cómo había adivinado la zorra que había sido Summervale? Incluso los medios hostiles al conde de Hollow del Norte habían tratado con un cuidado insólito esa parte de su contacto inicial con el asesino (quizá porque no quisieran que la zorra los usara contra él, pero probablemente por la indemnización monumental por daños y perjuicios a la que un tribunal podría condenarlos por injuriar a un noble). Aun así, sus acusaciones contra él se habían filtrado y cuando llegaron a los oídos del conde de Hollow del Norte, este se vilipendio a sí mismo con todas las maldiciones posibles por persona con ese torpe incompetente.

Alguien tenía que haberlos visto. Alguien tenía que saberlo y había dado, o vendido, esa información a la zorra o a uno de los lameculos de sus amigos. Sabía que podía resultar peligroso, pero Georgia le había asegurado que Summervale era el mejor y lo cierto era que sus antecedentes parecían respaldar tal afirmación. Si querías al mejor, tenías que jugar de acuerdo con sus reglas, incluso aunque esto comportara ciertos riesgos. Eso es lo que se había dicho a sí mismo cuando Summervale exigió encontrarse con él cara a cara para cerrar el trato, y él lo había hecho.

Maldita sea. ¡Maldita sea! Estaba seguro de que alguien los había visto y había susurrado las nuevas a los oídos de Harrington, pero las cosas parecían ser aún peores, y su cuerpo se estremeció solo de pensarlo.

Había visto el duelo. Se había lamentado de que los periodistas no hubiesen sido capaces de llegar hasta Honor antes, pues estaba deseando ver su rostro y saborear su dolor. Ese comportamiento esquivo había sido el último ingrediente que necesitaban los medios para desatar un huracán de especulaciones e insinuaciones. Habían exprimido hasta la saciedad el tópico de la mujer enamorada que clama venganza, convirtiéndola en una especie de heroína trágica mientras ella se preparaba para ir contra el aterrador duelista que había matado al hombre que amaba. El conde de Hollow del Norte no había podido contener la risa ante aquella cobertura lacrimógena, pues esas paparruchas emocionales de los medios habían sido un pretexto que les había ayudado a allanar el camino para estar presentes a la hora de la verdad. Habían desplazado equipos al lugar del duelo para su retransmisión en directo y el conde se había recostado en su sillón con una copa de brandi para contemplar la destrucción de Honor Harrington a todo color.

Pero las cosas no habían salido así y el conde se estremeció al volver a recordar lo ocurrido. Summervale se había contorsionado como una serpiente mientras la zorra parecía no haberse movido siquiera. Había permanecido en su sitio con la mirada fija en su asesino y después había disparado antes de que la pistola de Summervale llegara a colocarse en posición.

Al conde de Hollow del Norte se le había desencajado la mandíbula y su rostro se había vuelto mortecino cuando vio a Summervale tambalearse. Todo había pasado a una velocidad pasmosa y, sin embargo, parecía como si el tiempo se hubiese ralentizado. Había oído cada disparo, uno por uno; cada explosión. Había visto a su costosísimo asesino tambalearse como una marioneta cada vez que una bala impactaba en su cuerpo y casi se le habían salido los ojos de las órbitas cuando la cabeza de Summervale estalló en mil pedazos con el último disparo.

Era imposible. No podía haber ocurrido. ¡Harrington era una oficial de la Armada, por Dios santo! ¿Dónde demonios había aprendido a disparar así?

Aquella cuestión le había reconcomido por dentro hasta que uno de los medios informativos había repetido toda la secuencia, incluso la parte en que los médicos acudían para intentar evitar lo inevitable y había visto en ella algo que había reemplazado ese asombro por terror. Una de las cámaras enfocó a Harrington desde tan cerca que su rostro llenó todo el tanque holográfico, y el conde de Hollow del Norte había visto su expresión. Había visto un gélido autocontrol peor que el odio más descarnado; una determinación implacable desprovista de toda emoción y entonces supo que estaba mirando el rostro de la mismísima muerte.

Había permanecido sentado allí, temblando, intentando entender lo que había ocurrido, hasta que los periodistas irrumpieron en el campo como aves carroñeras. Se habían arremolinado a su alrededor, a pesar de los esfuerzos de la policía y de sus putos guardaespaldas, y ella había devuelto la pistola al coronel de la Armada que estaba a su lado y había mirado directamente a las cámaras y alzado la mano como si fuera poco menos que una maldita reina.

El murmullo de los periodistas se había transformado en un silencio sepulcral y había sido como si sus ojos traspasaran la cámara, mirando directamente en su alma, y su voz había sonado tan fría y grave como aquellos ojos de helio líquido.

