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Tomás Ramírez se sentó en la silla de su pequeño despacho a bordo de la nave y estudió el uniforme verde del hombre que estaba sentado al otro lado del escritorio. El mayor Andrew LaFollet le devolvió la mirada con la misma contención. Había tensión entre ellos; no era enfado ni desconfianza, sino el tipo de recelo que dos perros guardianes habrían mostrado en su primer encuentro.

—Entonces, mayor —dijo finalmente Ramírez—, ¿debo entender que sus hombres y usted han sido asignados de forma permanente a lady Harrington? Por la información de la comandante Chandler, pensé que era una misión temporal bajo el mandato del protector Benjamín.

—Lamento la confusión, señor. —LaFollet era alto para ser graysoniano y tenía una complexión maciza y fornida, pero medía una cabeza menos que Ramírez y parecía casi raquítico en comparación con él. También era diez años más joven que el coronel, si bien parecían casi de la misma edad gracias a los tratamientos de prolongación de Ramírez. Sin embargo, no había ni rastro de inseguridad en su rostro o en su pose. Se pasó una mano por su pelo color caoba oscuro y frunció el ceño, buscando la mejor manera de hacerse entender.

—Por el momento, coronel —dijo en su acento graysoniano, pausado y suave, y alzó la vista para fijarla por encima de la cabeza de Ramírez—, la gobernadora no parece pensar con mucha claridad. —La expresión de sus ojos cuando bajó la vista fue una advertencia al coronel de que cualquiera que intentara hacer una crítica con respecto a esa afirmación se arrepentiría de ello—. Sospecho que piensa que somos algo temporal.

—Pero está equivocada —sugirió instantes después Ramírez.

—Sí, señor. De acuerdo con la legislación graysoniana, un gobernador debe ir acompañado por su guardia personal en todo momento, esté o no en Grayson.

—¿Incluso en el Reino Estelar?

—Este o no en Grayson, señor —repitió LaFollet y Ramírez pestañeó.

—Mayor, soy consciente de que usted no creó esas leyes, pero lady Harrington también es un oficial de la Armada de su majestad.

—Lo entiendo, señor.

—Pero lo que puede que no entienda es que el reglamento prohíbe la presencia de civiles o extranjeros armados en una nave de la reina. Hablando claro, mayor LaFollet, su presencia aquí es ilegal.

—Lamento que sea así, coronel —dijo educadamente LaFollet y Ramírez suspiró.

—No va a ponérmelo fácil, ¿verdad, mayor? —le preguntó en tono irónico.

—No es mi intención causarle ninguna dificultad a usted o a la Real Armada Manticoriana o al Reino Estelar, coronel. Mi intención es cumplir con mi deber, tal como mi juramento exige, y proteger a mi gobernadora.

—La Real Infantería de la Marina protege a los capitanes de las naves estelares de su majestad —dijo Ramírez y esta vez su voz grave fue más ruda.

—Sin ánimo de ofenderlo, coronel, eso no viene al caso. —El mayor le lanzó una mirada más bien desapasionada—. Y si bien entiendo que nada de lo que le ha ocurrido ha sido culpa suya o de la Real Armada Manticoriana, lady Harrington ya ha sufrido bastante.

Ramírez apretó la mandíbula unos instantes, pero después respiró profundamente y se obligó a relajarse. La voz de LaFollet no podría haber sido más respetuosa y una parte de él estaba de acuerdo con aquella afirmación. Reflexionó unos instantes y después intentó otra táctica.

—Mayor, puede que lady Harrington no vuelva a Grayson en años ahora que el Parlamento ha votado declarar la guerra y reanudarlas operaciones contra Haven. ¿Están usted y sus hombres…? ¿Cuántos son? ¿Diez, doce?

—Somos un total dé doce, señor.

—Doce, entonces. ¿Están ustedes doce dispuestos a pasar tanto tiempo fuera de Grayson cuando el Cuerpo está preparado para garantizar la seguridad de lady Harrington?

