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La suave música en directo se abrió camino por el restaurante tenuemente iluminado y se entremezcló con los deliciosos olores de los platos de cientos de mundos. Cosmos, el local nocturno más exclusivo de la ciudad de Aterrizaje, alardeaba de que nunca nadie había pedido un plato que su cocina no pudiera realizar. No era una afirmación para tomarse a la ligera, dado el tremendo volumen de embarcaciones que pasaban por la estación central de la Confluencia de Agujero de Gusano de Mantícora, pero Honor la creía.
Había estado una vez antes en Cosmos, cuando su madre se conformó con eso después de que Honor rechazara el regalo de graduación de la Academia que ella tenía en mente. Aquella vez la curiosidad había hecho que Honor mirara la comida con los ojos abiertos como platos; esta vez era la anfitriona y además se había dado cuenta de que la maestría del cocinero era aún mejor de lo que los propietarios del Cosmos afirmaban.
No había duda de que así debería ser, teniendo en cuenta sus precios (no es que le doliera pagar tanto por una comida). Willard Neufsteiler no había dicho nada aún, pero su felino-con-cara-de-rama-de-apio le dijo que se lo podía permitir.
Neufsteiler llevaba representando los intereses financieros de Honor casi cinco años-T y ella estaba tremendamente agradecida de haber ido a parar a sus manos. Tenía algunas extravagancias que podían resultar un poco irritantes, como esa manía infantil de posponer el momento de darle las buenas noticias solo para hacerla rabiar, pero era escrupulosamente honesto y tenía un olfato asombroso para las inversiones. La gratificación que Honor había recibido por su actuación en la estación Basilisco le había hecho millonaria. La gestión de Neufsteiler de su patrimonio le había hecho multimillonaria. Lo que significaba que lo menos que podía hacer era invitarle de vez en cuando a cenar, incluso con los precios del Cosmos, y aguantar su particular sentido del humor.
Levantó su copa de vino para ocultar su sonrisa. Pero Honor no estaba allí solo para escuchar los informes de Willard y sus ojos recorrieron la mesa hasta que brillaron con calidez al encontrarse con los de Paul Tankersley justo antes de posarse sobre los dos nuevos reemplazos para el Nike.
El batallón de marines asignado al crucero de batalla había sufrido en Hancock mayores pérdidas que cualquier otro departamento, proporcionalmente hablando. Tanto el teniente coronel Klein como el mayor Flanders, su primer oficial, habían muerto en la batalla y el comandante de mayor rango de la compañía de Klein se encontraba de baja médica indefinida por las heridas que había sufrido. La capitana Tyler, la superviviente de mayor rango después de ellos, lo había hecho bien teniendo en cuenta su relativa inexperiencia, pero todo el mundo sabía que ella era la única oficial al mando en ese momento. No obstante, el Almirantazgo no había tenido ninguna prisa en liberarla de tanto trabajo o incluso de reemplazar a los heridos. Honor no podía culpar a sus señorías. Después de todo, no era muy probable que sus infantes de marina tuviesen que combatir mientras el Nike estuviera siendo reparado y la Armada tenía otras cosas en qué pensar. Pero le había costado mucho esfuerzo que aquello no afectara a la moral y a los programas de entrenamientos de su tripulación.
Al menos eso estaba a punto de cambiar, pensó con una inmensa satisfacción, porque el Almirantazgo había mostrado una sensatez inusual a la hora de escoger al sucesor de Klein.
La última vez que Honor vio al coronel Tomás Santiago Ramírez, este era mayor. Había dirigido el destacamento de marines de la Intrépido en la estrella de Yeltsin y Honor sospechaba que su actuación allí había tenido mucho que ver con su rápido ascenso desde entonces. Tuviera o no razón, se merecía y mucho su nuevo grado y a Honor le llenaba de alegría volver a verlo.