—No voy a responder a ninguna pregunta, damas y caballeros —dijo—, pero sí tengo un breve comunicado que hacerles.

Algún periodista había intentado formularle otra pregunta a gritos, pero incluso sus propios compañeros le habían hecho callar, y entonces fue cuando ella lo dijo.

—Denver Summervale asesinó a alguien a quien yo amaba. Lo que ha ocurrido hoy no hará que Paul Tankersley vuelva. Eso lo sé. Nada podrá devolvérmelo, pero puedo exigir justicia al hombre que lo asesinó.

La cámara que enfocaba su rostro había parpadeado, y la confusión parecía haberse apoderado de los periodistas.

—Pero, lady Harrington —había dicho alguien al final—, el capitán Tankersley murió en un duelo y usted acaba…

—Sé cómo murió —le había interrumpido Honor—. Pero Summervale fue contratado, pagado, para matarlo.

Alguien había siseado algo, sorprendido. Otro de los periodistas había murmurado un juramento apagado al recordar los rumores del intercambio inicial entre Harrington y Summervale y el conde de Hollow del Norte había oído su propio lamento de terror suspendido en el silencio de su lujosa suite.

—Acuso —había dicho— al conde de Hollow del Norte de haber contratado a Denver Summervale no solo para matar a Paul Tankersley, sino también a mí. —Se había echado a reír y esa sonrisa había hecho que al conde se le helara la sangre—. Tan pronto como me sea posible, acusaré al conde en persona. Buenos días damas y caballeros.

* * *

El duque de Cromarty gimió mientras veía de nuevo aquel telediario espantoso. ¡Justo cuando pensaba que las cosas iban volviendo a la normalidad, tenía que ocurrir esto! Su centralita ya estaba inundada de llamadas de los líderes de la oposición; llamadas en las que le exigían furiosamente que hiciera algo con las acusaciones calumniosas de la capitana Harrington, pero no había nada que él pudiera hacer. ¡Esa mujer estaba loca! ¿Acaso no sabía lo que ocurriría si acusaba a un noble del reino de haber contratado a un asesino a sueldo?

Apagó el HD y hundió el rostro entre sus manos. No podía sentir ninguna lástima por Denver. Ni siquiera lo deseaba. Si alguien se merecía morir ese era Denver, y una parte del duque se sentía aliviada de que se hubiera marchado finalmente, pero que alguien (si bien caído en desgracia) de la familia del primer ministro se encontrara en medio de algo así era un golpe muy duro para el Gobierno.

Se estremeció al pensar en cómo podría usarlo la oposición una vez fuera consciente del arma que tenía entre sus manos, pero ¿cómo reaccionaría el conde de Hollow del Norte? Aquel hombre era fundamentalmente estúpido, pero aun así era una persona astuta, y siempre tiraba a matar. Los Young no eran más que unos maleantes ricos de buena familia, pero, sin embargo, habían adquirido una habilidad irrefutable para utilizar su poder. Pavel Young era menos inteligente (y más arrogante si cabe, por mucho que costara creerlo) que su padre, pero era una persona muy ambiciosa. Se había lanzado al juego de las estratagemas y ardides con el coraje que da la ignorancia invencible y la falta de principios, sin ataduras entorpecedoras y, hasta la fecha, sus más bajos instintos le habían sido de gran utilidad. Había dejado estupefactos a estrategas políticos bastante más astutos y experimentados que el por la forma en que se había erigido en la Cámara de los Lores como la voz de la razón, dispuesto a pasar por alto la forma en que el Gobierno había permitido que la Armada lo vilipendiara para lograr que el reino se repusiera de esta etapa de crisis. Cromarty no tenía ninguna duda de que aquella ambición sería su perdición, pero hasta la fecha le había venido de perlas, y eso solo emporaba aún más las cosas.

El duque se puso derecho en su asiento. En la situación del conde de Hollow del Norte lo lógico sería que presentara una demanda por calumnias, puesto que la legislación prohibía los duelos entre las partes de cualquier litigio. Pero ¿y si no podía demandarla? ¿Y si Harrington estaba en lo cierto? ¿Y si Young había contratado a Denver y Harrington disponía de pruebas que lo demostraran?

Cromarty frunció el ceño y se frotó las manos lentamente. Si ese fuera el caso, y el conde era más que capaz de hacer aquello, entonces no se atrevería a interponer un recurso en los tribunales, lo único que tendría que hacer Harrington era presentar sus pruebas para refutar la acusación de injurias y difamación y el conde de Hollow del Norte podría irse despidiendo de su poder político para siempre.

