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Honor observó cómo la plataforma de aterrizaje situada debajo de su cúter se iba haciendo cada vez más grande y recordó que no era la primera vez que estaba en el palacio de Mount Royal. Lo recordó con bastante tristeza, así como el hecho de que su estatus había cambiado desde su primera visita. Por aquel entonces era una plebeya; ahora no solo era una capitana condecorada de la Lista, sino que también le habían concedido los títulos de caballero y par del reino, lo que no ayudaba en absoluto a aligerar su nerviosismo.

Sonrió irónicamente por su propia tensión y miró a su primera oficial. La honorable comandante Michelle Henke parecía estar totalmente relajada… y cómo no iba a estarlo; a diferencia de su capitana, para Mike aquello era una mera visita a uno de sus familiares. Nimitz levantó la vista desde el regazo de Honor mientras movía su suave cola nervioso, como si quisiera reprenderla por su confusión interna, y ella se agachó para acariciarle las orejas. Aquel movimiento no le pasó inadvertido a Henke y la comandante alzó la mirada con una sonrisa traviesa.

—¿Nerviosa, eh? —Su voz de contralto enronquecida reflejaba un regocijo lleno de cariño y Honor se encogió de hombros.

—A diferencia de otras personas, no estoy acostumbrada a codearme con la realeza.

—¡Qué extraño! Pensaba que a estas alturas ya te habrías acostumbrado —le respondió inexpresiva.

Honor resopló, pero tenía que admitir (y no tan modestamente como le habría gustado) que Mike tenía razón. La mayoría de los oficiales podían pasarse toda su carrera sin que la monarca les mostrara su agradecimiento en persona; sin embargo, esta sería la cuarta vez para Honor (y la tercera en apenas cinco años-T). Resultaba tan aterrador como halagador, pero era más que eso. Había conocido a su soberana como persona, a la mujer que había detrás del símbolo de la corona, y había descubierto que esa persona era digna de su lealtad.

Isabel III llevaba en el trono casi once años manticorianos (más de ochenta años-T), desde la trágica muerte de su padre en un accidente de esquí gravitatorio. Era la decimosexta monarca reinante descendiente directa de Roger I, fundador de la Casa de Winton, y poseía la dignidad y el porte característicos de toda su dinastía. También desprendía un gran carisma, si bien a veces hacía gala de una personalidad un tanto irritable. Honor había oído hablar de su temperamento y su determinación (o quizá podría decirse mejor testarudez) que habría llenado de orgullo a cualquiera de sus súbditos grifenses. Se rumoreaba que era tremendamente rencorosa, pero Honor podía vivir con ello. La reina también era tremendamente fiel a aquellos que servían bien a su reino. Algunos analistas políticos sostenían que su feroz personalidad a la hora de dirigir el reino dificultaba las delicadas maniobras políticas y diplomáticas, pero lo compensaba con una energía inagotable y una integridad absoluta y, además, había hecho de la resistencia a la invasión havenita el trabajo y objetivo de su vida.

Todo aquello era cierto e importante, sin embargo era prácticamente inconsecuente para Honor. Isabel III era la mujer a la que había jurado su fidelidad como oficial y su vasallaje como condesa. Para Honor Harrington, ella era el Reino Estelar de Mantícora. No era un ser superior e infalible al que venerar, sino un ser humano en ocasiones estrafalario y exasperante que sin embargo representaba todo aquello que Honor estaba empeñada en que fuera su reino. Honor había jurado dar su vida por la Corona y, como hasta la fecha no sentía ninguna inclinación por el martirio, para ella suponía un gran alivio saber que la reina Isabel Winton era merecedora de ese juramento.

El cúter se posó sobre un deslizador y, con una especie de chirrido a causa de la antigravedad, realizó la maniobra de descenso. La escotilla se abrió y Honor se puso en pie tras colocar a Nimitz sobre su hombro. Tradicionalmente, incluso antes de que la Armada aceptara a los ramafelinos durante el servicio activo, los felinos siempre habían acompañado a los humanos que habían adoptado a las reuniones con la realeza. Siete de los nueve últimos monarcas manticorianos, incluida la propia Isabel, habían sido adoptados por ramafelinos en sus visitas a Esfinge. Casi parecía que los felinos supieran de su llegada y los estuvieran esperando. Es más, en Esfinge siempre se hacían bromas con que la Corona no tomaba decisiones sin consultar antes a los felinos.

Honor sonreía con educación cada vez que alguien le venía con la misma historia, pero a veces sospechaba que aquello tenía su parte de verdad. Desde luego, ¡Nimitz nunca había tenido ningún problema en mostrarle su acuerdo o desacuerdo ante sus acciones!