El coronel era un refugiado político de San Martín, lo que explicaba su casi aterradora e imponente presencia. Su madre, sus hermanas y él habían huido de San Martín por la terminal de la estrella de Trevor de la Confluencia de Agujero de Gusano de Mantícora justo cuando la flota de ocupación havenita se había instalado allí. Los havenitas machacaron a la armada de San Martín y mataron, entre otros, a su padre. Ramírez solo tenía doce años entonces, pero los habitantes de San Martín alcanzaban la madurez física muy pronto, y el físico del coronel reflejaba la gravedad en la que había nacido.
El primer adjetivo que a uno se le venía en mente la primera vez que lo veía era «grande», pero «enorme» era más apropiado. Su estatura no estaba muy por encima de la media, pero era un poco compacto, de huesos grandes y muy musculado; un hombre cuyo cuello, que se asemejaba a un barril de cerveza, se reducía bruscamente para juntarse con la cabeza. Paul Tankersley estaba sentado a su lado en la mesa y la diferencia entre ambos era instructiva. Paul era un hombre fuerte y fornido, a pesar de su relativa baja estatura, pero las espaldas de Ramírez eran el doble de las suyas y sus brazos eran más gruesos que los muslos de la mayoría de los hombres. Con una altura de un metro ochenta centímetros, pesaba más de ciento cincuenta kilos y si en algún lugar de su cuerpo existían tres gramos de grasa, veinte años-T de reconocimientos médicos de la Infantería habían sido incapaces de dar con ellos.
Su nueva primera oficial era otra cosa. La mayor Susan Hibson, otra veterana del Pájaro Negro y la segunda batalla de Yeltsin, tenía la tez tan oscura y con tanto vello como Ramírez, pero se podría decir que era menuda y tenía unos asombrosos ojos de color verde mar enmarcados en un rostro mucho más severo que el del coronel. Sus facciones eran bonitas, de rasgos finamente cincelados, pero no había ninguna dulzura en ellos. No era severidad; simplemente advertía a cuantos se le acercaban que la mujer a la que pertenecía ese rostro no tenía el menor interés en ellos.
Era la primera vez que Ramírez y Hibson servían juntos desde la estrella de Yeltsin y a Honor le alegraba verlos juntos. Ese par acabaría con la oxidación de los infantes de marina del Nike en un tiempo récord.
Bajó su copa y el camarero reapareció como un genio en guardia para llenársela de nuevo. Recorrió el resto de la mesa para comprobar las copas de los demás y después volvió a desaparecer sin decir palabra. Honor pensó que, con lo eficaz que era, bien podía haber recibido unas cuantas lecciones sobre discreción absoluta de su asistente de primera clase, pero quizá se suponía que debía estar visible para asegurarse de que los clientes fueran conscientes del servicio por el que estaban pagando.
Aquel pensamiento le hizo sonreír y contemplar la posibilidad de llamarlo de nuevo para pedirle una taza de cacao, pero incluso una golosa como ella había quedado momentáneamente saciada por el baklava que acababan de tomar. Además, ofrecerle a Paul semejante oportunidad para que empezase a tomarle el pelo por su afición a esa bebida no era lo más inteligente.
Decidió no pedirlo, no sin pesar, y le dio a Nimitz otra rama de apio, Al maître no se le había movido ni un pelo cuando ella había aparecido con el felino. No es que hubiese podido ver muchos en Mantícora, pero se limitó a chasquear los dedos para que un camarero trajera una silla alta que servía tanto para niños humanos como para felinos adultos y la colocó al lado de Honor. Nimitz se había colocado en la silla con la dignidad de un monarca que toma asiento en su trono. Sus modales en la mesa, siempre excelentes en ocasiones formales, habían sido mejores de lo habitual. Por regla general, Honor intentaba que su consumo de apio no rebasara el máximo que le había impuesto. Por mucho que le gustara, sus enzimas no toleraban bien la celulosa terrestre, pero esta vez se lo había ganado y le frotó cariñosamente las orejas mientras él ronzaba lleno de felicidad.
—Todavía no puedo creer que les guste tanto eso. —Neufsteiler negó con la cabeza—. ¿Cree que llegará un momento que se canse de comerlo, lady Honor?
