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Michelle Henke salió del ascensor e irguió la espalda cuando empezó a recorrer el pasillo. La escotilla situada al final estaba flanqueada por dos guardias. Uno de ellos eran un cabo de la Real Infantería de la Marina Manticoriana y el otro era un hombre de armas graysoniano con la librea verde del asentamiento Harrington. Por lo general, no se permitían ciudadanos extranjeros armados a bordo de una nave de guerra manticoriana, pero la parodia pálida y mecánica del ser humano que se encontraba tras la escotilla era una noble que estaba de visita en Grayson así como una capitana de la RAM. En circunstancias normales, Henke dudaba mucho que Honor hubiera solicitado o incluso autorizado la presencia de sus hombres de armas; tal como estaba, probablemente ni supiera que el contingente graysoniano estaba a bordo.

Llegó hasta los guardias, que la saludaron al unísono.

—Descansen —dijo, y su boca intentó sonreír, a pesar de su depresión, cuando el infante de marina descansó y el hombre de armas, para no verse superado, adoptó la postura equivalente en Grayson. Pero la frágil sonrisa se desvaneció incluso más rápido de lo que llegó y Henke miró al infante.

—Me gustaría ver a lady Harrington. Por favor, dígale que estoy aquí.

El cabo fue a presionar el botón, pero luego retiró la mano cuando el hombre de armas volvió la cabeza para mirarlo con un gesto desapasionado. Henke hizo como que no se había dado cuenta, pero suspiró mentalmente. No cabía duda de que si hubiera dicho que quería ver a la capitana Harrington, el hombre de armas habría dejado que el cabo presionara el botón, sin embargo, la mención del título nobiliario de Honor había hecho que el hombre de armas asumiera que no se encontraba allí para abordar asuntos de la RAM. La feroz protección de los guardias graysonianos hacia la capitana Harrington le había asustado, hasta que descubrió que no solo sabían lo de la muerte de Paul, sino también el veredicto del consejo de guerra contra Young. Ninguno de ellos había mencionado ninguno de esos hechos, pero su silencio no hacía más que subrayar su desconfianza en la capacidad de Mantícora para protegerla… y Henke no podía estar en desacuerdo con ellos.

Se maldijo mentalmente por la forma en que su mente la atacaba ferozmente con recuerdos de su primo, cuando el hombre de armas presionó el botón.

—¿Sí? —Era la voz de James MacGuiness, no la de Honor, y el hombre de armas se aclaró la voz.

—Señor MacGuiness, la capitana Henke desea ver a la gobernadora.

—Gracias, Jamie.

Sonó un ruido bajo y la escotilla empezó a abrirse. El hombre de armas se echó a un lado y Henke entró. Un MacGuiness con aspecto cansado la recibió dentro de la escotilla. Sus ojos, inyectados de sangre e hinchados, reflejaban su cansancio. La escotilla del dormitorio del compartimento principal estaba sellada. No había rastro de Nimitz.

—¿Cómo está, Mac? —No había modo alguno de que Honor pudiera oírla desde el dormitorio, pero Henke bajó la voz hasta que esta se convirtió casi en un susurro.

—No hay cambios, señora. —La mirada de MacGuiness se encontró con la de Henke, revelándole su dolor—. No hay ningún cambio. Sigue allí tumbada, señora.

El asistente se estrujó las manos mostrando una impotencia nada habitual en él y, a pesar de la enorme diferencia entre sus rangos, Henke lo rodeó con su brazo y lo abrazó fuertemente. MacGuiness cerró los ojos un instante y Henke notó como tomaba aire y lo soltaba.

—¿Y Nimitz? —preguntó en el mismo tono.

—Igual. —MacGuiness negó con la cabeza y retrocedió para señalarle un sillón, como si en ese preciso instante acabara de recordar sus modales—. No prueba bocado —dijo mientras Henke tomaba asiento—. Ni siquiera apio. —Su boca tembló hasta formar una sonrisa triste y efímera—. Tan solo permanece sobre su regazo y la ronronea, señora… y no creo que siquiera lo escuche.

Henke se recostó sobre el sillón y se frotó la cara con ambas manos en un esfuerzo inútil por anular su miedo. Jamás había visto a Honor así y jamás se había imaginado que podría estar así. No había derramado ni una lágrima cuando Henke se lo dijo. Tan solo se tambaleó; su rostro se quedó lívido y sus ojos marrones se asemejaron a los de un animal mutilado que era incapaz de entender su dolor. Ni siquiera el descorazonador lamento de Nimitz parecía haberla conmovido.

