26
La lanzadera aterrizó en el Campo Capital, las principales instalaciones terrestres-espaciales de la ciudad de Aterrizaje. Los cien metros de aguja de granito pulido que conmemoraban el aterrizaje de la primera lanzadera de colonos de la nave sublumínica Jasón se alzaban cerca del lugar donde se encontraban, centelleando con los reflejos rojo sangre del sol naciente, pero Honor tenía otras cosas en qué pensar.
Se levantó de su asiento. No había nada en su interior salvo calma. Toda emoción humana había sido apartada, solo permanecía la quietud mientras se dirigía hacia la escotilla y salía a la mañana cálida y tranquila. Andrew LaFollet, James Candless y Tomás Ramírez iban tras ella; se dirigieron al coche terrestre que los esperaba.
Era extraño. Nada parecía demasiado real, nada parecía afectarla directamente y, sin embargo, todo a su alrededor parecía prodigiosamente nítido y claro. Se abrió paso a través del silencio, alejada y a la vez inmersa en él, y su rostro se mostró sereno cuando LaFollet le abrió la puerta del coche terrestre.
Su propósito objetivo e imparcial le iba a salir muy caro aunque eso no lo haría menos anhelado. La confrontación con el almirante de Haven Albo la había conmocionado más de lo que se atrevía a admitir, incluso en su fuero interno. Su violenta insistencia le había dejado atónita, pero no había logrado su propósito. No podía darle lo que quería y eso le había enfurecido. Había intentado explicárselo, pero él se había limitado a repetir su orden y había cortado la comunicación dejándola con la palabra en la boca ante una pantalla en blanco.
La crueldad de su ira la había afectado mucho. Necesitaba confianza y estar centrada; lo último que necesitaba ahora que estaba a punto de librar una batalla por su vida era una discusión personal con un oficial al que respetaba tanto. ¿Por qué no podía entender que era algo que tenía que hacer? ¿Cómo podía gritarle esas órdenes, órdenes ilegales, que sabía que le iban a afectar en un momento como este?
No sabía por qué. Solo sabía que le había hecho daño y que había tardado horas en recobrar su férrea y afilada determinación. Lamentaba la brecha que se había abierto entre ellos, pero no podía dejar que… la desviara de su objetivo. Si el almirante de Haven Albo no podía o no quería entenderlo, no había nada que ella pudiera hacer.
Se movió en el asiento del coche y sintió la ligereza de su hombro izquierdo y una punzada más profunda penetró en su indiferencia antes de que pudiera desterrarlo. Nimitz no había querido quedarse con MacGuiness. Por primera vez que recordara, se había enfrentado a su decisión. Es más, había bufado a Honor y le había enseñado las garras mientras sentía el odio bullir a través de su vínculo, pero no dio su brazo a torcer. No podía estar con ella en el campo, pues no dudaba de lo que haría si le dejaba ir y lo peor ocurriera. Era muy rápido e iba bien armado, pero era probable que Denver Summervale hubiese investigado acerca de los ramafelinos cuando planeó su campaña despiadada; sabría tan bien como ella cómo podría reaccionar Nimitz y era poco probable que el cargador de su pistola fuese a estar vacío cuando ella cayera.
Suspiró y levantó una mano para tocar el hombro acolchado en el que debería estar y cerró los ojos para concentrarse en lo venidero.
* * *
Tomás Ramírez se sentó en el trasportín situado enfrente de la capitana. La caja de pistolas le pesaba sobre su regazo y deseó sentirse tan tranquilo como ella parecía. Pero era la segunda vez que hacía ese viaje en menos de un mes y las náuseas le revolvieron el estómago cuando recordó la última vez.
Al menos la capitana sabía lo que se hacía, se dijo a sí mismo. Paul había estado menos concentrado, como si se sintiera desbordado por los acontecimientos… o porque tenía menos instinto asesino que la capitana. Ramírez la había visto en acción. No tenía duda alguna de su determinación; era su destreza lo que cuestionaba, porque Denver Summervale había matado a más de cincuenta personas en campos así.
