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Paul Tankersley terminó el informe final del día y metió la copia de seguridad del chip de los informes en su bandeja de salida con un gruñido de alivio. La vida parecía mucho más aburrida ahora que Honor estaba en Yeltsin, pero el almirante Cheviot estaba decidido a lograr que el nuevo constructor segundo de la Hefestos no se pasara todo el día absorto pensando en su amor.

Paul sonrió abiertamente al pensarlo y volvió a repasar una vez más los archivos de trabajo para comprobar y confirmar que nada se le había pasado por alto. Como primer oficial de la base de Hancock, se había encargado de la supervisión y administración de todos y cada uno de los detalles con tal perfección que su superior nunca se dio cuenta de que alguien tuviera que supervisarlos y, en su opinión, consideraba que eso demostraría que estaba más que preparado para sus funciones actuales.

Estaba equivocado. Tan solo era uno de los diecinueve constructores segundos y, sin embargo, su trabajo empequeñecía el que llevaba a cabo en la estación Hancock como primer oficial. Era el supervisor directo de la construcción de nada más y nada menos que tres acorazados y superacorazados, sin contar la gran cantidad de reparaciones que se estaban llevando a cabo en su cuadrante de la enorme estación espacial. Por primera vez en su trayectoria profesional era consciente, más allá de lo intelectual, de la magnitud de los programas de mantenimiento y construcción de naves de la Armada.

Su terminal emitió un bip de confirmación que indicaba que se había ocupado de todas las «Atenciones inmediatas» de cada nave. Suspiró satisfecho cuando lo cerró. Registró su programa para la tarde en caso de que surgiera algo que su superior no pudiera solucionar y después se puso en pie, se estiró y miró su crono. Según su reloj, se había pasado cuarenta minutos, pero era menos de lo que había pensado tardar cuando quedó con Tomás Ramírez para tomar unas cervezas y echar unos dardos en Dempsey, así que todavía le quedaba una hora que matar antes de que apareciera el coronel. Se frotó una ceja y luego se encogió de hombros sonriente. Bien podía ir tomándose una cerveza Estar sobrio tampoco le ayudaría demasiado frente a la exactitud y precisión infalibles de Ramírez.

* * *

Era miércoles, lo que quería decir que la estación estaba «en» Grifo. Dado que en el hemisferio sur de Grifo era invierno, una ventisca rugía furiosa contra las ventanas. Los controles de temperatura exterior se habían ajustado a tal efecto, por lo que los cristales de las ventanas estaban recubiertos de escarcha. Un fuego holográfico increíblemente realista chisporroteaba en la chimenea situada en el centro del bar.

Las conversaciones de fondo junto con la idea de que los allí presentes estaban compartiendo un oasis en medio de la tormenta, fuera real o no, hicieron que Paul se relajara aún más. Pidió su segunda cerveza. Estaba bebiendo Old Tilman, una cerveza esfingina que había probado por Honor, y paladeó su sabor. Para cuando el coronel llegara, ya debería estar a punto de acabar la cerveza que tenía en la mano.

Le dio otro trago y después volvió la cabeza sorprendido cuando un extraño se sentó en un taburete junto a él. La mayoría de los clientes de Dempsey estaban desperdigados entre las mesas y los reservados, lo que dejaba la barra reluciente de madera noble prácticamente vacía. Había suficientes taburetes libres como para mantener la privacidad, o al menos la soledad, de los clientes allí sentados, así que se preguntó despreocupado porqué el recién llegado no se habría sentado en uno de ellos.

—Un güisqui-T doble —dijo el desconocido al barman, y Paul hizo un gesto de sorpresa. La mayoría de los manticorianos preferían uno de los güisquis autóctonos, tanto por familiaridad como por precio. El güisqui terrestre era tan caro, incluso en el Reino Estelar, que pedirlo se había convertido en una afectación de los ricos, y el hombre delgado de cabellos rubios que estaba a su lado iba bien vestido, pero ni los tejidos ni el corte de su ropa sugerían el dinero que iba asociado con el güisqui-T.

El barman le llevó la bebida y el desconocido tomó un sorbo y después giró su taburete para observar a su alrededor. Tenía un codo apoyado sobre la barra pulida y sostenía su bebida con una especie de negligencia grácil. Había una confianza casi arrogante en la forma en que escudriñaba a los otros clientes.

