16

16

Honor Harrington puso la espalda erguida e intentó no sentirse absurda cuando recorrió el antiguo corredor en forma de arco.

En tres décadas como oficial de su majestad, nunca había llevado falda. Para ser más exactos, jamás había llevado falda y le alegraba (cada vez que pensaba en ello) que ya no estuvieran de moda desde hacía cincuenta años manticorianos. Eran más que inútiles en gravedad cero e igual de poco prácticas para la mayoría de sus actividades; sin embargo, se negaban a morir del todo. En esos momentos estaba teniendo lugar en Mantícora un modesto retorno de esa pieza… entre los idiotas con dinero para reemplazar armarios enteros y la necesidad de ir constantemente a la última.

Por desgracia, las mujeres graysonianas no llevaban pantalones. Y punto. Un hecho que había desatado el pánico entre los expertos en protocolo cuando Honor llegó sin un solo vestido que ponerse.

Al principio se negó incluso a plantearse la posibilidad de llevar uno, pero ya les resultaba bastante difícil a la mitad de los graysonianos con los que iba a tratar el concepto de una gobernadora mujer. Así que el hecho de ver no solo a una mujer, sino a una mujer con pantalones en el recinto sagrado de la Sala de los Gobernadores había amenazado con desencadenar accidentes cardíacos entre los pensadores más conservadores. Incluso los «modernistas» habían acogido la idea con sentimientos encontrados hacia el protector Benjamín, el hombre que se había aferrado a los logros de Honor para iniciar las colosales reformas sociales de Grayson; el hombre que le había rogado que reconsiderara su postura.

Ese fue el momento en el que Honor se había dado por vencida, si bien no gentilmente. Todo le parecía tan… estúpido. Se sentía como una actriz caracterizada para un drama de época. Peor, había visto la forma en que las mujeres graysonianas llevaban sus faldas tradicionales con vuelo y Honor sabía perfectamente que no iba a poder igualarlas. Pero el almirante Courvosier la había sermoneado una vez acerca de la importancia de la diplomacia, así que pensó que había llegado la hora de negociar una rendición.

Atravesó el pasillo de piedra en dirección a las enormes puertas que permanecían cerradas con Nimitz en su pecho (su vestido no tenía la protección acolchada en el hombro de su uniforme de la Armada) mientras la tela del vestido, que le llegaba al suelo, se arremolinaba entre sus piernas. Había algo extrañamente sensual en aquella sensación, pero todavía se sentía fuera de lugar con esa vestimenta y tuvo que recordarse que debía acortar su zancada y lograr un paso más decoroso. Y, el pensamiento le hizo torcer el gesto, lo más probable era que pareciera tan ridícula como se sentía.

Estaba equivocada. El vestido era fruto del trabajo del mejor diseñador de Grayson. Honor tenía poca experiencia en las tendencias civiles como para percatarse de lo atrevido que era para los estándares locales. La seda blanca sin adornos contrastaba con el cinturón a la altura de la cadera (de cuero, sin los brocados tradicionales), una contraposición que realzaba su altura y esbeltez, su cabello oscuro y su piel blanca. El vestido caía sobre su cuerpo, envolviéndolo como la tradición decretaba, pero sin camuflar el cuerpo femenino que había debajo ni ocultar la gracia atlética de sus movimientos. No llevaba joyas (al menos esa tradición sí estaba dispuesta a rechazarla), aunque la dorada Estrella de Grayson relucía en su pecho. Aquello le hacía sentir extraña, pues el código de vestimenta de Mantícora prohibía las condecoraciones en los trajes civiles, si bien, independientemente de lo que vistiera, en Grayson ella no era una civil.

Un gobernador no solo ejercía una autoridad feudal personal que habría dejado atónitos a la mayoría de los aristócratas manticorianos, sino que también tenía el mando de las unidades de la Armada con base en su asentamiento. Por ello, las medallas debían llevarse en todas las ocasiones oficiales… y Honor Harrington, fuera o no de ese planeta, era la única persona viva que poseía la medalla a la valentía destacada de Grayson.