Reprimió una sonrisa y después condujo a Henke a la escotilla. Por lo general, Henke habría salido primero, pues en circunstancias especiales como esta, su linaje tendría preferencia sobre su rango inferior, pero Honor, además de capitana, era condesa. Resultaba extraño que aquella fuera la primera vez que caía en la cuenta de que había sobrepasado el estatus social de su vieja amiga, además del militar. No estaba muy segura de si la idea le gustaba o no, pero no tuvo tiempo para pararse a pensar en ello ya que la guardia de honor se puso en posición de firmes. El mayor que estaba a la cabeza era un hombre con bigote que llevaba las vueltas escarlatas del regimiento de la Reina y la charretera del batallón de Copper Walls, del planeta de Honor. El enorme placer que aquel honor suponía para un compañero esfingino batalló con su disciplina inexpresiva cuando las saludó.

Honor y Henke devolvieron el saludo y él volvió a colocar la mano junto a su costado con precisión de plaza de armas.

—Lady Harrington. Comandante Henke. Soy el mayor Dupre, su escolta. —Su acento esfingino hizo que Honor se sintiera como en casa. Dio un paso a un lado resuelto y señaló la salida de la plataforma.

—Gracias, mayor —le respondió Honor y se dirigió con muchos nervios hacia la dirección que les había indicado, con Henke a la zaga.

* * *

El camino era más largo de lo que Honor se esperaba. De repente, cayó en la cuenta de que no estaban siguiendo el recorrido que ella había hecho en sus anteriores visitas. Es más, ni siquiera se dirigían al horrorosamente inapropiado edificio del Tribunal de la Corona. Honor se alegró por ello (el arquitecto que diseñó el Tribunal un siglo-T atrás había padecido un caso terminal de «funcionalismo» que desentonaba terriblemente con otras partes del palacio, más antiguas y elegantes), pero aquel cambio hacía que las mariposas de su estómago revolotearan aún más. La reina la había recibido en sus anteriores visitas en la Sala Azul. El salón oficial del trono tenía aproximadamente el tamaño de un campo de fútbol, con un techo altísimo que intimidaba a cualquiera, pero el mero hecho de pensar que su reunión con la soberana pudiera ser más próxima e informal le resultaba extrañamente aterrador.

Se reprendió a sí misma. No tenía ningún derecho a pensar que algo así fuera a pasar. Era, como poco, presuntuoso…

El mayor Dupre viró de repente en dirección a la parte más antigua del palacio. Honor tosió para aclararse la voz.

—Disculpe, mayor, pero ¿adónde nos dirigimos exactamente?

—A la torre del rey Michael, milady. —Dupre pareció sorprendido, como si Honor debiera haber sabido adonde se dirigían, pero Honor oyó que Henke tomaba aire tras ella. La miró por encima dé su hombro, pero Mike ya se había recuperado de la sorpresa (si es que de eso se trataba) y le devolvió con sus ojos marrones una mirada tan inocente que ni su primo Paul podría haber superado.

Honor dirigió una mirada fulminante al rostro anodino de su primera oficial y se volvió de nuevo a la piedra manticoriana en forma de dedo cuadrado que se levantaba ante ellos. De acuerdo con los criterios de una civilización antigravitacional, no se trataba de una «torre» al uso, pero se alzaba con una cierta e imponente elegancia. Algo se le vino a la cabeza al verlo. Fue algo muy fugaz; rebuscó entre sus archivos mentales intentando descubrirlo. ¿Podría ser algo que había leído en algún lado?

Los medios manticorianos habían alcanzado una especie de pacto de caballeros con la Corona que se remontaba casi a la fundación del reino. A cambio de una política oficial de disponibilidad pública para la prensa y moderación a la hora de acogerse a la Ley de Secretos Oficiales y a la Ley de Protección del Reino, la vida personal de la familia real quedaba eficazmente situada en zona prohibida, pero una vez salió algo en el Times de Aterrizaje acerca de…

Y entonces lo recordó. La torre del rey Michael era el refugio privado de la reina Elizabeth, al que solo podían acceder sus íntimos y aliados políticos más próximos.

Su cabeza se volvió de nuevo hacia Henke, pero ya era demasiado tarde; se encontraban en la entrada de la torre. Los centinelas uniformados se pusieron firmes cuando la puerta se abrió y Honor se obligó a guardarse sus preguntas y a seguir a Dupre sin hacer ningún comentario.

El mayor las guió por una sala soleada y espaciosa hasta un ascensor antiguo de líneas rectas, que tuvo que ser parte del equipo original de la torre, y tecleó un destino. El ascensor no usaba impulsores de gravedad internos, pero la cabina se puso en marcha con una facilidad sorprendente para un aparato tan obsoleto. Las puertas se abrieron y salieron a otra espaciosa sala de la planta superior de la torre. No se veía a ningún centinela, pero Honor sabía que sofisticadísimos sistemas de seguridad observaban cada uno de sus movimientos y puso cara de tranquilidad (a pesar de que no era precisamente lo que sentía) cuando siguió al mayor hasta una puerta cerrada de madera envejecida por el paso del tiempo. Llamó una vez, con brusquedad, en el panel tallado de la puerta y la abrió.