Había en él algo que preocupaba a Paul. No era nada en concreto o manifiesto y, sin embargo, cabellos invisibles se le intentaron erizar en la nuca. Quería levantarse e irse de allí, pero ese gesto habría resultado demasiado obvio, demasiado grosero, así que se concentró en su cerveza mientras se reprendía por el exceso de sensibilidad que le hacía desear hacerlo sin ofender a nadie. Transcurrió un minuto, luego dos, antes de que el desconocido se terminara de un trago su bebida y pusiera el vaso vació en la barra. Sus movimientos eran deliberados, parecía como si tuvieran una finalidad. Paul pensó que se marcharía, pero no fue así.

—¿Capitán Tankersley? —La voz del desconocido era fría y tenía un acento aristocrático que encajaba sin duda con el güisqui terrestre. También era cortés, si bien algo se ocultaba tras esa cortesía.

—Me temo que usted me conoce, pero yo a usted no —dijo Paul y el desconocido sonrió.

—No me sorprende, señor. Después de todo, usted ha estado apareciendo en los HD y periódicos desde lo de la estación Hancock, mientras que yo… —Se encogió de hombros, como si con ese gesto quisiera enfatizar que no era importante, y Paul frunció el ceño. Los periodistas le habían hecho alguna que otra encerrona, sobre todo después de que se enteraran de su relación con Honor, pero jamás habría pensado que hubiese tenido una cobertura tal como para que lo reconocieran en los bares.

—No crea todo lo que lee —le respondió Paul—. Lo único que hice fue sentarme en la base de reparaciones y esperar a que el almirante Sarnow y la capitana Harrington lograran que los repos no nos hicieran estallar en mil pedazos.

—Ah, sí. Por supuesto. —El desconocido asintió con la cabeza y le hizo al barman un gesto con el vaso para que se lo rellenara. Después volvió a mirar a Paul—. Su modestia es encomiable, capitán Tankersley. Y, por supuesto, todos hemos leído acerca de las hazañas de lady Harrington.

La manera en que dijo «hazañas» puso en guardia a Paul. Esa palabra portaba consigo un ligero, pero inconfundible desdén y notó que su ira rebullía. Se llamó mentalmente al orden y dio un trago más largo a la cerveza, pues de repente estaba deseoso de acabarla y largarse de allí. Empezaba a sospechar que el desconocido era otro periodista, y no muy partidario de Honor, lo que añadía mayor apremio a la necesidad de escabullirse sin que resultara demasiado obvio.

—A decir verdad —dijo el hombre—, me sorprendió, incluso podría decir que me sobrecogió, oír las cosas que se dijeron sobre ella. Hay que tener agallas para permanecer y luchar contra semejantes fuerzas enemigas en vez de retirarse para salvar a su mando.

—Me alegro de que las tuviera. De no ser así, ahora mismo yo no estaría aquí —dijo Paul y al instante deseó haberse mordido la lengua. A esas alturas ya debería saber que la única forma, aunque pareciera un suicidio, de tratar a un periodista (especialmente a uno hostil) era mantener la boca cerrada e ignorarlo. Cualquier otra cosa solo serviría para darle alas y lo que «habías dicho» realmente importaba bastante menos que lo que él podría hacer parecer que «querías decir».

—Supongo que es verdad —dijo el desconocido—. Si bien unos cuantos de su gente ya no están aquí, ¿me equivoco? Quizá si se hubiera retirado antes, habrían sobrevivido más. Aun así, supongo que ningún oficial puede desempeñar su función, o lograr las medallas que lady Harrington ha conseguido, sin sacrificar unas cuantas vidas por el camino.

Paul notó que volvía a enfurecerse y se puso rojo. El tono de aquel hombre estaba perdiendo ese aire de desinterés. Había algo en él demasiado marcado como para que pareciera accidental. Le hizo un gesto represivo al desconocido.

—La capitana Harrington jamás ha sacrificado ninguna vida que pudiera salvar —le dijo con frialdad—. Si está sugiriendo que ha arriesgado la vida de otras personas para alcanzar su gloria personal, opino que esa idea resulta tan ridícula como ofensiva.

