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—Tractor cerrado.

—Apague los impulsores principales —respondió Michelle Henke—. Impulsores de orientación. Suboficial Robinet, control de aproximación.

—Recibido, señora —dijo la timonel del Agni, y sus dedos pulsaron las teclas para apagar el último impulsor de los motores de reacción auxiliares del crucero ligero—. Cierre del impulsor principal confirmado. Preparados para los impulsores de orientación. Tengo el control de aproximación, señora.

—Muy bien. —Henke se recostó sobre su silla y observó cómo la mole antiestética y a la vez reconfortante de la Hefestos iba llenando el visualizador de proa. El Agni se encontraba de sobra dentro del perímetro de seguridad de su propia cuña de impulsión; había estado los últimos veinte minutos con los impulsores convencionales, pero ahora eran los tractores de la estación Hefestos los que la tenían y conducían su armazón en forma de martillo hacia la dársena de acoplamiento de espera. Todo lo que la nave de Henke tenía que hacer era asegurarse de que la orientación final del acoplamiento era la correcta, algo que requería un mañoso grado de precisión que los tractores de la estación espacial simplemente no podían proporcionar.

Miró en silencio por encima del hombro de la suboficial mayor de la marina Robinet. Robinet probablemente podría recoger las amarras dormida, pero la última responsabilidad (independientemente de lo que ocurriera) era de Henke. Ese pensamiento le martilleaba sin cesar, como siempre le ocurría en momentos como ese, pues nunca le habían llegado a gustar del todo las maniobras de acoplamiento. Era una capitana competente, aunque nunca tendría la confianza total en sí misma y casi inocentemente arrogante de Honor. Sabía que era esa falta de confianza la que le impedía ejecutar su trabajo con el virtuosismo de Honor, pero también ¡esa misma falta de confianza evitaba que se confiara demasiado!

Resopló por esa autocrítica que le era tan familiar y seguía siendo cierto que prefería con mucho concertar una cita con una simple órbita de estacionamiento para naves pequeñas a esto. No obstante le alegraba que la estación Hefestos tuviera un atracadero abierto pues la galería de reparación del Nike estaba apenas a cinco minutos del tubo de personal del que iba a ser el amarradero del Agni. Henke ya se había comunicado con Eve Chandler para advertirla de la llegada de Honor, y Chandler le había respondido a su vez con otra advertencia: los periodistas estaban esperándola.

Henke sintió cómo se le torcía el gesto y después se obligó a relajarlo con un esfuerzo consciente y deliberado e irguió la espalda en su asiento. Esos buitres no podían llegar hasta Honor de ninguna de las maneras. Esa era la razón por la que la Central de la Hefestos había recibido un plan de vuelo para que un cúter llevara a la condesa Harrington y a su destacamento a la explanada principal. La falsificación de los planes de vuelo era un delito medianamente grave y podría haber repercusiones cuando ningún cúter llegara a la explanada de llegadas, pero Henke creyó haber detectado una nota de complicidad en la voz del controlador cuando este recibió su plan de vuelo falso. El hecho de que este mencionara que los periodistas estarían sin duda esperando a lady Harrington no hizo más que reforzar sus sospechas y la sensación de que estaba haciendo lo correcto, incluso a pesar de poder recibir una reprimenda por ello.

Un tono musical bajo sonó y la suboficial Robinet asintió para sí.

—Estamos en la estación de acoplamiento, capitana.

—Engrane los tractores del amarradero.

—Engranando los tractores del amarradero, señora.

—Jack —Henke se volvió hacia su oficial de comunicaciones—, solicite cierre umbilical y averigüe cómo de rápido pueden preparar los tubos de embarque para nosotros.

—A la orden, señora.

—Gracias. —Henke se levantó de su silla y miró a su primer oficial—. Señor Thurmond, queda usted al mando.

—A la orden, señora.

—Bien. —Se frotó las sienes y después suspiró—. Si alguien me necesita, estaré con lady Harrington.

* * *

El camarote de Honor no tenía mamparo a babor, pero había conectado su terminal de comunicaciones a los sensores visuales de proa del Agni. En ese momento permanecía sentada, con las manos sobre su regazo, y miraba la pantalla plana mientras la nave avanzaba hacia el atracadero.

