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Honor Harrington se recostó sobre el sillón de su sala de espera con los ojos cerrados e intentó hacer ver que estaba dormida, aunque dudaba que estuviera engañando a alguien… y sabía que no estaba engañando a Paul Tankersley. Nimitz era un peso cálido y suave en su regazo y el sentido empático del felino la vinculó con las emociones de Paul, que estaba sentado a su lado. Sentía su cada vez mayor preocupación a medida que las horas se hacían más y más interminables y saber de su preocupación hacía que ella se sintiera aún peor, pero le estaba agradecida por su buena voluntad al dejarla tranquila sin atosigarla con consuelos bienintencionados como habría hecho cualquier otro.

Se estaba prolongando demasiado. Desde el momento en que supo quiénes conformaban el tribunal, solo había temido una cosa, y cada tictac agonizante de la espera intensificaba sus temores. El recuerdo de la advertencia de la reina acerca de las consideraciones políticas que no le quedaba más opción que afrontar quemaba como ácido en una herida abierta. Que no alcanzaran un veredicto sería casi peor que lo absolvieran, pensó desconsolada. Sería una forma de que Young se librara, de hacer de nuevo ostentación de la influencia de su familia, y Honor no sabía si sería capaz de soportarlo.

* * *

La sala de reuniones no apestaba realmente a sudor y a odio rancio, pensó el almirante de Haven Albo, pero aun así parecía como si el aire acondicionado los hubiera introducido. No es que le hiciera responsable de ello. La ferocidad física de las últimas horas había sido más que suficiente como para abrumar a cualquier objeto inanimado tan desafortunado como para verse expuesto a aquello.

Se recostó sobre su asiento y se frotó los ojos intentando no reflejar su desánimo ante el hecho de que el debate cayera de nuevo en un silencio turbulento. «Debate», con sus implicaciones de argumentos razonados y discusiones, no era la palabra adecuada para ello. No había ningún indicio de que alguno de los miembros del tribunal (incluido él mismo, admitió con cansancio) fuera a ceder un ápice. Consciente de su posición como presidente del tribunal, había dejado que fueran Kuzak, y Simengaard los que llevaran el peso de la batalla contra Jurgens y Lemaitre. Sonja Hemphill había hablado incluso menos que él (es más a pesar de su jerarquía en el tribunal, prácticamente no había dicho nada), pero los otros dos lo habían compensado con creces y ella había votado de forma conjunta con ellos. Habían sometido los cargos a votación ocho veces más sin que se produjera cambio alguno y un dolor de cabeza embotado y malsano le martilleaba las sienes.

—Escuchen —dijo finalmente—, llevamos horas discutiendo y nadie ha hecho mención todavía a las pruebas ni a los testimonios. —Su voz sonó tan cansada como él mismo se sentía, a pesar de sus esfuerzos por dar brío al debate—. ¿Alguno de los aquí presentes pone en duda los hechos que ha presentado la acusación?

Nadie respondió y el almirante bajó la mano con un suspiro.

—Eso era lo que pensaba. Y eso significa que nos hallamos en un punto muerto no respecto a lo que hizo o no hizo lord Young ni a lo que hizo o dejó de hacer lady Harrington, sino respecto a los parámetros que estamos aplicando en nuestra decisión. No nos hemos movido ni un milímetro.

—Y no creo que vayamos a…, señor. —Jurgens se había quedado ronco, pero miró al almirante de Haven Albo con ojos desafiantes—. Sostengo, y seguiré sosteniendo, que lord Young actuó dentro del ámbito del código de justicia militar, lo que hace que este juicio no tenga razón de ser.

—Estoy de acuerdo —dijo la comodoro Lemaitre. Kuzak y Simengaard les lanzaron sendas miradas asesinas, pero el almirante de Haven Albo alzó la mano antes de que ninguno pudiera hablar.

—Fuere como fuere, almirante Jurgens —dijo—, dudo mucho que otro tribunal comparta su punto de vista. Si no alcanzamos un veredicto, al Almirantazgo no le quedará otra opción que constituir otro tribunal, uno cuya decisión será condenar a lord Young.

—Como usted bien ha dicho, señor, fuere como fuere —respondió Jurgens—, solo puedo votar de acuerdo con mi conciencia y basándome en mi propio entendimiento de la legislación pertinente.