Volvió la cabeza y observó a los hombres de armas graysonianos que la flanqueaban. Candless hacía grandes esfuerzos por ocultar su preocupación, pero LaFollet parecía tan tranquilo como la propia capitana. Una parte de Ramírez odiaba al mayor por ello casi tanto como le envidiaba, pero se zafó de ese pensamiento y se obligó a recordar lo que LaFollet le había dicho cuando le expresó su preocupación.
—No sé nada sobre duelos, coronel —le había dicho el hombre de armas—. La legislación graysoniana no los permite. Pero he visto a la gobernadora en la galería de tiro.
—¡En la galería de tiro! —había bramado Ramírez golpeando con los puños en la mesa que estaba entre ellos—. Esto no va ser un entrenamiento de prueba, mayor, y la capitana es una oficial de la Armada, no un marine. La Armada no adiestra a su gente con armas pequeñas, ni siquiera con fusiles de pulsos, de la forma en que lo hace el Ejército. ¡Summervale sabe lo que se hace y es un muy buen tirador con esas malditas antiguallas!
—Supongo que por «antiguallas» se está refiriendo a pistolas, ¿verdad? —había preguntado LaFollet y Ramírez había asentido con un gruñido para, a continuación, parpadear cuando LaFollet se había echado a reír—. No puedo hablar de la destreza de Summervale, coronel, pero créame, no puede ser mejor con ellas que lady Harrington. Lo sé.
—¿Cómo puede estar tan seguro de ello? —le había preguntado Ramírez.
—Experiencia, señor. Lo que usted llama antiguallas habrían sido hace dos años armas de primera línea en la seguridad de palacio. No disponíamos de la base tecnológica para construir impulsores gravitacionales lo suficientemente pequeños como para que los fusiles de pulsos fueran viables.
Ramírez había fruncido el ceño, deseando creer a ese hombre más joven que él que le estaba diciendo que sabía de lo que hablaba, pero casi le daba miedo permitirse esa esperanza.
—¿Es tan buena? —le había preguntado. LaFollet había asentido con la cabeza.
—Fui instructor de armas durante mis últimos dos años en seguridad de palacio, coronel. Sé reconocer a un tirador nato y lady Honor es uno de ellos. —Ahora había sido su turno de fruncir el ceño y se pasó la mano por el pelo—. Tengo que admitir que yo tampoco me esperaba que fuese a ser tan buena con algo tan antiguo, pero lo hablé con la capitana Henke y me dijo algo que se me quedó grabado. Dijo que la gobernadora siempre había puntuado muy alto en cinestesia, algo que la Armada busca en sus oficiales. No había oído hablar de ese término antes, pero creo que se trata de lo que usted o yo podríamos llamar conciencia situacional. Siempre sabe dónde está y dónde están las demás cosas con relación a ella. —Se encogió de hombros—. Confíe en mí. Cualquier disparo que salga de su pistola irá exactamente a donde ella quiera que vaya.
—Si es que ella no recibe uno antes —había murmurado Ramírez a la vez que pegaba un puñetazo en la mesa—. Dios, sé que es rápida. Sus reflejos son al menos tan buenos como los míos y los míos son mejores que los de casi todos los manticorianos que he conocido. Aunque tendría que ver a Summervale para creer lo rápido que es y, además, él ya ha estado aquí antes. —Había negado con la cabeza, odiándose a sí mismo por dudar de la capitana, pero incapaz de contenerse—. No lo sé, mayor. No lo sé —había suspirado.
Alejó la mirada del oficial graysoniano y miró por la ventanilla mientras rezaba para que la confianza de LaFollet estuviera justificada.
* * *
El coche terrestre aminoró la velocidad y Honor abrió los ojos cuando el vehículo entró por la puerta del muro de piedra cubierto de enredaderas y se detuvo con un chirrido en el camino de gravilla. El sol se situaba por encima de la línea del horizonte; el color rojo sangre iba desvaneciéndose para dar paso al blanco y al dorado, y la alfombra esmeralda de hierba terrestre recién cortada brillaba con el rocío de la mañana como polvo de diamantes.
LaFollet salió del coche y ella lo siguió. Sus fosas nasales inhalaron el olor de las cosas vivas que crecían a su alrededor y un hombre de cabellos marrones y de complexión fornida salió a su encuentro Llevaba el sencillo uniforme gris de la Policía de la ciudad de Aterrizaje con un brazalete negro y un fusil de pulsos militar. Le hizo una reverencia.