—¿De veras? —Los ojos del hombre brillaron con una extraña satisfacción. A continuación se encogió de hombros—. No quería ofenderlo, capitán Tankersley. Y, a decir verdad, no creo que jamás se me haya pasado por la cabeza que lady Harrington haya podido sacrificar a personas para alcanzar la gloria. —Negó con la cabeza—. No, nunca quise dar a entender eso. Pero, aun así, arriesgarse a la destrucción de todo un destacamento por defender una base de reparaciones me parece una decisión… extraña. Hay quien iría más allá y diría que es cuestionable, independientemente del resultado, y no puedo evitar preguntarme si quizá no tuviera otra razón, además de su sentido del deber, para enfrentar su mando ante unas fuerzas enemigas de semejante magnitud. Lo logró, sí; pero ¿por qué lo intentó y dejó que muriera tanta gente, si ya sabía que el almirante Danislav había llegado al sistema para relevarla?

Las alarmas se dispararon en el cerebro de Paul al percibir que el tono del desconocido había vuelto a cambiar. El desprecio inicial ya no permanecía oculto; en su tono relucía una crueldad afilada como un escalpelo. Paul jamás había escuchado una voz que pudiera insinuar tanto, que pusiera tal desdén en unas palabras aparentemente desapasionadas. Aquel refinado trasfondo de maldad era demasiado manifiesto para la mayoría de los periodistas que habían perseguido todos y cada uno de los movimientos de Honor. Este hombre tenía un interés personal en aquello y el sentido común de Paul le decía a gritos que pusiera fin a esa conversación cuanto antes. Pero había escuchado demasiadas insinuaciones sobre Honor de muchas otras personas y sus ojos se tornaron fríos y peligrosos cuando miraron al desconocido.

—La capitana Harrington —dijo con mucha frialdad— actuó de acuerdo con su entendimiento de la situación y su deber, y sus acciones condujeron a la captura o destrucción de toda la flota de los repos. A la vista de los resultados, no encuentro nada extraño o cuestionable en su conducta.

—Ah, pero usted no podría, ¿no es cierto? —murmuró el hombre. Paul se puso rígido y el desconocido le sonrió con aire de fingida disculpa—. Quiero decir, usted está de acuerdo con el resultado. Ella salvó la base de reparaciones y a su personal. Incluido usted.

—¿Exactamente qué es lo que está insinuando? —le espetó Paul. Sintió cómo una ola de tensión recorría todo el bar hasta llegar a los demás clientes. No podía creerse la rapidez con la que la confrontación había surgido, la facilidad y la habilidad con la que el otro hombre le había provocado. No podía ser un accidente. Lo sabía, pero ya no le importaba.

—Pues tan solo que sus sentimientos hacia usted, sentimientos muy conocidos (debo añadir) por cualquiera que lea un periódico, podrían haberla influido. —La voz del desconocido había adoptado un gélido aire despectivo—. No dudo que fuera algo terriblemente romántico, pero aun así no logro evitar preguntarme si estar dispuesta a sacrificar miles de vidas para salvar a alguien que le importaba es realmente una cualidad deseable en un oficial militar. ¿Usted qué opina, capitán?

Paul Tankersley se puso lívido. Se levantó de su taburete con los movimientos lentos y controlados propios de una persona que se mantenía con dificultades en el borde de la delgada línea que separaba la cordura de la violencia. El desconocido era más alto que él y parecía estar en forma, a pesar de su complexión delgada y enjuta, pero Paul estaba seguro de que lo haría papilla y no había nada que deseara más en ese momento. Pero las alarmas de su cerebro sonaron más fuerte y con más insistencia, y lograron abrirse paso por entre su ira. Había ocurrido demasiado rápido, sin demasiadas advertencias previas, como para no haber caído en la cuenta de que aquello era deliberado. No sabía por qué ese hombre había querido provocarle, pero percibía el peligro de haberle permitido que lo consiguiera.

Respiró profundamente, deseando borrar esa sonriente expresión desdeñosa de su cara bonita y dejarla bastante menos bonita en el proceso. Permaneció en pie unos tensos instantes y después le dio la espalda deliberadamente para abandonar el local. Pero el desconocido no había acabado aún. Se puso en pie, riéndose a las espaldas de Paul y su voz se oyó claramente en el silencio del bar.

—Dígame, capitán Tankersley, ¿folla usted tan bien? ¿Es tan bueno en la cama como para hacer que ella estuviera dispuesta a tirar por la borda a todo su destacamento? ¿O tan solo era que estaba desesperada por tener a alguien, a cualquiera, entre sus piernas?

