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Honor Harrington deambulaba por su camarote malhumorada. Sus movimientos eran rápidos y abruptos; tenía las manos metidas en los bolsillos de su guerrera y sus hombros estaban rígidos por una frustración que no tenía forma alguna de contrarrestar. Nimitz la observaba desde su percha del mamparo, situada encima de su escritorio, mientras movía sin parar su cola prensil. MacGuiness había optado por una retirada estratégica después de un intento frustrado de mantener una conversación con ella. Honor lo sabía y sabía por qué se había retirado, y eso solo hacía que su rabia y frustración crecieran aún más. No es que le culpara.

Suspiró y se dejó caer en el sillón acolchado bajo las impresionantes vistas a babor de su cabina. Sus aposentos estaban en el lado del Nike que daba al exterior, ya que el crucero de batalla herido estaba acurrucado contra la mole desgarbada y nodriza de la estación espacial Hefestos y siempre había cosas que ver desde la órbita de Mantícora. Desde allí tenía una vista panorámica de estrellas grandes y diminutas, almacenes orbitales, plataformas de transbordo y las motas brillantes del tráfico espacial. Los enormes receptores de energía solar del planeta capital eran como lejanas joyas refulgentes de luz reflectante y Thorson, la luna de Mantícora, relucía nívea cuando la órbita geosincrónica de la estación Hefestos se extendía sobre el campo de visión de Honor. En circunstancias normales, ella se habría sentado a contemplarlas durante horas, envuelta en el placer casi hipnótico del ballet interminable del universo, pero ni siquiera esa imagen tan maravillosa podía alegrarla hoy.

Hizo una mueca y se pasó sus agobiados dedos por el cabello. El Almirantazgo había hecho público el informe de la batalla de Hancock dos días después de la cena en Cosmos y, a las pocas horas, esto la había obligado a ordenar a George Monet, su oficial de comunicaciones, que rechazara todos los accesos de comunicación extraoficiales para así frenar la oleada de peticiones de entrevistas. Era incluso peor que después de lo de Basilisco y la estrella de Yeltsin, pero ni siquiera en Basilisco había un tras fondo político tan repugnante como en este, pensó con desesperación. La noticia del consejo de guerra de Pavel Young se había dado a conocer en la misma rueda de prensa del Almirantazgo y el aroma de la sangre se respiraba en el aire.

A Honor no le gustaban los periodistas. Le molestaban su trivialización y sus simplificaciones de las noticias casi tanto como detestaba su sensacionalismo y la forma en que se llevaban todo por delante con tal de conseguir una historia. Estaba dispuesta a admitir que tenían una función y que la Ley de Privacidad del 14 A. L. que había aprobado el Parlamento evitaba por lo general las intrusiones brutales que sociedades como la Liga Solariana sí toleraban, pero en esta ocasión, no había ni rastro de compostura o circunspección alguna. El consejo de guerra de Pavel Young había provocado un frenesí tal que sugería que la mayoría de los editores estaban dispuestos a arriesgarse a perder una demanda más que probable (y costosa) por violación de la intimidad siempre y cuando sus reporteros lograran hacerse con la historia.

Los medios andaban detrás de toda la tripulación del Nike, rabiosos por obtener el más mínimo comentario de primera mano para dar cuerpo al escuálido informe de la batalla del Almirantazgo y a los sucesos que habían conducido a lo que prometía ser un juicio espectacular, pero habían perseguido con especial fervor a la capitana del Nike.… y no solo por lo acontecido en Hancock. Todos y cada uno de los detalles del pasado de Honor (y de Pavel, tuvo que admitir) habían sido desenterrados y colocados en todos los teletipos de las agencias del reino, junto con análisis y especulaciones igualmente detalladas, si bien a menudo imprecisas y de muy mal gusto. Cada incidente documentado, cada rumor, la hostilidad entre Young y ella… habían copado las primeras planas de los periódicos. Algunos de ellos hasta se habían remontado a su infancia en Esfinge y un equipo de periodistas especialmente detestables había acorralado a sus padres en sus consultas. Se habían hecho pasar por pacientes y después habían estado dando la lata a los dos doctores Harrington (y a cualquier miembro del personal que pasara por ahí) con preguntas personales hasta que la madre había perdido la paciencia y había llamado a la policía para denunciarlos por violación de la intimidad. Honor se había puesto furiosa cuando se enteró, si bien su enfado no se había enfriado mucho desde entonces y su situación era incluso peor. La mitad de los reporteros del planeta capital del sistema habían infestado la estación Hefestos; merodeando como insectos-reptiles de Esfinge por los pasillos y las galerías del muelle espacial, por si acaso Honor pusiera un pie en la estación espacial.

