13
El hombre que otrora había sido Pavel Young se detuvo en seco cuando se dio de bruces con un espejo que no esperaba encontrar. Echó un vistazo a su nuevo despacho mientras la puerta se cerraba tras de él a la vez que su rostro de ojos hundidos volvía a mirar el espejo. Estaba pálido de la tensión y portaba una exquisita chaqueta hecha a medida. Su chaqueta de «civil».
Algo ocurrió dentro de él. Sus hombros se sacudieron como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica. Sus fosas nasales se dilataron y recorrió frenético la habitación con el gesto torcido por una vergüenza demasiado reciente como para poder aplacarla. Metió los dedos por debajo del marco del espejo.
Estaba apuntalado a la pared, no solo colgado, y el dolor le recorrió todo el brazo cuando una de sus uñas se rompió. Aun así, agradeció ese dolor. Era un aliado que avivaba su poderoso odio. Gruñó por el esfuerzo cuando metió las yemas de los dedos en el pequeño hueco como si fueran cuñas de carne. Los paneles de costosa madera cedieron con un sonido similar al de un disparo cuando el espejo se separó de la pared. Pavel Young se tambaleó hacia atrás cuando lo arrojó. El espejo voló por todo el lujoso despacho girando y zumbando sin parar hasta que fue a parar a la pared de enfrente y golpeó contra ella con un estrépito. Los fragmentos del espejo quedaron esparcidos por toda la alfombra, dando vueltas como esquirlas de diamantes sobre el parqué que la alfombra no llegaba a cubrir. La locura brilló en los ojos de Pavel Young.
Una voz desde fuera del despacho exclamó alarmada cuando la destrucción del espejo hizo que toda la habitación se estremeciera. La puerta se abrió con brusquedad y un hombre de porte distinguido con el cabello gris oscuro se asomó por ella. Su rostro no revelaba expresión alguna, pero sus ojos se abrieron como platos cuando vio al undécimo conde de Hollow del Norte, agitado y jadeante, de pie en medio de la habitación. El conde todavía estaba inclinado, como si estuviera a punto de vomitar, y se estremecía mientras intentaba tomar aire y miraba fijamente al espejo hecho añicos.
—¿Mi señor? —La voz educada y calma del hombre de cabellos grises dejó entrever un deje de cautela, pero el conde de Hollow del Norte lo ignoró. El hombre se aclaró la voz y lo intentó de nuevo, esta vez un poco más alto—. ¿Mi señor?
El conde se estremeció. Cerró los ojos y se pasó los dedos por el pelo. Después respiró profundamente y se volvió hacia el recién llegado.
—¿Sí, Osmond?
—Oí que se había caído el espejo. —El conde torció el gesto por el verbo que había elegido Osmond y este paró de hablar—. ¿Llamo al personal de limpieza, mi señor? —sugirió con delicadeza.
—No. —La voz del conde de Hollow del Norte sonó severa. Tomó aire de nuevo y después se volvió y se dirigió pausadamente hacia su escritorio. Se sentó en la butaca que había sustituido a la silla de soporte vital de su padre y negó con la cabeza—. No —dijo, esta vez más tranquilo—. Déjelo estar por ahora.
Osmond asintió. Su expresión seguía siendo serena, pero sus pensamientos eran cautelosos. No se podía culpar al nuevo conde de Hollow del Norte por estar tenso, pero había algo peligroso en él. El brillo de sus ojos era demasiado vivido, demasiado fijo. El conde miró hacia la consola de datos que tenían delante.
—Puede retirarse, Osmond —dijo el conde tras unos instantes mientras seguía con la mirada fija en la consola. Osmond se marchó en silencio. El conde oyó el sonido de la puerta cerrarse tras de él y se desplomó sobre su butaca y se restregó la cara con las palmas de sus manos.
El espejo le había recordado todo… de nuevo. Cinco días. Cinco espantosos días con sus todavía más espantosas noches habían pasado desde que la Armada completara su deshonra. Cerró los ojos y la escena se repitió una vez más tras la bruma color rojo sangre de sus párpados. No podía parar de rememorarlo. Ni siquiera sabía si quería parar pues, a pesar de lo terrible que le resultaba, alimentaba el odio que le daba fuerzas para seguir adelante.