—La esperanza de vida media de un ramafelino de Esfinge es de cerca de doscientos cincuenta años —le dijo Honor—, y no hay constancia escrita de que algún felino haya llegado a cansarse del apio.
—¿De veras? —La voz de Neufsteiler destellaba divertida, y Honor asintió con la cabeza.
—De veras. Le riño, pero ni se inmuta. Supongo que, de algún modo, le estoy agradecida.
—¿Agradecida? —Paul Tankersley rió entre dientes—. ¡Debo admitir que jamás lo habría sospechado por la forma en que me reprendes cuando le doy más de la cuenta!
—Eso es porque lo malcrías —le dijo con severidad—. Y no me refería a que estuviera agradecida por su adicción. Estaba hablando de los ramafelinos en general.
—¿Por qué? —preguntó Neufsteiler.
—Porque fue el apio el que hizo que los humanos y los ramafelinos se encontraran.
—¡Eso lo tengo que oír! —rió Tankersley y se recostó sobre su silla—. Siempre y cuando no me estés tomando el pelo —añadió. Nimitz dejó de masticar y lo miró con altivez. Honor sonrió.
—No, en serio. Los humanos no estudiaron a los felinos cuando llegaron por primera vez a Esfinge. Los primeros colonos tenían otras cosas en mente; ni siquiera sabían apenas de la existencia de los felinos ni los equipos de reconocimiento del terreno llegaron a intuir lo inteligentes que eran. En mi opinión, eso se debe a su tamaño. Nunca se ha encontrado otra especie inteligente con una masa corporal tan baja ni tampoco nadie esperaba encontrarla… lo que probablemente fuera la razón por la que los equipos de reconocimiento nunca los observaran lo suficiente como para darse cuenta de que pueden manipular utensilios.
—Nunca lo había oído, señora. —El coronel Ramírez parecía sorprendido. Su voz era tan profunda como se podría esperar proveniente de semejante pecho, pero su acento de San Martín suavizaba aquel ruido sordo con unos dejes casi musicales—. No es que dude de usted, por supuesto, pero siempre me han fascinado los ramafelinos. He leído todo lo que he podido encontrar sobre ellos, pero nunca nada sobre lo que acaba de contar.
—No lo dudo, Tomás. —Honor miró a todos los allí presentes, después se encogió de hombros y volvió a mirar a Ramírez—. Es más, me sorprendería que hubiese encontrado algo sobre su organización social, ¿estoy en lo cierto?
—Pues ahora que lo menciona, sí. —Ramírez se frotó la barbilla—. He encontrado bastantes cosas sobre su psicología, y la información sobre sus vínculos adoptivos es muy extensa, pero tampoco explican demasiado. Todos y cada uno de los «expertos» parecen tener una explicación diferente al respecto.
—Y lo mejor que pueden ofrecer es una «hipótesis» ¿verdad? —preguntó Honor y Ramírez asintió con la cabeza—. Bueno, lo cierto es que la mayoría de la gente que sabe mucho sobre los felinos no habla sobre ello. No iría tan lejos como para afirmar que se trata de una conspiración de silencio, pero los xenólogos que se dejan caer por Esfinge para estudiarlos acaban siendo adoptados por ellos o bien no parece que aprendan demasiado antes de aburrirse del tema y dejarlo. Los que son adoptados, por lo general, acaban trabajando para la Comisión Forestal de Esfinge. Los ramafelinos son especies protegidas, lo que quiere decir que las autoridades planetarias (incluidos los xenólogos de la Comisión) intentan convencer a la gente para que no los incordien. Es más, casi todos los esfinginos suelen ser extremadamente protectores en lo que a los felinos se refiere. No hablamos mucho de ellos, excepto con la gente en quien confiamos. Lo que, a su vez, hace que los libros sobre ellos disponibles fuera del planeta parezcan manuales de colegiales. Pero, definitivamente, sí fabrican herramientas y utensilios. Estamos hablando de instrumentos muy sencillos, parecidos a los de los hombres del Neolítico, pero deberían ver las hachas de mano de sílex y otros artefactos de algunas comunidades de felinos esfinginos. Como es de esperar, no les interesan demasiado los ornamentos ni las posesiones personales que no tengan una utilidad concreta. Y los que adoptan a humanos, como el señor Tragón de aquí, no necesitan instrumentos. Ya tienen quienes les hagan el trabajo duro.