Se sentía… vacía. Más vacía que el viento o el propio espacio aspirado por la silenciosa resaca de la entropía. Escuchó a MacGuiness moviéndose detrás de ella; sintió a Nimitz cuando este se estiró a lo largo de su butaca y le irradió su preocupación y su amor hacia ella, pero en su interior solo había silencio y quietud. El dolor estaba al acecho y ella lo había cubierto con una coraza de hielo. Podía verlo a través de los ojos de su mente, brillando en el interior de su prisión cristalina, sin que el dolor pudiera tocarla. Ni tampoco podría, pues la destrozaría demasiado pronto si ella lo liberaba. Por eso lo había congelado, encarcelado, hasta que ella decidiera hacer añicos esa prisión y lanzar ese dolor sobre ella, pero eso tendría que esperar hasta que encontrara a Denver Summervale.

Por su mente pasaron formas y modos de hacerlo. Sabía que Henke estaba asustada por ella, pero eso era una estupidez. Nada podía hacerle daño ahora. Era un glaciar, una figura hecha de piedra y hielo que se dirigía de forma implacable hacía su objetivo. Al igual que el glaciar, nada podría pararla… y, como el glaciar, nada quedaría de ella al final de su trayecto.

Escondió muy dentro de sí ese pensamiento, tan dentro que apenas pudiese sentirlo, y menos Nimitz leerlo en ella, pero había una lógica clara en ello. Era inevitable, y también justo.

No debería haberse permitido amar a Paul, pensó con frialdad. Tendría que haberlo supuesto. Parte de ella deseaba haber tenido más tiempo antes de que la trampa le sorprendiera, pero el final estaba predeterminado. Era su amor hacia ella lo que le había condenado; lo supo desde el momento en que intimidó a Henke para que le dijera el insulto final que Summervale había usado contra él. Mike no había querido decírselo. Había luchado contra ello, pero tenía que haber sabido que Honor tarde o temprano iba a acabar descubriéndolo. Así que al final se lo había tenido que decir; se lo dijo con la mirada en la nada, incapaz de mirarla a los ojos y Honor lo supo. Todavía no sabía por qué un desconocido había entablado una pelea con Paul, pero ella había sido su punto flaco. Ella había sido lo que Summervale había usado para llegar a él, incitarlo… matarlo.

Justo como ella mataría a Summervale. Su riqueza serviría para algo, después de todo, pues estaba dispuesta a gastarla toda si fuere necesario para dar con él.

Un dolor más frío y despiadado la atravesó y ella lo aceptó. Lo metió dentro de su coraza, pero levantó e hizo aún más gruesos los muros de hielo para mantener a raya ese dolor durante un poco más de tiempo. Lo suficiente para hacer la última cosa que volvería a importarle de nuevo.

* * *

Honor tenía mejor aspecto, se dijo Henke a sí misma cuando entró en el camarote de su amiga, y era cierto… hasta cierto punto. Su cara había perdido esa expresión de abatimiento, aunque seguía siendo una máscara. A Henke le dolía el corazón cada vez que pensaba en lo que se escondía tras ella, y solo tenía que mirar a Nimitz para adivinar de qué se trataba. El felino ya no estaba demacrado y encorvado, pero las ganas de hacer travesuras lo habían abandonado. Ya no levantaba las orejas y parecía irradiar un aura extraña y peligrosa, como si se hiciera eco de las ansias de venganza que Henke sabía que Honor albergaba. Se mostraba frío como ella y ajeno a todo lo que Henke había percibido a través de su sentido empático en el pasado. Quizá aún peor era la forma en que miraba a Honor. Permanecía inmóvil en su hombro cada vez que ella abandonaba el camarote; cuando se encontraba dentro de él, se negaba a perderla de vista y sus ojos verdes, ahora oscuros y fríos, estaban siempre fijos en ella.

—Hola, Mike. Veo que ya hemos llegado.

—Sí. —La respuesta de Henke salió con torpeza de su boca, en el tono de alguien que no sabía muy bien cómo responder. No había ningún énfasis en la voz de Honor; muy, muy en el fondo era su voz, pero su timbre monótono y apagado le resultaba ajeno. Henke carraspeó e intentó sonreír—. Me he tomado algunas molestias con los periodistas, Honor. Si logramos que subas a bordo de la estación lo suficientemente rápido, tendrás vía libre hasta el Nike antes de que se den cuenta de que no vas a llegar por la explanada principal.

—Gracias. —Los labios de Honor esbozaron una especie de sonrisa que no se correspondía con sus ojos. Esos ojos oscuros y fríos que nunca parecían animados, que no parecía que pestañearan ni siquiera en el campo de tiro. Henke no tenía ni idea de cuántas veces habría disparado Honor, pero sabía que había pasado al menos cuatro horas diarias allí, y su total inexpresividad cuando disparaba una bala tras otra a los corazones y cabezas de los holoobjetivos humanos había aterrorizado a Henke. Se movía como una máquina, con una precisión atroz que hacía imposible cualquier sentimiento humano en su interior, como si su alma se hubiera congelado dentro de ella.