—No va a estar siempre a bordo de la nave, señor. Cuando abandona la nave, deja allí a sus centinelas. Y en respuesta a su pregunta, no estaremos fuera de Grayson siempre que permanezcamos al lado de nuestra gobernadora. —Ramírez no pudo evitar alzar la vista y LaFollet se permitió una breve sonrisa—. No obstante, señor, entiendo a qué se refiere y la respuesta es sí. Estamos dispuestos a pasar fuera de Grayson el tiempo que sea necesario.

—¿Puede hablar en nombre de todos sus hombres?

—¿Puede hablar usted en nombre de los suyos, señor? —LaFollet le sostuvo la mirada hasta que Ramírez asintió a regañadientes—. Yo también, señor. Y, tal como tengo entendido que ocurre con sus propios marines, todos y cada uno de los miembros de la Guardia de Harrington son voluntarios.

—¿Podría saber por qué se ofrecieron? —En otro tono, esa pregunta podría haber resultado insultante, pero, tal como había sido formulada, reflejaba una curiosidad honesta, y LaFollet se encogió de hombros.

—Cómo no, señor. Fui asignado a la seguridad de palacio antes del intento de golpe de Estado de Macabeo. Mi hermano también fue asignado a la seguridad de palacio como miembro de la guardia personal del protector Benjamín. Fue asesinado y lady Harrington no solo asumió la responsabilidad y el deber de mi hermano de proteger al protector, sino que también mató a su asesino con sus propias maños… antes de salir a proteger mi planeta. —Siguió sin apartar la mirada de Ramírez—. Grayson le debe su libertad; mi familia está en deuda con ella por completar la tarea que mi hermano no pudo terminar y vengar su muerte. Me ofrecí voluntario para la Guardia de la gobernadora Harrington el día en que se anunció su formación.

Ramírez se recostó sobre su asiento, observando a LaFollet perspicaz.

—Comprendo. Discúlpeme por preguntarle esto, mayor, pero se por lo que he leído en los medios que no todos los graysonianos están contentos ante la idea de tener una mujer como gobernadora. De acuerdo con esto, ¿está seguro de que todos sus hombres comparten su opinión?

—Todos ofrecieron sus servicios de forma voluntaria para la Guardia de Harrington, coronel. —Por primera vez la frialdad se apoderó de la voz de LaFollet—. Respecto a sus motivos personales, el padre del hombre de armas Candless murió a bordo del Covington en la batalla del Pájaro Negro. El hermano mayor del cabo Mattingly murió a bordo del Saúl en la misma batalla. El hombre de armas Yard perdió a un primo y a un tío en la primera batalla de Yeltsin; otro de sus primos sobrevivió a la del Pájaro Negro solo porque lady Harrington insistió en que se rescatara a todos los graysonianos con vida, a pesar del riesgo de que el Saladino volviera antes de que los encontraran. Su transpondedor estaba averiado y nuestros sensores no podían encontrarlo. Los del Intrépido sí podían… y lo hicieron. No hay ni un solo hombre en mi destacamento, ni en toda la Guardia, que no se haya unido a él porque esté en deuda con lady Harrington. Pero eso es solo una parte. Ella es… especial, señor. No sabría explicarlo, pero…

—No es necesario —murmuró Ramírez y LaFollet lo miró. Había algo en la mirada del coronel que hizo que se relajara. Bajó de nuevo la vista, observando cómo pasaba la mano por el reposabrazos de su butaca.

—No resulta… apropiado para un graysoniano decir esto, señor —dijo en voz baja—, pero nos unimos a su guardia porque la queremos. —Dejó de frotar el reposabrazos y volvió a mirara Ramírez a los ojos—. Más que eso, ella es nuestra gobernadora, nuestra señora. Le debemos la misma lealtad que le debe usted a su reina, coronel, y es nuestra intención cumplir con nuestro cometido. Creo que el protector ha dado instrucciones a nuestro embajador para que transmita esa información a su primer ministro.

