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Los tres hombres que hicieron acto de presencia en el cruce del pasillo llevaban la palabra «periodista» escrita en la cara y su cabecilla ya había ajustado el objetivo de la cámara HD que llevaba al hombro antes siquiera de que Honor se percatara de su presencia.
—Lady Harrington, ¿le importaría hacer algún comentario sobre…?
La voz del periodista se cortó con una nota un tanto extraña cuando el mayor Andrew LaFollet se puso delante de su gobernadora. El mayor no era un hombre alto para los estándares manticorianos, pero el periodista tampoco lo era. El volumen corporal de LaFollet era probablemente un treinta por ciento superior al de él y, lo que era más importante, su expresión no parecía ni mucho menos amistosa. Todo él, desde su pelo casi rapado al cero hasta el corte de su uniforme, proclamaba a gritos que era extranjero y la mirada de sus ojos daba a entender que le importaban una mierda las tradiciones de los medios manticorianos.
Permaneció impasible, observando al periodista con una mirada fría y desapasionada. No dijo nada, ni tampoco hizo ningún gesto amenazante, pero el periodista cogió su cámara muy despacio y la apagó. Las fosas nasales de LaFollet se hincharon ante tan amarga diversión y la nidada de reporteros se echó a un lado y les dejaron vía libre.
Honor les asintió cortésmente, como si nada hubiera ocurrido, y pasó a su lado seguida por el cabo Mattingly. LaFollet esperó un poco más y después los siguió. Volvió a asumir su cargo y se situó en el lugar que le correspondía, a su lado derecho. Honor volvió la cabeza para mirarlo.
—Así no es como se hacen las cosas en el Reino Estelar, Andrew —murmuró. Él resopló y negó con la cabeza.
—Lo sé, milady. He visto la basura que los «mantis»… Le ruego me disculpe, milady. Quería decir que he visionado la cobertura de los medios manticorianos del consejo de guerra de Young. —Su tono dejó clara su opinión acerca de esa cobertura y los labios de Honor arquearon.
—No he dicho que no agradezca sus esfuerzos. Solo quería decir que no puede ir por ahí amenazando a los periodistas.
—¿Amenazando, milady? —La voz de LaFollet parecía la inocencia personificada—. Jamás he amenazado a nadie.
Honor fue a responder, pero después cerró la boca. Ya había descubierto que discutir con el mayor era una pérdida de tiempo. Él escuchaba indefectiblemente con una cortesía infinita y seguía manteniendo sus propias ideas acerca de su deber para con ella y era aún más terco que Honor. No cabía duda de que si ella se lo hubiese ordenado se habría apartado, pero solo una orden directa lo habría movido de allí.
Honor suspiró mentalmente, debatiéndose entre la resignación y la diversión irónica. Hasta esa misma mañana no se había percatado de que los hombres de armas de Grayson se habían convertido en un elemento permanente en su vida. Algo que, dado su estado mental reciente, probablemente no fuera sorprendente, pero aún le molestaba. Tendría que haber prestado más atención y, si lo hubiera hecho quizá habría sido capaz de cortarlo de raíz.
Ya era demasiado tarde y Honor sospechaba que adaptarse a su presencia no iba a ser lo más sencillo que había hecho en su vida. Tampoco parecía que tuviera elección. Estaba claro que LaFollet había sido instruido con respecto a ella, porque no solo le había citado párrafo por párrafo y coma por coma los códigos relevantes de la legislación graysoniana, sino que también había jugado descaradamente con su sentido del deber. Honor se había percatado de la mano de Howard Clinkscales detrás de la hábil elección de tácticas del mayor. Y el hecho de haber descubierto que LaFollet había trabajado en la seguridad de palacio no hizo más que confirmar sus sospechas.
