21
—Príncipe Adrián, aquí la central de la estación Hefestos. Listos para autorizar salida.
El capitán Alistair McKeon asintió a su timonel para que estuviera preparado y presionó el botón intercomunicador del reposabrazos de su silla de mando.
—Recibido, Hefestos. A la espera de órdenes.
—Entendido, Príncipe Adrián. —Se produjo un momento de silencio mientras el controlador volvía a comprobar el tablero—. Autorización confirmada, Príncipe Adrián.
—Aquí Príncipe Adrián, recibido. Desacoplamiento —respondió McKeon y miró de nuevo al timonel—. Desconecte los tractores del amarradero.
—Desconectando tractores del amarradero. A la orden, señor. —El timonel pulsó media docena de botones—. Tractores desconectados, señor.
—Compruebe nuestra zona, Beth.
—Comprobando zona, señor. —La oficial táctica hizo un barrido rápido con los sensores y McKeon esperó pacientemente. Ya había visto una vez lo que había ocurrido cuando un crucero de batalla no lo hizo y el piloto de una lanzadera se había desviado a la zona de salida—. Despejado, señor. Cinco astilleros pequeños a dos-uno-ocho cero-nueve-cinco, distancia dos-cinco kilómetros. Apolo gira a cero-tres-nueve, mismo plano. Distancia siete punto cinco kilómetros.
—Trazo de la maniobra confirmado, señor —informó el timonel.
—Muy bien. Impulsores delanteros.
—A la orden, señor.
El crucero pesado tembló cuando salió de su amarradero. McKeon observó que la dársena de acoplamiento retrocedía y se alejaba en visualizador.
—Mantenga el rumbo actual —dijo. El timonel asintió y McKeon cambió su visualizador a estribor justo cuando el Apolo salía por la popa de su propio amarradero. Sus trayectorias divergieron brusca mente, separándose para despejar los perímetros de seguridad de sus cuñas de impulsión, McKeon pulsó el botón del intercomunicador interno de la nave.
—Coronel Ramírez —respondió una voz grave.
—Salida a la hora prevista, coronel. Nuestro TEL parece bueno.
—Gracias, señor. Le agradecemos su ayuda.
—Es lo menos que podemos hacer, coronel —respondió McKeon y se recostó sobre su silla una vez hubo cortado las comunicaciones.
* * *
El coronel Tomás Ramírez y la mayor Susan Hibson se habían asustado al ver los resultados de los últimos test de preparación. Si bien nadie podía poner reparos a la buena voluntad del destacamento de la Infantería de la Nike, todo el batallón estaba desentrenado. Los reemplazos y el correspondiente traspaso de personal experimentado no habían hecho más que empeorar las cosas. El coronel Ramírez y su primera habían decidido que había que hacer algo, independientemente de si el Nike iba a estar operativo o no. Después de todo, ¡la Real Infantería de la Armada Manticoriana no podía quedarse de brazos cruzados y perder su ventaja solo porque los mariquitas que dirigían la Armada se habían cargado una de sus naves!
Un memorando de la cadena de mando se había ganado el respaldo de nada más y nada menos que la General Erica Vonderhoff, Comandante de las Fuerzas de la Marina de la Flota. Por supuesto, una CFMF[12] no podía dar órdenes a la Armada; lo más que podía hacer era conceder a Ramírez una autorización, con su beneplácito para solicitar un traslado para el entrenamiento de la tropa, de acuerdo con la disponibilidad de la Armada.
La Armada se había mostrado comprensiva, pero la solicitud del coronel Ramírez al Mando de Entrenamiento y Servicio había sido recibida con pegas; la Flota necesitaría al menos una semana para prepararlo. A Entrenamiento y Servido les gustaría poder programarlo cuanto antes, pero, hasta entonces, ¿por qué no realizar inserciones orbitales desde la estación Hefestos? Después de todo, la estación espacial giraba alrededor de la propia Mantícora, y el planeta capital del Reino Estelar ofrecía numerosas y adecuadas zonas de entrenamiento. ¿Qué tal el campo Justin en Alto Sligo? Ahora mismo la nieve debía de llegar a la altura de la cadera, suficiente para volver a endurecer a los infantes del Nike. O, si el coronel Ramírez prefería el desierto, ¿que tal campo Maastricht en el ducado de West Wind?
