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Tenía que haber una forma mejor de hacerlo, pero a Georgia Sakristos no se le había ocurrido ninguna y al menos estaba prudentemente satisfecha con el contacto por el que se había decidido. Tenía que contactar con alguien y la persona que había elegido debería hacer llegar esa información al destino adecuado sin que nadie sospechara que ella había sido quien la había filtrado. Estaba segura de que así sería, si no, no hubiera actuado, aunque el hecho de establecer un contacto personal suponía un riesgo considerable.

Por desgracia, no podía garantizar que nadie fuera a relacionarla de algún modo con aquello, y eso sería tan nefasto como que su jefe descubriera que había hablado. Sin embargo, disponía de poco tiempo y tenía que convencer a la otra persona de que su información era fidedigna. La ausencia de pruebas documentales ya era una traba suficiente como para además dedicar tiempo a intermediarios.

Era un riesgo, pero su comunicador estaba conectado a suficientes disruptores que hacían imposible su localización. Los dispositivos de filtración deberían hacer que su voz fuera irreconocible y ella pensaba comunicarse a través del número civil privado de su contacto, número que no figuraba en ninguna fuente. Su habilidad a la hora de encontrar ese número debería servir para que el propietario de ese número la tomara en serio; y, lo que era más importante aún, los intercambios entre civiles incorporaban circuitos de seguridad antigrabación que solamente podían ser anulados mediante orden judicial. Todo ello debería minimizar los riesgos al máximo, pero Elaine Komandorski, alias Georgia Sakristos, no había logrado eludir la prisión confiando en los «debería».

Por otro lado, pensó mientras su bello rostro (la mejor bioescultura que el dinero podía pagar) mostraba una expresión sombría, había cosas de las que escapar por las que merecía la pena correr el riesgo de acabar en prisión, si bien se había cuidado de mantener su nombre, rostro y voz al margen de la operación. Se había valido de puntos de contacto ciegos… y había escogido de forma deliberada a un especialista que insistiría en conocer a su cliente final.

Repasó mentalmente el plan una vez más. El nuevo conde de Hollow del Norte tenía una fe casi infantil en los sistemas de seguridad de su despacho, y lo cierto es que estaba justificada. Sakristos lo sabía; ella había sido quien los había instalado para su padre. La única forma de acceder a ellos desde fuera sería por la fuerza bruta, y eso destrozaría todos aquellos preciados archivos y documentos y el poder que representaban. No, lo que ella quería era conseguir un dossier en concreto, el suyo sin dañar los demás. Era una tarea complicada, pero había una cosa que Pavel Young no sabía acerca de su propia seguridad. Cuando ella la instaló, los ordenadores la habían incluido como albacea de su padre y, por tanto, estaba autorizada a acceder a ellos a la muerte del mismo. Pavel lo sabía. Lo que no sabía era que Georgia Sakristos había sido incluida como suplente y tenía autoridad de mando en caso de que Pavel Young no estuviera disponible, quedara incapacitado o… muriera.

Solo le había llevado una noche, además de las contusiones que dicha noche había traído consigo, para convencerse de que incluso la cárcel sería mejor que una condena sin fin como «amante» de Pavel Young y ella, además, todavía era su oficial superior de seguridad. En otra persona, aquella combinación habría resultado demasiado estúpida como para podérsela creer; en el caso de Young, Sakristos sabía exactamente cómo iba a funcionar y sus labios sintieron deseos de escupir. Nadie era tan real para Pavel Young. Eso era especialmente cierto en el caso de las mujeres, pero también se aplicaba a todos los que lo rodeaban. Pavel Young vivía en un universo de figuras de cartón, de cosas con forma humana para su uso único y exclusivo. No los percibía como personas que pudieran molestarle (o que tuvieran derecho a molestarle) y estaba demasiado ocupado haciéndoles cosas como para siquiera plantearse qué podrían hacerle ellos a él si tuvieran la oportunidad.