—Buenos días, lady Harrington. Soy el teniente Castellano, DPCA[17]. Seré el juez en el duelo de esta mañana.
—Teniente. —Honor le respondió con otra reverencia y vislumbró algo parecido a la vergüenza en los ojos del teniente cuando ella se cuadró.
—Milady, lamento esto. —El disgusto hizo que su voz sonara más grave y señaló al público allí congregado—. Es indecente, pero, legalmente, no puedo prohibirles la entrada.
—¿Los medios? —preguntó Honor.
—Sí, milady. Han acudido en masa, y… esa gente de ahí arriba,… —Señaló indignado a un grupo más pequeño que se encontraba encima de una colina al final del campo—. Tienen teleobjetivos y micrófonos para captar todas y cada una de sus palabras. Están haciendo un circo de todo esto, milady.
—Comprendo. —Honor escudriñó al público unos instantes con sus sombríos ojos marrones y después tocó ligeramente a Castellaño en el hombro—. No es culpa suya. Como usted bien ha dicho, no podemos prohibir su presencia. Supongo —hizo una mueca agria— que lo más que podemos esperar es que un disparo perdido vaya a parar en su dirección.
Castellano se movió nervioso, pues no se esperaba una broma tan mordaz en un momento así, y después le sonrió forzadamente.
—Supongo que sí, milady. Bien, entonces, ¿tendría la amabilidad de acompañarme?
—Por supuesto —murmuró Honor. Ella y sus acompañantes siguieron al teniente. Sus pisadas en la hierba fueron dejando manchas oscuras en el rocío plateado. Una simple valla, que no era más que un soporte vertical blanco de madera, cercaba un recinto de hierba situado en el centro del campo. Castellaño se detuvo y sus ojos dirigieron una mirada de disculpa a LaFollet y Candless cuando estos se acercaron al recinto.
—Lo lamento, milady. He sido informado de la presencia de sus guardias, pero la ley prohíbe la presencia de partidarios de cualquiera de las partes que vayan armados en un duelo. Si desean quedarse, tendrán que dejar aquí sus armas.
Los dos graysonianos se rebelaron al instante y se pusieron rígidos. LaFollet iba a protestar, pero cerró bruscamente la boca cuando Honor alzó una mano.
—Lo comprendo, teniente —dijo y se volvió hacia sus hombres de armas—. Andrew, Jamie.
LaFollet la miró durante unos segundos. Le rondó por la cabeza la idea de negarse, pero después suspiró y sacó el fusil de pulsos de su funda. Se lo dio a Castellaño y Candless hizo lo mismo instantes después.
—Y ahora la otra, Andrew —dijo Honor en el mismo tono.
LaFollet abrió los ojos como platos y Ramírez lo miró sorprendido. El graysoniano apretó la mandíbula y todo su cuerpo se puso rígido, pero después volvió a suspirar. Su mano izquierda hizo un movimiento extraño y una pequeña arma de pulsos surgió de su manga. Tenía el cañón recortado y era compacta. Había sido diseñada como arma de último recurso, pero eso no la hacía menos mortífera, y LaFollet hizo una mueca cuando se la pasó al teniente.
—No sabía que lo supiera, milady.
—Sabía que no lo sabía. —Sonrió y le dio un leve golpe en el hombro.
—Bueno, si usted lo ha adivinado, otros podrán hacerlo también —murmuró—. Ahora tendré que encontrar otro sitio donde esconderla.
—Estoy segura de que pensará en algo —le tranquilizó. Castellano cogió el arma sin ninguna expresión en su rostro, pero Ramírez seguía mirando a LaFollet y se preguntó si el mayor le habría mencionado la presencia de esa arma en caso de que él no le hubiese permitido portar sus armas a bordo.
—Gracias, milady —dijo Castellano. Una policía apareció a su lado como por arte de magia y el teniente le dio las armas. Después señalo con la mano la hierba que se encontraba dentro del recinto vallado—. ¿Está lista, milady?
—Lo estoy. —Honor movió los hombros como si estuviera asentando su peso y después miró a Ramírez—. De acuerdo, Ramírez. Acabemos con esto —dijo.