Pero el coronel tenía su corazón y mente puestos en Grifo. Unas tropas tan fuera de forma como las suyas necesitaban un terreno que les exigiera mucho esfuerzo y pocos lugares resultaban tan desafiantes como Grifo en invierno. No solo la inclinación extrema del eje del planeta contribuía a… interesantes patrones meteorológicos, sino que medio planeta seguía siendo una zona selvática virgen. Por desgracia, no podían llegar a Grifo desde la estación Hefestos.
Los componentes del sistema binario de Mantícora estaban pasados el periastron, pero las estrellas compañeras G0 y G2 estaban once horas-luz más lejos. Las pinazas del Nike habrían necesitado dos días y medio manticorianos para hacer el viaje, duración que doblaba la resistencia máxima del soporte vital con una carga de tripulación completa.
Parecía que el coronel Ramírez iba a tener que conformarse con el campo Justin, pero los caminos del destino son inescrutables. Le habló de su problema al capitán McKeon durante una ronda de bebidas que se tomaron una tarde y el capitán vio en ello la oportunidad de mejorar las relaciones entre las Fuerzas Armadas. Tanto él como el comandante Venizelos de la Apolo iban a participar en un ejercicio defensivo en Mantícora-B y, con poca tripulación a bordo, sus naves podrían transportar a todo el destacamento de la infantería del Nike y sus pinazas a Grifo con tan solo un vuelo corto por el hiperespacio.
El coronel Ramírez había aceptado la oferta, dejando constancia de su agradecimiento al Cuerpo. Así, la Príncipe Adrián, la Apolo y casi seiscientos infantes de marina más partieron de la Hefestos con destino a Grifo según lo programado.
* * *
—¿Y por qué querría venir, Scotty? —preguntó Susan Hibson.
El teniente Scotty Tremaine, ayudante del oficial de tácticas de la Príncipe Adrián y que también hacía las voces de oficial de control de botes del crucero pesado, observó cómo la mayor quitaba el envoltorio a un chicle. Para Tremaine, mascar chicle era una de las manías más asquerosas de la humanidad, pero fue indulgente con la mayor. La conocía bastante y le había visto hacer cosas muy buenas durante el asalto a la base Pájaro Negro. Además, no era culpa suya tener que pasar la mayoría del tiempo enfundada en una coraza de batalla. Probablemente esa fuera razón suficiente para desquiciar a cualquiera y no había muchas más cosas que se pudieran hacer para relajarse cuando llevabas enfundado tu cuerpo en el equivalente a un tanque de batalla preespacial. Después de todo, solo había en perspectiva muchos objetivos a los que hacer saltar por los aires, volar en mil pedazos o destrozar por medio de la fuerza bruta.
Se metió el chicle en la boca y comenzó a masticarlo rítmicamente Tremaine se encogió de hombros ante el peso de los ojos de la mayor.
—El coronel necesita un piloto, señora.
—Ya tiene un piloto —puntualizó Hibson—. Un compañero competente que ha estado desde el Nike con él.
—Sí, señora. Pero me preocupan sus sistemas de navegación. —Miró a Hibson con una expresión de inocencia total—. El suboficial mayor Harkness y yo hemos llevado a cabo una serie de diagnósticos sin lograr aislar un fallo, pero estoy casi seguro de que hay uno.
—¿De veras? —Hibson se recostó sobre su asiento e hizo un globo pensativa. El teniente Tremaine no había sido informado de la operación, pero eso no parecía haber impedido que se figurara lo que estaba ocurriendo—. ¿Es tan malo como para tener que comprobar la nave en la estación?
—Oh, yo no diría eso, señora. Es solo que el suboficial mayor y yo nos sentiríamos mejor si estuviéramos a bordo para vigilar los sistemas. Y, por supuesto, si algo no fuera bien, él y yo estaríamos en el lugar y en el momento preciso para hacer las reparaciones pertinentes… y verificar el fallo para que conste en los registros.
Hibson arqueó una ceja.
—¿Ha comentado sus preocupaciones al capitán McKeon?
—Sí, señora. El patrón dice que las pinazas son responsabilidad del coronel Ramírez y de usted, pero, si usted desea pedir soporte técnico a la Flota, él está dispuesto a que el suboficial mayor y yo les acompañemos por unos días.