Ramírez se frotó una ceja despacio. Reconocía la intransigencia cuando la tenía delante y todo el asunto del estatus legal de la capitana como noble en un planeta extranjero suscitaba unas cuestiones que estaba más que contento de no tener que resolver. Y, lo que era más importante, LaFollet estaba en lo cierto, probablemente más de lo que él supiera, respecto a la seguridad de la capitana, pues era improbable que el conde de Hollow del Norte se diera por vencido si Denver Summervale no lograba matarla. El destacamento de marines de Ramírez no podría garantizar su seguridad cuando abandonara la nave, pero, por lo que había podido ver hasta ese momento en Andrew LaFollet y sus hombres, haría falta un arma nuclear táctica para apartarlos de ella.

Se preguntó cuánto estaría afectando este hecho a su juicio. Probablemente más de lo que debería permitirse. No, ese «probablemente» sobraba. No cabía duda de que aquello estaba pesando en su juicio mucho más de lo debido, pero lo cierto era que le importaba muy poco.

—De acuerdo, mayor —dijo finalmente—. Comprendo su postura y, entre nosotros, le diré que me alegro de verle. Y a menos que una autoridad competente me mande hacer cumplir el reglamento relativo a portar armas a bordo de la nave, pueden seguir llevando sus armas. También pediré que uno de sus hombres se una a los centinelas marines de la capitana en todo momento, y cuando la capitana abandone el Nike usted será informado de ello. El resto lo tendrá que solucionar entre lady Honor y usted, pero conozco a la capitana, y no creo que vaya a lograr apostar un guardia dentro de su camarote, independientemente de lo que la legislación graysoniana diga al respecto.

—Por supuesto que no, señor. —LaFollet se sonrojó levemente ante la sugerencia del coronel y este se tapó la boca para que no le viera sonreír.

—Sin embargo, me temo que hay otra cosa que tendrá que aceptar, mayor LaFollet. No de mi parte o de la Armada, sino de la propia lady. —LaFollet arqueó una ceja y Ramírez asintió—. Usted sabe lo de la muerte del capitán Tankersley, ¿verdad? —El hombre de armas asintió y Ramírez se encogió de hombros, si bien no muy felizmente—. La capitana sabe quién lo hizo. Creo que va a hacer algo al respecto y no será capaz de protegerla cuando lo haga.

—Soy consciente de ello, señor. No nos gusta, pero francamente, coronel, aunque pudiéramos, no intentaríamos pararla.

Ramírez no logró ocultar su sorpresa ante la frialdad de la respuesta de LaFollet. Las costumbres de Grayson eran intocables y que alguien mantuviera relaciones sexuales sin casarse infringía una tercera parte de ellas. LaFollet sonrió fríamente ante su sorpresa y el coronel empezó a darse cuenta de lo mucho que los súbditos de Grayson la apreciaban.

—Bien. En ese caso, mayor —dijo poniéndose en pie y extendiendo su mano—, bienvenido a bordo. Venga conmigo y deje que le presente a mis oficiales y a mis suboficiales superiores. Después, les buscaremos para usted y sus hombres unos camarotes y ajustaremos los turnos de la guardia.

—Gracias, señor. —La enorme zarpa de Ramírez casi engulle la mano de LaFollet, pero este la estrechó con firmeza—. Se lo agradezco.

* * *

Honor abrió los ojos. Por primera vez en demasiado tiempo se despertó con algo más que con una gélida sensación de vacío. El dolor seguía ahí encerrado en su coraza de hielo, pues nada había cambiado en, al menos, un aspecto: temía liberarlo antes de que hubiera hecho lo que tenía que hacer. Pero había una certeza nueva y venenosa en su corazón. Un veneno antiguo y familiar. Ahora conocía a su enemigo. Ya no era la víctima de algo que no podía entender, sino más bien de algo que entendía demasiado bien y que, de algún modo, había resquebrajado el hielo que rodeaba su alma.