Recorrió el corredor como si fuera un remolino blanco, con su cabello castaño a la altura de los hombros suelto y un felino color crema y gris en sus brazos, algo que también podría extrañar a algunos observadores. En la mayoría de los planetas que no pertenecían a Mantícora, portar una «mascota» en una ceremonia tan solo empeoraría las cosas; sin embargo, la gente de ese mundo conocía a Nimitz y nadie había sugerido siquiera la posibilidad de que no la acompañara. No en Grayson.

El corredor parecía no tener fin. La Guardia de los Gobernadores, y no personal de la Armada, se alineaba en ambos flancos e iban arrodillándose a su paso. La tensión le producía escalofríos. Ensayó mentalmente todas las formalidades mientras avanzaba por el corredor, pero comprobar que las recordaba no le ayudó a relajarse. El protector Benjamín la había investido gobernadora antes de que volviera a Mantícora para recibir tratamiento médico, pero eso solo había sido solo una parte de lo que se le avecinaba. Por aquel entonces, el Asentamiento de Harrington solamente existía sobre el papel. Ahora tenía habitantes, ciudades, una industria incipiente. Era real, y eso hacía que hubiese llegado la hora de comparecer en el Cónclave de gobernadores, el árbitro final de su capacidad para el cargo, para aceptar su papel como protectora y gobernanta de la gente (de su gente) y asumir una autoridad directa sobre sus vidas y su bienestar que ningún noble manticoriano había antes conocido. Era consciente de ello y había hecho todo lo que había estado en su mano para prepararse, pero, en lo más profundo de su ser, seguía siendo Honor Harrington, la hija de un terrateniente de Esfinge, y una parte de ella no deseaba nada más en la galaxia que regresar y seguir con su vida.

Llegó a las gigantes puertas dobles de madera y hierro de la Cámara del cónclave. Aquellas pesadas barreras databan de casi setecientos años-T; había hendiduras de disparos en las paredes que las flanqueaban y el panel de la puerta izquierda tenía marcas irregulares de balas. Honor no conocía del todo la historia de Grayson, pero había aprendido lo suficiente de ella como para detenerse e inclinar su cabeza en señal de respeto ante esas marcas. La placa que había debajo enumeraba los nombres de los Cincuenta y Tres y sus hombres de armas, los hombres que habían defendido hasta el final la Cámara del cónclave frente a un intento de golpe de estado que había desencadenado la Guerra Civil de Grayson. Al final, los Fieles habían desplazado tanques hasta el lugar y habían atravesado el corredor pasando por encima de la Guardia de los Gobernadores, haciendo añicos la puerta derecha y lanzando a una compañía de infantería entera, en un intento desesperado por capturar como rehenes a al menos algunos de los gobernadores, pero ninguno de los Cincuenta y Tres fue capturado con vida.

Los últimos guardias se arrodillaron cuando ella hizo una reverencia ante la placa. Se puso firme, respiró profundamente y cogió el llamador de hierro.

El golpe del metal contra el de la puerta, también hierro, resonó en el corredor. Se produjo un momento de silencio; entonces, aquellos paneles enormemente gruesos se apartaron lentamente y la luz se abrió paso entre ellos. Vio a un hombre armado con una espada desenfundada y miró a las filas de gobernadores a sus espaldas, sentados alrededor de una mesa en forma de herradura. El traje del Guardián de la Puerta era un anacronismo con incrustaciones doradas todavía más espléndido que su vestido; sin embargo, podía reconocerse en él el traje de la Armada y su cuello portaba la Biblia abierta y la espada del Protectorado, no la llave patriarcal de la Guardia de los Gobernadores.

—¿Quién solicita audiencia con el protector? —preguntó y la voz de soprano de Honor, a pesar de su nerviosismo, pronunció sin titubear las palabras de la fórmula antigua.

—No solicito audiencia ante ningún hombre. No vengo a hacer ninguna petición, sino a reclamar mi admisión en el cónclave y a ocupar mi lugar en el mismo, por el derecho que se me ha otorgado.