—Comprendo. —Hibson explotó un par de globos más con su chicle y después se encogió de hombros—. Retomaré esta conversación con el coronel. Si él dice que pueden acompañarnos, por mí no hay ningún problema.
* * *
—Ahora escuchen con atención. Punto de caída en treinta minutos. Noveno batallón, a sus puestos. Noveno batallón, a sus puestos.
Los hombres y mujeres a bordo de la Príncipe Adrián alzaron la vista cuando el anuncio resonó a través de los altavoces. Las dos compañías de Infantería del Nike que tenían previsto hacer la caída en configuración de asalto pesado ya tenían la coraza puesta. Sus más afortunados compañeros dejaron sus tazas de cafés, cartas y visualizadores de libros, y comenzaron a meterse en sus trajes malla, mientras maldecían como era ya tradicional a los diseñadores de la equipación. Los trajes malla de la Armada fueron confeccionados sobre todo para el vacío y con vistas a que sus portadores pudieran realizar trabajos de reparación delicados y actividades igualmente complicadas e podían implicar largos periodos de tiempo. Los de la Infantería, por otro lado, si bien era innegable que eran más cómodos que las corazas de batalla a propulsión, eran más pesados, voluminosos y molestos que los de la Armada, ya que incorporaban armaduras corporales ligeras, pero muy efectivas, y habían sido pensados para entornos planetarios hostiles, además de para el vacío. Para la filosofía de la Infantería, siempre y cuando la efectividad del portador no se viera afectada, la resistencia de los trajes iba por delante de la comodidad; no obstante, incluso a los oficiales más quejicas del cuerpo no les quedaba más remedio que admitir que lo peor que el invierno grifense (o incluso esfingino) podía ofrecer a un infante de marina enfundado en su traje malla sería unas leves molestias. Algo que, de acuerdo con los informes meteorológicos para la misión, era probablemente una buena noticia.
La infantería del Nike fue formando filas en las dársenas de botes del Príncipe Adrián conforme iba recibiendo las órdenes para hacerlo. Algunos de los marines del crucero pesado se acercaron para verlos marchar, con miradas que iban desde la conmiseración al cómodo placer del que observa la desgracia ajena. Los marines del Nike les respondieron con expresiones de desdén y falso entusiasmo, consolándose ante la perspectiva de que sus anfitriones pronto se verían en una situación similar. «Donde las dan las toman»; esa era una de las verdades imperecederas del Cuerpo. Además, corrían rumores de que esta operación era por una causa más valiosa que el resto.
Scotty Tremaine se sentó en el asiento del copiloto de la Nike Uno, la pinaza de mando del coronel Ramírez. La mayor Hibson iría en la Nike Dos, lista para asumir el mando si algo ocurría en los sistemas de comunicación del coronel. El capitán Tyler operaba desde la dársena de botes del Apolo en la Nike Tres, igualmente preparado para respaldar a la mayor. El suboficial de marina de primera clase, Hudson, observó al teniente con los ojos entornados; a continuación se inclinó para activar sus sistemas internos. Acababa de quitar el cordón umbilical de la pinaza cuando un suboficial mayor, con el rostro maltrecho de tantas batallas, asomó la cabeza en el apretujado puente de mando.
—Hasta ahora todo parece ir según lo previsto, señor Tremaine —anunció Horace Harkness y después le guiñó el ojo—. Sin embargo, todavía queda un pequeño problema técnico en los sistemas de navegación. He tomado nota de ello.
—Bien, suboficial. Yo estaré al tanto de todo lo que ocurra aquí —le respondió Tremaine con gesto inexpresivo.
—Sí, señor.
Harkness desapareció y en el intercomunicador que Tremaine llevaba en el oído se escuchó la voz del coronel Ramírez.
—¿Cómo va todo, Hudson?
—Escotillas selladas, señor —respondió Hudson cuando el indicador rojo cambió a verde en el panel—. Tubo de acoplamiento replegado. Listos para el lanzamiento, señor.
—Bien. Informe al oficial de control que esté de servicio y proceda a soltarla.
—A la orden, señor —asintió Hudson y cambió el intercomunicador al modo de comunicación interna de la nave.