Pero si no presentaba una demanda, ¿qué más podía hacer? La amenaza de Harrington iba muy en serio y la eficiencia brutal y asombrosa con que había derribado a Denver era una prueba aterradora de que la llevaría a buen término. Que la haría realidad en el mismo instante en que se acercara lo suficiente al conde de Hollow del Norte como para retarlo.

¿Era posible que el conde rechazara batirse en duelo? Cromarty se mordió el labio intentando anticiparse a los imponderables. El conde de Hollow del Norte era un cobarde, pero ¿eso le llevaría a rechazar el duelo? Dar muestra de su cobardía delante de todo el reino sería tan perjudicial para cualquier carrera política como que se demostrara que era un asesino, pero el conde podía creer que si se enfrentaba a ella (y sobrevivía a la experiencia), también podría sobrevivir a ese escándalo. Los medios afines a la oposición respaldarían sus esfuerzos para dejar todo eso atrás; tenían que hacerlo, pues ellos se verían igualmente salpicados si el escándalo acababa con el conde.

Pero no sobreviviría. Pensar en esa posibilidad después de ver como Harrington había acabado con Denver resultaba ridículo; además la forma en que lo había hecho había sido espeluznante. Eso no había sido un duelo, sino una ejecución en toda regla. Denver había estado totalmente fuera de lugar sin haber sido siquiera consciente de ello. Harrington le había disparado tantas veces no porque tuviera hacerlo, sino porque deseaba hacerlo.

Y, si lograba llevar a Pavel a un campo para batirse en duelo, le haría exactamente lo mismo.

El duque de Cromarty no recordaba la última vez que había sentido miedo físico de alguien, pero Honor Harrington le aterraba. Dudaba mucho de que alguien que hubiese visto los chips de grabación pudiera olvidar alguna vez su expresión, su inexpresión, mientras abatía Denver a disparos y si una oficial de la reina acababa con un noble de la misma forma…

El duque se estremeció. Después tomó aire y se volvió hacia su intercomunicador. Solo había una persona que podía evitar ese desastre. Marcó su código en el terminal y esperó a que el recepcionista de librea respondiera.

—Palacio de Mount Royal. ¿En qué puedo…? Oh, buenas tardes excelencia.

—Buenas tardes, Kevin. Necesito hablar con su majestad.

—Un momento, excelencia. —El recepcionista comprobó el orden del día almacenado en su base de datos y después frunció el ceño—. Lo lamento, excelencia, pero está reunida con el embajador de Zanzíbar.

—Comprendo. —Cromarty se recostó sobre su asiento y apoyó sus dedos bajo la barbilla pensativo—. ¿Cuándo estará disponible? —preguntó instantes después.

—Pues me temo que va a tardar, excelencia —dijo el recepcionista y después se calló cuando vio la expresión del duque. Isabel III no recibía comunicaciones de idiotas en su línea privada—. Disculpe, excelencia, ¿se trata de una emergencia?

—No lo sé —dijo Cromarty, y esbozó una sonrisa gélida, sorprendido por admitir su duda. Pero esta duda se fue tan pronto como había llegado y apoyó las manos sobre el escritorio—. Por lo menos tiene todas las papeletas para convertirse en una. Creo… —volvió a callarse y después asintió—. Interrúmpala, Kevin. Dígale que debo hablar con ella lo antes posible.

—De acuerdo, excelencia. No corte la comunicación.

—Gracias.

El recepcionista asintió y desapareció. Su imagen fue sustituida por el escudo de armas del Reino Estelar y el duque de Cromarty tamborileó nerviosamente los dedos sobre el escritorio. Algunos primeros ministros se habían hecho tremendamente cargantes para sus monarcas por importunarles con cosas que podían esperar. Cromarty lo sabía y el hecho de que él hubiese tomado por costumbre no interrumpir a su Reina a menos que fuera absolutamente necesario no era un factor intrascendente en su estrecha relación de trabajo. Aquello también significaba que la reina Isabel normalmente aceptaba sus llamadas con premura, y respiró aliviado cuando su rostro hizo aparición en la pantalla apenas transcurridos cinco minutos.

—Allen —dijo sin más preámbulos.

—Señora…

—Espero que sea realmente importante. Allen. El embajador está nervioso ante la perspectiva de que nuestros nuevos despliegues nos obliguen a retirar los escuadrones de Zanzíbar. Nos está costando tranquilizarlo más de lo que nos esperábamos.

—Lo siento, majestad, pero creo que tenemos un problema.

—¿Que tipo de «problema»? —La voz de la reina se endureció y entrecerró los ojos—. ¡Sabe que odio escuchar esa palabra de su boca, Allen!

