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En el bar Dempsey no había terminales de pedido remotas. Los clientes eran atendidos por camareros y camareras de carne y hueso; algo que, dado lo que la mano de obra civil costaba en el astillero orbital con mayor volumen de trabajo de la Armada, explicaba los precios del bar. También ayudaba a entender por qué los clientes estaban dispuestos a pagar esos precios. Pero esa no era toda la historia.

El bar y su restaurante contiguo eran los lugares de reunión elegidos por prácticamente todo el personal que no se encontraba de servicio por diversas razones. Una de ellas era la familiaridad. Restaurantes Dempsey había sido la empresa bandera original del cártel Dempsey, el segundo después del cártel Hauptman en riqueza y poder, y prácticamente todas las ciudades del reino tenían un restaurante Dempsey. Estaban en todas partes y todo el mundo los conocía y, si bien la cadena no podía equipararse con el prestigio de establecimientos exclusivos como el Cosmos o emular la actividad frenética de los locales nocturnos más en vanguardia, a los gerentes no les suponía un problema puesto que ellos no buscaban eso. Lo que buscaban era la notoriedad y la familiaridad junto con un servicio, un confort y una calidad que garantizaran la fidelidad de los clientes (incluso a pesar de sus precios) y eso era precisamente lo que habían conseguido.

Este Dempsey en concreto se encontraba en el mismo centro de la Hefestos; sin embargo, los diseñadores del local habían hecho todo lo posible por crear un entorno en el que la gente se sintiera como si estuvieran en tierra firme y no en el espacio. Tuvieron que poner los códigos de color obligatorios para los soportes vitales de emergencia y de otros puntos de servicio y accesos en caso de catástrofes, pero habían pagado mucho dinero para que les concedieran los permisos necesarios para construir compartimentos con el doble de altura. Con esa altura extra construyeron techos falsos para tapar los nidos de serpientes de tuberías y conductos de electricidad que tapizaban el interior de las cubiertas de todas las naves. Sofisticadas proyecciones de holos en el exterior de las «ventanas con bisagras» mostraban los siempre cambiantes panoramas planetarios. Era lunes, lo que significaba que el bar estaba «en» Esfinge. Los cielos azules y fríos del otoño se alzaban sobre las agujas de las iglesias de Yawata Crossing, la segunda ciudad más grande de Esfinge, y los sonidos del tráfico y de los viandantes se abrían paso a través de las ventanas abiertas con brisas ingeniosamente creadas que olían a hierba recién cortada y a la comida de la terraza del bar. Los holos de Dempsey nunca se repetían tampoco. A diferencia de las construcciones que unos propietarios menos exigentes habrían usado, estas imágenes eran transmitidas o grabadas desde otras unidades de la cadena en Mantícora, Esfinge y Grifo, lo que les permitía obtener emplazamientos específicos y una espontaneidad total. Los comensales podían sentarse durante horas a ver lugares que la mayor parte de las veces conocían bien, y Mantícora y Esfinge estaban lo suficientemente cerca de la estación Hefestos como para poder tener transmisiones en tiempo casi real.

Los holos del fondo, si bien eran muy bonitos, podrían parecer un elemento menor a la hora de explicar la fidelidad de los clientes habituales del Dempsey de la estación Hefestos, pues Mantícora estaba a apenas veinte minutos de viaje en lanzadera. Pero, para más de una persona, ese viaje de veinte minutos requería una coordinación de sus horarios y responsabilidades que a menudo era difícil y en algunas ocasiones resultaba imposible. Poder disfrutar de una tarde en tierra con tu pareja o algunos amigos era casi una imposibilidad… excepto en Dempsey, donde ellos te lo llevaban hasta ti.

El coronel Tomás Santiago Ramírez vio que su vaso estaba vacío e interrumpió su charla con Paul Tankersley para alzar la mano. Su silla crujió y Tomás sonrió irónicamente ante la queja del asiento. Estaba acostumbrado a esos sonidos y no se podía culpar a los muebles de ello. No habían sido diseñados para él.