* * *
Siete pinazas se separaron del crucero pesado y su crucero ligero consorte. Los impulsores resplandecieron a plena potencia, pero no emplearon las cuñas de impulsión para dirigirse hacia el mármol blanco y azul que les esperaba abajo. Se trataba de un ensayo en toda regla; no solo se movieron silenciosos para evitar cualquier ruido traicionero en las comunicaciones, sino que anularon todos los sistemas que pudieran ser fácilmente detectables, incluso sus placas gravitacionales internas, y pusieron rumbo para asaltar el hemisferio sur de Grifo a la máxima velocidad de reingreso segura de la pinaza.
Las proas, las alas y estabilizadores a la vanguardia comenzaron a brillar cuando impactaron en la atmósfera. Sus pasajeros habían sido instruidos acerca de las condiciones de vuelo que se podían esperar y se aferraron fuertemente a sus equipos cuando las pinazas comenzaron a zarandearse. Por muy agitado que estuviese siendo el trayecto, de ahí en adelante iba a ser mucho peor.
Vientos huracanados y nieves torrenciales los esperaban, y sus pilotos estaban en modo aerodinámico, sin ni siquiera antigravitacionales, cuando se dirigieron a las entrañas de la tormenta invernal. Las pinazas habían sido diseñadas para soportar esas condiciones, pero nadie había encontrado aún una forma de rediseñar los estómagos humanos. Algunos pasajeros se agarraron a los que tenían al lado con la alegre brutalidad de los que se saben inmunes; otros lucharon para no echar el almuerzo y un puñado de almas desafortunadas perdieron su particular batalla.
Las turbinas aullaron más fuerte que la tormenta cuando la pinaza la surcó para colocarse por debajo de ella y acercarse a la ZA[13]. El capitán McKeon sonrió ver los informes de seguimiento. Seis de las pinazas seguían el rumbo previsto y la séptima ya había desaparecido de su escáner y viraba hacia una de las zonas con peores condiciones climatológicas del planeta.
* * *
El suboficial mayor Harkness asomó de nuevo la cabeza por el puente y sonrío enseñando los dientes.
—¿Si suboficial? —Tremaine jamás levantaba la vista de sus instrumentos. El suboficial Hudson estaba haciendo un trabajo sensacional, pero las condiciones climatológicas no eran las adecuadas como para que nadie desviara su atención del puente de mando.
—Pensé que le gustaría saberlo, señor. Los sistemas de navegación deben de haber dejado de funcionar, porque dicen que estamos a más de treinta grados del rumbo original.
—Vergonzoso, suboficial. Es vergonzoso. Supongo que será mejor que no conste en los informes. Después de todo, no tiene sentido anotar un rumbo incorrecto. El suboficial Hudson y yo tendremos que hacerlo lo mejor que podamos.
* * *
Tomás Ramírez dio una palmadita distraída a su equipación mientras comprobaba su traje, una costumbre arraigada en él que repetía incluso mientras observaba el visualizador. La pinaza Nike Uno se alejaba por segundos del rumbo proyectado; sin duda debido a la tormenta. El coronel sonrió con frialdad y después alzó la vista cuando alguien apareció tras de él.
—¿Por qué no lleva puesto el cinturón de seguridad, marinero? —comenzó a decir y después se contuvo. Frunció el ceño antes de negar con la cabeza y suspirar—. Sargento mayor Babcock, ¿le importaría decirme qué demonios cree que está haciendo aquí? —Su tono sonó más resignado que lo que sus palabras podrían haber sugerido e Iris Babcock se puso en posición de firme.
—¡Señor! La sargento mayor le informa respetuosamente de que está confundida, señor. Tenía la impresión de que esta era una de las pinazas del Príncipe Adrián, coronel.
Ramírez negó con la cabeza otra vez.
—No cuela, Gunny. El Príncipe Adrián ni siquiera tiene aún el Modelo Treinta.
—Señor, yo…
—No siga. —El coronel se volvió para mirar a Francois Ivashko, su sargento mayor de batallón—. Me temo que no ha registrado a la sargento mayor Babcock como observadora invitada, ¿verdad, Gunny?
—Eh… no señor —dijo Ivashko—. Pero…
—Bueno, en ese caso, regístrela ahora. ¡Me sorprende, Gunny! Sabe lo importantes que son los trámites burocráticos. ¡Ahora tendré que pedir autorización con efecto retroactivo al mayor Yestachenko y al capitán McKeon!