Nimitz se levantó de su regazo cuando Honor se incorporó en la cama y se apartó el pelo de los ojos. También percibió la diferencia en el felino. Nimitz había odiado a Denver Summervale desde el principio y no solo por el dolor que le había causado a Honor. Eso habría sido suficiente, pero Paul Tankersley se había ganado el amor de Nimitz por derecho propio. Y quizá esa era la diferencia en él, al igual que lo era en ella. Ambos conocían al autor de su dolor, sus motivos y el conflicto entre ellos (entre las ganas de Honor de acabar con todo y la determinación de Nimitz de mantenerla con vida) se había esfumado y había dado paso a la resolución conjunta e implacable de destrozar a sus enemigos.

Apoyó las plantas de los pies en el suelo y dejó que su mano descansara leve y tiernamente sobre el lugar en el que Paul debería estar tumbado. Ahora sí podía hacerlo; podía enfrentarse al dolor aunque todavía no se atrevía a permitirse sentirlo con toda su intensidad. Qué extraño, pensó un rincón de su mente. Había oído muchas historias acerca de cómo el amor podía salvar la cordura de las personas, nadie le había dicho que el odio también pudiera hacerlo.

Se levantó de la cama y fue a cepillarse los dientes. Su memoria volvió a repetir lo que almacenaba el chip de grabación que Ramírez le había dejado. Estaba segura de que el coronel lo había remodelado un poco, pero no tenía duda alguna de su veracidad. Era una lástima que esa grabación no pudiera ser admitida en un tribunal, en el caso de que se hubiera atrevido a presentarla. Ramírez se había mostrado más que reticente a hablar de las circunstancias en que se había obtenido esa confesión, pero la voz de Summervale (jadeante, extraña, dolorida) cuando comenzó a hablar de repente le había dicho todo lo que necesitaba acerca de la manera en que había sido convencido para revelar la información de «motu propio».

Terminó de cepillarse los dientes y, si bien el rostro que reflejaba el espejo seguía pálido y dolido, al menos volvía a reconocerse en él, y en sus ojos vio asombro. Sobrecogimiento, quizá, porque tanta gente hubiese arriesgado tanto por ella.

Aclaró el cepillo de dientes, lo apagó y lo dejó en su sitio sin apartar la vista de la imagen del espejo. Toda esa gente implicada en algo que podría haberles costado fácilmente su carrera profesional. Y que todavía podía hacerlo, pues no había forma de que su operación permaneciera en secreto eternamente. Summervale no se quejaría. Si se realizaba alguna investigación era probable que saliera a la luz el chip de grabación y, se hubiese obtenido de forma legal o no, aquello arruinaría a un hombre con su profesión. Podrían incluso asesinarlo antes de que llegase a hablar de alguno de sus otros «clientes».

Incluso aunque no dijera nada, los rumores acabarían por filtrarse, tarde o temprano. Demasiada gente sabía demasiado del tema. A alguien terminaría escapándosele algo con unas cervezas o en alguna conversación, pues la historia era demasiado buena como para guardársela. Honor dudaba que nada de esto pudiera probarse (conocía a Alistair y a Tomas demasiado bien como para creer que no se hubieran cubierto bien las espaldas), pero eso no significaba que alguna autoridad competente no fuera a creerlo.

Sus ojos le ardían y los cerró fuertemente. Los labios le temblaron cuando las lágrimas brotaron finalmente de sus ojos. Cayeron por sus mejillas, silenciosas como la nieve y extrañamente dulces. No podían derretir la coraza que mantenía con tesón para proteger su propósito, pero la limpiaron…, la purificaron de una forma misteriosa e hicieron desaparecer el hielo sobre su coraza. Apoyó la frente contra el espejo y las dejó salir. Nimitz se subió al lavabo, tocó su brazo con sus manos auténticas y apretó su hocico contra su hombro. Su canto dulce y casi inaudible vibró en el interior de Honor cuando el felino recibió sus lágrimas, y ella se volvió y lo estrechó entre sus brazos.

No podría decir cuánto tiempo había estado llorando, ni tampoco importaba. No podía medirse con relojes en minutos y segundos. Intentarlo habría sido como degradarlo. Honor solo sabía que cuando se enjugó las lágrimas era… diferente. Mike había temido por su cordura y ahora Honor sabía que había tenido motivos para ello. Pero la locura se había ido. El propósito letal seguía ahí, aunque cuerdo y frío, tan racional como obsesivo.