—Independientemente de las consecuencias políticas que pueda tener para la guerra, almirante, ¿no es cierto? —El almirante de Haven Albo pudo haberse mordido la lengua en cuanto comenzó a hablar, pero ya era demasiado tarde y los ojos de Jurgens ardieron cuando escuchó esas palabras.

—Juré decidir sobre esta causa basándome en las pruebas y en mi comprensión del código de justicia militar, señor —dijo casi malévolamente—. Las ramificaciones políticas están fuera de lugar aquí. Pero dado que ha sacado el tema, no obstante, le diré que todo este juicio versa sobre la política. Su único propósito es condenar a lord Young a una pena capital simplemente para ayudar a una conspiración de políticos y oficiales superiores a estrujar las ventajas políticas derivadas de satisfacer la sed de venganza de la capitana Harrington.

—¿Cómo? —Thor Simengaard estuvo a punto de levantarse de su asiento, pero miró a su superior y sus puños se aferraron al borde de la mesa como si fuera a reducirla a astillas.

—Es «vox pópuli», capitán —dijo Jurgens gruñendo—. Harrington ha odiado a Young desde que estaban en la Academia. Ahora es la querida de esa jauría humana. Por fin tiene una posición desde la que puede acabar con él mediante esta farsa de consejo de guerra y algunos altos oficiales —miró fijamente a Simengaard, pero no al conde de Haven Albo— están preparados para adoptar cualquier tipo de galimatías legal para ponerle su cabeza en bandeja y movilizar a la opinión pública contra la oposición. Por lo que a mí respecta, ¡no pienso ser parte de ello!

Un sonido inarticulado ardió en la garganta de Simengaard, pero la voz grave de Lemaitre lo cortó.

—Creo que ha planteado una cuestión excelente, almirante Jurgens. —Volvió la cabeza hacia Simengaard—. Y podría añadir que la elección de la capitana Harrington por parte del Gobierno como su portaestandarte en este asunto resulta inquietante. Muy inquietante. Sus antecedentes demuestran con claridad que es temperamental y vengativa, y no solo en lo que respecta a lord Young, capitán. Creo que no es necesario que le recuerde que agredió a un enviado de la Corona en Yeltsin ni que intentó asesinar a los prisioneros de guerra bajo su cargo en ese mismo sistema. Asimismo, su tendencia a la insubordinación y su arrogancia han quedado más que demostradas. Les estoy hablando de su declaración ante el Consejo de Desarrollo Armamentístico, declaración que supuso un ataque directo contra la almirante Hemphill, entonces presidenta del Consejo.

Sonja Hemphill hizo un gesto de dolor y levantó una mano para luego dejarla caer pues Lemaitre seguía escupiendo su ira fatigada.

—¡Esa mujer es una amenaza! ¡Y no me importa quién haya refrendado sus acciones en Hancock! ¡Nadie está por encima de la ley, nadie!, capitán Simengaard. Y es mi intención, una vez concluya este consejo de guerra, solicitar al cuerpo de abogados de la Armada, por la autoridad que me compete, que investiguen con lupa su conducta para averiguar si pueden presentarse cargos por amotinamiento como resultado de su usurpación del mando en Hancock.

—Refrendaré esa solicitud, comodoro —espetó Jurgens, y Simengaard y Kuzak explotaron casi al unísono.

El almirante de Haven Albo se desplomó sobre su asiento, horrorizado por lo que su lapsus había desencadenado. La jerarquía pasó a un segundo plano cuando los cuatro oficiales se inclinaron sobre la mesa y comenzaron a gritarse entre ellos llevados por un maremoto de furia. Tan solo Sonja Hemphill permaneció sentada en silencio con expresión grave mientras contemplaba cómo la solemnidad de un consejo de guerra se hacía pedazos.

El almirante negó con la cabeza como un luchador exhausto y después se puso en pie y golpeó con los dos puños la mesa como si de dos mazos se tratara.

—¡Silencio!

Su rugido hizo temblar toda la habitación y los litigantes se giraron todos a la vez para mirarlo. La furia manifiesta que se había apoderado de su rostro los dejó sin palabras. El almirante sujetó la mesa pulida de la sala de reuniones como si sus manos la estuvieran apuntalando y los miró a todos ellos.