Paul vio su gesto y ocultó una sonrisa comprensiva. Ramírez y él se conocían casi desde el principio y ese conocimiento se había convertido rápidamente en una amistad. El coronel era un lector voraz y un hombre de gustos católicos con un sentido del humor sobrio y lacónico que se había tomado muchas molestias en ocultar. Tendía a bajar la guardia una vez conocía a las personas y Paul y él habían cogido la costumbre de quedar para tener charlas sobre numerosos y variados temas, charlas generosamente regadas con excelente cerveza. Los orígenes como refugiado político de Ramírez le proporcionaban a menudo un punto de vista ligeramente provocador de algunas cosas que los manticorianos daban por sentado y Paul disfrutaba muchísimo de sus charlas. También se daba la circunstancia de que el coronel tenía mucho aprecio a Honor, pero Paul sospechaba que se habrían hecho amigos aunque no hubiera sido así.

Ramírez era también tan cabezota como su físico sugería y, sin embargo, era asimismo una de las personas más dulces que Paul había conocido jamás… excepto en lo que respectaba a la República Popular de Haven. No se podía decir que el coronel fuera blando, pero era como si toda su hostilidad hubiese sido destilada y dirigida hacia un solo objetivo: la destrucción de la República Popular y de todas sus obras. Sería impreciso decir que este odio hacia los repos fuera obsesivo, pero tampoco andaba muy desencaminado.

Su primer oficial era otro cantar. Susan Hibson no compartía el rencor implacable de su jefe hacia Haven, pero solo un idiota se tomaría libertades con ella… y nadie se atrevería a intentarlo una segunda vez. No era ninguna tirana y su gente le era leal, pero también la temían. No es que no aguantara bien a los idiotas, es que no los aguantaba. Que Dios ayudara a cualquiera que se atreviese a sugerir que hubiera algo, aunque fuera imposible, que sus marines no pudieran hacer.

Quizá, pensó Paul, la diferencia entre Hibson y Ramírez tenía que ver con su estatura. La mayor era treinta y cinco centímetros más baja que su superior; a duras penas llegaba al mínimo de altura exigido en el cuerpo. Su constitución le proporcionaba velocidad, no fuerza. El coronel se podía permitir su dulzura porque alguien con una complexión que se asemejaba a una armadura de batalla nunca necesitaría una mentalidad de perro de ataque, pero Susan Hibson parecía demasiado menuda y delicada para ser una soldado propiamente dicha. De la Infantería, a diferencia de la Armada, se esperaba que se arrastraran entre el fango y la sangre, y Paul estaba seguro de que, durante años, Hibson se había visto obligada a demostrar su valía en la profesión que había escogido (no solo a los demás, sino también a ella misma).

El camarero al que Ramírez había llamado apareció por uno de sus costados y el coronel sonrió a sus acompañantes.

—¿Lo mismo para todos? —Su voz era grave, pero sus consonantes líquidas le daban un ritmo casi musical. San Martín era uno de los mundos cuyos colonos etnopreservacionistas habían logrado conservar su lengua materna y Ramírez nunca había perdido su acento.

Su pregunta fue contestada con murmullos de asentimiento, pero Alistair McKeon negó con la cabeza sonriente.

—Ya no más cerveza para el señor Tremaine —anunció. El teniente Scotty Tremaine emitió un sonido de indignación y McKeon soltó una risa ahogada—, los adultos tenemos que velar por los niños a nuestro cargo. Además, le toca guardia en breve.

—Con todos los respetos, señor, eso es una sarta de… ejem… prejuicios infundados. Nosotros, la gente más joven y más en forma, tenemos un metabolismo que nos permite consumir alcohol sin perder nuestras facultades, a diferencia —añadió el teniente de cabello rubio rojizo— de algunos oficiales viejos, quiero decir, superiores eminentes.

—Usted, joven, pasa demasiado tiempo con gente como el suboficial mayor Harkness. —El tono de McKeon era austero, pero sus ojos pestañearon y Tankersley contuvo la risa. Había llegado a conocer a todos los allí presentes bien y les había cogido cariño a todos, no solo a Ramírez, pero le había sorprendido la familiaridad entre McKeon y Tremaine cuando no estaban de servicio.

La mayoría de los capitanes que conocía no tenían trato social con sus subalternos ni mucho menos bromeaban con ellos. Pero McKeon lo hacía sin socavar su autoridad y sin que nadie pensara que hubiera favoritismos. Paul no sabía muy bien cómo lo lograba. Estaba seguro de que no lo podía haber hecho él solo, sino que la personalidad de Tremaine también había tenido mucho que ver en ello.