Aquella ordinariez había sido demasiado. Hizo que Paul perdiera el control y se volviera con la muerte marcada en el rostro. El gesto desdeñoso del hombre desapareció un instante y dos puños duros férreos lo alcanzaron antes de que pudiera siquiera moverse.

Paul Tankersley era cinturón negro en «coup de vitesse» y había logrado evitar la letalidad de esos golpes por una milésima y justo a tiempo. El primer puñetazo se clavó en lo más profundo de su estómago. El desconocido se dobló retorciéndose de dolor, y el segundo salió de más abajo y golpeó su cabeza como si de un látigo se tratara.

El desconocido se precipitó lejos de Paul. Los taburetes salieron volando en todas direcciones cuando se levantó agitando los brazos y, sin saber por qué, Tankersley se contuvo y no acabó con él.

Paul se apartó, respirando con dificultad, asustado por sus acciones y temblando por la necesidad de volver a golpear esa cara asquerosa mientras el hombre se arrastraba por el bar con gemidos sollozantes. Cubrió su cara con sus manos; la sangre de sus labios destrozados y su nariz rota sangró por entre sus dedos cuando se meció sobre sus rodillas. Todos los clientes del restaurante se habían quedado helados, inmóviles ante tal explosión de violencia. Entonces, el hombre que estaba arrodillado bajó lentamente las manos y miró a su agresor.

Escupió un diente roto al suelo entre sangre y flemas, y después se pasó la palma de la mano por su barbilla ensangrentada y sus ojos, que ya no eran ni socarrones ni refinados, centellearon con un brillo de locura.

—¡Me ha golpeado! —Su voz sonó pastosa. Las palabras le salieron arrastradas de su boca destrozada y ahogadas por el odio que había en él—. ¡Me ha golpeado!

Paul dio un paso hacia él con los ojos llenos de furia antes de poder contenerse, pero el hombre ni siquiera rechistó. Siguió mirándolo de rodillas con su rostro convertido en una máscara de sangre y odio que bordeaba la locura absoluta.

—¿Cómo se atreve a ponerme las manos encima? —musitó. Paul le gruñó con desprecio, pero la voz pastosa y odiosa no había terminado—. ¡Nadie me pone la mano encima, Tankersley! Se las verá conmigo. ¡Exijo una satisfacción!

Paul se quedó helado. El silencio ya no era de asombro; era un silencio sepulcral y de repente se dio cuenta de lo que había hecho. Debería haberlo visto venir antes, cosa que habría hecho de no haber estado tan enfurecido. No lo había visto, pero ahora lo sabía. El hombre no había previsto que Paul lo fuera a golpear, sino que su intención había sido enfurecerlo con un objetivo: provocar el duelo al que le acababa de retar.

Y Paul Tankersley, que no había sido retado a un duelo en su vida, sabía que no le quedaba otra opción que aceptar.

—Muy bien —dijo con una voz chirriante mientras miraba a su enemigo desconocido—. Si insiste, recibirá su satisfacción.

Otro hombre salió de entre la multitud como por arte de magia y ayudó al extraño a ponerse en pie.

—Este es el señor Livitnikov —gruñó el hombre del rostro ensangrentado mientras se apoyaba en el otro hombre—. Estoy seguro de que querrá actuar como padrino.

Livitnikov asintió de manera cortante. Se metió la mano izquierda en el bolsillo de su guerrera, mientras sujetaba al hombre con la derecha, y le dio algo a Paul.

—Mi tarjeta, capitán Tankersley. —La indignación fría y correcta de su voz sonó demasiado ensayada—. Espero que sus amigos me llamen en un plazo de veinticuatro horas.

—Por supuesto —dijo Paul con el mismo tono gélido en su voz. La repentina aparición de Livitnikov era la confirmación que necesitaba para saber que le habían tendido una trampa. Miró con desprecio al hombre mientras cogía su tarjeta. Se la metió en el bolsillo, les dio la espalda y se dirigió hacia la puerta, pero entonces se detuvo.

Tomás Ramírez estaba justo en la entrada con el rostro paralizado, pero no estaba mirando siquiera a Paul. Sus ojos comprendían ahora el porqué de la presencia de ese hombre al que su amigo había agredido, presencia que ni se había planteado mencionar a Paul, y observó horrorizado cómo Livitnikov ayudaba a un Denver Summervale tambaleante y ensangrentado a ocultarse entre la multitud.