Honor Harrington era una asesina. Siempre lo había sido. Mike Henke lo sabía mejor que nadie; sin embargo, sabía que ese instinto asesino estaba controlado por la compasión y la dulzura, características mucho más importantes y destacables en ella. Su instinto era canalizado por el sentido del deber y la responsabilidad y, en cierto modo, era el complemento y la consecuencia de su compasión. A Honor le «importaban» las cosas; eso había hecho que su capacidad para la violencia fuera aún mayor, en muchas aspectos, pero también había hecho que esa capacidad fuera algo que pudiera usar cuando lo necesitara, no algo que la usara a ella. Había amenazado con romper sus cadenas y liberarse una o dos veces, pero nunca lo había hecho. Si lo que decían del asalto a la base Pájaro Negro era cierto, casi había llegado a ocurrir entonces, pero de alguna forma ella había logrado frenarlo.

En esta ocasión, ni siquiera deseaba hacerlo y Henke percibió su aptitud para la destrucción como nunca antes había hecho. Henke había temido por su cordura. Ahora sabía que la verdad era mucho peor que eso. Honor no estaba loca; simplemente, no le importaba nada. No solo había perdido su sentido del equilibrio, sino también cualquier deseo de recuperarlo. No había perdido la cabeza. Era algo bastante más peligroso, pues su parte asesina era ahora la que estaba al mando con una lógica cruel e inhumana como el invierno esfingino, totalmente desprovista de su compasión habitual y para nada preocupada por las consecuencias.

Honor se puso en pie en silencio mientras observaba a su mejor amiga desde dentro de sus muros de hielo. Sintió el miedo de Henke a través de su vínculo con Nimitz y una pequeña parte de su corazón deseó consolar esos miedos. Pero aquello no fue más que un acto reflejo, demasiado insignificante y aislado como para crecer. Además, había olvidado cómo se consolaba. Quizá lo recordara algún día, pero eso no importaba. Lo único que importaba ahora era Denver Summervale.

—Supongo que será mejor que me vaya —dijo tras un instante. Extendió la mano y Mike la cogió. Nimitz dejó que Honor sintiera las abrasadoras lágrimas tras los ojos de Mike y ese fragmento de la mujer a la que Paul Tankersley había amado deseó que sus ojos se abrasaran también. Pero no podía, así que apretó la mano de Mike, le dio una palmadita dulce en el hombro y salió del camarote sin mirar atrás.

* * *

La formación se puso en posición de firme e hicieron el saludo cuando Honor cogió la barra de agarre y se balanceó desde la gravedad cero del tubo de embarque a la gravedad interna del Nike. Los pitidos del contramaestre sonaron y Honor levantó su mano de forma automática. Eve Chandler dio un paso al frente y extendió la mano para darle la bienvenida. Honor la cogió. Los ojos de esa diminuta pelirroja se mostraron compasivos y algo más que impresionados, asustados incluso, cuando asimilaron la expresión de su oficial al mando.

—Capitana —dijo en voz baja. Fue un simple saludo, desprovisto de toda condolencia, pues había percibido que Honor no deseaba oírlas.

—Eve. —Honor asintió hacia ella, a la formación y después indicó a uno de sus hombres de armas que se acercara—. Comandante Chandler, este es el mayor Andrew LaFollet, al mando de mi equipo de seguridad. —Un amago de sonrisa volvió a aparecer en sus labios—. El protector Benjamín lo ha enviado conmigo para evitar que haga ninguna tontería. —LaFollet torció el gesto, pero estrechó la mano de Chandler sin hacer ningún comentario al respecto—. Le ruego que le presente al coronel Ramírez tan pronto como pueda. Creo que van a descubrir que tienen muchas cosas en común.

—Por supuesto, señora —murmuró Chandler.

—Gracias. —Honor se volvió hacia MacGuiness—. Haga que transfieran mi equipaje, por favor. Iré directamente a mis dependencias.

—Sí, señora. —Chandler jamás había notado tan cansado, o preocupado, a su asistente y sintió muchísimo pesar por aquel hombre exhausto de ojos tristes.

Honor salió de la entrada de babor y se dirigió al ascensor. LaFollet se aclaró la voz tras de ella.

—Hombre de armas Candless —dijo, y James Candless se puso en posición de firme y se pegó a los talones de Honor. Chandler miró al mayor y este se encogió de hombros—. Lo siento comandante, pero tengo órdenes.