Todo aquello la horrorizaba. No solo por la agobiante y omnipresente intrusión, sino también por la forma increíblemente partidista en que se estaba informando de la historia en cuestión. Los medios hablaban de la noticia como si de un circo de gladiadores se tratara, como si el consejo de guerra contra Young materializara de algún modo las preocupaciones del reino. El miedo a la República Popular que se había ido acrecentando a lo largo de los últimos cincuenta años-T, la sensación de desafío y de victoria resultado de las batallas abiertas y la incertidumbre ante la crisis política parecían haberse enfocado hacia el juicio de Young… y hacia ella. Periodistas, analistas, académicos, la gente de la calle… todos ellos se posicionaban en un bando y Honor se encontraba justo en medio.

No le había sorprendido la forma en que las notas de prensa de la oposición y los medios controlados por el cártel Hauptman estaban arremetiendo contra ella, pero la prensa y los comentaristas progobierno que habían salido en su defensa eran aún peores. Los comentarios que se referían a ella como «la heroína más valiente de la Armada del reino» le hacían sentir una vergüenza terrible, pues al menos la mitad de ellos parecían haberse aferrado a ella como una especie de llamante paladina con la que golpear a la «oposición obstruccionista». Analistas políticos de todas las ideologías opinaban que el consejo de guerra contra Young lograría o acabaría con la posibilidad de que el gobierno de Cromarty consiguiera una declaración de guerra y ya se habían producido multitudinarias manifestaciones (¡con gente ondeando carteles con su foto!) en las puertas del Parlamento.

Era una pesadilla. Prácticamente se había convertido en una prisionera a bordo del Nike desde el instante en que la noticia salió a la luz. Había prometido a su reina que no hablaría de los cargos contra Young; aunque no lo hubiera prometido, Pavel Young era la última cosa de la que le habría hablado en cualquier circunstancia. Hablar sobre sus propios logros como si fuera una imbécil jactanciosa le resultaba igual de repugnante, e incluso a pesar de que nunca lo había hecho, siempre había odiado (y temido) a las cámaras.

Honor todavía estaba lidiando con el novedoso concepto de que podía ser atractiva. Paul Tankersley había hecho grandes progresos para convencerla de que ya había dejado atrás la fealdad de su rostro adolescente. Ella podía aceptar, intelectualmente hablando, que Paul llevaba razón, que su cara mejoraba con la madurez. Pero la edad temprana a la que se aplicó el tratamiento de prolongación a la generación actual implicaba que los procesos de mejora había tardado décadas, y él solo llevaba meses trabajando con su autoestima. No era mucho para contrarrestar la mentalidad de una persona que llevaba toda la vida sintiéndose como el patito feo y todavía estaba lejos de aceptar que Paul la considerara «guapa», a pesar de que la habilidad de Nimitz para percibir las emociones de Paul demostraban que sí era cierto que lo pensaba. Honor no podía recordar ni una sola foto de ella, plana o dimensional, en la que se gustase. Todavía ponía un gesto rígido y forzado cada vez que alguien la apuntaba con una cámara.

No era justo, pensó con amargura y, sin levantarse siquiera de su butaca, dio una patada al escabel y lo mandó al otro lado de su camarote ¡No debería tener que ponerse ella sola para evitar a un rebaño de metomentodos engreídos y oficiosos que querían convertirla en la protagonista principal de una confrontación política que amenazaba la supervivencia del reino solo para aumentar su audiencia! ¡Por no hablar de los que la retrataban como a una especie de manipuladora maquiavélica que quería cazar a Pavel Young, como si todo eso fuera culpa suya, idea suya,…!