—¿Por qué autoridad? —le desafió el guardián de la puerta. Colocó su espada en posición de guardia y Nimitz imitó el movimiento de Honor cuando esta alzó orgullosa su cabeza.

—Por mi autoridad, a los ojos de Dios y de la Ley —contestó.

—Preséntese —le ordenó el guardián.

—Soy Honor Stephanie Harrington, hija de Alfred Harrington, y vengo a reclamar mi participación en este cónclave, por el derecho que se me ha otorgado, como gobernadora Harrington —respondió Honor y el Guardián retrocedió un paso y bajó su espada como reconocimiento formal de la igualdad de los gobernadores allí reunidos con el protector.

—Entre entonces, que sea el cónclave de gobernadores quien juzgue su capacidad para el cargo que reclama, tal como la tradición manda —recitó. Honor dio un paso adelante y los pliegues de su vestido se arremolinaron alrededor de ella.

Hasta ahora todo ha ido bien, se dijo para sus adentros como pretexto para intentar así dejar de recitar mentalmente todas sus frases. El hecho de ser una mujer había requerido ciertas modificaciones en las fórmulas tradicionales; el hecho de ser técnicamente una infiel había requerido aún más. Pero ahora estaba allí, se recordó, en el centro de esa enorme cámara mientras los gobernadores de Grayson la observaban en silencio.

La puerta se cerró silenciosamente tras ella y el guardián de la puerta la adelantó. Se arrodilló ante el trono de Benjamín IX, protector de Grayson, con la punta de la enjoyada Espada del Estado apoyada sobre el suelo de piedra e hizo una reverencia.

—Excelencia, presento a usted y a este cónclave a Honor Stephanie Harrington, hija de Alfred Harrington, que viene a reclamar un lugar entre sus gobernadores.

Benjamín Mayhew asintió con solemnidad y bajó la vista para observar a Honor en silencio durante un instante. Después alzó la vista hasta las filas de asientos.

—Gobernadores. —Su voz se escuchó alta y clara gracias a la espléndida acústica de la cámara—. Esta mujer reclama su derecho a sentarse entre ustedes. ¿Alguno de los aquí presentes cuestiona su capacidad para hacerlo?

Los nervios de Honor se quebraron, pues la pregunta de Mayhew no había seguido la formalidad habitual. Los reaccionarios graysonianos lo eran más que la mayoría y la convulsión de su estructura social había comenzado con ella. Una mayoría de los graysonianos respaldaban los cambios que había traído consigo, si bien con distintos grados de entusiasmo. La minoría que no los respaldaba se había opuesto a ellos con un fervor combativo. Honor había escuchado y leído su amarga retórica desde su llegada y la oportunidad de desafiar a una simple mujer como indigna de ese puesto retumbaba en el silencio de la sala, esperando a que alguien aceptara ese desafío.

Pero nadie lo hizo y Mayhew volvió a asentir.

—¿Alguien quiere hablar en su favor? —preguntó con voz calma y recibió como respuesta un ruido sordo de «síes». No todos los miembros del cónclave se unieron a esta muestra de aprobación, pero ninguno se opuso, y Mayhew la sonrió.

—Nuestros nobles refrendan su solicitud, lady Harrington. Acérquese y ocupe su asiento entre ellos.

Se oyó el susurro de los ropajes cuando los gobernadores se pusieron en pie y Honor recorrió el suelo de piedra de la cámara hasta ponerse delante del protector. Delante de su trono habían colocado dos pequeños cojines de terciopelo y Honor colocó con cuidado a Nimitz en uno y se arrodilló sobre el otro. No le resultó tan fácil como se podría pensar, debido a las faldas del vestido, pero aun así jamás habría logrado hacer una reverencia adecuada. Se oyó el ruido de algunos pies arrastrándose cuando Honor se arrodilló de la forma en que un hombre lo habría hecho, pero nadie habló cuando el guardián de la puerta se acercó hasta el trono y le entregó la Espada del Estado a Mayhew.