»¡Siéntense! —les espetó. Sus labios volvieron a soltar un rugido cuando vio que dudaban—. ¡Ahora! —les gritó y la explosión de esas tres sílabas los condujo a sus asientos como si hubieran sido golpeados.

»Ahora van a escucharme todos ustedes —prosiguió en una voz glacial y contenida—, porque solo lo diré una vez. ¡La próxima persona que levante la voz, en cualquiera de los dos bandos de la discusión, por cualquier razón e independientemente de su rango, será acusada de conducta inapropiada! ¿Queda claro?

Un silencio crepitante respondió por todos ellos. El conde respiró profundamente y se obligó a volver a tomar asiento.

»Esto es un consejo de guerra. Independientemente de nuestros pareceres y desacuerdos, nos comportaremos como altos oficiales de la Armada de su majestad y no como una panda de seguidores de un equipo de fútbol. Si no pueden mantener los principios del civismo en el intercambio de pareceres de una conversación normal, entonces impondré las normas parlamentarias formales del procedimiento y les concederé la palabra a cada uno de ustedes de forma individual.

Kuzak y Simengaard parecían abatidos y avergonzados y Lemaitre asustada y hosca. Solo Jurgens fue capaz de sostener la mirada al conde y en su rostro no había signo alguno de estar dispuesto a ceder.

—Con todos los respetos, almirante de Haven Albo. —El esfuerzo que le estaba costando mantener un tono neutral en su voz resultaba más que obvio—. No tiene sentido que sigamos deliberando. Este tribunal esta en desacuerdo. Da igual lo que ciertos miembros del tribunal quieran, no van a lograr un voto de culpabilidad. En mi opinión usted, como presidente del tribunal, solo tiene una opción.

—¿Ah sí, almirante Jurgens? ¿Y cuál sería esa única opción? —La tranquilidad de la voz del conde resultaba letal.

—Comunicar que no somos capaces de alcanzar un veredicto y recomendar que se desestimen todos los cargos.

—¿Que se desestimen? —Simengaard logró ahogar su respuesta de incredulidad antes de que se convirtiera en un grito y Jurgens asintió sin apartar la vista del almirante de Haven Albo.

—Que se desestimen. —Ni siquiera intentó ocultar su triunfo—. Como usted ha señalado, almirante, la situación política es crítica. Volver a juzgar a lord Young solo empeoraría la crisis. Como presidente tiene derecho a hacer las recomendaciones que estime oportunas, pero la decisión se tomará en las altas esferas y dudo mucho que el duque de Cromarty le fuera a agradecer al Almirantazgo que procediera con este asunto. Dadas las circunstancias, la opción más constructiva es que aconseje que no tenga lugar otro nuevo juicio. Tal recomendación proporcionaría una manera elegante de retirar los cargos de forma que el duque de Cromarty y la oposición puedan atrás dejar este asunto y proseguir con la guerra.

El almirante de Haven Albo apretó tanto la mandíbula, furioso por el tono de satisfacción de Jurgens, que se hizo daño. Por fin se había mostrado tal y como realmente era. Ya ni siquiera disimulaba, pues ese era el objetivo para el que había estado trabajando desde el principio.

—Un momento, almirante de Haven Albo. —El helio congelado de la voz de Theodosia Kuzak tembló ante el esfuerzo que le suponía controlar su temperamento. Sus ojos se volvieron del color del jade helado cuando dirigió su mirada hacia Jurgens.

—Almirante Jurgens, usted ha visto las pruebas. Sabe, tan bien como todos los aquí presentes, que Pavel Young se dejó llevar por el pánico. Que huyó. Que al retirarse expuso a sus compañeros, otros tripulantes al servicio de la reina, al fuego enemigo y que decenas, probablemente centenares de ellos murieron como resultado de ello. Lo sabe. Olvídese de la enemistad con o hacia lady Harrington. Olvídese de la letra de la ley o de su «entendimiento de la situación». Traicionó su juramento y a sus compañeros, ellos lo saben, y este tribunal tiene la responsabilidad no solo de determinar su inocencia o culpabilidad. Las diferencias sutiles y estrechas de la ley y las tácticas legales pueden tener sentido en un tribunal civil, pero este es un tribunal militar. También tenemos la responsabilidad de proteger la Armada de la reina. De asegurar su disciplina y salvaguardar su moral y potencia combatiente. ¡Sabe, debe saber cuáles serán las consecuencias si la Flota descubre que nos hemos negado a castigar la cobardía! ¿Esta diciéndonos, sabiendo todo esto, que sigue dispuesto a emplear la presión política y los tecnicismos especiosos para salvar a escoria como Young de un pelotón de fusilamiento? ¡Por Dios santo! ¿No ve lo que está haciendo?