Vio una vez más el rostro férreo e imperturbable del almirante; vio cómo sus ojos manifestaban a gritos la repulsión que la expresión reglamentaria de su rostro ocultaba. Vio las filas negras y doradas que lo observaban mientras los objetivos de cámaras de HD lo escudriñaban sin piedad desde posiciones estratégicas y coches aéreos suspendidos en el aire. Vio cómo el teniente subalterno daba un paso hacia delante; vio el movimiento impersonal y enérgico de sus manos enfundadas en guantes, que ocultaba el desdén de sus ojos, cuando le arrancaron los planetas dorados, distintivos de un capitán de alto rango, del cuello de su uniforme de gala. El galón de sus puños había sido lo siguiente. Lo habían preparado para la ocasión, hilvanándolo a las mangas con puntadas débiles que saltaron y se rompieron con una claridad espantosa en el silencio que reinaba la escena. Después fue el turno de los galones y medallas que prendían de su pecho, sus charreteras, la insignia de la unidad con el nombre de su última nave, el distintivo dorado y rojo escarlata de la Armada de su hombro derecho.
Deseaba gritar a todos los allí presentes. Deseaba escupir sobre su estúpida concepción del honor y rechazar su derecho a juzgarlo Pero no había sido capaz. La impresión y la vergüenza le habían herido en lo más profundo de su ser; el horror le había dejado paralizado, así que había permanecido en posición de firme, incapaz de hacer nada más cuando el teniente le quitó la boina de la cabeza; la boina blanca con la insignia de armas del reino que llevaban los comandantes de una nave Los dedos enfundados en los guantes habían arrancado la insignia de la boina y se la habían vuelto a colocar sobre la cabeza con un gesto de desprecio, como si fuera un crío incapaz de vestirse solo y, sin embargo, Young siguió manteniéndose en posición de firme.
Pero entonces le llegó el turno a su espada y se tambaleó levemente Sus ojos se cerraron, incapaces de presenciar lo que iba a ocurrir cuando el teniente apoyó la afilada punta de la espada en el suelo con una inclinación de cuarenta y cinco grados y levantó su pie. No fue capaz de verlo, pero oyó cómo caía la bota y el terrible ruido seco del acero al romperse en pedazos.
Él permaneció en posición de firmes delante de ellos, pero ya no era un oficial de la reina. Permaneció en posición de firmes con un traje negro ridículo, privado de sus galas, de sus insignias de honor. La brisa se llevó consigo los pedazos dorados de los galones que habían significado para él mucho más de lo que había sido consciente hasta que los había perdido para siempre. El viento los arrastró sobre la hierba impolutamente cortada mientras los pedazos de su espada hecha añicos relucían a sus pies con la brillante luz del sol.
—¡Media vuelta! —La voz del almirante dio una orden, pero ya no iba dirigida a él. Sus ojos se habían abierto de nuevo, contra su voluntad. Era como si alguna fuerza externa estuviera resuelta a hacerle presenciar su vergüenza final mientras aquellas filas sólidas le daban la espalda al unísono.
—¡Marchen! —dijo bruscamente el almirante y los oficiales obedecieron. Se alejaron de él con una precisión que los infantes de marina no habrían podido mejorar; una marcha marcada por el ritmo lento y calculado de un tambor… y Young se quedó solo y abandonado en el campo de su deshonor…
Abrió los ojos como si se le fueran a salir de las órbitas para escapar de la sustancia de sus pesadillas… al menos durante un tiempo. Sus labios se torcieron al pronunciar una maldición amarga y sus puños se clavaron en la mesa mientras el odio manaba a través de su cuerpo.
Era un hombre que estaba acostumbrado a odiar. El odio siempre había sido una parte de él; corría por sus venas. Cuando algún plebeyo arrogante había desafiado su legítima autoridad, cuando algún superior rencoroso le había negado el reconocimiento que se merecía, el odio siempre había estado allí, bullendo como ácido. Y el odio también había estado presente cuando había golpeado a algún superior arribista. Lo paladeaba cuando usaba su poder para castigar a alguien que se atrevía a desafiarlo, pero ese odio después se endulzaba, como el vino embriagador.