El protector la extendió hacia Honor y ella colocó sus manos sobre la empuñadura. Se asustó, a pesar de su nerviosismo, cuando vio cómo le temblaban los dedos. Alzó la vista a Mayhew y la sonrisa de ánimo del protector logró aliviar su estremecimiento.

—Honor Stephanie Harrington —dijo Mayhew—, ¿está preparada, en presencia de los gobernadores de Grayson asistentes a este cónclave, a jurar lealtad al protector y a los habitantes de Grayson ante los ojos de Dios y de su Iglesia sagrada?

—Lo estoy, excelencia, sin embargo me gustaría expresar dos reservas al respecto, —Honor retiró las manos de la empuñadura, pero no hubo ninguna denegación en su voz de soprano, por lo que Mayhew asintió. Habían estado mucho tiempo estudiando la mejor forma de abordar este punto.

—Tiene derecho a mostrar sus reservas respecto al juramento —dijo—. Sin embargo, este cónclave tiene también derecho a rechazar esas reservas y negarle su lugar en él en caso de que fueren consideradas ofensivas. ¿Reconoce ese derecho?

—Sí, excelencia.

—Exponga entonces su primera reserva.

—Como su excelencia sabe, también soy súbdita del Reino Estelar de Mantícora, miembro de su nobleza y oficial de la Armada de su majestad. Tengo obligaciones y deberes que no puedo desatender de manera honorable. Tampoco puedo abandonar la nación en la que nací ni mis juramentos a mi reina, ni siquiera para aceptar el cargo de gobernadora, o jurar lealtad a Grayson sin reservarme el derecho y la responsabilidad de cumplir y desempeñar mis obligaciones para con ella.

Mayhew asintió una vez más y después dirigió su mirada al cónclave por encima de la cabeza de Honor.

—Mis señores, en mi opinión se trata de una declaración correcta y honorable, pero deben ser ustedes los que la juzguen. ¿Alguno de los hombres aquí presentes impugna el derecho de esta mujer a ostentar el cargo de gobernadora en Grayson con esta limitación?

La respuesta que obtuvo fue el silencio de la cámara y el protector volvió a girarse hacia Honor.

—¿Y su segunda reserva es?

—Excelencia, no comulgo con la Iglesia de la Humanidad Libre. Respeto sus doctrinas y enseñanzas —algo que, Honor se sintió aliviada al meditarlo, era cierto, a pesar de haber percibido un persistente sexismo en ella ahora que había tenido la oportunidad de leer acerca de la misma—, pero esa no es mi fe.

—Comprendo. —La voz de Mayhew sonó más grave, y con razón. La Iglesia había aprendido, tras tan horribles experiencias, a mantenerse al margen de la política, pero Grayson seguía siendo fundamentalmente un mundo teocrático. La Ley de Tolerancia que legalizaba otras creencias apenas llevaba un siglo en vigor y nunca antes había tomado posesión como gobernador nadie que no comulgara con su Iglesia.

El protector miró al hombre de cabellos canos que tenía a su derecha. El reverendo Julius Hanks, jefe espiritual de la Iglesia de la Humanidad Libre, se iba volviendo frágil con la edad, pero sus sencillos ropajes negros y el alzacuello tradicional destacaba sobre los demás trajes de la cámara.

—Reverendo —dijo Mayhew—, esta reserva afecta a la Iglesia y, por tanto, se encuentra dentro de su ámbito. ¿Qué tiene que decir al respecto?

Hanks colocó una mano sobre la cabeza de Honor y esta no percibió condescendencia alguna en su gesto. No era miembro de su Iglesia y, sin embargo, no fue inmune a la sinceridad de su fe cuando este la sonrió.

—Lady Harrington, dice que no pertenece a nuestra fe, pero hay muchas formas de acercarse a Dios. —Alguien siseó como si se acabara de pronunciar una herejía, pero nadie habló—. ¿Cree en Dios, hija mía?

—Sí, reverendo —respondió Honor con suavidad, pero con firmeza.