El bufido sibilante de Nimitz sonó bajo y furioso, haciéndose eco de su propia furia. Se alzó sobre sus patas auténticas con las orejas estiradas y sus zarpas color marfil sin retraer y Honor lo miró arrepentida. Se puso en pie y lo cogió. Empezó a cantarle suavemente mientras lo estrechaba contra su pecho y logró que su tensión disminuyera. Nimitz emitió otro sonido (más malhumorado que enfadado esta vez) y ella le pellizcó cariñosamente una oreja. Sonrió cuando levantó uno de los alargados dedos de sus manos auténticas para darle un golpecito en la mejilla. Con aquel gesto pasaba su hostilidad hacia los que la estaban amargando la vida y así se lo hizo saber a Honor a través de su vínculo telepático. Ella lo abrazó más fuerte y enterró su nariz en su pelaje suave y limpio mientras intentaba no sentir más resentimiento, tanto por su bien como por el de él.

Los periodistas que la acosaban también lo acosaban a él. Puede que no fueran conscientes de ello (asumiendo que les importara si lo supieran), pero su sentido empático le hacía especialmente sensible a la mentalidad depredadora que iba asociada a la actividad periodística. Esa era una de las razones de su reclusión voluntaria. Otra emboscada a modo de conferencia de prensa como la que le habían tendido en el tubo de acoplamiento principal del Nike habría desatado en el felino una furia con consecuencias decididamente desagradables… sobre todo para los periodistas.

Los ramafelinos eran almas sencillas y directas que no entendían el concepto de respuesta moderada y, a pesar de su pequeño tamaño, iban armados formidablemente. Nimitz tenía más experiencia en el trato con los humanos que la mayoría de su especie, pero le había costado el doble de lo normal contener a su felino, que no dejaba de bufar, gruñir y enseñar las garras mientras Honor intentaba abrirse paso entre el griterío de la muchedumbre para lograr volver al tubo. Y eso no era todo, porque Eve Chandler y Tomás Ramírez habían doblado el número de centinelas en las estaciones a las que daban todos los tubos de acoplamiento en cuanto se dio a conocer la noticia. La Infantería de Honor conocía a Nimitz y habían percibido su angustia, por lo que habían cubierto su retirada con más energía que tacto. De hecho, uno de los reporteros que intentó subir a bordo para perseguir a Honor había sufrido rasguños, contusiones y algunos «daños» en su dentadura al chocar «inadvertidamente» con la culata de un fusil de pulsos. Honor supuso que debería reprender a quienquiera que perteneciese ese fusil. Afortunadamente para su sentido del deber, la confusión había sido tal que los sistemas de vigilancia de la galería no le habían podido decir quién había sido… y, si había algún testigo, ella no tenía ninguna intención de encontrarlo.

Volvió a colocar a Nimitz en su percha y dio otra vuelta alrededor de su camarote. Aquello era ridículo. ¡Era capitana de una nave de su majestad, no un delincuente que se escondía de la policía! Debería poder entrar y salir sin…

Un timbre sonó y se volvió hacia la escotilla con un gruñido muy parecido a los de Nimitz. El timbre sonó de nuevo. Honor respiró profundamente y se obligó a mantener bajo control aquella ira repentina e inusitada. Después de todo, se dijo con una sonrisa de cansancio, no era como si uno de los periodistas pudiesen subir a bordo del Nike… pues al menos uno de ellos podría testificar.

Se obligó a sonreír más y volvió a pasarse los dedos por su pelo para intentar poner un poco de orden en sus rizos despeinados que le llegaban a los hombros. Pulsó el intercomunicador.

—¿Sí? —Su voz de soprano fue fría y cortés, casi su tono habitual.

—El capitán Tankersley, señora —anunció su centinela y los ojos de Honor se encendieron con una repentina alegría de alivio.

—Gracias, soldado O’Shaughnessy —dijo, incapaz de contener el placer de su voz, y abrió la escotilla.

Tankersley entró por la apertura y se paró cuando la vio llegar. Sus zancadas largas y gráciles eran mucho más rápidas de lo habitual y la escotilla apenas tuvo tiempo de cerrarse tras Paul antes de que él la rodeara con sus brazos y ella suspirara aliviada.

Notó la vibración de su risa y apretó su mejilla contra la suave calidez de su boina. Sus labios se estremecieron. Honor le sacaba una cabeza, se imaginó que tendrían una pinta un poco ridícula, pero en ese momento nada podría importarle menos.

—Deberías ver la de gente que hay acampada en la galería —le dijo mientras sus manos acariciaban su espalda y sus hombros a la vez que la estrechaba fuertemente entre sus brazos—. Creo que hay incluso más que ayer.