—Me declaro no culpable, señor —dijo el teniente—. Tan solo le estoy recordando hechos científicamente demostrados.

—Por supuesto que lo es. —McKeon sonrió de nuevo y después se encogió de hombros—. De acuerdo. Una cerveza más para el señor Tremaine. Después, solo refrescos.

Su voz portaba un trasfondo leve, pero inconfundible, de autoridad y Tremaine aceptó asintiendo con la cabeza y sonriendo. El camarero tecleó el pedido en su memobloc y se marchó. Hibson se tomó el último trago de su jarra y suspiró.

—Tengo que decir que me alegro de que las cosas se hayan tranquilizado en el bando sucio —dijo retomando el hilo de la conversación anterior— pero no puedo evitar desear que Burgundy lo hubiese logrado.

—Lo suscribo. —Ramírez hizo un ruido sordo y frunció el ceño con un gesto inusitado en él. McKeon asintió, pero Paul negó con la cabeza.

—Creo que no estoy de acuerdo con usted, Susan —discrepó. Los demás lo miraron sorprendidos y él se encogió de hombros—. Me importa una mierda lo que le ocurra a Pavel Young, salvo si se trata de algo desagradable claro, pero negarse a admitirlo en los Lores solo habría servido para empeorar la situación.

—Odio tener que admitirlo, pero probablemente tenga razón —dijo McKeon instantes después—. ¿Quién habría pensado que ese mierdecilla fuese a respaldar la declaración? Odio estar de acuerdo con él en algo y ni por un instante se me ha pasado por la cabeza que haya cambiado, pero el muy hijo de puta ha resultado útil. Y, ahora que lo mencionan, me imagino que negarse a que ocupase su lugar en los Lores habría empeorado la situación de la capitana a largo plazo.

Paul asintió con gesto serio, pero las comisuras de sus labios intentaron esbozar una sonrisa. Todos sus compañeros sabían que era la pareja de Honor y todos ellos eran partidarios inquebrantables de ella, sin embargo todos y cada uno de ellos (incluido McKeon, que estaba al mando de una nave) se referían a ella como «la capitana» o «la patrona».

—Yo también creo que lleva usted razón, señor —dijo Scotty Tremaine con una seriedad insólita en él—, pero todavía no tengo muy claro qué es lo que ha pasado o de qué va todo esto. Es decir, Young ha heredado un condado. ¿Eso no le con vierte automáticamente en miembro de la Cámara de los Lores?

—Sí y no, Scotty. —Paul bajó la mirada a su vaso vacío. Le dio vueltas lentamente, volvió a alzar la vista y lo puso a un lado para que se lo llevaran cuando el camarero regresó a la mesa. Tomó un trago de cerveza fresca y frunció el ceño—. Young, o el conde de Hollow del Norte, es ahora un noble del reino —continuó—. A menos que fuera condenado por traición, algo que habría ocurrido si hubiese sido declarado culpable de acto de cobardía ante fuerzas enemigas, es el heredero legal de su padre. Pero la Constitución otorga a los lores el derecho a rechazar la entrada en la Cámara a alguien, sea noble o no, si consideran que no es digno de ese puesto. No se ha hecho desde hace cerca de cien años-T, pero ese derecho sigue estando ahí y ni siquiera la reina puede anularlo si dos terceras partes de la Cámara deciden ejercerlo. Eso era lo que Burgundy buscaba cuando presentó la moción por la «falta de carácter manifiesta» del nuevo conde de Hollow del Norte.

Tremaine asintió y Tomás Ramírez usó su jarra para esconder su mueca de desagrado. Era un súbdito leal a la reina Isabel, pero nunca había llegado a aceptar del todo la noción del linaje como garantía automática de privilegios. San Martín había gozado, por así decirlo, de su propia elite hereditaria antes de ser conquistados por los repos, pero en ella nunca había estado incluida de forma explícita la aristocracia.