Este odio era diferente. No ardía; abrasaba. Era como una caldera en su interior que lo iba consumiendo. Esta vez todo el mundo había ido a por él; lo habían mordisqueado y lo habían escupido, como si de carroña se tratase, a los pies de la zorra que lo había conducido a la destrucción, y cada célula de su ser clamaba venganza. Venganza contra aquella zorra de Harrington, pero no solo contra ella. Destruiría, tenía que destruir, a Harrington y a todo aquel que lo hubiese traicionado, pero todavía necesitaba más. Tenía que hacerse bien, de forma que les devolviera sus desprecios uno por uno, que escupiera sobre sus preciados códigos y su honor putrefacto.
Sus dientes chirriaron y se obligó a sentarse, tembloroso, hasta que la furia descarnada se fuera desvaneciendo. Pero no se desvanecía. Simplemente encogía para permitirle moverse, pensar y hablar sin vomitar las maldiciones que le brotaban de dentro.
Apretó una tecla de la consola de su comunicador y el asesor principal de su padre (no, «su» asesor) respondió al momento.
—¿Sí, mi señor?
—Necesito ver a Sakristos y a Elliott, Osmond. Y a usted, inmediatamente.
—Por supuesto, mi señor.
Apagó el circuito y el conde de Hollow del Norte volvió a reclinar su asiento. Cruzó los brazos, torció el gesto y asintió mentalmente a los pensamientos que le cruzaban por la mente mientras esperaba.
La puerta volvió a abrirse tras unos minutos. Osmond y otro hombre más joven entraron en la habitación. Estaban acompañados por una mujer pelirroja elegantemente acicalada que poseía una belleza deslumbrante. Una sensación de avidez recorrió la espalda de Young cuando sus ojos se posaron sobre ella.
—Siéntense. —Señaló las sillas situadas al otro lado de su escritorio y un hilo de placer se fue filtrando a través de su persona cuando los recién llegados obedecieron. No era lo mismo que en la Armada, pero era poder, de otro tipo. El poder de su nombre y del aparato político que había heredado era como un afrodisíaco sutil, y lo saboreó con su lengua mientras miraba a sus subordinados.
Dejó que los recién llegados permanecieran sentados unos segundos para que absorbieran su obediencia mientras él absorbía su autoridad sobre ellos y después señaló a Osmond.
—¿En qué punto están nuestras negociaciones con el barón de las Altas Cumbres?
—El barón se ha mostrado de acuerdo en apoyar su discurso inaugural, mi señor. Ha expresado su preocupación por el asunto de Jordán, pero me tomé la libertad de asegurarle que sus miedos eran infundados.
El conde de Hollow del Norte asintió con un gruñido de placer. El barón de las Altas Cumbres se había mostrado reacio a respaldar a título personal el primer discurso del conde de Hollow del Norte en la Cámara de los Lores. El barón era conocido tanto por el fervor religioso con el que protegía el nombre de su familia y su posición política como por su intolerancia reaccionaria, y temía que la deshonra con que la Armada había desprestigiado al conde de Hollow del Norte le mancillara también a él…, pero eso le asustó menos que descubrir que el padre del conde le había pasado a su hijo, junto con su título nobiliario, su arsenal de archivos secretos. El conde de Hollow del Norte podía haber destruido una veintena de trayectorias políticas (y a los nombres de las familias de los hombres y mujeres a los que esas trayectorias pertenecían) y el barón de las Altas Cumbres se encontraba entre ellos.
La participación del barón en el cártel Jordán se había ocultado detrás de más de una docena de capas de accionistas de paja, pero el último conde de Hollow del Norte lo había descubierto. Las acciones del barón provenían de sobornos y le habían proporcionado efectivo para sacar de apuros la fortuna de la familia en un momento crítico. Y, lo que era peor, las había vendido en un único paquete valiéndose de información interna justo antes de que el Almirantazgo anunciara la suspensión de todos los contratos con el cártel mientras se investigaban las acusaciones de fraude y las prácticas de construcción no estándares. Aquella importante transacción, que tuvo lugar justo antes del anuncio había sido un factor crucial para que se desatara la venta frenética de acciones que provocó la caída del cártel en el que había sido el peor desastre financiero del reino en más de un siglo-T. Miles de personas se vieron afectadas y cientos de ellos se arruinaron por completo y ninguno de los investigadores fue capaz de determinar quién había ordenado esa primera y fatal venta.