—Sí, señor. Lo siento, señor. Supongo que le he fallado, señor —dijo Ivashko con una repentina sonrisa burlona.
—Que no vuelva a ocurrir —gruñó Ramírez y después señaló con un dedo a Babcock—. Y en lo que respecta a usted, sargento mayor vuelva a su asiento. Y permanezca donde la pueda vigilar para asegurarme de que se comporta como es debido. ¿Entendido?
—¡A la orden, señor!
* * *
—Aquí Nike Dos —dijo Susan Hibson a su intercomunicador con voz clara y serena—. La Nike Dos ha perdido el rastro a la Nike Uno y asume el mando hasta que la pinaza Nike Uno restablezca contacto. Corto.
Se recostó sobre su asiento y sonrió al panel con cierto pesar. La vida es una mierda, pensó para sí, pero alguien tiene que vigilar… y el coronel me supera en rango.
* * *
«Nevar» era una palabra demasiado pasiva para definir lo que estaba ocurriendo alrededor del aislado chalet de caza. Un viento de sesenta kilómetros por hora movía y colocaba los copos de nieve ante ellos como si de un muro sólido se tratara, aullando tan violentamente que era imposible decir con exactitud dónde terminaba el terreno y dónde empezaba el huracán níveo. Así que nadie hubiese esperado que fuese a haber alguna persona cuerda en el exterior.
Pero ese nadie estaba equivocado. Cinco hombres y mujeres se amontonaban al abrigo de los muros y las escaleras exteriores, maldiciendo a su jefe y a ellos mismos por haber aceptado ese trabajo mientras atisbaban con poco entusiasmo la llegada de la noche. Su ropa para condiciones climatológicas extremas era excelente, pero el viento estaba alcanzando rachas de hasta cien kilómetros por hora; incluso a la máxima potencia, los sistemas de calefacción perdían terreno ante los vientos cortantes. Ese aspecto ponía de relieve que estaban ahí fuera en una misión estúpida. La seguridad exterior podría tener sentido en condiciones meteorológicas más benévolas, ¡pero solo un lunático estaría fuera con un tiempo así!
Ninguno de ellos vio a aquella enorme forma que bajaba surcando los vientos ni oyeron el ruido de las turbinas, ahogado por el vendaval. El suboficial Hudson sostuvo la pinaza en el aire en posición vertical a tres metros del suelo mientras se desplegaba el tren de aterrizaje, que se zarandeó y tambaleó con las ráfagas de viento. Después cayó como una roca y los sistemas de absorción de impactos amortiguaron el golpe cuando la pinaza tocó la superficie plana de la roca que el radar de Hudson había trazado. La pinaza se tambaleó un instante, pero el suboficial Hudson levantó los tractores ventrales, lo que hizo que desapareciera la oscilación y que la nave se acoplara inamovible en el sitio. Después, Hudson comenzó a apagar los sistemas de vuelo y Scotty Tremaine le dio una palmadita en el hombro.
—Suboficial Hudson, eso ha estado muy bien. Mejor que bien, ¡ha sido extraordinario!
—Gracias, señor. —Hudson le sonrió burlonamente y Harkness volvió a hacer su aparición en el puente de mando.
—Todos los gruñones están listos para saltar de la nave, señor —le dijo a Tremaine—. ¿Cree que debemos vigilarlos?
—¿Con este tiempo? —Tremaine pulsó el botón para separar su asiento de los controles—. Suboficial, el trabajo de la Armada es cuidar de los indefensos. ¡No podemos estar totalmente seguros de que un puñado de marines encuentren el camino de vuelta a casa en una noche así sin nuestra ayuda!
—Eso era lo que yo pensaba, señor —asintió Harkness y extendió un fusil a su teniente—. Espero que lleve ropa interior abrigada, señor.
* * *
El primer aviso para los ateridos guardias exteriores se produjo cuando vislumbraron que en la nieve algo tomaba forma. No tuvieron oportunidad de identificarlo. Según el plan operativo oficial del coronel Ramírez, su sección AC[14] tenía que desempeñar el papel de las fuerzas defensivas locales de reacción rápida contra el resto de su infantería; para motivar más a los «asaltantes», había armado a todos los AC con armas aturdidoras en vez de los fusiles láser y las armas prendidas del cinturón que llevaban sus compañeros.