Después se había vuelto hacia Clinkscales, sin llorar, inexpresiva como una estatua; ya no parecía un ser humano sino una figura de hielo y su voz ni siquiera había temblado cuando le indicó unas órdenes. Tampoco parecía haber oído a Clinkscales cuando intentó hablar con ella y expresarle su pésame. Honor se limitó a seguir hablando con aquella voz terrible de ultratumba y Clinkscales había dirigido una mirada de desesperación a Henke y había inclinado la cabeza en señal de aceptación. Quince minutos después, Honor estaba en la pinaza de Henke rumbo al Agni. No había hablado con Henke en todo el trayecto, ni siquiera había movido la cabeza cuando Henke le había hablado. Bien podía haber estado en otro planeta y no en el asiento al otro lado del pasillo de la pinaza. Permanecía sentada, con los ojos secos, aferrando contra su pecho a Nimitz mientras mantenía la mirada al frente.

Eso había sido hace dos días. El Agni se había retrasado porque necesitaba adquirir potencia en el reactor y Howard Clinkscales y el protector Benjamín habían insistido en que permaneciera otras seis horas mientras trasladaban un séquito para Honor. El protector no lo había dicho con muchas palabras, pero su tono transmitía un mensaje que Henke jamás se habría atrevido a ignorar: Honor Harrington solo volvería al Reino Estelar de una forma que mostrara el respaldo inconfundible de Grayson.

Honor ni siquiera se había dado cuenta. Se había retirado a su camarote. Parecía un fantasma de su persona: pálida, silenciosa y con los ojos llenos de angustia. Henke estaba aterrorizada por ella. Si ni siquiera Nimitz, podía llegar hasta ella, no había mucho más que hacer. Mike Henke era probablemente la única persona del universo que sabía lo desesperadamente sola que Honor había estado, el coraje que había necesitado para dejar que Paul entrara en su corazón y cuánto lo había amado una vez lo había hecho. Ahora Paul se había ido y…

Las preocupaciones de Henke se vieron interrumpidas cuando oyó que la escotilla del dormitorio se abría.

Honor llevaba su uniforme de capitana, no el vestido de Grayson con el que había subido a bordo, y Nimitz estaba enrollado encima de su hombro. Parecían perfectamente inmaculados, pero ni siquiera el pelo del felino podía esconder su gesto demacrado y Honor estaba aún peor. Estaba demacrada y pálida, sus labios estaban consumidos y su rostro hundido. No llevaba maquillaje y los huesos de su estructura facial ya no eran gráciles, sino que le sobresalían de la piel como peñascos erosionados.

—¿Honor? —Henke se puso en pie lentamente, como si tuviera miedo de asustar a un animal herido, y el tono de su voz le resultó doloroso por todo el dolor que implicaba.

—Mike. —El rostro de Honor se mantuvo inexpresivo. Sus ojos parecían más muertos que vivos; parecían pedernales marrones, gélidos como acero candente apagado por el dolor, pero al menos parecían haberla reconocido (si bien también parecía haber algo aterrador en ellos). Posó sus ojos sobre MacGuiness—. Mac.

Henke sintió cómo su mirada la hería. Aquella voz monótona e inexpresiva de soprano bien podría haber sido la de un ordenador. No había vida en ella, ni sentimientos, salvo un dolor más profundo que las estrellas.

Honor no dijo nada más. Simplemente se dirigió hacia la escotilla principal con pasos lentos y calculados. Cuando salió, los dos centinelas se pusieron en posición de firme, pero ella ni siquiera los vio cuando pasó a su lado.

MacGuiness miró a Henke con ojos suplicantes y ella asintió con la cabeza y fue tras Honor. No dijo nada más. No se atrevía. Caminó al lado de su amiga mientras Nimitz permanecía silencioso en su hombro. Su cola pendía por la espalda de Honor como si de una bandera desolada e inerte se tratara.

Honor marcó un código de destino en el panel de control del ascensor y los ojos de Henke se abrieron como platos. Después los entrecerró al reconocer adonde se dirigían. Empezó a hablar, pero se contuvo. Cruzó las manos atrás y esperó.

El trayecto se le hizo eterno; sin embargo, la puerta del ascensor se abrió finalmente y Honor se dirigió a la armería del crucero ligero. El sargento mayor que servía de armero en la Infantería del Agni apartó la vista de un visualizador de manuales de servicio y se puso en posición de firme tras el mostrador de enormes dimensiones.