Se sonó la nariz y después se vistió sin avisar a MacGuiness. Sabía dónde guardaba sus uniformes y se merecía dormir hasta tarde. Solo Dios sabía cuántas horas había estado allí a su lado sin recibir a cambio más que un silencio absoluto.

Se ajustó su uniforme con precisión y se recogió su cabello, que le llegaba por los hombros, en una coleta. No lo tenía muy largo, pero le daba para hacerse una coleta y se lo recogió con una cinta de seda negra (el color del luto y de la venganza) antes de volverse hacia su terminal.

Los mensajes que tanto temía estaban esperándola. El primero de ellos era una grabación emotiva de sus padres. No podría haberla escuchado sin venirse abajo antes de escuchar la voz grabada de Summervale; ahora sí podía escucharla y reconocer el amor en las voces de sus padres. Más que reconocerlo, ahora podía sentirlo.

Había otros mensajes, más de los que se había temido, encabezados por una grabación personal de la mismísima reina Isabel. El duque de Cromarty le había enviado un mensaje más formal y forzado, pero su pésame era sentido y verdadero. También había otros, del almirante Caparelli en nombre de los lores del Almirantazgo, de lady Morncreek, del superior de Paul, de Ernestine Corell y Mark Sarnow…, incluso de la dama Estelle Matsuko, comisionada residente para asuntos planetarios en el planeta Medusa en nombre de su majestad y del contraalmirante Michel Reynaud, superior al mando del Servicio de Astro Control en Basilisco.

Dolían. Dolían terriblemente, pues cada uno de ellos le recordaba todo lo que había perdido, pero ahora podía soportar el dolor.

Tuvo que parar para enjugarse las lágrimas más de una vez, sin embargo, logró escuchar a todos ellos y, después de oír una tercera parte, bajó la vista y vio una taza humeante de cacao junto a su codo.

Sonrió ante esa ofrenda con una mezcla de ternura y dolor, y volvió la cabeza antes de que MacGuiness pudiera desaparecer dentro de la despensa.

—Mac —le dijo suavemente.

MacGuiness se detuvo y se dio la vuelta para mirarla y el corazón de Honor se retorció de dolor. Llevaba una bata vieja y raída por encima de su pijama. Era la primera vez, tanto de día como de noche, que lo veía sin su uniforme, y su rostro parecía avejentado, extenuado… y frágil. Tan frágil. Sus ojos parecían temerosos de albergar esperanzas y ella le extendió una mano.

MacGuiness se acercó y la tomó, y ella apretó sus dedos con fuerza.

—Gracias, Mac. Se lo agradezco. —Lo dijo tan bajo que apenas si pudo escucharla; sin embargo, volvía a ser su voz de nuevo, y Mac supo que ella le estaba agradeciendo mucho más que esa taza de cacao. Sus ojos brillaron y se humedecieron. Mac bajó la cabeza y le estrechó la mano.

—No hay de qué, señora —dijo con voz ronca. Después se aclaró la voz, se reprendió mentalmente y la señaló con el dedo—. No se mueva de ahí —le ordenó—. El desayuno estará en quince minutos. Ya se ha perdido demasiadas comidas.

—Sí, señor —dijo dócilmente y cuando vio que Mac luchaba por no sonreír, su alma se enterneció.

* * *

Honor terminó de desayunar y se limpió la boca con una servilleta. Era extraño, pero no podía recordar ninguna comida entre la última que tomó en Grayson y esa. Tenía que haber habido alguna, pero su memoria estaba totalmente en blanco. Sintió remordimientos de conciencia por cómo debía de haber tratado a MacGuiness, pero Nimitz emitió un sonido por lo bajo, casi una reprimenda, desde el otro lado de la mesa y ella le sonrió.

—Estaba delicioso, Mac. Gracias.

—Me alegro de que le haya gustado, señora, y…

El asistente paró de hablar y se volvió cuando el terminal de comunicaciones zumbó.