Ninguno excepto los que trabajaban para el padre del conde Hollow del Norte.
—No obstante, el barón me ha preguntado sobre qué tema tiene usted previsto hablar, mi señor. —La voz de Osmond penetró en el ensueño del conde y este resopló.
—Mi intención es hablar sobre la declaración —dijo en un tono sarcástico que parecía decir: «¿De qué si no?». Osmond se limitó a asentir y los ojos del conde se desplazaron hasta el hombre más joven que estaba sentado al lado de su asesor—. Por eso quería verle, Elliott —Su redactor de discursos principal ladeó la cabeza y posó los dedos con atención sobre las teclas de un memobloc taquígrafo—. Quiero que se aborde con cuidado —prosiguió el conde de Hollow del Norte—. No quiero atacar al Gobierno. —La mujer de cabellos pelirrojos que estaba al otro lado de Osmond arqueó las cejas y el conde resopló de nuevo—. No tengo ninguna intención de romper con el resto del partido, pero, si parece que busco venganza por lo que el Gobierno me hizo, eso debilitará mi influencia.
Elliott asintió mientras sus dedos chasqueaban sobre las teclas y el conde hizo como que no había visto que los hombros de Osmond se habían relajado.
—Es más, no quiero que parezca que estoy contra la Armada —continuó el conde—. Nos encargaremos de esos bastardos después. Por ahora quiero que en el discurso se palpe una nota de «pesar, no de ira». Y —dejó de hablar para observar de cerca a los tres empleados— pienso hablar a favor de la declaración.
Los ojos de Elliott parecieron salirse de las órbitas y apuntaron al rostro del conde antes de acertar a posarlos de nuevo en el memobloc. El conde de Hollow del Norte advirtió que la impresión se había apoderado de ellos. Osmond permaneció tenso en su silla y empezó a abrir la boca como si fuese a protestar, pero luego la cerró de nuevo. Tan solo Georgia Sakristos no parecía sorprendida. Se recostó sobre su silla, cruzó elegantemente las piernas y sus ojos brillaron con una especie de indiferencia divertida cuando Elliott volvió a recobrar la voz.
—Yo… por supuesto, mi señor, si eso es lo que quiere. Pero, perdóneme por preguntar, ¿ha hablado de esto con el barón de las Altas Cumbres?
—No. Lo haré, claro está, después de que le mandemos el borrador del discurso. Por el momento, no obstante, ustedes tres son los únicos que lo saben. Nadie aparte de los presentes en esta habitación lo sabrá hasta que yo les diga lo contrario. Quiero que mi discurso sea una sorpresa.
—Pero, mi señor —comenzó Osmond con un tono que denotaba poca seguridad en sí mismo—, esto supone una ruptura total con la posición de la Asociación.
—Así es. —El conde de Hollow del Norte sonrió fríamente—. Pero los repos volverán a atacarnos tan pronto como se organicen, les declaremos la guerra o no. Si lo hacen mientras el partido sigue oponiéndose a la declaración, su ataque dará validez a la política que Cromarty y sus compinches han estado propugnando todo este tiempo. Y por supuesto, invalidará la de la oposición. —paró de hablar y observó el rostro de Osmond. Este asintió despacio—. No espero que el Gobierno me integre en él. No al menos hasta que… la situación pública vaya amainando. Ni tampoco espero desempeñar ningún papel manifiesto en las tácticas actuales o en la disposición del acuerdo. Pero abrirles la puerta abogando por una coalición con el Gobierno a pesar de lo que me han hecho será una investidura mayúscula de mi persona en la política. Por Dios santo, si la mitad de la Asociación ya se ha dado cuenta de que estamos respaldando una posición indefendible. Si yo les doy una salida, especialmente una que les permita que cualquier acuerdo que alcancen parezca un gesto patriótico, se arrodillarán en fila para besarme el culo.
—Y el Gobierno estará en deuda con usted, lo quiera admitir o no —murmuró Sakristos.
—Exacto. —La sonrisa del conde de Hollow del Norte se volvió todavía más desagradable—. Llevo demasiado poco tiempo en los Lores como para conservar la posición de portavoz del partido, pero eso no va a ser así siempre. Tampoco es que aspire a ese cargo. Me llevará algunos años, pero el barón de las Altas Cumbres tendrá que acabar dimitiendo. Y, cuando lo haga, pretendo estar preparado.