Era un punto débil que ni él mismo podía reconocer, y mucho menos remediar, a pesar del resultado de su venganza contra Honor Harrington, y esa misma arrogancia suprema le cegaba del peligro que suponía para él forzar a su oficial de seguridad superior a practicar enfermizos juegos sexuales. Georgia Sakristos buscó una vez más los archivos de seguridad desde su terminal y esbozó una sonrisa inquietante cuando el código de verificación parpadeó. El muy idiota ni siquiera había accedido a los archivos para ver quién tenía autoridad de mando en caso de que él falleciera. Por supuesto, para los parámetros manticorianos era un hombre joven. Sin duda pensaba que tenía todo el tiempo del mundo pata poner en orden sus asuntos.

Accedió a los archivos e introdujo un código en su terminal con una seguridad absoluta.

* * *

Alistair McKeon miró su bebida sin verla. Hacía tiempo que el hielo se había derretido y un cinturón de agua flotaba por encima del güisqui. Daba igual. Nada parecía importar en ese momento.

Andreas Venizelos y Tomás Ramírez estaban sentados con él, también en silencio, con los ojos fijos en la nada con la misma intensidad que McKeon. En el compartimento privado del club de oficiales de la estación Hefestos también reinaba el silencio.

No había sido una buena idea ir allí, pensó McKeon. Él lo había sugerido, pero no había estado muy acertado. Su camarote a bordo del Príncipe Adrián era como una tumba que lo ahogaba y sabía que los demás también se debían de sentir así en los suyos. Sobre todo Ramírez. No había sido culpa suya, sin embargo todos ellos se sentían culpables. No habían sido lo suficientemente inteligentes o rápidos para pararlo. Quizá ese no fuera realmente su cometido, pero no lo habían hecho. Habían fallado no solo a Paul Tankersley, sino también a Honor Harrington. McKeon temía el momento en que la volviera a ver, pero Ramírez había sido el padrino de Paul en el duelo. A diferencia de McKeon o de Venizelos, él había estado allí con Paul cuando Summervale lo había matado… y todos ellos sabían que Ramírez iba a tener que contarle a Honor cómo había ocurrido.

McKeon había abrigado la esperanza de que pudieran consolarse mutuamente. Y, en vez de eso, solo estaban reforzando su miseria colectiva. McKeon sabía que tenía que ponerle fin, pero no podía. Por muy agotador que le resultara ese dolor compartido, era mejor que tener que enfrentarse solo a sus fantasmas.

El timbre de admisión sonó y una chispa de ira prendió dentro de él. Podía sentir cómo esa chispa se iba convirtiendo en llamaradas de furia, pero ni siquiera intentó resistirse. Quizá luego se lamentara de la bronca salvaje que estaba a punto de echar, pero ahora mismo necesitaba mitigar su dolor, por muy injusto que ese método pudiera ser.

—¿Qué demonios…?

La violenta pregunta murió súbitamente cuando se abrió la escotilla. Dos personas esperaban tras ella: una capitana subalterna, alta con aspecto frágil y cabellos oscuros que McKeon nunca antes había visto y un almirante en una silla antigravedad al que reconoció al instante por los periódicos.

—¡Almirante Sarnow!

McKeon se cuadró y sus compañeros lo imitaron al instante. La confusión se apoderó de ellos. Mark Sarnow permanecía ingresado en el centro médico de Bassingford, el enorme hospital de la Flota en Mantícora, recuperándose de sus heridas. Pasarían semanas antes de que estuviera lo suficientemente bien como para abandonarlo. Todos lo sabían.

—Siéntense, caballeros. Por favor.

McKeon se desplomó sobre su silla. La, por lo general, melodiosa voz de tenor de Sarnow era ahora frágil y ronca, y la palidez propia de los hospitalizados recubría su tez oscura, pero no había ningún signo de debilidad en sus ojos verdes. Una manta clara cubría los muñones de sus piernas y, cuando el capitán hizo una maniobra con su silla para entrar en el compartimento, McKeon observó un complejo panel médico en la parte trasera. No era la primera vez que veía uno de esos paneles. El medio de transporte de Sarnow no era del todo una silla de soporte vital, pero estaba muy cerca de serlo.

—Lamento molestarles —prosiguió el almirante cuando la capitana lo colocó delante de la mesa y se puso las manos tras la espalda—, pero la capitana Corell —señaló por encima de su hombro a la mujer de cabellos oscuros—, tiene algo que decirles. Lo hace bajo mi autoridad. A tal efecto, era mi obligación estar aquí para asumir la responsabilidad de ello.