* * *
Denver Summervale permanecía en su área asesina y observaba cómo su última víctima caminaba sobre la hierba mojada en dirección hacia él. Llevaba las ropas oscuras de un duelista experimentado, sin ningún color para no dar ninguna marca a su oponente, y tuvo que esconder una sonrisa de suficiencia cuando estudió a Honor Harrington. La capitana iba de uniforme y su galón dorado relucía con la luz del sol. Las tres estrellas doradas bordadas en el lado izquierdo de su pecho eran un buen lugar donde apuntar, y decidió colocar al menos una de sus balas en la estrella del medio.
Castellaño la acompañaba y Summervale torció el gesto. La ley exigía la neutralidad del juez. Castellaño era honesto y serio hasta decir basta. No podía mostrarse parcial, al menos no abiertamente, pero odiaba y despreciaba a Summervale. Esa era la razón por la que había acudido a recibir a Harrington en persona y había optado por dejar que uno de sus subordinados hiciera lo propio con Summervale. El duelista lo sabía y esto le divertía.
Honor y Ramírez se detuvieron a dos metros de distancia de Summervale y Livitnikov. Se volvieron hacia ellos; sus cabellos se agitaban con la brisa de la mañana. Castellaño asintió al agente uniformado que había acompañado a Summervale y después se volvió hacia los dos duelistas y se aclaró la voz.
—Señor Summervale, lady Harrington. Es mi primer y más importante deber exhortarles a una resolución pacífica de sus diferencias, incluso llegados a estos momentos. Se lo pregunto a los dos: ¿pueden poner fin ahora mismo a su disputa?
Honor no dijo nada. Summervale se limitó a mirar al juez de manera desdeñosa y dijo:
—¡Empiece de una vez! Me esperan para desayunar. —El rostro de Castellaño se endureció, pero tragó saliva para no contestarle. Levantó su mano derecha e hizo unas señas con el dedo como si estuviera agarrando algo.
—En ese caso, presenten sus armas.
Ramírez y Livitnikov abrieron las cajas de las pistolas y el acero de acabado mate relució levemente con la luz del día. Castellaño escogió una pistola al azar de las dos que había en cada caja y las examinó con sus rápidos y hábiles dedos y sus ojos expertos. Realizó cada acción dos veces y después dio una pistola a Honor y la otra a Summervale y miró, a sus padrinos.
—Caballeros, procedan a llenar el cargador —dijo, y los observó mientras cada uno de ellos metía diez balas relucientes en el cargador. Ramírez colocó el antiguo cartucho de latón en su sitio y se lo pasó a Honor mientras Livitnikov hacía lo propio con Summervale.
—Proceda, señor Summervale —dijo Castellaño y el acero hizo un ruido seco cuando Summervale colocó el cargador en la pistola y lo cerró bruscamente para asegurarse de que estaba bien colocado. Aquel gesto tenía algo de ritual para él. Summervale estaba exultante de confianza y les sonrió brevemente.
—Lady Harrington —dijo el juez y ella cargó su pistola sin la ampulosidad de Summervale. Castellaño observó a ambos con expresión adusta durante unos instantes y después asintió—. Ocupen sus sitios —dijo.
Ramírez posó su mano sobre el hombro de Honor y lo apretó brevemente, sonriendo con confianza a pesar de la preocupación latente en sus ojos, y ella le tocó la mano antes de que él la retirara. Se dirigió a uno de los círculos blancos sobre la hierba verde oscura y se volvió para mirar a Summervale mientras este ocupaba su lugar en el círculo situado a cuarenta metros de distancia de ella. Castellaño se colocó a un lado, en medio de los dos, y elevó su voz por encima de la brisa matutina.
—Señor Summervale; milady. Pueden cargar sus armas. —Honor quitó el seguro y una bala se situó en la recámara. El eco metálico y discordante resonó mientras Summervale hacía la misma acción. Honor era consciente de la quietud que reinaba a su alrededor. A sus oídos llegaban débiles y lejanos fragmentos de conversaciones que realzaban esa quietud en vez de romperla. Entretanto, los buitres carroñeros de la prensa se apiñaban sobre sus micrófonos y los ojos socarrones de Summervale relucían mientras la observaban. Castellaño desenfundó su fusil de pulsos y elevó su voz una vez más.