—Lo siento, majestad, pero me temo que es bastante acertada. ¿Ha visto las noticias en las últimas horas?

—No. He estado ocupada con el embajador. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Lady Harrington ha matado a mi primo Denver. —La reina abrió los ojos como platos y Cromarty negó con la cabeza—. No estoy apenado. Lo estoy, pero no porque lo haya matado. Señora, usted sabe bien todo el mal que ha hecho durante años a mi familia y el sádico placer que le produjo hacerlo.

—Si, lo sé. —La voz de Isabel parecía tranquila. Se mordió el labio inferior—. Sabía que iban a batirse en duelo, por supuesto. Me imagino que todos en el reino lo sabían. Y, dado lo que me acaba de decir, no tendré ningún reparo en decirle que me siento tan aliviada como sorprendida de que Harrington haya ganado.

—Me temo que esta vez malgastamos nuestra preocupación en el lado equivocado, su majestad —dijo Cromarty con rotundidad—. Le disparó cuatro veces antes de que cayera y después colocó una bala justo en medio de su cabeza.

Los ojos de la reina estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. Frunció los labios en silencio.

—Ese, sin embargo, es el menor de nuestros problemas —prosiguió el duque—. Los medios acudieron allí en masa. Han emitido todos y cada uno de los momentos sangrientos del duelo en todos los canales del sistema y también han difundido el comunicado de lady Harrington.

—¿Comunicado? —La reina parecía perpleja. Cromarty asintió.

—Si, majestad, su comunicado. Ha acusado formalmente al conde de Hollow del Norte de pagar a Denver para matar a Tankersley… y a ella.

—¡Dios mío! —susurró Isabel y el duque sintió una especie de satisfacción masoquista al observar el impacto que sus palabras habían causado a la reina. Observó cómo entrecerraba los ojos y esperaba pacientemente a que las piezas fueran encajando. Tardo menos de treinta segundos en repasar todas las posibles permutaciones que el duque ya había considerado y lo miró fijamente a través de la pantalla.

—¿El conde lo hizo? —preguntó. El duque se encogió de hombros.

—No tengo pruebas que afirmen ni una cosa ni la otra, majestad. Es más que posible, y dudo mucho que lady Harrington lo acusara a menos que tuviera alguna prueba que respaldara su acusación.

Isabel asintió y se frotó el pómulo con el nudillo.

—Si tiene pruebas, Harrington actuará. —Quizá estuviera hablando para sí misma, pero sus ojos no se desviaron en ningún momento de los del primer ministro—. Lo cierto es que ella jamás se lo habría dicho a los medios a menos que tuviera planeado matarlo. —Asintió para sí misma y su voz se endureció—. ¿Cómo de graves serán las consecuencias si lo hace?

—Graves, majestad. Posiblemente muy graves. Si lo mata de la misma forma que hizo con Denver, las consecuencias podrían ser desastrosas. —El primer ministro se estremeció—. Todavía no ha visto las imágenes, majestad. Ojalá yo no las hubiera visto. Si acaba con el conde de Hollow del Norte de la misma forma, la oposición se volverá loca. Podemos encontrarnos ante una crisis todavía peor que la de la declaración de guerra.

—¿Control de daños? —preguntó la reina.

—Es difícil de establecer, pero quizá no imposible. Probablemente perdamos a la Asociación Conservadora, independientemente de lo que ocurra, pero tenemos el apoyo de suficientes Progresistas como para contrarrestarlo y, al menos por ahora, los Hombres Nuevos están en nuestro bando. Es casi seguro que los Liberales se unan a los Conservadores a la hora de pedir la cabeza de Harrington.

—Incluso sí se la diéramos, probablemente volverían a pasarse a la oposición. Si no se la damos, los Progresistas también se irán con ellos. Incluso en el mejor de los casos, esto, nos hará muchísimo su majestad.

—¿Pero su mayoría sobrevivirá?

—Si les damos a Harrington sí, majestad. O al menos creo que así será. No puedo estar seguro. Llegados a este punto, no puedo ni siquiera imaginarme cómo reaccionarán los Comunes, pues Harrington ha sido como una especie de santa patrona para ellos desde lo de Basilisco, pero ante algo así…

Se encogió de hombros y la reina frunció el ceño. El duque dejó que la reina lo meditase unos instantes y después se aclaró la voz.

—Solo veo una solución óptima, su majestad —dijo.

—¿De veras? —La reina soltó una risa ahogada totalmente carente de humor—. ¡No acierto a ver nada óptimo en todo esto, Allen!