Estaba dispuesto, si se veía obligado, a admitir que la nobleza manticoriana había hecho un buen trabajo para el Reino Estelar durante todos esos siglos. Y no había duda de que todos los sistemas políticos tenían sus fallos intrínsecos. Después de todo, habían sido diseñados para gobernar a humanos y la humanidad siempre jodía algo periódicamente. Pero desde que fue consciente del odio entre Pavel Young y la capitana, especialmente desde que se enteró de cuál fue el desencadenante, se había vuelto más escéptico que nunca respecto a la posibilidad de heredar el poder político. Al igual que McKeon, Ramírez tampoco creía en la aparente conversión de Young. Ese hijo de puta andaba detrás de algo. Solo pensar que pudiera salirse con la suya le provocaba náuseas, y la forma en que algunos de los otros lores seguían intentando evitar la intervención contra los repos no había ayudado demasiado a que Ramírez cambiara de opinión respecto a esa institución.

No obstante, también era cierto que la capitana ahora pertenecía a la nobleza, se recordó, y también había otros nobles que se habían ganado su título merecidamente, o al menos habían demostrado que lo merecían, independientemente de cómo lo hubiesen conseguido. Personas como los duques de Cromarty y Nueva Texas, el conde de Haven Albo o la baronesa Morncreek. Y también había otros que, al menos, eran conscientes de sus responsabilidades y hacían todo lo que estaba en su mano para cumplirlas, como el duque de Burgundy y los otros cinco nobles que habían secundado la moción para no admitir al conde de Hollow del Norte. Pero la combinación de estupideces y egoísmos que estaba poniéndole las cosas tan difíciles al duque de Cromarty para lograr la declaración (y tan fáciles a Young para convertirse en un hombre de Estado) ponía enfermo al coronel.

—… Y el Gobierno no podía respaldar a Burgundy —seguía explicándole Tankersley a Tremaine—. Estoy seguro de que les habría encantado poder hacerlo, al menos hasta que el conde de Hollow del Norte respaldó la declaración. Pero con la oposición dispuesta a alegar políticas partidistas a la mínima oportunidad, el respaldo a Burgundy y a otros nobles no alineados habría…

Ramírez desconectó de la conversación y echó un vistazo al bar. No podía discrepar de lo que estaba diciendo Tankersley, pero eso no significaba que tuviera que gustarle. Y escuchar cómo alguien que amaba a la capitana se veía forzado a explicar por qué el Gobierno no había tenido otra elección que admitir en el cuerpo legislativo superior del reino a ese despojo que odiaba a Honor Harrington le cortaba la digestión.

Sus ojos recorrieron los clientes allí congregados y algo que no encajaba con el entorno llamó su atención. No fue capaz de decir con exactitud qué era, pero algo hizo que volviera a posar su mirada sobre un civil de cabellos rubios que estaba con un codo apoyado en la barra y un vaso de cristal esmerilado en la mano. El coronel entrecerró los ojos; fantasmas de recuerdos fugaces se agolparon en algún rincón de su mente, aunque no pudo recordar de qué se trataba. Quizá no era nada. O, lo más probable, le llamaba la atención la forma en que estaba apoyado en la barra. Había una gracilidad casi histriónica en su pose. Además, estaba mirando más o menos en dirección a la mesa de Ramírez mientras él contemplaba a la multitud. Sus miradas se encontraron durante un instante, la del extraño insulsa e indiferente; después, se volvió al barman para que le llenara el vaso y el coronel se volvió, de nuevo atento a la conversación de sus compañeros.

—… por la que Burgundy nunca tuvo ninguna posibilidad. —Tankersley estaba terminando su parlamento—. Es una lástima. Por algo le llaman «la conciencia de los lores», pero, una vez el conde de Hollow del Norte se convirtió en una pieza útil para el Gobierno, se abrieron muchos frentes contra él.

—Comprendo. —Tremaine dio un sorbo a su cerveza. Se estaba controlando puesto que era la última que iba a beber. Después se encogió de hombros—. Lo entiendo, pero aun así no me gusta, señor. Y estoy con la patrona cuando dice que anda metido en algo sucio. ¿No cree que su discurso proguerra simplemente buscaba el respaldo del Gobierno para su admisión en la Cámara de los Lores? —Esa explicación tendría mucho sentido, pero… Tankersley se calló y alzó la vista. Ramírez se volvió para seguir la mirada de Paul. Sonrió y sus ojos se rodearon de pliegues, pues había reconocido a la mujer pelirroja y robusta que se acercaba a su mesa. Llevaba el uniforme de sargento mayor de la marina y las canas de su pelo revelaban que era lo suficientemente mayor como para haber recibido una de las primeras generaciones del tratamiento de prolongación.