Fuere como fuere, el responsable de sus hombres de armas había echado por tierra todos y cada uno de los argumentos que ella había esgrimido contra su presencia e ignorado aquellos que ni siquiera merecía la pena rebatir, y ni siquiera había podido ampararse en la legislación manticoriana. En el correo de la mañana había llegado un auto especial del «Queen’s Bench»[15] que aprobaba una solicitud del Ministerio de Asuntos Exteriores según la cual la gobernadora Harrington (que, mira por dónde, residía en el mismo cuerpo que la capitana Harrington estaba autorizada a tener un destacamento de seguridad armado permanente… ¡Con inmunidad diplomática, ni más ni menos! El hecho de que con toda seguridad Tomás Ramírez se hubiera apuntado a la conspiración (junto con la evidente aprobación de MacGuiness) había dado a LaFollet una ventaja injusta. Su último intento de resistirse se había venido abajo cuando Nimitz había insistido en interceptar las emociones del mayor y, a través de su vínculo. Honor había sabido de la preocupación del mayor por ella y lo mucho que le apreciaba.
Aunque LaFollet no se había permitido el más mínimo atisbo de triunfo en su expresión o su voz, Honor había percibido, a través del vínculo con Nimitz, su intensa satisfacción. Ella tenía trece años-T más que él pero había algo increíblemente familiar en lo que respectaba a emociones hacia ella. De algún modo, y sin darse cuenta de que estaba sucediendo, había adquirido un MacGuiness con pistola y mucho se temía que su vida jamás volvería a ser la misma.
Honor entró con sus guardaespaldas en las cápsulas de personal de la estación Hefestos y apartó a su destacamento de seguridad de su mente. Tenía otros asuntos que atender aquella mañana y su breve diversión se fue diluyendo hasta dar paso a un objetivo y una determinación férrea mientras observaba cómo el visualizador de emplazamiento se acercaba al bar Dempsey.
* * *
El esbelto hombre de cabellos rubios se agenció otra pretzel[16] mientras sostenía su jarra de cerveza medio vacía con la otra mano y observaba a la multitud que iba llegando poco a poco al bar para comer. Se sentó dando la espalda a las puertas para que nadie reparara en su presencia y sus ojos opacos observaban todo por el espejo que había detrás de la barra, si bien su expresión no dejaba entrever ninguno de sus pensamientos.
Denver Summervale era una persona apasionada. Durante años había estado practicando para esconder su apasionamiento tras una gélida fachada de control, y lo hacía tan bien que a veces olvidaba las ansias e impulsos que gobernaban su interior. Era consciente de lo peligrosa que la furia personal podía ser para su trabajo, y, sin embargo, esta vez su control se había crispado. No estaba acostumbrado a ser vapuleado, por lo que esta misión ya no era un mero negocio. Habían pasado demasiados años desde que alguien se atreviera a ponerle las manos encima, gracias al aura aterradora que su reputación le proporcionaba. Esa aura siempre había sido algo agradable, aunque nunca había sido plenamente consciente de lo mucho que disfrutaba y confiaba en ella… o de lo mucho que se enfurecería cuando sus enemigos se negaban a agachar la cabeza ante él.
Masticó el pretzel con un gesto impasible y sintió cómo el odio se apoderaba de su mente. Los caminos de Honor Harrington y de Summervale ya se habían cruzado con anterioridad, aunque ella no lo sabía. Por aquel entonces, las actividades de Honor le habían costado a Summervale unos ingresos muy lucrativos (si bien ilegales), pero él lo había más o menos aceptado como gajes del oficio. Esta vez era diferente. No había odiado tanto a alguien desde que el duque de Cromarty se negara a echarle una mano para que la Real Infantería de la Armada no separara del servicio a su primo lejano.
Gruñó mentalmente cuando recordó lo que le habían hecho los aliados de Harrington. La paliza que le había dado Tankersley había sido degradante y humillante, pero tolerable, pues le había servido para su propósito, y además le había devuelto esa afrenta con intereses. La primera bala que había disparado el capitán había estado aterradoramente cerca de convertirse en algo más que una herida superficial; aun así, eso también era aceptable. Al igual que su sentido de la venganza personal esto le reportó un subidón de adrenalina cuando vio caer a su objetivo. Pero lo que había ocurrido tras eso, en Grifo… Ahí no hubo ninguna subida de adrenalina, ninguna sensación de poder; en ningún momento se sintió como el heraldo de la muerte. Solo había sentido dolor y miedo, un miedo que se había convertido en terror cuando el dolor se tornó en agonía; y vergüenza, una sensación peor que cualquier dolor posible. Tomás Ramírez era hombre muerto. Nadie tendría que pagarle por el coronel; sería un regalo, casi un acto de amor. Tendría que esperar al momento oportuno, cuando nadie (especialmente nadie que hubiese contratado sus servicios) tuvieran ningún motivo para sospechar de él, pero no pasaba nada. La espera haría que el final fuera más dulce y, hasta que ese momento llegara, haría daño a Ramírez.