Nimitz emitió un sonido de desconfianza. Honor se rió y le dio otra rama de apio. El soborno fue aceptado con gentileza y ella volvió a centrar su atención en sus invitados.
—La cuestión es que, después de tres años locales (casi dieciséis años-T) en Esfinge, los colonos habían entablado menos contacto con los felinos que los equipos de reconocimiento. Eran lo suficientemente listos como para permanecer fuera de su vista y de su mente mientras se adaptaban a la repentina intrusión de los humanos y los colonos tenían bastantes cosas de las que preocuparse. Pero eso cambió cuando construyeron los invernaderos y empezaron a cultivar cosas diferentes a los productos básicos con los que habían sobrevivido hasta ese momento. Yo, personalmente, sospecho que los felinos habían estado todo ese tiempo reconociendo el terreno. Créanme, no ves a un felino en la selva a menos que él quiera, y nadie vio la necesidad de cerrar los invernaderos. Hasta que, un buen día, con la oscuridad de la noche, todos los tallos de apio comenzaron a desaparecer rápidamente.
—¿Me toma el pelo? ¿Lo robaban? —rió Neufsteiler y Honor asintió.
—Sí, aunque no creo que ellos pensaran que lo estaban robando. Los felinos no tienen mucho sentido de la propiedad individual. Me llevó años explicarle ese concepto a Nimitz y él todavía cree que es uno de los conceptos más estúpidos de la humanidad. Pero déjenme que les diga que el Gran Misterio del Apio Desaparecido causó una gran sensación. No se creerían algunas de las teorías que se sacaron los colonos para explicar la desaparición de esa y solo esa planta. No es que alguno de ellos lograra acercarse ni remotamente a la verdad. Quiero decir, piénsenlo. ¿Pueden imaginarse algo menos probable, o más ridículo, que una manada de arbóreos extraterrestres carnívoros estuvieran montando comandos para asaltar invernaderos a altas horas de la noche solo para robar apio?
—No, supongo que no. —La voz profunda de Ramírez susurró divertida. Nimitz hizo todo lo posible por hacer como que no lo había oído y Hibson se echó a reír.
—Dudo incluso que ni siquiera a un infante de marina se le hubiese pasado por la cabeza, mi señora —asintió la mayor.
—Ni a nadie de Esfinge, hasta que una noche una niña de diez años que no podía dormir pilló a uno de ellos con las manos en la masa.
—¿Y ella los delata? —dijo riéndose Neufsteiler, pero Honor negó con la cabeza.
—No. No se lo dijo a nadie.
—¿Entonces cómo se enteraron los colonos de lo que estaba pasando? —preguntó Paul.
—Oh, esa es otra historia. Si eres bueno conmigo, puede que algún día te la cuente.
—¡Ja! Seguro que no lo sabes.
—Buen intento, Paul, pero no vas a lograr que lo cuente. No obstante, sí te diré una cosa.
Paró de hablar. Sus ojos miraron divertidos a Paul mientras él la miraba con exasperación. Pero ella sabía lo curioso que era y Paul finalmente capituló con un suspiro.
—De acuerdo, te lo preguntaré. ¿Qué es lo que me vas a decir?
—¿La niña en cuestión? —Honor arqueó las cejas y Paul asintió—. Se apellidaba Harrington —dijo con aire de suficiencia—. Podría decirse que los felinos abundan en la familia.
—Yo también podría decir que el dudoso sentido del humor de su descendiente actual le va a llevar por muy mal camino si no confiesa la verdad.
—Eso lo veremos. Quizá se te ocurra algo con lo que poder sobornarme.
—Quizá, ahora que lo dices —murmuró con tal picardía que Honor se puso roja.