—¿Y le servirá desde lo más profundo de su corazón y entenderá su voluntad para con usted?

—Sí, reverendo.

—¿Salvaguardará y protegerá, como gobernadora, el derecho de sus gentes a venerar a Dios como sus corazones les dicten?

—Lo haré.

—¿Respetará y salvaguardará la santidad de nuestra fe como haría con la suya propia?

—Lo haré.

Hanks asintió y se dirigió a Mayhew.

—Excelencia, esta mujer no comulga con nuestra fe; no obstante, lo ha declarado delante de todos nosotros sin intentar pretender lo contrario. Es más, demuestra ser una mujer buena y devota, una mujer que arriesgó su propia vida y sufrió heridas de extrema gravedad para proteger no solo a nuestra Iglesia, sino también a nuestro mundo cuando no teníamos nada que exigirle. Les digo a ustedes, miembros del cónclave —se volvió para mirar a los gobernadores y su voz resonante se hizo más audible y poderosa—, que Dios conoce a los suyos. La Iglesia acepta a esta mujer como su paladina y defensora, independientemente de la fe a través de la cual sirva a la voluntad de Dios.

Otro silencio, esta vez más profundo, fue lo que obtuvo como respuesta. Hanks permaneció de pie un segundo más, posando su mirada sobre todos los allí presentes, y después volvió a colocarse al lado del trono. Mayhew miró a Honor.

—Honor Stephanie Harrington, sus reservas han sido anotadas y aceptadas por los lores espirituales y temporales de Grayson. ¿Jura, delante de todos nosotros, que esas son las únicas reservas de su corazón, alma y mente?

—Lo juro, excelencia.

—La llamo entonces a jurar lealtad ante los nobles —dijo el protector y Honor volvió a colocar las manos sobre la empuñadura de la espada.

—Honor Stephanie Harrington, hija de Alfred Harrington, ¿jura usted, con las reservas que ya se han hecho constar, lealtad al protector y a los habitantes de Grayson?

—Lo juro.

—¿Servirá fielmente al protector y a los habitantes de Grayson?

—Lo haré.

—¿Jura, ante Dios y este cónclave, honrar, conservar y proteger la Constitución de Grayson, y proteger y guiar a su gente y protegerla como si de sus hijos se tratara? ¿Jura cuidarlos en tiempos de paz y defenderlos en tiempo de guerra y dirigirlos de una forma justa y piadosa con la sabiduría que Dios le ha dado para ello?

—Lo juro —respondió Honor y Mayhew asintió.

—Honor Stephanie Harrington, acepto su juramento. Y, como protector de Grayson, responderé a su lealtad con lealtad, a su protección con protección, a su justicia con justicia, a la violencia con venganza. Que Dios nos ampare.

El protector cubrió con su mano derecha las manos de Honor y las estrechó durante unos instantes. Después devolvió la espada al guardián y el reverendo Hanks le pasó una cadena brillante. La sacudió con un gesto reverencial y Honor inclinó la cabeza para que el protector le pusiera la cadena maciza alrededor del cuello. La llave patriarcal de los gobernadores relució por debajo de la Estrella de Grayson. El protector se puso en pie y cogió su mano.

—¡Levántese, lady Harrington, gobernadora Harrington! —dijo en voz alta y ella obedeció, acordándose en el último momento de no pisarse el bajo del vestido. Se dio la vuelta para mirar al cónclave después de que Mayhew se lo indicara y un clamor de vítores llegó desde las paredes atestadas de la cámara.

Miró fijamente a la multitud de sonidos con las mejillas ruborizadas y la frente alta, si bien era consciente de que tras aquellos vítores persistían algunas reservas. Pero también era consciente de que los hombres que ahora la vitoreaban se habían sobrepuesto a mil años de tradición y de prejuicios firmemente arraigados para admitir a una mujer entre sus filas. Puede que se hubieran visto obligados ante la presión de la avalancha de acontecimientos y la insistencia inexorable de su soberano. Su presencia ofendía a muchos de ellos, no solo porque fuera mujer, sino también porque ella simbolizaba la llegada de cambios aterradores. Sin embargo la habían aceptado. A pesar de sus miedos, Honor sentía cada una de las palabras del juramento que acababa de hacer.