—Han acordado que este duelo se celebre de acuerdo con protocolo Ellington. —Sacó un pañuelo blanco de su bolsillo y lo sostuvo en alto con su mano izquierda—. Cuando deje caer el pañuelo, levantarán sus pistolas y comenzarán a disparar. El fuego cruzado continuará hasta que uno de los dos sea abatido o deje caer su pistola como prueba de rendición. En caso de que una de las dos cosas ocurriera, el otro dejará de disparar inmediatamente. Si no lo hace será mi obligación y deber pararlo de la forma en que sea necesario y eso incluye acabar con su vida. ¿Lo ha entendido, señor Summervale? —Summervale asintió de manera cortante y Castellano miró a Honor—. ¿Lady Harrington?
—Entendido —dijo.
—Muy bien. Ocupen sus puestos.
Summervale volvió su costado derecho hacia Honor con el brazo pegado a él y señalando con el cañón de la pistola a la hierba. Honor permaneció en posición de firme con la pistola apuntando al suelo. Los labios de Summervale esbozaron una mueca de placer ante aquella nueva prueba de la inexperiencia de su rival. Iba a ser más fácil de lo que se había esperado, pensó. La muy idiota le estaba ofreciendo todo el ancho de su cuerpo como objetivo. Sintió un ligero estremecimiento de lujuria ante la perspectiva de acribillarla con todo su odio.
Honor movió los músculos de la cuenca de su ojo izquierdo para ajustar la posición telescópica de su ojo cibernético a la máxima definición y observar así el rostro de Summervale. Vio su mueca, pero el rostro inexpresivo de Honor solo reflejaba el vacío y la calma de su interior mientras observaba el pañuelo blanco ondeando por el rabillo del ojo. La tensión podía cortarse en el ambiente e incluso los periodistas se quedaron en silencio para observar aquel cuadro vivo inmóvil.
Castellaño abrió la mano. El pañuelo voló por los aires, jugueteando con la brisa, y el cerebro de Denver Summervale ardió en llamas despiadadas cuando levantó la mano. La pistola era una prolongación de sus nervios que se alzaba hasta la posición clásica de un duelista con la velocidad que solo años y años de práctica proporcionaban, mientras sus ojos permanecían posados sobre Harrington. Su objetivo estaba grabado en su memoria, esperando que llegara el momento para fundirse con su pistola, cuando de repente una llama blanca estalló en la mano de Harrington y el infierno se clavó en su estómago.
Resopló incrédulo con los ojos fuera de las órbitas y el fuego volvió a brillar. Un segundo mazo lo golpeó unos centímetros por encima del dolor desesperante del primer disparo y la estupefacción se apoderó de su ser. No había alzado la mano. ¡Ni siquiera había alzado la mano! Le estaba disparando desde la cadera y…
Un tercer disparo restalló y otra enorme mancha carmesí emborronó su guerrera negra. La pistola le pesaba y miro como un tonto a la sangre que brotaba de su pecho. Esto no podía estar sucediendo. Era imposible que él…
Un cuarto disparo rugió, golpeándolo a menos de un centímetro de distancia del tercero, y Summervale lanzó un grito de furia y dolor. ¡Aquella zorra no podía matarlo! ¡No antes de que él la disparara al menos una vez!
Alzó la vista de nuevo y la miró tambaleante. Su pistola volvía a estar a su costado. No recordaba haberla bajado, y ahora el brazo de Harrington estaba extendido del todo. La miró, observando cómo las volutas de humo que escupía el cañón de su pistola se dispersaban con la brisa y enseñó los dientes como muestra de su odio hacia ella. La sangre borboteaba de sus fosas nasales y sus rodillas comenzaban a fallarle, pero logró mantenerse en pie e intentó con denuedo levantar la pistola.
Honor Harrington lo vio a través de la mira de su pistola. Vio el odio en su rostro; vio lo terriblemente consciente que era de lo que había ocurrido y su determinación cargada de veneno mientras intentaba levantar agónicamente su pistola centímetro a centímetro. La pistola de Summervale se iba acercando a la posición de disparo mientras este observaba a Harrington con odio, y los ojos de la capitana no reflejaron emoción alguna cuando la quinta bala impactó de lleno en el puente de la nariz de Denver Summervale.