El primer atisbo de expresión, una breve y desagradable sonrisa, asomó por su rostro. La desterró nada más verla en el espejo, pero en su interior se regodeó. Sabía cómo castigar a Ramírez. Ese cabrón estúpido le había dicho cómo hacerlo… y ya le habían pagado para ello.
Comprobó el visualizador fecha/hora y se acomodó en el taburete de la barra. Había esperado que, cuando Honor llegase, un montón de periodistas estuviese revoloteando a su alrededor, pues la forma en que esta los tratara le ayudaría a hacerse una idea de su estado de ánimo, pero lo cierto era que la cobertura informativa desde su llegada de la estrella de Yeltsin había sido más bien escasa. Todo el mundo sabía que había vuelto, pero Honor Harrington se las había apañado para evitar los medios con éxito.
Resultaba un poco decepcionante, pero sabía todo lo que necesitaba saber después de haber estudiado en profundidad su historial. Dado lo que sabía sobre ella, era inevitable que fuera a buscarlo ardiendo en deseos de venganza y, cuando lo hiciera, él la mataría.
Sonrió de nuevo, casi ensimismado. Ella era una oficial de la armada, una muy buena oficial, competente y con aptitudes para el campo que había elegido (campo en el que él jamás la habría desafiado), pero este era su terreno. Estaba dispuesto a reconocer que tenía agallas. Y a diferencia de muchos oficiales de la Armada, que solo pensaban en términos del caos salubre de la guerra espacial, había demostrado que estaba dispuesta a encontrarse con sus enemigos y matarlos cara a cara cuando tuviera que hacerlo. Pero nunca había participado en un duelo y la muerte de Tankersley sería el aguijón perfecto. En ese momento, nada en todo el universo le importaría más que derramar su sangre, y eso era buena señal. Ya no podía contar los hombres y mujeres que se habían enfrentado a él en el campo movidos por la necesidad imperiosa de acabar con él y, sin embargo, él seguía vivo… y ellos no. La furia desproporcionada era su aliada, pues hacía que sus enemigos se precipitaran, y un aficionado enfurecido no tenía ninguna posibilidad contra un profesional.
Ni siquiera tendría que ir en su busca. Todo lo que tenía que hacer era esperar. Podía oír su desafío salvaje y sabía exactamente cómo iba a responderla pues, como parte desafiada, él tendría que establecer los términos.
Tomó otro sorbo de cerveza tras mordisquear su pretzel y sonrió desdeñoso para sus adentros. Durante décadas, algunos miembros del Parlamento habían intentado declarar ilegal el protocolo Ellington; quizá lo lograran algún día, pero por ahora seguía siendo legal. La opinión pública no lo veía con muy buenos ojos y el protocolo alternativo, el protocolo Dreyfus, era mucho más adecuado, pero a Summervale no le costaría nada manipular a una mujer de luto, valiéndose de un lenguaje desaforado, para justificar su insistencia en el protocolo Ellington. El protocolo Dreyfus limitaba a los duelistas a un total de cinco disparos cada uno y solo permitía el intercambio de un solo disparo cada vez. Quizá lo más importante de todo era que el juez tenía que intentar convencer a las partes de que su honor había quedado satisfecho después de cada intercambio… y el duelo terminaba en cuanto alguno de los duelistas comenzara a sangrar.
Con esas reglas, tendría que asegurarse de que su primer tiro cumpliera su cometido; pero el protocolo Ellington era diferente porque permitía a cada duelista tener un cargador con diez balas y disparar sin pausa hasta abatir a su oponente o dejar caer su arma si se quería rendir. Denver Summervale conocía su rapidez y exactitud con las armas de fuego anacrónicas del campo de honor. Eran instrumentos especializados, con los que los oficiales de la Armada no estaban familiarizados ni con los que se sentían cómodos; estaba seguro de que podría alcanzarla con al menos tres disparos, probablemente más, antes de abatirla.