—Majestad —anunció—, lady Harrington y la comandante Henke.

—Gracias, Andre —dijo alguien. El mayor se hizo a un lado para que Honor y Henke entraran y después cerró la puerta en silencio tras ellas.

Honor tragó saliva y empezó a andar a través de un mar de lujosas alfombras de color marrón rojizo. Su mente fue almacenando detalles de un mobiliario cómodo y a la vez sencillo, pero sus ojos se posaron sobre dos mujeres que estaban sentadas en unos sillones de estilo clásico al otro lado de la mesa de centro.

Era imposible confundir a la mujer que estaba a la derecha, incluso aunque no llevara al ramafelino sobre su hombro. El tono caoba de su piel era más claro que el de Michelle Henke, pero era más oscuro que el de la mayoría de los manticorianos, y el parecido entre sus rasgos y los de Henke era aún más notable en persona. No era tan guapa como Mike, juzgó Honor, pero su cara tenía más carácter y sus ojos eran grandes, directos, intensos.

La reina Isabel se puso en pie cuando las dos oficiales se acercaron a ella. Honor se arrodilló. Como plebeya, solo debería haber hecho una reverencia; el saludo de una noble a su señora tenía que ser más formal, pero la reina se rió entre dientes.

—Levántese, lady Honor. —Hasta su voz era como la de Mike, pensó Honor. Tenía el mismo timbre ronco. Honor alzó la vista, nerviosa y un poco vacilante, y la reina volvió a reírse—. Esta es una audiencia privada, capitana. Podemos dejar las formalidades para otra ocasión.

—Ehh, sí, majestad. —Honor se puso roja cuando se le trabó la lengua, pero consiguió ponerse en pie con algo parecido a su elegancia habitual y la reina asintió.

—Mejor —dio su visto bueno. Extendió su mano y Honor sintió cada centímetro de su altura cuando la tomó instintivamente. La saludó con un apretón de manos firme y el felino color crema y gris que estaba sobre su hombro le ladeó la cabeza a Nimitz. El compañero de la reina era más pequeño y delgado que el de Honor. Un número menor de franjas de edad rodeaban su cola, pero sus ojos eran tan verdes y brillantes como los de Nimitz. Honor sintió el contacto sutil y a la vez profundo que se produjo entre los dos ramafelinos. Entonces los felinos se asintieron con la cabeza el uno al otro, Nimitz pronunció un «blik» bajito y se relajó en el hombro de Honor.

Miró a la reina y esta sonrió con un gesto burlón.

—Iba a presentar a Ariel, pero parece que ya se ha presentado él solo. —Su tono era tan gracioso que los labios de Honor comenzaron a temblar y casi todas sus dudas se disiparon. La reina le soltó la mano y se dirigió a Henke—. Bueno, bueno. ¡La prima Henke!

—Majestad. —Henke le estrechó la mano (con mucha más naturalidad que ella) e Isabel movió de nuevo la cabeza.

—¿Tan formal, capitana Henke?

—Yo… —comenzó Henke y después se detuvo—. ¿Qué es lo que has dicho? —le preguntó a continuación y la reina rió entre dientes.

—He dicho «capitana», Mike. ¿No está familiarizada con los rangos?

—Sí, por supuesto, pero… —Henke se arrepintió de lo que acababa de decir. La reina se echó a reír al ver la cara que ponía y miró a Honor—. Esta halagadora deferencia de Mike solo puede deberse a su influencia, lady Honor. Recuerdo al menos una ocasión en la que me pegó una patada en la espinilla. En las dos espinillas, para ser más exacta.

—Solo después de que echaras arena en mi bañador —dijo Henke—. Arena mojada. Y también recuerdo que mamá nos envió a las dos a la cama sin cenar. Fue algo —añadió— muy injusto puesto que tú empezaste.

Honor logró (a duras penas) no echarse a temblar ante el tono mordaz de su primera oficial. Puede que Mike fuera la hija mayor de la «cadet branch[4]» de la familia real, y Honor siempre había envidiado la seguridad en sí misma que mostraba ante los hijos más altivos de los aristócratas, ¡pero esto…!

—Ah, ¡pero yo era la invitada! —Honor se relajó cuando la reina se rió divertida—. Era tu responsabilidad ser una anfitriona cortés con tu futura monarca.

—Sí, lo era. Pero no cambies de tema. ¿Qué es eso de «capitana Henke»?