Toda la fuerza de seguridad exterior fue abatida y quedó en estado de inconsciencia antes de que se dieran cuenta de que estaban siendo atacados.
—¿Qué hacemos con ellos, señor? —preguntó el sargento mayor Ivashko a través del intercomunicador de su traje mientras empujaba con la punta del pie a uno de los cuerpos.
—Me gustaría que se congelaran de frío, pero eso no sería muy amable por nuestra parte. —Ramírez echó un vistazo a su alrededor a través de la ventisca orientándose con el mapa que el Príncipe Adrián había trazado desde su órbita antes de que las condiciones meteorológicas adversas se cernieran sobre ellos—. Hay un almacén allí, Gunny apílelos allí.
—A la orden, señor. —Ivashko comprobó el visualizador táctico de la parte interior de su casco y cogió dos faros—. Coulter, usted y Malthus van a hacer de niñeras. Guarden en el almacén a esas bellas durmientes.
* * *
Al suboficial mayor Harkness no le gustaba la Infantería. Era un instinto que nunca se había cuestionado, pero estaba dispuesto a hacer una excepción esa noche. Caminaba detrás del teniente Tremaine, con un ojo puesto en él mientras el otro observaba a la gente del coronel en acción.
Una vez hubieron dejado a los guardias exteriores fuera de juego, los marines trazaron un perímetro alrededor del chalet, localizaron e inutilizaron la línea de tierra de emergencia y anularon el satélite del edificio con sus detectores de radares, todo ello en menos de cuatro minutos. Mientras la mayoría de ellos se encargaba de esos menesteres, la sección AC se alineaba alrededor del coronel Ramírez mientras este dividía en parcelas las puertas a las que se tenía que dirigir cada uno de ellos.
El teniente Tremaine se unió directamente al coronel y Harkness ni siquiera se había percatado de que la sargento mayor Babcock se había unido a la fiesta hasta que la vio caminar con paso suave tras Ramírez. Movió la cabeza. El patrón tenía que estar metido hasta el cuello en esto, lo que significaba que no había mucho que pudiera hacerle a Gunny, oficialmente. Pero Harkness sospechaba que iba a ponerla de vuelta y media en privado.
El coronel los condujo hasta la entrada delantera del chalé y probó con el pestillo suavemente. Estaba echado, pero eso no paró a Ramírez. Se cambió el fusil a la mano derecha, sosteniendo el arma pesada como si de una pistola bolsillo se tratara, y sacó una caja pequeña y plana del arnés de su equipo. Colocó la carga plana en la puerta, apretó un botón y el pestillo, saltó.
Ramírez abrió la puerta con la punta del pie y alguien dijo algo indignado cuando el viento gélido entró por ella. El enorme oficial pestañeó. Apretó el gatillo y atravesó la puerta antes de que quienquiera que fuera la persona que se había quejado cayera al suelo.
—Uno abatido —murmuró por el intercomunicador mientras Babcock le seguía a la zaga.
—Con este hacen dos —dijo alguien a través del mismo circuito.
—Tres —dijo una segunda voz, seguida un instante después por una tercera.
—Cuatro —dijo esa tercera persona en voz baja. Tremaine siguió a Babcock hasta el interior revestido con paneles. Harkness iba cerrando la marcha. Los otros ya estaban dentro también y avanzaban a hurtadillas de una forma rápida y eficiente eliminando a los inquilinos a su paso. Las cosas estaban yendo bien, reflexionó Harkness, cuando oyó a alguien detrás de él.
—¡Qué dem…!
Harkness se dio la vuelta. Un tipo fornido hipermusculado lo miraba boquiabierto; con una mano intentaba, por acto reflejo, alcanzar el fusil de pulsos enfundado tras su hombro. El suboficial maldijo en voz baja. El hijo de puta estaba demasiado cerca como para que Harkness lo apuntara con la boca del fusil, así que levantó rápidamente la culata y dibujó un arco que aterrizó en la mandíbula del hombre; éste cayó al suelo.
—¡Mierda! —murmuró alguien cuando el impacto sacudió el pasillo. Harkness se sonrojó, pero no había tiempo para sentirse avergonzado; las puertas se estaban abriendo, pues el ruido había despertado a los demás «invitados».