—Comprendo. —Chandler lo miró un instante más y después su expresión se suavizó—. Comprendo —dijo con otro tono— y todos estamos preocupados por ella. Entre todos lo lograremos, mayor.

—Eso espero, comandante —murmuró LaFollet mientras observaba cómo el ascensor se llevaba a su gobernadora—. Que Dios nos asista.

* * *

La escotilla del camarote se cerró, separando a Honor de Candless y de su centinela habitual. Se sintió un poco culpable por no haberlos presentado o explicar al infante de marina la presencia de Candless, pero no podía permitirse pensar en cosas como esas.

Echó un vistazo al camarote y un dolor sereno se retorció en su interior, a pesar de su coraza, cuando su mirada tropezó con el holocubo de su escritorio. Paul la estaba sonriendo desde él; el aire agitaba su coleta y su brazo rodeaba el casco de vuelo. El morro de un Javelin relucía a sus espaldas.

Se acercó al escritorio. Su mano tembló cuando cogió el cubo y lo miró deseando que brotaran las lágrimas que sabía no brotarían de su interior. Su boca se estremeció y sus dedos se aferraron al cubo, pero aun así, su alma congelada se negaba a llorar. Lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos y aferrarlo contra su pecho, meciéndolo como si fuera el corazón insensible de su pérdida y su dolor.

Nunca supo cuánto tiempo estuvo así. Nimitz se había acurrucado a un lado de su cuello, lamentándose y golpeando suavemente su mejilla con una mano real. Sabía que no podía hacer nada más y que le faltaba el coraje para abrir la escotilla del dormitorio. Había mucho dolor al otro lado, demasiados recuerdos de felicidad peligrosos. No podía enfrentarse a ellos. No ahora. Aquello la rompería en mil pedazos y Honor no se atrevía a quebrarse antes de hacer lo que tenía que hacer, así que permaneció allí de pie; una estatua uniformada de negro y dorado congelada en la esquina de su escritorio, hasta que el timbre de admisión sonó a sus espaldas.

Tomó aire bruscamente y resopló. Después dejó con cuidado el holocubo en su escritorio, pasó un dedo por el rostro sonriente de Paul a modo de beso y pulsó la tecla intercomunicadora.

—¿Sí? —El temblor de su voz la sorprendió y lo aplastó con sus muros de hielo.

—El coronel Ramírez, señora —dijo su centinela.

—No… —Se contuvo. No quería ver a Ramírez. Había sido el padrino de Paul y lo conocía demasiado bien. Sabía que se sentía culpable y que esperaba que ella compartiera su veredicto de autocondena. No era así, pero tener que hablar de ello solo serviría para abrir aún más sus heridas, poner en peligro su coraza. Pero si se negaba a recibirlo, parecería que le culpaba de lo que había ocurrido. Se merecía mucho más por su parte y le quedaba tan poco que pudiera dar que su propia conciencia se negó a retenerlo.

Tomó aire de nuevo y se puso derecha con un suspiro.

—Gracias, soldado —dijo. Presionó el botón para que se abriera la escotilla y se volvió hacia ella.

Tomás Ramírez tenía peor aspecto del que se temía y Honor se preparó para lo que se le venía encima cuando el coronel se detuvo y la escotilla se cerró tras de él.

—Lady Honor, yo… —comenzó, pero Honor levantó una mano.

—No, Tomás —dijo tan dulcemente como el hielo que rodeaba su corazón le permitió. Sabía que su voz le había sonado al coronel mecánica, indiferente y contrariada. Puso una mano sobre su brazo para abrirse camino a través de su coraza y llegar hasta él—. Eras amigo de Paul. Lo sé, y sé que no fue culpa tuya. Paul jamás te habría culpado por lo que ocurrió… y yo tampoco lo haré.

Ramírez se mordió el labio inferior. Una lágrima brilló en el rabillo de su ojo, otra de esas lágrimas que ella era incapaz de derramar, y Ramírez inclinó la cabeza un instante. Después respiró profundamente y alzó la vista una vez más. Sus ojos se encontraron y ella vio en ellos comprensión; entendían que en esos momentos era todo lo que era capaz de hacer y lo aceptaban.

—Gracias, señora —dijo con dulzura.

Ella le dio una palmadita en el brazo y caminó alrededor de su escritorio. Se hundió en su butaca y le indicó que tomara asiento mientras colocaba a Nimitz sobre su regazo. El felino se acurrucó contra ella, hundiendo su hocico en su pecho mientras le irradiaba su amor hacia ella. Dolía, como un martillo desportillando el escudo anestésico de su impasibilidad, y ella le golpeó el lomo con suavidad y dulzura.