Hasta el rostro de Sakristos pareció sorprendido esta vez. Los tres se apoyaron en los respaldos de sus asientos con los ojos entrecerrados mientras reflexionaban sobre las consecuencias. El padre del conde nunca quiso el liderazgo del partido. Había preferido actuar de una forma más discreta, si bien él era quien detentaba realmente el poder en la sombra, pero parecía que el nuevo conde estaba cortado por un patrón diferente.
Un patrón diferente, quizá, pero con los mismos secretos en la recámara y la misma organización a sus espaldas, y aquellos ojos entrecerrados empezaron a brillar de ambición cuando visualizaran las distintas maneras en que esos secretos se podrían emplear para dejar a los contendientes a un lado. El conde de Hollow del Norte les dejo que sacaran conclusiones sobre las posibilidades y después señaló de nuevo a Elliott.
—¿Le sirve para hacerse una idea del tipo de discurso que necesito?
—Mmm, sí. Sí, mi señor. Creo que lo he comprendido.
—¿Cuándo podrá tener listo un borrador?
—¿Para mañana por la tarde, mi señor?
—Tiene que ser antes. Ocuparé mi asiento en la Cámara de los Lores en el plazo de tres días. Entréguemelo antes de irse a casa esta noche. —Elliott tragó saliva y después asintió—. En ese caso, será mejor que se ponga ya con ello. Osmond, quiero que me prepare una lista de periodistas que sean de fiar. Convoque una entrevista exclusiva con alguien que vaya a hacer las preguntas adecuadas y después póngase a trabajar en las respuestas. Quiero repasar la lista preliminar con usted, con dossieres para cada posibilidad, mañana por la mañana.
—Por supuesto, mi señor.
El conde de Hollow del Norte asintió para que se marcharan, pero le indicó con un gesto a Sakristos que volviera a su asiento cuando ella se puso en pie con los otros dos hombres. Osmond y Elliott salieron del despacho sin que pareciera que se hubiesen percatado y Sakristos volvió a cruzar las piernas.
La puerta se cerró y el conde de Hollow del Norte sonrió a la especialista en actividades clandestinas de su padre.
—¿Sí, mi señor? —dijo con educación.
—Pavel. Para usted sigo siendo Pavel… Elaine.
—Por supuesto, Pavel. —Sakristos le devolvió la sonrisa, pero incluso a ella le costaba hacerlo, porque conocía la reputación del nuevo conde. El padre de Young le había prometido eliminar su nombre de sus archivos secretos antes de que transmitiera su título (ese había sido parte del «quid pro quo» que garantizaba su fidelidad hacia el conde), pero el hecho de que Pavel la hubiese llamado «Elaine» era una prueba de que no había sido así. Se lo había estado temiendo desde la muerte repentina del conde y un escalofrío le recorrió la espalda al ver que se confirmaban sus peores miedos. La vida disipada de Dimitri Young había hecho demasiados estragos en él como para poder hacer algo más que comérsela con los ojos, pero la sonrisa de Pavel le decía que él quería más de lo que el conde anterior había querido… y tenía las armas para exigírselo. Podía hacer peores cosas que arruinarle su carrera profesional; podía enviarla a prisión durante tanto tiempo que ni siquiera el proceso de prolongación podría preservar su aspecto para cuando saliera libre.
—Bien. —La sonrisa del conde de Hollow del Norte se tornó desagradable durante un instante, teñida de una avidez sucia que repugnó a Sakristos, y después se desvaneció—. Por el momento, no obstante, tengo otro trabajo para usted. Tengo… algunos asuntos pendientes con la Armada y usted me va a ayudar a ocuparme de ellos.
—Como quiera, Pavel —dijo tan fríamente como fue capaz—. Desde un punto de vista político, no obstante, el señor Osmond podría…
—No estoy pensando en política —le interrumpió—. Usted es mi especialista en acciones directas, ¿no, «Georgia»?
Podía hasta saborear el regodeo del conde de Hollow del Norte cuando empleó su alias, pero se obligó a mantener una expresión solícita y cortés.
—Sí, mi señor, lo soy —dijo con tranquilidad.
—Bien, eso es lo que quiero. Acción directa, muy directa. Esto es lo que tengo en mente. Primero…