Jurgens apartó su mirada de ella y encogió los hombros. Kuzak se volvió hacia Lemaitre y Hemphill.

—¿Nadie de ustedes puede verlo? —Ya no estaba furiosa. Les estaba suplicando—. ¿Están ustedes tres preparados para quedarse sentados y ver cómo esta vergüenza para nuestro uniforme queda impune?

La comodoro Lemaitre se movió en su silla y se unió a Jurgens en su negativa a mirar a Kuzak, pero Sonja Hemphill alzó la cabeza. Su mirada recorrió toda la mesa hasta posarse con un gesto casi desafiante sobre su compañera almirante.

—No, almirante Kuzak —dijo en voz baja—. No estoy preparada para verlo.

Jurgens levantó la cabeza. Tanto Lemaitre como él se volvieron hacia Hemphill incrédulos. Jurgens cogió aire para empezar a hablar, pero ella ignoró a ambos y dirigió su mirada hacia el almirante de Haven Albo. Las comisuras de sus labios se entornaron en un amago de sonrisa cuando vio al asombro en los ojos del almirante.

—No votaré para que condenen a lord Young a la pena capital, señor. —No elevó la voz, pero sus palabras crepitaron en la quietud de la sala—. Que estuviera legalmente o no en su derecho a rehusar las órdenes de lady Harrington o si estaba obligado por su conocimiento de la situación a aceptarlas es irrelevante en esta decisión.

Cesó de hablar y el almirante de Haven Albo asintió lentamente. Aquella declaración bien podía ser interpretada como un abandono de su imparcialidad jurada, pero al menos había tenido la honestidad de admitir la verdad. No como Jurgens y Lemaitre.

—Al mismo tiempo, no permitiré que un hombre como lord Young se libre de ser castigado —continuó con el mismo tono de voz—. Con independencia de lo correcto o incorrecto, legalmente hablando, de sus acciones, estas son inexcusables. Por tanto… tengo un acuerdo que proponerles.

* * *

Alguien llamó a la puerta de la sala de espera. Honor se removió en el sillón, sorprendida por haber conseguido quedarse dormida, y abrió los ojos. Volvió la cabeza y el rostro inexpresivo del alabardero del Almirantazgo con el brazalete del consejo de guerra le devolvió la mirada desde la puerta.

—Damas y caballeros, el juicio se reanudará en diez minutos —anunció el alabardero antes de retirarse. El repentino estruendo de su pulso apenas la dejó oír cómo aquel iba llamando a las otras puertas.

* * *

Había menos público que antes, pero los testigos, presentes ahora en la sala tras haber testificado, sumaban un importante número a la concurrencia. Todos los allí presentes parecían ir a la caza de un lugar donde sentarse. Ni siquiera la ventaja que suponía habitualmente la altura de Honor la permitía ver bien y se aferró a la mano de Paul. Odiaba aquel signo de debilidad, pero no podía evitarlo. Nimitz, también tenso, se estremeció sobre su hombro. Avanzaron lentamente hacia el pasillo central y, de repente, se dio cuenta de que casi le daba miedo mirar a los jueces que ya habían ocupado de nuevo sus asientos detrás de la mesa alargada.

Paul y ella encontraron sitio, se sentaron y Honor respiró profundamente. El almirante de Haven Albo estaba sentado con la espalda erguida; la espada de Pavel Young yacía sobre su cartapacio con la empuñadura mirando hacia él.

Honor notó que estaba comenzando a temblar. Escuchó el murmullo en aumento de las voces cuando veían la posición de la espada y su boca se tensó cuando vio al hombre monstruosamente obeso en la silla antigravitatoria de soporte vital. El rostro abotargado del conde de Hollow del Norte estaba pálido y sus ojos miraban horrorizados. Los dos hermanos menores de Young estaban sentados con su padre, a ambos lados de la silla, y sus rostros estaban casi tan pálidos como el de él. Algo dentro de ella le dijo que debería sentir lástima por el conde de Hollow del Norte; que, a pesar de lo detestable que Young pudiera ser, era su hijo. Pero no podía. Quizá aún peor, ni siquiera quería sentir lástima.