—¡Vaya, vaya! Si es Gunny Babcock —dijo Ramírez y la mujer le sonrió. La Infantería de la Real Armada Manticoriana ya no usaba de forma formal el rango oficial de sargento de artillería. Lo perdieron cuando se unieron a la Real Armada Manticoriana trescientos años-T atrás y no lo habían vuelto a reinstalar cuando volvieron a escindirse un siglo después. Pero al suboficial marine de mayor grado abordo de una nave se le llamaba «Gunny», e Iris Babcock había sido la sargento mayor del batallón agregado a la Intrépido con Ramírez y Hibson.

—Buenas tardes, coronel. Capitán. Mayor. —Babcock asintió respetuosamente a los altos oficiales congregados en la mesa y su sonrisa se convirtió en algo más similar a una sonrisa burlona cuando Scotty Tremaine la saludó de forma imprudente. La Armada era menos puntillosa en cuanto al protocolo militar cuando se estaba fuera de servicio y el cuerpo había aprendido a soportarlo. Además, solo un misántropo convencido podría haber fulminado con la mirada a Tremaine.

—¿A qué debemos este honor, Gunny? —preguntó Ramírez y la sargento mayor volvió a asentir con la cabeza a McKeon.

—Soy la sargento mayor del Mayor Yestachenko en el destacamento de marines del capitán McKeon, coronel. Me dirigía de nuevo al Príncipe Adrián cuando les vi aquí. No les había visto ni a la mayor Hibson ni a usted desde que fueron ascendidos y pensé en pasarme a presentarles mis respetos.

Ramírez asintió con la cabeza. Dempsey era un establecimiento civil. No era raro que los oficiales y los suboficiales, o incluso personal raso, que hubiesen estado bajo el mismo mando se encontraran en aquel lugar y existía un protocolo extraoficial para cuando eso ocurría. Iba a responderla cuando el crono de Tankersley chirrió y él lo miró con una mueca de disgusto.

—¡Maldición! —dijo con suavidad—. Me temo que voy a tener que marcharme. Ya saben, sitios adonde ir y gente a la que ver. Lo siento. —Terminó su bebida y se puso en pie sonriendo a todos—. Ha sido un placer. Los veré después.

Saludó con un asentimiento a Babcock, que se cuadró para devolverle el saludo y se dirigió hacia la salida. Los demás lo observaron mientras se marchaba y Ramírez vio que Babcock seguía sonriendo. Vaya, pensó el coronel, así que la sargento mayor también deseaba la felicidad de la capitana.

Pero entonces la sonrisa de Babcock se esfumó. No se fue debilitando, sino que desapareció de repente y dio paso a una expresión sombría que Ramírez solo había visto en su rostro una vez antes, cuando entraron en las plataformas de celdas de la base Pájaro Negro y descubrieron lo que los masadianos habían hecho a los prisioneros de guerra manticorianos. Había ocurrido como por arte de magia, en un instante, y el odio de sus ojos dejó helado al coronel por su impacto brutal y abrupto.

—¿Gunny? —La palabra salió por su boca con dulzura, de manera inquisitiva, antes de poder evitarlo. Babcock se estremeció. Bajó la mirada para encontrarse con la del coronel y después volvió a alzarla y Ramírez se volvió para mirar por encima de su hombro. Estaba mirando al hombre de la barra, el que le resultaba familiar y no recordaba de qué, y Ramírez frunció el ceño.

—¿Qué ocurre, Gunny? —Su voz fue esta vez más firme y autoritaria—. ¿Conoce a ese hombre?

—Sí, señor. —La respuesta de Babcock fue escueta. Ramírez notó que los demás los miraban sorprendidos, tanto por la reacción de Babcock como por su propio tono. La persistente sensación de conocer a aquel hombre volvió a tirar de él.