—Tengo conocimiento de que el conde de Haven Albo ya ha ordenado a lady Harrington que no rete en duelo al conde de Hollow del Norte —comenzó el duque— y…

—¡Ordenado! —El rostro de la reina se endureció y un fuego peligroso comenzó a crepitar en sus ojos—. ¿Que le ha ordenado que no lo retara?

—Sí, majestad, el conde…

—¡Lo que ha hecho el conde es violar el código de justicia militar, eso es lo que ha hecho! —le espetó la reina—. ¡Si el conde de Hollow del Norte fuera todavía un oficial en servicio habría estado en su derecho a hacerlo, pero él no tiene nada que decir en este caso! Estaría totalmente justificado que lady Honor presentara cargos contra él.

—Soy consciente de ello, majestad. —Cromarty se dio cuenta de que estaba sudando y se contuvo para no secarse la frente. Podía reconocer aquellas señales inequívocas, y una Isabel III enfadada no era algo a lo que le apeteciera enfrentarse—. Creo —prosiguió cuidadosamente— que le preocupaban las consecuencias que esto podría tener para la carrera de Harrington. Y, si bien sin duda se ha excedido en su autoridad, su preocupación estaba plenamente justificada.

—Y Hamish Alexander siempre ha estado dispuesto a hacer caso omiso de las reglas cuando creía llevar la razón —añadió la reina categórica.

—Bueno, sí, majestad. Pero por lo general tiene razón y no creo, en este caso, que nosotros…

—¡Oh, deje de defenderlo, Allen! —La reina se quedo meditabunda durante un largo minuto y después se encogió de hombros—. No me gusta y puede decírselo de mi parte, pero probablemente tenga razón. No es asunto mío a menos que lady Honor decida presentar cargos.

—Sí, majestad. —Cromarty logró esconder su alivio y se inclino sobre su intercomunicador—. Pero la cuestión que iba a recalcar es que él sí tenía razón, tanto respecto a la repercusión que eso tendría en su carrera como a las consecuencias políticas. —La reina Isabel asintió a regañadientes y el duque puso la expresión más persuasiva de que fue capaz—. Dado que tenía razón, y dado que lady Honor no tiene intención alguna de aceptar sus argumentos ni sus órdenes, pensé que quizá…

—No siga por ahí. —Los ojos de la reina volvieron a brillar con dureza—. Si va a sugerir que le ordene que no lo haga, puede irse olvidando.

—Pero, majestad, las consecuencias…

—He dicho que no lo haré, Allen.

—Pero quizá si simplemente hablara con ella, majestad. Si le explicara la situación y le pidiera que no…

—No. —La palabra salió de su boca categóricamente y Cromarty dejó de hablar. Conocía ese tono. La reina lo miró un instante con una dureza que jamás había visto en sus ojos, pero después su rostro se suavizó y se tornó en una extraña expresión, una casi de vergüenza.

—No voy a presionarla, Allen. —La voz de la reina se tornó muy suave—. No puedo. Si le pidiera a Harrington que no lo retara probablemente no lo haría, y eso sería totalmente injusto para ella. Si hubiéramos hecho nuestro trabajo cuando tuvimos que hacerlo, el conde de Hollow del Norte habría sido condenado por cobardía. No lo habríamos expulsado del ejército, Allen; lo habríamos fusilado y nada de esto habría pasado.

—Sabe por qué no pudimos hacerlo, majestad —dijo cauteloso Cromarty.

—Sí, lo sé, y eso no hace que me sienta mejor. Le fallamos, Allen. Ya le ha costado perder al hombre que amaba y es culpa nuestra. Dios mío, si este reino debe justicia a alguno de sus súbditos, es a ella sin ninguna duda y no se la hemos dado. —Negó con la cabeza—. No, Allen. Sí esta es la única forma en que lady Honor puede terminar el trabajo que nosotros deberíamos haber hecho, no seré yo quien la pare.

—Por favor, majestad. Si no para evitar las consecuencias política piense al menos en el efecto que tendrá para ella. No habrá forma alguna de que podamos protegerla. Perderá su carrera y nosotros perderemos a uno de nuestros jóvenes capitanes más sobresalientes.

—¿Cree que lady Honor no lo sabe? —le preguntó la reina. Sus ojos exigían la verdad y el duque de Cromarty asintió en silencio—. Yo también lo creo. Y si ella sabe el precio que tendría que pagar y está dispuesto a pagarlo, no seré yo quien le diga que no puede hacerlo. Ni tampoco usted, Allen Summervale. Le prohíbo que la presione y dígale al conde de Haven Albo que lo mismo va por él.