—¿Está libre la galería de tiro, sargento? —preguntó Honor en la misma voz inerte.

—Eh, sí, milady. Sí. —El armero no parecía muy contento de confirmarlo, pero Honor no pareció percibirlo.

—Entonces deme una automática —dijo—. De diez milímetros. —El sargento miró por encima del hombro de Honor para cruzar miradas con su capitana. Se trataba de un hombre que se había pasado toda la vida rodeado de armas y solo pensar en poner una en manos de una mujer que hablaba de esa manera le asustaba. También le asustaba a Henke, pero se mordió el labio y asintió.

El sargento tragó saliva y después sacó de debajo del mostrador una memocarpeta.

—Por favor, rellene el formulario mientras voy por ella, milady.

Honor comenzó a pulsar las teclas. El sargento se la quedó observando un instante y después se dirigió al almacenamiento de armas. Se paró cuando Honor volvió a hablar.

—Necesito cargadores de diez balas. Diez cargadores. Y cuatro cajas de cartuchos.

—Yo… —el sargento se contuvo y asintió—. Sí, milady. Diez cargadores y doscientas balas.

Entró en el almacén de armas y Henke se puso al lado de Honor. Vio cómo sus dedos alargados pulsaban las teclas de la memocarpeta con una precisión lenta y dolorosa. Su rostro también parecía agitado. Las fuerzas armadas del Reino Estelar no habían usado armas de fuego químicas en más de tres siglos-T, pues ningún arma de fuego podría alcanzarla letalidad de un único disparo de dardos de hipervelocidad o de un fusil de pulsos. Un hombre que ha sido disparado en la mano con un dardo de pulsos puede, si tiene mucha, mucha suerte, sobrevivir al disparo y perder tan solo su brazo, y eso dejaba a las pistolas de sistema de autocarga obsoletas; sin embargo, toda nave de guerra manticoriana llevaba unas cuantas, precisamente porque se podía sobrevivir a sus heridas. Siempre estaban disponibles y siempre eran del calibre diez tradicional. Sin embargo, nunca se habían expedido para su uso en acto de servicio. Solo tenían una función y, mientras los duelos fueran legales, se llevaban para aquellos que deseaban practicar con ellas.

Pero podían usarse para otros propósitos.

Honor terminó de rellenar el formulario y puso su pulgar en el escáner de la memocarpeta. Después deslizó la memocarpeta hasta el otro lado del mostrador. Allí permaneció, con las manos en los costados, hasta que el sargento volvió.

—Aquí tiene, milady. —Con una renuencia más que obvia, puso sobre el mostrador la pistola enfundada y un juego de protectores para las orejas. Luego colocó un segundo par que llevaba una banda ajustada al tamaño aproximado de la cabeza de un ramafelino, aunque Honor no lo había pedido. Finalmente, más reacio aún si cabe, dejó en el mostrador una bolsa con munición.

—Gracias. —Honor cogió la pistola y pegó la almohadilla magnética en su cinturón. Después cogió los protectores con una mano y la munición con la otra, pero la mano de Henke se interpuso. Bajó la bolsa con munición, inmovilizándola en el mostrador y Honor la miró.

—Honor, yo… —comenzó Henke, pero su voz se apagó. ¿Como podía hacer aquella pregunta a su mejor amiga? Pero, si no la hacia ¿como viviría con las consecuencias si…?

—No te preocupes, Mike. —No había vida ni expresión en la voz de Honor, pero su boca se torció hasta esbozar una parodia de sonrisa, gélida e inerte—. Nimitz no me dejaría hacer eso. Además —el primer indicio de sentimientos se reflejó en su cara; una mueca ávida desagradable, más percibida que vista, que resultaba más aterrador que todo lo que había hecho o dicho hasta ese momento—, tengo algo más importante que hacer.

Henke la miró a los ojos un instante. Después suspiró y levantó la mano. Honor agarró la bolsa, se pasó el asa por encima del hombro izquierdo y colocó la pesada bolsa en un costado. Asintió con la cabeza a Henke y luego miró al armero.

—Programe el campo de tiro, sargento. Gravedad manticoriana estándar en las placas. Ajuste el objetivo a cuarenta metros. Objetivos humanos.

Se dio la vuelta sin decir nada más y se dirigió a la escotilla del campo de tiro.