El revuelo se apoderó de la sala hasta que las bruscas notas musicales de la campana sonaron cuando el almirante de Haven Albo la golpeó con el mazo.

—Se reanuda la sesión —anunció el almirante y asintió con la cabeza a los infantes de marina que estaban flanqueando la puerta lateral. Uno de ellos desapareció por ella y toda la sala contuvo el aliento. La puerta se reabrió y Pavel Young salió flanqueado por sus guardias.

El rostro barbudo de Young funcionaba. Su lucha por mantenerlo inexpresivo era obvia, pero sus mejillas se movían y el sudor brillaba en su frente. La espera había sido angustiosa para Honor, pero para Young debía de haber sido un anticipo del infierno. Honor se sorprendió por lo feliz que ese pensamiento le hacía sentir.

Young apenas la vio. Sus ojos miraban hacia arriba, como si mantenerlos en un punto fijo pudiera retrasar el inevitable momento unos segundos más. Pero entonces llegó a la mesa de la defensa, se volvió hacia los jueces y ya no pudo retrasarlo más. Sus ojos se posaron sobre la espada y su corazón se paró.

La punta estaba mirando hacia él. La punta estaba mirando hacia él. Una repentina ola de terror se apoderó de Young cuando ese terrible hecho penetró en él.

Notó cómo temblaba e intentó controlarse, pero no podía. Tampoco podía dejar de mover la cabeza y de mirar por encima de su hombro. Sus ojos se encontraron con los de su padre, llenos de pánico y de una súplica desesperada. La expresión furiosa, asustada e impotente de su padre le clavó una daga de terror en el estómago. Apartó su mirada de él y ni siquiera el odio que sintió al ver a su otrora primer oficial sentado al lado de Harrington, ¡sentado y cogiendo a la zorra de la mano!, pudo penetrar el hielo que recubría su alma.

—Que el prisionero mire al tribunal.

La gélida voz del almirante de Haven Albo rasgó la quietud de la sala y Young volvió la cabeza bruscamente por acto reflejo. Tragó saliva intentando no tambalearse por la desesperación que le embargaba y el almirante carraspeó y empezó a hablar.

—Capitán lord Young, usted ha sido juzgado por un consejo de guerra con respecto a las especificaciones nombradas contra usted. ¿Está preparado para escuchar el fallo del tribunal?

Volvió a tragar saliva. Y luego una tercera vez, intentando humedecer su boca, seca como un horno, mientras la agonía formal e interminable del juicio le iba destrozando los nervios. Era como una tortura infinita en la que se hallaba atrapado, pero el último atisbo de orgullo que le quedaba le dio fuerzas para asentir.

—Sí. —La palabra sonó ronca, pero nítida, y el almirante asintió.

—De acuerdo. Respecto a la especificación primera de los cargos, según la cual se le acusa de infringir el artículo vigésimo tercero del código de justicia militar, este tribunal, por cuatro votos a dos, le halla culpable.

Alguien gimió detrás de él (su padre, pensó) y sus dos manos se aferraron a sus costados cuando la voz del almirante prosiguió, desapasionada y grave como si del día del Juicio Final se tratara.

«Respecto al segundo de los cargos, según el cual se le acusa de infringir el artículo vigésimo sexto del código de justicia militar, este tribunal, por cuatro votos frente a dos, le halla culpable.

»Respecto al tercero de los cargos, según el cual se le acusa de exponer a otras unidades del destacamento a graves daños y pérdidas humanas, este tribunal, por cuatro votos a dos, le halla culpable. Respecto al cuarto de los cargos —a pesar de su desesperación, Young Pudo advertir cómo cambiaba el tono de la voz del almirante—, según la cual sus acciones constituyeron y tuvieron como resultado un acto de cobardía, este tribunal, con tres votos a favor de su condena y tres a favor de su absolución, no ha podido emitir un veredicto.