McKeon mantuvo la boca callada. Prefirió no decir en alto las preguntas que le temblaban en la garganta. ¿Qué podía ser tan importante como para que Sarnow saliera del hospital? ¿Y cómo había dado con ellos? Y…

Respiró profundamente. Sarnow era un almirante. Si quería encontrar a alguien, no tendría ningún problema en dar con él. Lo que realmente importaba era por qué quería encontrarlos. McKeon miró a Ramírez y a Venizelos. La sorpresa los había sacado de su niebla de tristeza, pero parecían tan confusos como él mismo se sentía. Sarnow sonrió al ver sus expresiones. No fue una sonrisa del todo; parecía fuera de lugar en su expresión severa y tensa, pero había un fantasma de regocijo real en ella, e hizo una seña con la mano a la capitana Corell.

—Capitán McKeon, coronel Ramírez, comandante Venizelos. —La mujer asintió a cada uno de ellos, sus ojos marrones más oscuros que nunca—. Soy la jefe de personal del almirante Sarnow. Como tal, llegué a tener una relación muy estrecha con lady Harrington en Hancock y me quedé muy impresionada cuando supe de la muerte del capitán Tankersley. Sin embargo, mi sorpresa fue aún mayor cuando supe quien había sido su rival, pero, como no parecía que hubiese nada que pudiera hacer, intente sacarlo de mi mente. Esta mañana, sin embargo, recibí una intercomunicación. No se realizó mediante videoconferencia y el audio tenía filtros para que la llamada fuera anónima, pero estoy casi segura de que era la voz de una mujer. También accedió a mi comunicador privado, que no figura en ninguna fuente. No estoy hablando de un canal oficial, sino de mi circuito privado. Esa combinación solo la conocen mis amigos más íntimos y dispone de fuertes dispositivos de seguridad, tanto para las conversaciones con civiles como con el ejército, debido al cargo que ostento, pero quienquiera que me llamara pudo averiguar quién era yo.

Dejó de hablar y McKeon asintió, si bien su expresión de perplejidad seguía inalterable.

—La persona que me llamó —continuó con cuidado Corell— me informó de que no respondería a ninguna pregunta ni repetiría lo que iba a decir. No me dio tiempo a grabar la conversación y no puedo repetir sus palabras exactas, pero en sus afirmaciones no había lugar para la confusión. De acuerdo con esa persona, alguien había contratado los servicios de Denver Summervale para matar al capitán Tankersley. —El aire siseó entre los dientes de los allí congregados. A ninguno le sorprendía, pero, aun así, la confirmación de sus peores sospechas les golpeó como un puño—. Asimismo —prosiguió Corell desapasionadamente—, también ha sido contratado para asesinar a lady Honor.

La silla de Alistair McKeon se cayó al suelo cuando se puso en pie con un gruñido asesino, pero Corell no se achantó. Se limitó a asentir y McKeon se obligó a agacharse para recoger la silla y volver a colocarla para sentarse de nuevo en ella.

—Como todos ustedes saben, el capitán Tankersley hirió a Summervale —dijo Corell—. No fue una herida grave, por desgracia. Él se valió de que necesitaba atención médica como excusa para abandonar el lugar del duelo y después desapareció cuando se dirigía al hospital. De forma extraoficial, les diré que la Inteligencia de la Infantería trabaja con el supuesto de que fuera pagado para desempeñar ese trabajo, si bien ni ellos ni la Policía de Aterrizaje han sido capaces de dar con ninguna prueba que lo demuestre. A la luz de estos hechos, yo di por supuesto, al igual que las autoridades, que su intención era no estar a la vista, mantenerse al margen del escrutinio oficial hasta que el escándalo público hubiese amainado, o bien que había abandonado el sistema. De acuerdo con esa llamada, no obstante, simplemente está esperando a que lady Honor regrese. Él y quienquiera que lo contratara dan por sentado que ella lo retará y también resultará muerta.

—Pero… ¿Por qué? —McKeon miró suplicante al almirante y después a Corell—. ¿Está diciendo que Summervale mató a Paul para poner a Honor en su objetivo? ¿Su asesinato solo ha sido un cebo para llevarla a un terreno donde pudiera matarla?