—Muchísimas gracias —dijo con sequedad y le dio un apretón como respuesta antes de apartarse y empujarlo al sofá. Paul estudió su expresión durante un instante y se echó a reír mientras le acariciaba el lado derecho de su cara con la palma de la mano.

—Pobre Honor, cómo te lo están haciendo pasar, ¿verdad, amor?

—Es una forma fina de decirlo. —Su respuesta fue cortante, pero su presencia la había animado muchísimo. Sostuvo su mano entre las suyas y se recostó contra los cojines del sofá. Nimitz saltó de su percha al brazo del sofá. Los seis miembros del felino cayeron y se tendieron sobre el regazo de Paul. Su barbilla descansaba en el muslo de Honor y su ronroneo se hizo más sonoro cuando la mano libre de Paul le dio una palmadita en el lomo.

—¿Has estado siguiendo el circo? —le preguntó Paul después de unos segundos.

—¡Ni hablar! —resopló. Paul sonrió comprensivo y le apretó la mano, pero su mirada seguía siendo grave.

—Cada vez se pone más feo —le advirtió—. Los cómplices del conde de Hollow del Norte y algunas subespecies repugnantes de los empleados del Parlamento están entrometiéndose en el tema. Siempre como fuentes «anónimas», claro. Intentan presentarlo como una venganza por tu parte, unido a las consecuencias que puede tener el hecho de que Cromarty esté presionando para que se castigue a la Asociación Conservadora por romper con el Gobierno para no firmar la declaración. Algo que, por supuesto, los Conservadores han hecho por principios morales.

—Estupendo. —Honor cerró los ojos y respiró profundamente—. Supongo que no habrán mencionado nada de lo que Young me hizo, ¿verdad?

—Algunos medios sí —reconoció Tankersley—, pero los partidarios de Young no figuran entre ellos. ¿Sabes quién es Crichton, el analista militar que es el niño mimado de la Fundación Palmer? —Honor asintió con una mueca y Tankersley se encogió de hombros—. Sostiene que Young es la verdadera víctima porque el Almirantazgo ha intentado pillarlo desde lo de Basilisco. Según su versión, por la que estoy seguro les ha cobrado al barón de las Altas Cumbres y al conde de Hollow del Norte un riñón y parte del otro, el pobre Young, tras endilgarle una nave defectuosa en Basilisco, se convirtió en la cabeza de turco del Almirantazgo y del gobierno de Cromarty cuando le obligaron a retirarse de la estación para que fuera reparada. Parece ser que Young no lo hizo para ir a por ti, ni tampoco su incompetencia mientras estuvo al mando de la estación contribuyó en modo alguno a los problemas a los que te tuviste que enfrentar. Lo que realmente creó aquella peligrosa situación en Basilisco fue la negligencia culposa del Almirantazgo al asignar solo dos naves, una de ellas a punto de averiarse, como piquetes en un primer momento.

—¡Por Dios santo! —le espetó bruscamente Honor—. ¡El Brujo no tenía ningún problema, y reducir el tamaño del piquete era parte de la política de Janacek!

—Ya lo sé, pero no esperarías que los Conservadores fueran a admitir que ellos fueron los que la armaron, ¿verdad? ¡Especialmente cuando la oposición todavía te culpa por cómo el Gobierno modificó el Acta de Anexión después de que la estación se hiciera pedazos en tu cara! Definitivamente tienes afición por enfadar a los políticos, ¿verdad, amor?

Había tal tierno regocijo en su voz que Honor se vio incapaz de protestar o sentirse ofendida por aquel comentario. Sobre todo cuando ella sabía que era verdad.

—Escucha, Paul —dijo—, si no te importa, prefiero no hablar de ello. Es más, preferiría ni siquiera pensar en ello, o en Young.

—Me parece bien. —Su respuesta sonó tan arrepentida que ella le sonrió y cogió su rostro entre sus manos para besarlo. Él se inclinó hacia ella, saboreando sus labios, y después se retiró y la sonrió.

—La verdad es que no tenía pensado para nada hablar de ello cuando llegué. Lo que quería hacer era invitarte.

—¿Invitarme?

—Sí. Tienes que salir de este camarote, Honor. Es más, necesitas salir del Nike y dejar todo esto atrás durante algún tiempo. Y yo, haciendo gala de mi eficiencia habitual, he encontrado el sitio perfecto. Un sitio sin prensa, claro.