—No va a decírnoslo, ¿verdad? —le preguntó Neufsteiler. Ni él ni los dos marines parecieron darse cuenta del rubor de Honor, y ella negó con la cabeza a su gestor con una sonrisa de agradecimiento, si bien un tanto burlona—. Entonces quizá yo no debería decirle por qué quería verla.
—Ah, pero usted y yo tenemos una relación fiduciaria. Al contrario que usted, yo sí le puedo demandar.
—Y probablemente lo haría, también. —Neufsteiler le hizo un gesto con perfidia y se echó a reír al mismo tiempo, para a continuación sacar un fajo de papeles—. Eche un vistazo a esto —le sugirió y lo deslizó hacia su lado de la mesa.
Honor desdobló las hojas llenas de listados; sus ojos recorrieron las columnas ordenadas de cifras y… se quedó helada.
—¡Me está tomando el pelo! —exclamó, pero Neufsteiler negó con la cabeza y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Le aseguro que no, lady Honor. Los ingresos del primer trimestre de sus propiedades en Grayson llegaron justo cuando el Tribunal de Gratificaciones hizo publica la gratificación por los acorazados que el almirante Danislav y usted capturaron en Hancock. Seis horas antes (miró su crono), su patrimonio neto era exactamente el que figura en este informe.
Honor lo miró incrédula, casi atontada, y pasó el informe a Tankersley Este miró el balance final y frunció la boca en silencio.
—Yo no diría exactamente que los principales cárteles mercantes tengan que empezar a preocuparse por usted —dijo tras un instante—, pero tengo unos terrenos en Grifo que me gustaría enseñarle.
Honor sonrió, pero su reacción fue casi automática, pues todavía no se había recuperado de la impresión. Ella venía de una familia de terratenientes. Era innegable que sus padres conformaban una familia adinerada gracias a la rentabilidad de su sociedad médica, pero la mayoría de las familias de terratenientes tenían muchas propiedades y poco dinero, especialmente en Esfinge. Le había costado mucho aceptar que la gratificación que recibió por lo de Basilisco le había hecho millonada, ¡pero esto…!
—¿Seguro que no hay ningún error, Willard? —le preguntó dubitativa.
—Lady Honor —le dijo pacientemente—, un acorazado está valorado en cerca de treinta y dos mil millones de dólares y el Tribunal de Gratificaciones concede el tres por ciento del valor de la nave enemiga al destacamento que la ha capturado. De ese total, los capitanes de la nave insignia de dicho destacamento se reparten el doce por ciento entre ellos y cuando la almirante Chin se rindió solo quedaban cuatro capitanes en Hancock. El peritaje del Almirantazgo estimó que dos de los cinco acorazados supervivientes de la almirante Chin estaban demasiado dañados como para ser reparados, pero la Armada compró los tres restantes. Entonces, el tres por ciento de noventa y seis mil millones de dólares es dos-ocho-ocho mil millones, y el doce por ciento de esa cantidad es algo más de trescientos cuarenta y cinco millones. Lo que significa, querida milady, que su parte asciende a la mísera cantidad de ochenta y seis millones cuatrocientos mil dólares sin incluir las naves más ligeras que se rindieron junto con los acorazados. Estas solo suponen otros seis millones a la cantidad total, así que supongo que no tenemos que preocuparnos de ellas. Créame, estas cifras son correctas. Es más, si mira la página tres, verá que el soldado raso de menor grado de su destacamento recibirá casi cincuenta mil dólares.
Honor apenas pudo escuchar su última observación. Sabía que iba a recibir una gratificación sustanciosa, pero no tanto, ¡Si casi cuadruplicaba el total de su patrimonio neto! Pensar en tanto dinero asustaba, sobre todo ahora que el dinero de las gratificaciones estaba libre de impuestos. ¡Iba a quedarse hasta el último penique!
Negó con la cabeza como si estuviera atontada.
—¿Pero qué es lo que voy a hacer con todo esto? —preguntó en un tono casi lastimero y Neufsteiler se echó a reír.