El suboficial abatió a uno de un disparo rápido y después se volvió al frente justo cuando el teniente Tremaine dejaba sin sentido a un tercer hombre. Un disparo proveniente de un fusil de pulsos paso silbando a su lado y Ramírez alcanzó a tres (dos hombres y una mujer) con un disparo amplio, menos eficiente, pero igual de efectivo desde el ángulo desde donde estaba disparando.
Pero la sargento mayor Babcock se encontraba delante de una puerta justo cuando esta se había abierto, y el hombre y la mujer dentro de la habitación habían estado ocupados en algo más que en dormir. Apenas llevaban ropa encima, pero estaban muy despiertos, y la mujer agarró el arma aturdidora de Babcock antes de que a esta le diera tiempo de reaccionar.
Harkness lanzó una maldición e intentó levantar su arma para dispararles, pero la sargento mayor estaba demasiado cerca. Desde esa distancia no podía lograr un objetivo claro y, unos instantes después tampoco lo necesitó. Babcock dejo que la mujer sujetara fuertemente su arma aturdidora y sus pies dejaron de tocar el suelo al mismo tiempo. Giró como una gimnasta sobre el arma firmemente asida y la otra mujer salió votando hacia atrás con un grito ahogado cuando dos botas de combate de la talla ocho del traje malla de la Infantería, modelo siete impactaron en su estómago. El impacto la lanzó contra su compañero que abrió la boca para gritar justo cuando Babcock volvió a tocar el suelo y su codo izquierdo golpeó el cráneo del hombre como solo un martillo habría hecho. Cayó al suelo sin hacer ruido y la marinera dio un paso atrás, con el arma aturdidora en la mano, y disparó calmadamente a la mujer, que respiraba con dificultad.
Todo eso sucedió en un instante y Harkness se quedó boquiabierto de la eficiencia rápida y silenciosa de Babcock. La sargento mayor miró la habitación de donde habían salido sus víctimas e hizo un disparo de precaución al hombre que yacía en el suelo. Después miró por encima de su hombro al suboficial mayor.
—¡La próxima vez traiga un tambor y una corneta con usted! —gritó por el intercomunicador.
—¡Veré qué puedo hacer, Gunny! —le espetó Ramírez. El coronel permaneció inmóvil. Puso los captores de sonidos externos de su traje al máximo y después se relajó—. No hay daños, creo. —Hizo un cálculo rápido de los cuerpos que yacían desparramados en el pasillo—. Doce, repito, un total de doce enemigos abatidos —dijo por el intercomunicador y después se volvió para lanzar una mirada a Harkness. El suboficial mayor se esperaba una bronca seria, pero el coronel solo negó con un dedo y después volvió a mirar hacia delante.
Después de todo, pensó Harkness, quizá los marines no fueran tan malos.
* * *
Cinco minutos después, los marines habían acabado con lo que deberían ser todos los guardias del lugar, dando por sentado que la información de que disponían era correcta. Pero a Tomás Ramírez no le gustaba demasiado dar por sentado nada. Situó a su gente para que cubriera los accesos a la escalera central y después condujo a Babcock, Ivashko y Tremaine escaleras arriba. Harkness no estaba invitado, pero tampoco iba a quedarse atrás, así que cuando se quiso dar cuenta estaba cerrando la marcha al lado de Babcock.
La puerta al final de la escalera estaba cerrada y con el pestillo echado. El coronel echó mano otra vez de su caja mágica, pero quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta no confiaba en las tecnologías digitales y había usado además una llave de las de antes. El coronel se encogió de hombros.
Le paso su arma aturdidora a Ivashko. No podía permitirse mandar a ese hombre a dormir un par de horas y eso significaba que tendrían que usar la fuerza, algo que tampoco importunaba demasiado al coronel.
Retrocedió hasta el final del rellano, se balanceó sobre las plantas de sus pies y se lanzó contra la puerta. Solo tenía espacio para dar tres zancadas corriendo, pero la puerta del chalé que pudiera frenar a Tomas Ramírez aún no había sido construida y este atravesó la lluvia de astillas como una roca.