—No lo creo. O, al menos, no creo que esa sea la única razón —dijo Corell en voz baja tras un instante—. La excusa de que ella será quien vaya tras Summervale y no él, es la defensa clásica de un duelista profesional. Por supuesto, él no la retará. Será ella quien lo rete, y a él no le quedará otra opción que defenderse. Creo que ellos también se figuran que tendrá ansias de venganza, lo que la volverá descuidada. Y, para empezar, todos sabemos que no tiene ninguna experiencia en algo similar. Todo eso es cierto, y sin duda sería suficiente desde su punto de vista, pero quieren hacerle daño, capitán McKeon. Quieren saber que antes de matarla le han hecho la cosa más cruel que probablemente podrían haberle hecho.

—Y así ha sido —susurró Tomás Ramírez. Su rostro estaba retorcido del dolor, tanto como su voz, y apretó sus puños con rabia sobre la mesa.

—Sé que lo han hecho —la voz de Mark Sarnow era dura— y no permitiré que nadie salga impune de lo que le ha hecho si yo puedo evitarlo. —Miró a Corell—. Cuénteles lo demás, Ernie.

—Sí, señor. —Corell miró a McKeon a los ojos—. Según la persona que me llamó, Summervale ya se ha recuperado de sus lesiones. Solo eran heridas superficiales y han respondido bien a la cicatrización rápida. Está recluido esperando a que lady Honor regrese hasta que llegue el momento adecuado para encontrarse «accidentalmente» con ella.

Se metió la mano en uno de los bolsillos de la guerrera y sacó un papel doblado de un bloc de notas antiguo. Lo puso en la mesa, presionándolo con los dedos, y dejó que sus ojos se posaran sobre los tres hombres que estaban sentados.

—En este momento, según mi interlocutor, está escondido en un chalet de caza en Grifo. Lo he comprobado. Hay un chalet donde ella me dijo y todas las instalaciones han sido alquiladas por alguien que ha proporcionado su propio personal para la estancia de Summervale. Ahí están sus coordenadas, junto con el número de compinches que figuran como «clientes» y «personal» y que están haciendo las veces de guardaespaldas. Sospecho que la mayoría de ellos son profesionales de la organización.

Retrocedió un paso y Sarnow volvió a hablar.

—Caballeros, no puedo decirles qué hacer. Por el momento, dudo mucho que las autoridades pudieran hacer algo legal con esta información, y no hay nada que yo pueda hacer —señaló con un gesto los Muñones de sus piernas cubiertos por la manta—, excepto dejarlo en sus manos. Tengo mis sospechas acerca de quién está detrás, pero podría estar equivocado. Lady Honor se ha granjeado numerosas enemistades en los últimos años y muchos disponen de los medios para planificar algo así, solos o colectivamente. Por ello, las conjeturas sobre su identidad, o incluso la del interlocutor de Ernie y por qué se puso en contacto con ella, son más que inútiles. Pero, dado lo lejos que ya han llegado, mantener a lady Honor lejos de Summervale, incluso asumiendo que eso fuera posible, no va a frenarles, incluso si lo lográramos eliminar, ellos retrocederían sobre sus pasos y probarían otra táctica. Esto me lleva a recordarles las clases de tácticas en la isla Saganami y el CTA[11]: «Para planear una defensa efectiva, primero deben identificar al enemigo, su probable intención y sus recursos».

Sostuvo la mirada a Alistair McKeon durante un largo instante y después miró a Ramírez y a Venizelos. Todos le devolvieron la mirada en silencio y él asintió a todos.

—Creo que eso es todo lo que puedo decirles, caballeros. —Levantó la cabeza y miró a Corell—. Será mejor que me lleve de vuelta a Bassingford antes de que el doctor Metier vaya a buscarme, Ernie.

—A la orden, señor. —Corell retrocedió un paso tras la silla y la giró hacia la escotilla. La puerta se abrió mientras ellos se acercaban, pero Sarnow levantó una mano. Corell se detuvo inmediatamente y el almirante miró hacia atrás por encima de sus hombros.

—Lady Honor también es mi amiga, caballeros —dijo con suavidad—. Buena suerte y… buena caza.