—Dependencias de la capitana, asistente de primera clase MacGuiness al habla —asintió.

—Tengo una solicitud de comunicación con la capitana, asistente —respondió la voz de George Monet—. Es del almirante de Haven Albo.

—Pásemelo, George —le dijo Honor mientras se ponía en pie. El oficial de comunicaciones esperó a que ella entrara en el campo visual del terminal. Honor creyó percibir que el oficial se hundía, aliviado, en el asiento al ver su expresión, pero este se limitó a asentir.

—Por supuesto, señora. Transmitiendo.

Su imagen desapareció y fue sustituida por la del almirante. Los ojos azules de Haven Albo la observaban penetrantes, pero su rostro parecía tranquilo. Asintió con cortesía hacia ella.

—Buenos días, lady Honor. Lamento molestarla tan pronto en su primera mañana en el Reino Estelar.

—No es ninguna molestia, señor. ¿En qué puedo ayudarle?

—Esta comunicación se debe a dos motivos. Primero, quería expresarle en persona mi más sincero pésame. El capitán Tankersley era un buen oficial y una buena persona. Es una gran pérdida no solo para el Ejército, sino para todos aquellos que lo conocían.

—Gracias, señor. —La voz de soprano de Honor sonó un tanto ronca y el almirante hizo como que no la había oído aclararse la voz.

—El segundo motivo de esta comunicación —prosiguió— era informarle de que, durante su ausencia, el Parlamento votó finalmente la declaración de guerra. Reanudamos las operaciones contra Haven a las cero-uno-cero-cero del pasado miércoles. —Honor asintió y el almirante prosiguió—. Dado que estamos agregados a la Flota Territorial, nuestra postura operativa no se verá afectada, al menos a corto plazo, pero es más importante que nunca que se aceleren las reparaciones.

—Sí, señor. —Honor sintió el calor en sus mejillas—. Lamento no haberme puesto aún al día, señor, pero tan pronto como…

—No se apure —la interrumpió Haven Albo casi con dulzura—. La comandante Chandler ha hecho un trabajo excelente en su ausencia. No estoy en modo alguno presionándola. Se lo digo para su información, no porque tenga que hacer algo al respecto. Además —se permitió sonreír—, eso está en manos de los perros de astillero, no en las mías ni en las suyas.

—Gracias, señor. —Honor intentó esconder su humillación por el hecho de que el almirante la hubiese pillado desinformada acerca del estado de su mando, pero se obligó a que ese sonrojo desapareciera de su rostro y el almirante de Haven Albo ladeó la cabeza.

—Como comandante de su destacamento —dijo tras unos instantes—, le ordeno que se tome su tiempo antes de volver a la rutina lady Honor. Uno o dos días más no supondrán nada al Ejército y —sus ojos se suavizaron— sé que no pudo asistir al funeral del capitán Tankersley. Me imagino que tendrá unos cuantos asuntos personales que atender.

—Sí señor. Así es. —La voz le salió más grave y fría de lo que había pretendido, y el rostro del almirante se puso tenso. No sorprendido sino como si aquella respuesta hubiese sido la confirmación de sus sospechas y… quizá también de sus miedos. Denver Summervale era un experto duelista, alguien que había matado muchas veces en «asuntos de honor». El almirante de Haven Albo jamás había aprobado los duelos y solo imaginarse a Honor Harrington muerta sobre la hierba le helaba el corazón.

Abrió la boca para discutirlo con ella, pero la cerró sin decir palabra. Cualquier cosa que hubiese dicho habría resultado inútil tampoco tenía derecho a discutir con ella.

—En ese caso, capitana —dijo—, ordenaré que le den tres días más de baja oficial. Si necesita más, lo organizaremos para que se los concedan.

—Gracias, señor —dijo de nuevo, y esta vez su voz fue mucho más dulce. Había reconocido el primer impulso del almirante y le estaba agradecida por el segundo pensamiento, que había hecho que esos argumentos no fueran finalmente expuestos.

—Hasta pronto entonces, lady Honor —dijo con dulzura, y cortó la conexión.