Nimitz se incorporó en su cojín y le dio un golpecito con la pata en el muslo. Honor lo miró y se agachó para cogerlo de nuevo. El gesto fue recibido con una aclamación más sonora y espontánea que la anterior. El felino irguió la cabeza y se atusó ante la ovación, liberando la tensión de la sala con risas y aplausos cuando Honor lo aupó sonriente.

El guardián dio un paso adelante y le tocó el codo. Se volvió hacia él y este extendió la Espada del Estado en las palmas abiertas de sus manos y le hizo una reverencia. No resultaba sencillo coger el arma con un ramafelino entre sus brazos, pero Nimitz la sorprendió por su cooperación. Subió hasta su hombro sin refuerzo acolchado con sus manos auténticas, sin las garras que habría usado habitualmente, y se colocó con un cuidado exquisito, apoyando una de sus manos auténticas en la coronilla mientras ella aceptaba la espada de manos del guardián.

Aquel gesto tampoco tenía precedentes. El asentamiento de Harrington era el más reciente de Grayson; como tal, tendría que haberse retirado a la fila superior de la parte más alejada de la mesa, tal como le correspondía en la jerarquía. Sin embargo, también poseía la Estrella de Grayson y ese detalle, si bien lo desconocía cuando le dieron esa medalla, la convertía en paladina del protector.

Cogió la espada con cuidado mientras rezaba para que Nimitz no le clavara las garras y avanzó hasta el escritorio de madera tallada que estaba al lado del trono. Tenía el escudo de armas de Grayson y las espadas cruzadas del paladín del protector. Respiró aliviada cuando Nimitz dio un salto y se posó sobre el escritorio. Se puso erguido y se sentó sobre sus cuartos traseros mientras su cola prensil y suave jugueteaba con las garras de sus pies y manos auténticos con una gracia majestuosa. Honor colocó la Espada del Estado en el soporte acolchado que había sido acondicionado para ello.

El anciano con el rostro surcado por las arrugas que estaba sentado en la silla de gobernador tras el escritorio se puso de pie, le hizo una reverencia y le extendió un bastón fino con el pomo de plata.

—Ahora que va a ocupar el lugar que legítimamente le corresponde, milady, someto mi insignia y las acciones ejercidas durante mi cargo a su juicio —dijo Howard Clinkscales.

Honor cogió el bastón de la regencia y lo sostuvo entre las manos. Su sonrisa fue más cálida de lo que el protocolo prescribía. Benjamín Mayhew había estado muy acertado al nombrar a Clinkscales como su regente. Ese veterano anciano era uno de los hombres más honestos de Grayson; quizá aún más importante, también era uno de los más conservadores y de los que más reservas tenían ante los cambios que su protector les requería, y todo el mundo lo sabía. Lo que significaba que su disposición para servirla como su regente probablemente había ayudado más para consolidar su posición que cualquier otra cosa.

—Sus servicios no requieren ningún juicio. —Le devolvió el bastón y sus miradas se encontraron cuando él lo cogió—. Ni yo ni nadie seríamos capaces de elogiarle a usted y a sus acciones como se merecen —añadió y los ojos del anciano se abrieron como platos, pues su última frase había ido más allá de los límites de las formalidades.

—Gracias, milady —murmuró e hizo una reverencia aún más pronunciada cuando volvió a aceptar de nuevo su cargo. Honor ocupó su sitio delante de la silla de gobernador que él había dejado vacante y este se movió a una segunda silla situada a su derecha. Los dos se volvieron para mirar al cónclave y Julius Hanks dio un paso hacia el trono del protector.

—Y ahora, caballeros… y señora… —dijo el reverendo volviéndose para otorgar una sonrisa centelleante a la nueva gobernadora de Grayson—, pidamos la bendición de Dios para las deliberaciones del orden del día.