—Soy consciente de que acaba de llegar, señora —dijo Ramírez tras un instante—, y le pido disculpas por la intrusión, pero hay algo que debe saber antes de que… haga nada.

Honor sonrió forzadamente ante la elección de sus palabras. Tomás Ramírez había estado con ella en el asalto a Pájaro Negro. Si alguien en toda la galaxia sabía qué era ese «nada» que pretendía hacer, ese era él.

—La semana pasada —prosiguió el coronel—, la mayor Hibson y yo llevamos a cabo unas maniobras de entrenamiento en Grifo. —Honor sintió un ligero interés y arqueó una ceja preguntándose cómo habían llegado a Grifo con el Nike todavía en el muelle.

—El capitán McKeon y el comandante Venizelos fueron muy amables y nos ayudaron a transportar el batallón a Mantícora-B —prosiguió Ramírez y el interés de Honor creció, pues había algo en su tono que estaba logrando abrirse paso a través de su coraza de hielo—. Las maniobras generales fueron todo un éxito, señora, pero sufrimos un fallo en los sistemas de navegación en la pinaza en la que yo estaba al mando. Me temo que aterrizamos a varios cientos de kilómetros de nuestra ZA prevista (había una tormenta de nieve importante en la zona de las maniobras que probablemente tuvo que ver en nuestro error de navegación) y nos llevó algunas horas volvernos a unir con el resto del batallón.

—Comprendo. —Honor echó su asiento hacia atrás con el ceño fruncido cuando Ramírez dejó de hablar—. ¿Puedo preguntarle por qué me está contando esto? —dijo finalmente.

—Bueno, señora, resulta que la zona donde aterrizamos estaba muy cerca de un chalé de caza. Como es lógico, mi equipo y yo nos acercamos al chalé con la esperanza de averiguar dónde nos encontrábamos exactamente para poder retomar las maniobras. Fue pura coincidencia, por supuesto, pero, bueno…, resulta que Denver Summervale estaba pasando unas vacaciones en ese mismo chalé.

Honor saltó de la silla y Ramírez contuvo la respiración cuando vio el repentino brillo salvaje de sus ojos.

—¿Sigue aún ahí, coronel? —dijo casi susurrando, con su mirada rabiosa y hambrienta fija sobre el rostro del coronel. Ramírez tragó saliva.

—No lo sé, señora —dijo con mucho cuidado—, pero en el transcurso de nuestra conversación él… nos dio cierta información motu propio. —Metió la mano en el bolsillo de su guerrera y puso sobre el escritorio de Honor un chip de grabación, negándose a apartar la vista de sus aterradores ojos.

—Dijo… —Ramírez paró de hablar y se aclaró la voz—. Señora, dijo que fue contratado. Le pagaron para matar al capitán Tankersley… y a usted.

—¡¿Le pagaron?! —Honor lo miró fijamente y un temblor silencioso la recorrió por dentro. Su coraza se estremeció y se resquebrajó un poco cuando el calor comenzó a abrasarla en su interior. Jamás había oído hablar de Denver Summervale antes de que matara a Paul, dado por sentado que había actuado por algún motivo personal, pero esto…

—Sí, señora. Le pagaron para matarles a los dos —recalcó Ramiro—: Pero le contrataron para que matara primero al capitán Tankersley.

Primero. Alguien había querido que mataran a Paul primero y la forma en que Ramírez lo había dicho retumbó una y otra vez en su interior, golpeando el hielo de su coraza. No había sido el cruel e indiferente acto de un universo impersonal para castigarla por amarlo. Había sido deliberado. Alguien la quería muerta y, antes de que ella muriera, quería hacerle todo el daño que fuera posible. Alguien había pagado por la muerte legal de Paul como arma arrojadiza contra ella.

Nimitz bufó en su regazo con el pelaje erizado y enseñando las garras y Honor sintió cómo su coraza se hacía añicos. Notó cómo el calor de su ira se abría paso a través de su impasibilidad. Y a pesar de que su rabia rugía más fuerte en su interior, ella lo sabía. Sabía quién tenía que haber sido, la única persona lo suficientemente enferma y sádica que la odiaba lo suficiente como para hacer que mataran a Paul. Lo sabía, pero se limitó a mirar a Ramírez esperando su confirmación.

—Señora, Denver Summervale fue contratado —dijo el coronel en voz baja—, por el conde de Hollow del Norte.