—Denver Summervale, señor —dijo Babcock y el aire se escapó de entre los dientes de Ramírez, De repente, todas las piezas encajaron. Sintió cómo Hibson se ponía tensa y McKeon frunció el ceño desde el otro lado de la mesa.

—¿Qué ocurre, Tomás? —preguntó el capitán—. ¿Quién es ese tipo?

—No lo conocería, señor —respondió Ramírez. Se obligó a no cerrar los puños y dio la espalda deliberadamente a Summervale—. No es de los suyos, era de los nuestros.

—No lo fue durante mucho tiempo, señor —dijo Susan Hibson.

—Fue de los nuestros durante demasiado tiempo, señora —dijo con voz chirriante Babcock. Después negó con la cabeza—, lo siento, señora.

—No se disculpe, Gunny. No por eso.

—¿Alguno de ustedes podría explicarme qué es lo que está ocurriendo? —preguntó McKeon y Ramírez sonrió forzadamente.

—El honorable capitán Denver Summervale era un oficial de los infantes de marina, señor —dijo—. También es primo del duque de Cromarty. Hace cerca de treinta años lo sometieron a un consejo de guerra y lo expulsaron del ejército de la reina por haber matado a un oficial compañero en un duelo.

—¿En un duelo? —McKeon miró hacia la barra y Babcock emitió un sonido de indignación.

—Si se puede llamar así, capitán —dijo con rotundidad—. El oficial al que mató era teniente, mi teniente. Yo era la sargento de su sección. El señor Tremaine me recuerda mucho a él, solo que era todavía más joven. —Los ojos de McKeon se volvieron bruscamente hacia los de la sargento mayor y ella los miró con ecuanimidad—. Era solo un crío. Un buen chico, pero llevaba tan poco tiempo que cayó en la trampa. Salió a la luz que su familia tenía enemigos y el capitán Summervale lo desafió a un duelo. Era una farsa, un montaje, y no pude lograr que el señor Thurston se diera cuenta.

El rostro sombrío de la sargento mayor tenía una expresión gélida que reflejaba casi tanto odio hacia su propia persona como aversión hacia Summervale. Era el rostro de alguien que había fallado a un oficial subalterno por quien tendría que haber velado.

—No fue culpa suya, Gunny —dijo Ramírez—. A mis oídos han llegado muchas historias y todos conocemos la reputación de Summervale. El teniente Thurston debería haberse dado cuenta de lo que estaba pasando.

—Pero no lo hizo, señor. Creyó que había puesto en entredicho de forma accidental la reputación de Summervale y eso le hizo dudar. Aquel bastardo fue un segundo más rápido y colocó la bala en el lugar donde le habían pagado para que la colocara.

—Eso nunca se pudo demostrar —le dijo con suavidad Ramírez y el resoplido de Babcock fue un poco insubordinado. El coronel hizo caso omiso de él—. No se pudo demostrar —siguió diciendo en el mismo tono tranquilo—, pero creo que está en lo cierto. Al igual que el cuerpo, que lo separó del servicio.

—Demasiado tarde para el señor Thurston —susurró Babcock y después volvió a negar con la cabeza—. Lo siento, señor. No debería haber hablado así, pero, después de tantos años, me ha pillado por sorpresa.

—Como bien ha dicho la mayor Hibson, no se disculpe. Sabía lo de Summervale, pero no que usted estaba en la sección de Thurston. —Ramírez se volvió para mirar otra vez por encima de su hombro justo cuando Summervale estaba pagando la cuenta y se disponía a irse. El coronel entrecerró los ojos, pensativo.

—No había oído nada sobre él ni sobre qué ha estado haciendo estos últimos años —reflexionó en voz alta—. ¿Y usted, Susan? ¿Gunny?

—No, señor —le respondió Babcock y Hibson negó con la cabeza en silencio.

—¡Qué extraño! —Ramírez se frotó una ceja y tomó nota mentalmente de informar de la presencia de Summervale al Servicio de Inteligencia de la Infantería. Les gustaba seguir la pista de sus manzanas podridas, incluso aunque ya no fueran suyas—. Quizá solo sea una coincidencia —prosiguió pensativo—, pero me pregunto qué hace a bordo de la estación Hefestos un duelista a sueldo que tiene que saber perfectamente cómo va a reaccionar cualquier infante de marina que lo reconozca.