La sala se llenó de un coro cada vez más fuerte de gritos ahogados, incrédulos por tal decisión. Young no se lo podía creer. «¿No ha podido emitir un veredicto?» Entonces…

»Respecto al quinto cargo —continuó el almirante en el mismo tono categórico—, según el cual sus acciones constituyeron un acto de deserción ante las fuerzas enemigas tal como definen los artículos catorce, quince y diecinueve del código de justicia militar, este tribunal, con tres votos a favor de su condena y tres a favor de su absolución, no ha podido emitir un veredicto.

Pavel Young sintió la conmoción de la esperanza. No habían alcanzado un veredicto. No habían alcanzado un veredicto en los únicos dos cargos que realmente importaban, ¡los dos que podían mandarlo ante un pelotón de fusilamiento! La electricidad sacudió sus nervios y el sonido de su respiración se le antojó áspero en sus orificios nasales.

—La imposibilidad para alcanzar un veredicto —dijo con rotundidad el almirante de Haven Albo— no constituye una absolución, pero el acusado goza de la presunción de inocencia. Por tanto, al tribunal no le queda otra opción que desestimar los cargos cuarto y quinto contra usted.

Honor permaneció sentada, quieta y agarrotada, paralizada por el horror que contrastaba con el alivio experimentado por Pavel Young. Otra vez. Lo había hecho otra vez. Los tres primeros cargos no eran suficientes para expulsarlo del ejército, no con la influencia de su familia. Como mucho le reducirían el sueldo y le enviarían cartas de censura. Tal como Morncreek había prometido, nunca volvería a estar en activo, pero eso no importaba. Había eludido la ejecución y golpeado el sistema donde importaba, ya que el Almirantazgo nunca más volvería a presentar cargos en un juicio y un clima tan políticamente divisivo. Le entraron ganas de vomitar cuando Young relajó los hombros al ser consciente de ello.

El almirante de Haven Albo todavía seguía hablando, pero era un ruido sin significado. Ella solo podía seguir sentada, petrificada por tan nauseabundo momento. Pero entonces, de repente, aquel ruido sin sentido comenzó a convertirse de nuevo en palabras y sintió cómo la mano de Paul apretaba la suya como si fuera una garra.

—… La obligación de este tribunal —estaba diciendo el almirante— es decidir la pena aplicable a los delitos por los que sí se le ha condenado y es parecer de las dos terceras partes del tribunal, independientemente de los votos sobre los cargos cuarto y quinto, que su conducta en el transcurso de la batalla de Hancock muestra una negligencia culpable y una falta de carácter que excede los límites aceptables en un oficial de la Armada de su majestad. Por tanto, este tribunal dictamina, por cuatro votos frente a dos, que el acusado, capitán lord Pavel Young sea despojado de todo rango, derechos, privilegios y prerrogativas como capitán de la Real Armada Manticoriana y sea expulsado de manera deshonrosa de las Fuerzas Armadas por no ser digno de llevar el uniforme de su majestad, fallo que se ejecutará en un plazo de tres días contados a partir de esta hora.

»Se levanta la sesión.

Las notas nítidas y dulces de la campana se dejaron oír de nuevo. Ese sonido fue para Honor como un regalo caído del cielo, pero para Pavel Young fue algo muy diferente. Era casi peor que ser ejecutado. Una expulsión deliberada, un desprecio hacia su persona, como si fuera demasiado poco como para ser fusilado. Se había librado de la ejecución para soportar la desgracia de una expulsión oficial de las Fuerzas Armadas y pasarse el resto de su vida siendo objeto de desdenes.

Se tambaleó y su rostro se puso lívido ante un horror infinitamente más angustioso por haber creído momentáneamente que se había librado de la destrucción. El letal silencio de asombro del público iba ya cargado de los primeros (si bien no expresados) susurros sobre su vergüenza y su alma se retorció anticipándose al cada vez mayor murmullo de fondo. Entonces se sobresaltó cuando un agudo gemido electrónico sonó detrás de él.

No logró ubicarlo. Durante uno, dos, tres segundos lo escuchó sin llegar a reconocerlo. Cuando de repente comprendió de qué se trataba, se dio la vuelta.

La alerta médica aulló hasta destrozarle los nervios y se quedó mirando, incapaz de moverse, cuando el conde de Hollow del Norte se desplomó sobre su ululante silla de soporte vital.