Se imaginó el dolor en el rostro de Harrington cuando el primer disparo impactara en su cuerpo; cómo intentaría sobreponerse al impacto y cómo su odio obstinado la mantendría en pie mientras él la disparaba otra vez. Y otra vez. El truco estaba en hacer que el último disparo fuera letal, que los médicos no pudieran hacer nada por salvar su vida, pero antes de que ese tiro llegara podía hacerla sufrir… y sus queridísimos amigos sabrían que lo había hecho.
Sonrió de nuevo y alzó su jarra de cerveza a la imagen que le devolvía el espejo mientras se las prometía felices.
* * *
Honor se detuvo a dos metros de las puertas de vaivén, que no tenían ninguna finalidad real a bordo de una estación espacial, y respiró profundamente. Un escalofrío le recorrió su cuerpo haciendo que su sangre brillara como el fuego, pero nada de eso pudo rozar siquiera su gélido autocontrol cuando miró a sus hombres de armas y se alegró de haber dejado a Nimitz a bordo del Nike.
—De acuerdo. Andrew, Simón. No me van a ocasionar ningún problema, ¿verdad?
—Usted es nuestra gobernadora, milady. Para nosotros, sus órdenes tienen toda la fuerza de la ley —dijo LaFollet y a Honor le hizo gracia su tono grave, si bien no era muy adecuado en ese momento. Parecía como si realmente se creyera lo que estaba diciendo, pero sus siguientes palabras lo delataron—. No nos gusta la idea de que arriesgue su vida, pero no interferiremos siempre y cuando ese Summervale no ejerza ningún tipo de violencia física contra usted.
—No me gusta que mis subordinados me impongan condiciones, Andrew. —La voz de Honor parecía tranquila, pero sus ganas de reír se habían esfumado y su tono tenía un brío que LaFollet no había tenido la oportunidad de escuchar aún—. En circunstancias normales, no intentaría decirle cuáles son sus obligaciones, pero cuando le digo que no hará nada, pase lo que pase entre Summervale y yo, es que no hará nada. ¿Queda claro?
Los hombros de LaFollet se pusieron rectos por acto reflejo y su rostro la observó impávido. El hecho de que aún no hubiera escuchado algo así de su boca no impedía que no reconociera una orden cuando la escuchaba.
—Sí, milady. Ha quedado claro —dijo y Honor asintió. No abrigaba ninguna esperanza de que el mayor abandonara su cortés intransigencia en todos y cada uno de los aspectos. Por muy difícil que le resultara a su intelecto aceptarlo, la preocupación primordial en la vida de Andrew LaFollet era mantenerla con vida. No estaba acostumbrada a este concepto no obstante, podía aceptar que esa situación iba a ponerles en desacuerdo de tanto en tanto. No deseaba ni mucho menos que llegasen esas situaciones, pero ella lo respetaba por su disposición a debatir cuando esto ocurría, y lo que realmente importaba en este momento era que ambos sabían que había una línea que no se podía cruzar y que tanto Honor como LaFollet sabían dónde estaba exactamente.
—Bien. —Tomó aire de nuevo y ella se puso también firme—. En ese caso, pongámonos manos a la obra, caballeros.
* * *
Las puertas se abrieron tras él y Summervale vio un uniforme negro y dorado por el espejo. Ni siquiera se movió, pero reconoció su objetivo al instante. Era más pálida que en las fotos que, a decir verdad, no hacían ninguna justicia a su belleza, pero era inconfundible. Se movió en su asiento cuando la vio escudriñar a los comensales del mediodía, pero otro elemento inesperado atrajo su atención.
Dos hombres vestidos con un uniforme que no le era familiar la flanqueaban y sus poses hicieron saltar las alarmas en el interior de Summervale. Eran guardaespaldas, y de los buenos. Permanecían ligeramente separados el uno del otro y estaban dividiendo el restaurante y los clientes en sectores de responsabilidad casi por acto reflejo. Sus fusiles de pulsos eran tan parte de sus cuerpos como lo podían ser sus pies o sus manos. No sabía de dónde los había sacado, pero eran más que músculos contratados, y eso le preocupaba. ¿Quiénes eran y qué estaban haciendo con Harrington? ¿Había algo más en todo esto de lo que su cliente había estimado oportuno mencionarle?