—Estoy seguro de que pensará en algo, milady. Mientras tanto, puede dejarlo en mis manos, si lo desea. Le he echado el ojo a unas cuantas oportunidades muy prometedoras, pero no quiero que se precipite. Dese unos días para hacerse a la idea y después le enseñaré algunos informes anuales y sus rendimientos proyectados antes de que decida dónde invertirlo.
—Yo… —Honor volvió a mover la cabeza y sonrió torciendo el gesto—. Creo que es una idea excelente, Willard.
—Yo también lo pienso. Después de todo, me llevo el cinco por ciento neto por gestionar sus intereses, si bien —Neufsteiler intentó poner un gesto de desamparo— los impuestos sí que suponen una buena tajada de mi parte.
—Pobre. —Los ojos de Honor titilaron una vez logró recuperarse del susto—. Supongo que eso significa que me va a endosar la cuenta.
—La primera lección que todo banquero aprende.
—Bueno, en ese caso…
Honor se detuvo cuando oyó que alguien la llamaba. Se dio la vuelta y su rostro se iluminó cuando reconoció a los tres hombres que se acercaban a la mesa.
—¡Alistair! —Se puso en pie empujando la silla a un lado y le estrechó la mano—. ¡Y Andy y Rafe! ¿Qué hacen aquí?
—Bueno, coincidimos con la capitana Henke y ella nos dijo dónde estaba, señora —explicó Andreas Venizelos—. Así que el capitán McKeon dijo que vendríamos a buscarla y él pagaría el cubierto. —Honor se echó a reír y Venizelos sonrió abiertamente—. No tuvimos más remedio que venir, señora. Después de todo, él es nuestro superior.
—Y será mejor que no lo olvide, comandante —observó McKeon en un tono misterioso.
—¡A la orden, señor! —Venizelos se cuadró y lo saludó rápidamente y Honor se rió de nuevo. Sus ojos brillaron de felicidad, el camarero volvió a hacer su truco de magia y se materializo en su presencia con tres sillas para los recién llegados.
—No se preocupe, Alistair. Acabo de descubrir que me convertido en una mujer acaudalada y esta es mi fiesta, ¿tienes hambre?
—La verdad es que no. Comimos antes de ir a buscarla al Nike. —Parte del buen humor de McKeon se esfumó de sus ojos y negó con la cabeza—. Desearía que tuviera más cuidado. Me gustaría que alguna de las veces que asuma el control de una nave ni esta ni usted acaben hechas pedazos.
—Yo también —dijo en voz baja cuando notó la preocupación en su tono—. Antes de que olvide completamente mis modales, permítanme que haga las presentaciones. Creo que los tres ya conocen al coronel Ramírez y a la mayor Hibson, ¿no es cierto?
McKeon asintió y extendió la mano primero a Ramírez y luego a Hibson.
—Veo que hay que felicitar a más de uno de los aquí presentes —dijo señalando sus insignias de rango—. Parece que el Cuerpo sabe reconocer el talento donde lo hay.
—De veras que sí. —Honor se mostró de acuerdo y a continuación señaló a Paul—. Este hombre es el capitán Paul Tankersley, el nuevo constructor segundo de la estación Hefestos y este es Willard Neufsteiler, mi gestor. Paul, Willard, estos son el capitán Alistair McKeon, el comandante Andreas Venizelos y el teniente, perdón —rectificó—, capitán de corbeta Rafe Cardones. —Le sonrió con un gesto de aprobación y dio una palmadita al medio anillo que lucía en su puño y Tankersley se levantó para saludar a los recién llegados—. ¡Felicidades, Rafe!
—Gracias, señora, quiero decir, lady Honor. —Cardones se puso rojo y Honor contuvo la risa. Rafael Cardones era muy joven para su rango. Había trabajado muy duro para ganárselo, pero aún quedaban dejes del cachorro torpe que había conocido como teniente subalterno hacía cinco años-T.