—¿Dónde? —le preguntó Honor—. ¿La estación meteorológica de la isla Sidham?

Tankersley se echó a reír y movió la cabeza. La isla Sidham, situada por encima del círculo ártico de Esfinge, era probablemente el lugar más desolado, inhóspito, deshabitado y dejado de la mano de Dios de los tres planetas habitables del sistema binario de Mantícora.

—No, todavía no estamos tan desesperados. Pero sí es una isla. ¿Qué te parece una excursión al campo Kreskin?

—¿Al campo Kreskin? —Honor se incorporó rápidamente con los ojos como platos. El campo Kreskin albergaba la principal instalación aérea de la isla Saganami, emplazamiento de la Academia Naval de la RAM.

—Exacto —dijo Tankersley—. Puedo hacer que sea mi nombre el que figure en el plan de vuelo y sabes que la Academia te cubrirá siempre y cuando no llames mucho la atención. La prensa ni siquiera sabrá que estás allí y, francamente, necesitas que te dé algo de luz natural. Además —señaló con el pulgar a una placa dorada combada por el calor que estaba sobre el mamparo del camarote—, ¿no llevas un montón de tiempo diciéndome lo hábil que eres con los aviones primitivos?

—Yo no he dicho eso —dijo con indignación.

—¿De veras? —Se rascó la barbilla pensativo—. Entonces debe de haber sido Mike. Pero recuerdo perfectamente que alguien me dijo en un tono bastante socarrón que tú ostentabas el récord de todos los tiempos de los planeadores de la Academia. ¿Acaso lo estás negando?

—Claro que no, mocoso. —Fue a darle un puñetazo en las costillas, pero él ya estaba esperándola y bloqueó su ataque con los codos.

—Me cuesta creerlo —dijo en tono desdeñoso—. Siempre he pensado que la gente pequeña y compacta eran mejores en el aire cuando no pueden contar con la antigravedad para que los sostenga.

Fue entonces el turno de Honor para echarse a reír. Paul era una de las pocas personas en el Universo que podía burlarse de su altura sin enojarla.

—¿Me está retando, capitán Tankersley?

—Oh, no. No la reto. Tan solo una competición amistosa para ver quién es realmente el mejor. Por supuesto, yo parto con cierta ventaja. No solo porque sea una de esas personas pequeñas y compactas, sino porque me apuesto a que estoy más en forma que tú.

—Has estado practicando, ¿eh? ¿No sabes que eso estropea la diversión?

—Hablas como una auténtica bárbara. ¿Te interesa?

—¿Planeadores o propulsados? —le preguntó.

—Bueno, los planeadores son tan… pasivos. Además, si los usamos, tú partirías con ventaja. No, he hablado con Kreskin y tienen un par de Javelins para nosotros.

—¿Javelins? —Los ojos de Honor se iluminaron de pura felicidad y Tankersley sonrió abiertamente. El avión de entrenamiento Javelin era un anacronismo técnico deliberado: un antiguo avión reactor aerodinámico de geometría variable, sin antigravitatorios pero con una potencia increíble. Era pequeño, de líneas elegantes y rápido y los instructores de la Academia siempre habían insistido en que era aún mejor que el sexo. Honor no estaba muy de acuerdo con esa afirmación ahora que había conocido a Paul…, pero estaba dispuesta a admitir que era lo segundo mejor que había.

—Javelins —le confirmó Tankersley—. Y —añadió— han aceptado repostar en mitad del vuelo si queremos seguir arriba un poco más.

—¿Cómo demonios has conseguido tanto tiempo para el vuelo? Siempre hay colas para usarlos.

—Ah, pero evoqué el nombre de una famosa oficial de marina. Cuando les dije a los controladores de vuelos de Kreskin con quién iba a pilotar esos Javelins, después de pedirles la mayor discreción al respecto claro, les faltó tiempo para extender la alfombra roja. —Honor se sonrojó y él le pellizcó cariñosamente la punta de la nariz—. Entonces, ¿qué le parece, lady Honor? ¿Se apunta?

—¡Por supuesto! —Aupó a Nimitz riéndose y lo colocó sobre su hombro—. ¡Vamos, Apestoso, tenemos una cita para aplastar las orejas a alguien!