La presencia de los hombres de armas hizo que desviara atención de su objetivo. Lo estaban observando desafiantes mientras él intentaba averiguar dónde encajaban en esa ecuación y solo se dio cuenta de que lo estaban distrayendo cuando descubrió que Harrington se acercaba hacia él.
Se reprendió mentalmente. Daba igual quiénes fueran; eso era secundario, así que dirigió de nuevo su atención al objetivo. Una sonrisa leve y anticipada asomó por sus labios, pero se convirtió en algo distinto cuando se fijó detenidamente en ella por primera vez.
No había expresión alguna en su rostro. Esa era la primera nota disonante, pues allí no había ni rastro de la furia que él había previsto y sus alarmas internas saltaron cuando vio su reflejo acercándose hacia, él. La gente se apartaba de su camino (no era algo obvio, ni siquiera parecían darse cuenta de que lo estaban haciendo, sino que lo hacían por instinto, como si reconocieran algo en ella que Summervale estaba acostumbrado a ver solo en él) y sintió la imperiosa necesidad de tragar saliva.
Harrington se dirigió hacia la barra. El único indicio de emoción que percibió en ella fue un pequeño movimiento en la comisura derecha de su labio. De repente, era incapaz de darle la espalda. La columna le picaba, como si percibiera que Harrington era un arma entrenada para ello, y solo acertó a recordarse a sí mismo que él lo había planeado así que Harrington estaba haciendo exactamente lo que él quería que hiciera.
—¿Denver Summervale? —Su voz de soprano era como un carámbano, no la voz desafiante y exaltada que se esperaba. Estaba desprovista de toda emoción y le costó más de lo que había creído poner la mueca de desprecio adecuada cuando se volvió hacia ella.
—¿Sí? —Años de experiencia afinaron su voz con el tono exacto de desdén ofensivo, pero Honor ni siquiera pestañeó.
—Soy Honor Harrington —dijo.
—¿Debería decirme algo su nombre? —preguntó altivo y ella sonrió. No era una sonrisa agradable y Summervale notó de repente qué se le humedecían las palmas de sus manos al sospechar lo mucho que había menospreciado a esa mujer. Sus ojos eran como baterías de misiles, desprovistos de toda emoción humana. Podía sentir el odio en ella, pero era ella la que estaba usando ese odio y no al revés, y todos y cada uno de sus sentidos le dijeron a gritos que por fin había dado con una depredadora tan peligrosa como él.
—Sí, debería —dijo—. Después de todo, señor Summervale, el conde de Hollow del Norte le contrató para matarme. Al igual que le contrató para matar a Paul Tankersley. —Su voz se escuchó alta y clara y un silencio sepulcral se apoderó del restaurante.
Summervale la miró. ¡Estaba loca! Debía de haber alrededor de cincuenta personas lo suficientemente cerca como para haberla oído, ¡y ella acababa de acusar a un noble de haberle pagado para asesinar a alguien! Se quedó sin saber qué decir, aturdido e incapaz de creer lo que había oído. Nadie, ¡nadie!, le había acusado en su cara de haber recibido dinero para matar a los enemigos de otros. Sabían lo que ocurriría si lo hacían no tendría otra opción que desafiarlos y matarlos. No solo para silenciarlos sino porque de lo contrario se convertiría en un objeto de desdén cuyo reto ningún hombre o mujer de honor se atrevería a aceptar si él dejara pasar por alto su acusación y sin embargo eso no había frenado a Honor Harrington. ¡Se había atrevido a identificar al hombre que le había pagado para matarla! No había contado con eso y se maldijo por su complacencia, incluso a pesar del estado de conmoción en que se encontraba tras escuchar esas palabras. Nadie antes había sabido quién había contratado sus servicios. El anonimato de sus empleadores siempre había sido una de sus ventajas más valiosas; la protección, en última instancia, de ambos. Pero este anonimato no existía ante el actual objetivo. Peor, tenía su propia voz grabada identificando al conde de Hollow del Norte y su mente intentó evaluar las posibles consecuencias de todo ello.