—¡Bueno! —Se recostó en su silla y los miró uno por uno—. ¿Puedo preguntarles qué es lo que les trae por aquí?
—Oh, nada en particular. —McKeon aceptó una copa de vino del camarero y señaló con ella a sus dos acompañantes—. Andy y yo hemos sido asignados a la Flota Territorial y nuestras naves están en este momento acopladas a la estación Hefestos, así que pensamos que era una buena oportunidad para hacerle una visita.
—¿Y usted, Rafe?
—¿Yo? —Cardones sonrió—. Soy el nuevo oficial táctico del Nike, señora.
—¿En serio? Eso es genial, Rafe. Pero ¿desde cuándo?
—Desde hace cerca de seis horas, señora.
—Bueno, ¡bienvenido a bordo! —Le dio una palmada en su antebrazo con una sonrisa y después frunció el ceño—. Pero nadie me ha comunicado que la comandante Chandler dejaba la tripulación. Me alegro mucho de contar con usted, pero siento perderla.
—No la va a perder, señora. Las cosas están algo confusas en este momento, pero cuando me presenté a bordo le llevé a la capitana Henke una lista con los traslados y reemplazos. Por lo que yo he entendido, el DepPers va a sacar de Tácticas a la comandante Chandler para reemplazar a la capitana Henke cuando esta se vaya al Agni. Me temo que nos va a tener que aguantar a los dos, patrona.
—Creo que podré soportarlo —dijo Honor. Después se volvió hacia McKeon y señaló las cuatro bandas doradas de sus mangas—. Me dijeron que le iban a conceder su cuarto anillo, Alistair. Tal decisión pone de relieve el buen criterio de la Armada. ¡Felicidades!
—Creo que se me ha contagiado algo de su reputación —dijo McKeon con ironía mientras disfrutaba del delicado rubor que se había apoderado de las mejillas de Honor.
—¿Y qué es lo que le han dado?
—El Príncipe Adrián. —La satisfacción de McKeon era obvia y Honor le hizo un gesto de aprobación. Puede que el Príncipe Adrián fuera más pequeño que cualquiera de las naves nuevas de la clase «Caballero Estelar», pero aquel crucero pesado de doscientas cuarenta mil toneladas seguía siendo una unidad poderosa. Era un premio extraordinario para un capitán subalterno… y nadie lo merecía más que Alistair.
—¿Todavía sigue Scotty con usted?
—Así es —dijo McKeon y después se rió entre dientes.
—¿Qué? —preguntó Honor.
—Alguien más subió a bordo después que él. Creo que le conoce. Suboficial mayor Harkness.
—¿Harkness, suboficial mayor?
—Palabra de honor. —McKeon levantó la mano solemnemente—. Le ha costado treinta años, pero parece que Scotty ha sido una influencia muy estabilizadora para él.
—¡No me diga que se ha reformado!
—No, tan solo no se ha vuelto a pasar por un bar y todavía no ha cometido ningún delito con la inspección aduanera. Por otro lado, puede que esta vez lo resista.
—Si no lo veo, no lo creo. —Honor movió la cabeza mientras lo recordaba con cariño. Después miró a Venizelos—. ¿Y qué es lo que nuestras señorías y capitanes le han dado, Andy?
—Nada tan espléndido como un crucero pesado, señora, pero no me quejo. —Venizelos sonrió—. Asumo el puesto del capitán Truman en el Apolo cuando el astillero finalice sus reparaciones.
—Extraordinario, los dos. —Honor levantó su copa brindando en silencio por ellos y le sobrevino una extraña sensación de satisfacción cuando contempló su tan merecida buena suerte. Y la suya, pensó, mientras miraba a Paul.
—Gracias —dijo McKeon devolviéndole el saludo con su vaso de vino para a continuación volver a recostarse en su silla—. Y ahora que hemos dado con usted y le hemos contado qué es de nuestra vida quiero escuchar lo que realmente ocurrió en Hancock. Por lo que he oído… —le lanzó una sonrisa de complicidad—, ¡parece que ha vuelto a hacer de las suyas, lady Honor!