El hombre que dormía al otro lado de la puerta tenía los reflejos de un gato. Se incorporó sobresaltado sobre la cama y deslizó una mano bajo la almohada antes siquiera de abrir los ojos del todo, pero aun así fue demasiado lento. Ramírez llegó a la cabecera de la cama justo cuando sus dedos agarraron la culata del fusil de pulsos y una mano fuerte como una pala agarró la parte delantera de su carísimo pijama.
Denver Summervale salió volando de la cama como un misil y la mano que sostenía el arma se golpeó con un pilar de la cama. Gritó de dolor cuando el fusil se partió por el golpe y Ramírez lo soltó dibujando un arco con su cuerpo.
Summervale voló por la habitación y a duras penas consiguió protegerse la cabeza con un brazo cuando se golpeó contra la pared de enfrente como un bólido. Fue capaz de recomponerse y, a pesar de haberlo pillado durmiendo, logró caer de pie. Lanzó una mirada a la defensiva y movió la cabeza para despejarse. Ramírez dejó que lo hiciera. El coronel se quedó allí inmóvil dándole tiempo para recuperarse y esperando su carga.
Y llegó. A Summervale no le gustaban los combates físicos. Era un especialista, un cirujano que eliminaba los problemas no deseados con una pistola, pero había matado a más de uno con sus propias manos. Por desgracia, no era ni por asomo tan rápido ni tan fuerte como Tomás Ramírez. Además, él estaba en pijama, no enfundado en un traje malla de la marina.
Ramírez evitó un golpe fuerte con su mano izquierda y dirigió la derecha hacia el estómago de Summervale como una bola de demolición. El hombre más pequeño se dobló con un gemido y el coronel subió la mano derecha y le dio una bofetada salvaje. El asesino salió volando hacia atrás, pero no volvió a impactar contra la pared. Ramírez lo pilló al vuelo y le hizo girar como si fuera un muñeco para acabar tumbándole boca abajo en el borde de la cama. Le sujetó una muñeca a la espalda y rodeó su garganta con uno de sus brazos de hierro.
Summervale intentó librarse de él, pero solo acertó a gritar de dolor cuando Ramírez, con un rostro carente de toda expresión, le clavó en la espalda una de sus rodillas enfundadas en el traje malla.
—No, no, señor Summervale —dijo el coronel en voz baja—. Nada de eso.
El asesino gimoteó (un sonido de angustia involuntario envenenado por la humillación que se le estaba infligiendo) y Ramírez miró por encima de su hombro hacia Ivashko, que colocó una pequeña grabadora en la cama.
—¿Reconoce mi voz, señor Summervale? —le preguntó Ramírez. Summervale apretó los dientes y se negó a responder justo antes de empezar a gritar cuando los dedos de Ramírez retorcieron su muñeca—. Le he hecho una pregunta, señor Summervale —le reprendió el coronel—. No es de buena educación no contestar cuando a uno le preguntan.
Summervale gritó una tercera vez, retorciéndose de dolor, y después echó hacia atrás la cabeza todo lo que pudo.
—¡Sí, sí! —Su voz aristocrática estaba teñida de dolor y odio.
—Bien. ¿Adivina por qué estoy aquí?
—¡Que le jodan! —Summervale resolló bajo el brazo que rodeaba su garganta.
—¡Ese lenguaje! —le dijo Ramírez casi de forma cordial—. Sobre todo porque he venido aquí solo para hacerle una pregunta. —Su voz perdió toda pretensión de cordialidad y se volvió dura y fría—. ¿Quién le pagó para matar al capitán Tankersley, Summervale?
—¡Váyase al infierno, hijo de puta! —dijo Summervale jadeando.
—¡Le parecerá bonito hablar así! —le reprendió de nuevo Ramírez—. Voy a tener que insistirle para que me lo diga.
—¿Por qué coño debería hacerlo? —Summervale logró soltar una risa ahogada—. Me matará en cuanto se lo diga, así que ¡que le jodan!
—¡Señor Summervale! —suspiró Ramírez—. Mi capitán pediría mi culo si lo matara, así que responda a la pregunta.
—¡Váyase a la mierda! —jadeó Summervale.
—Creo que debería reconsiderarlo —le dijo Ramírez y Scotty Tremaine se dio la vuelta, pálido por el tono de la voz del coronel—. Solo he dicho que no le mataría, señor Summervale —susurró el coronel casi tiernamente—. Nunca dije que no fuera a hacerle daño.