Ningún fiscal podría usar la grabación contra él, dadas las circunstancias en que esa confesión se había obtenido, pero los ciudadanos no tenían las mismas limitaciones que la clase dirigente. Si el conde de Hollow del Norte o él presentaban cargos por calumnias, tendrían que probar que sus acusaciones eran falsas. En esas circunstancias ella podría usar la grabación en su defensa, ¡y vaya si podría! Y de dónde había salido o cómo había llegado a su poder no importaría. Lo que importaría es que la tenía y esas solo eran las consecuencias legales. Ni siquiera se paró a pensar en lo que ocurriría si las demás personas que habían contratado sus servicios se enteraran de que había hablado…
—Estamos esperando, señor Summervale. —Esa voz gélida de soprano se abrió camino entre sus pensamientos. Summervale cayó en la cuenta de que la estaba mirando como un conejo a su cazador—. ¿No es usted un hombre de honor? —En esta ocasión sí hubo emoción en su voz y ese desprecio le laceró como un látigo—. No, por supuesto que no lo es. Usted es un asesino a sueldo, ¿no es cierto, señor Summervale? La escoria como usted no reta a la gente a menos que las probabilidades de ganar y el dinero sean suficientes, ¿verdad?
—Yo… —Se sacudió, luchando para recuperar el control de sí mismo. Se había figurado que sería él quien la retara y no que ella lo incitaría para que se viera obligado a retarla, y aquello lo había pillado desprevenido. Sabía lo que tenía que hacer, cuál era la única respuesta posible, pero era como si la velocidad apabullante con la que ella había desbaratado todos sus planes también hubiese bloqueado sus habilidades motoras. No podía, materialmente, articular palabra, y los labios de Honor hicieron una mueca.
—Muy bien, señor Summervale. Deje que le ayude —dijo y le abofeteó cerca de la boca.
Su cabeza se movió violentamente de un lado a otro mientras la misma mano le golpeaba sin cesar. Lo acorraló contra la barra y volvió a abofetearlo, una y otra vez, mientras todos los allí presentes miraban.
Su mano se alzó aferrándose a la desesperada a la muñeca de Honor. Llegó a agarrarla, pero solo un instante antes de que ella se deshiciera de él con una facilidad despectiva y diera un paso atrás. La sangre comenzó a caer por la barbilla de Summervale, manchando su camisa y su guerrera, y sus ojos ardieron de furia por que lo estuviera golpeando de nuevo. Se puso tenso y se dispuso a atacarla con sus manos, pero un pequeño fragmento de cordura lo retuvo. No podía hacerlo. Ella lo había arrinconado de la misma forma en que él había hecho con muchas de sus víctimas, no dejándole más opción que retarla. Era la única forma en que podía silenciarla y tenía que hacerla callar.
—Yo… —Tosió y sacó un pañuelo de su bolsillo para limpiarse la sangre de su boca. Ella se limitó a permanecer en su sitio y a mirarlo con repugnancia, pero, al menos, ese gesto le proporcionó unos instantes para poner en orden sus pensamientos.
—Está loca —dijo finalmente, intentando que su voz sonara convincente—. ¡No la conozco y jamás he visto a ese conde de Hollow del Norte! ¡Cómo se atreve a acusarme de ser un… un asesino a sueldo! No sé porque querría forzar una pelea con mi persona, ¡pero nadie puede hablarme de esa forma!
—Yo sí puedo —le dijo con frialdad.
—¡Entonces no tengo otra opción que exigir una satisfacción!
—Bien. —Por primera vez su voz reflejó una emoción distinta al desdén y Denver Summervale no fue la única persona que se estremeció al escucharla—. El coronel Tomás Ramírez, ¿lo conoce, verdad?, Será mi padrino. Él llamará a su amigo, ¿Livitnikov, se llamaba? ¿O va a contratar a alguien distinto para esta ocasión?
—Yo… —Summervale volvió a tragar saliva. Era una pesadilla. ¡Esto no podía estar pasando! Estrujó con una de sus manos el pañuelo ensangrentado y respiró profundamente—. El señor Livitnikov es amigo mío. Estoy seguro de que será mi padrino.
—Estoy segura de ello. Sin duda le habrá pagado lo suficiente. —La sonrisa de Harrington era afilada como un cuchillo. Sus ojos refulgieron—. Dígale que comience a estudiar el protocolo Ellington, señor Summervale —dijo y se dio media vuelta.