—Sentaos las dos. —La reina señaló un sofá y esperó a que obedecieran. Nimitz se arrellanó en su regazo en cuanto Honor se hubo sentado y Ariel se colocó en el regazo de la reina con la misma prontitud.

—Bien —dijo, y después asintió con la cabeza a la mujer que estaba sentada en el segundo sillón—. Creo que ninguna de las dos conoce a la baronesa Morncreek, ¿no es así? —preguntó.

Honor miró a la mujer que había reemplazado a sir Edward Janacek como primera dama del Almirantazgo y se reprochó no haberla reconocido. La informalidad totalmente inesperada de la reunión era una buena excusa, pero debería haber sabido quién era la baronesa Morncreek sin que se lo hubieran recordado. Cayó en la cuenta de que estaban esperando su respuesta y negó mentalmente.

—No, majestad. No he tenido el honor.

—Espero que siga pensando que es un «honor» cuando hayamos acabado, capitana. —Había un deje irónico, casi amargo en la voz de la reina, pero desapareció tan rápido que Honor no estaba muy segura de haberlo percibido—. En todo caso, Mike —continuó Isabel—, creo que dejaré que sea lady Morncreek quien lo explique. ¿Francine?

—Por supuesto, majestad —susurró Morncreek y después se volvió hacia Henke—. A pesar de la forma poco convencional y un tanto prematura en que su majestad se ha expresado, ella está en lo cierto, comandante Henke. Desde esta tarde es capitana subalterna. —Henke la miró con la boca abierta y Morncreek sonrió—. Asimismo, recibirá órdenes oficiales a lo largo de esta semana para que ocupe el mando del crucero ligero de su majestad Agni. ¡Felicidades, capitana!

Henke se la quedó mirando y después se volvió hacia su prima.

—¿Ha sido idea tuya, Isa? —le preguntó en un tono casi acusador, pero la reina negó con la cabeza.

—Échale la culpa a lady Honor, no a mí, Mike. Sé cómo odias explotar el nombre de la familia, pero lady Morncreek me ha dicho que es habitual ascender al primer oficial de un capitán que ha destacado en combate. Aunque, si te molesta, probablemente pueda hacer que te lo retiren.

—¡Ni te atrevas!

—Sabía que pensarías así —murmuró la reina—. Una vez se te hubiera explicado que no había ningún nepotismo indigno y vil detrás, claro.

Henke la miró satisfecha y después miró a Morncreek.

—Gracias, milady —dijo en una voz mucho más seria.

—No hay de qué, capitana.

—Y ahora, lady Honor, es su turno —dijo la reina y Honor se puso derecha—. Nos ocuparemos de las formalidades, incluido un merecidísimo agradecimiento por mi parte, después en la Sala Azul, pero he decidido ascenderla a usted también a coronel de la Infantería del Ejército.

Los ojos de Honor se abrieron como platos de la sorpresa. Ese nombramiento era una forma que tenía la Corona de demostrar la aprobación especial a un capitán que no tenía grado suficiente como para ser ascendido a almirante y muy pocos recibían ese honor. No cambiaría en modo alguno su autoridad, pero recibiría el salario de un coronel junto con su sueldo habitual; además, ese nombramiento era una señal inequívoca de que gozaba del favor real.

—Gracias, majestad —fue lo único que acertó a decir y su majestad asintió.

—No me las dé, lady Honor —dijo en un tono completamente serio—. Si algún oficial se lo merece, ese es usted.

Honor se puso roja y gesticuló como si se sintiera violenta. Isabel se limitó a asentir como si no esperara ninguna reacción más, para alivio de Honor, pero entonces la reina se recostó en su sofá y suspiró.

—Y ahora que les hemos dado las buenas noticias, miladies, es el momento de considerar otras menos agradables —anunció.

Honor sintió que Henke se ponía tensa y Nimitz levantó la cabeza. La reina no dijo nada durante unos segundos y después se encogió de hombros.

—¿Qué es lo que sabe de la situación en la Cámara de los Lores, lady Honor?

—Muy poco, majestad. —Honor sabía que su tono había sido cauteloso y deseó que no hubiese sonado así. La reina arqueó las cejas y Honor reprimió sus ganas de encogerse de hombros—. Solo llevamos catorce horas dentro del sistema, majestad, y me temo que no soy una experta en política. Si quiere que le diga la verdad, no me gusta demasiado.

—No puedo culparla por ello después de sus experiencias —dijo la reina—. Y mucho me temo que lo que está pasando ahora mismo no le va a hacer cogerle más cariño. Por desgracia, se halla justo en medio de una importante crisis política y necesito que entienda qué es lo que está ocurriendo.

—¿Estoy en medio de una crisis, señora? —le espetó Honor y la reina asintió.

—Así es. Que conste que en modo alguno tiene usted la culpa, pero lo está. Permita que se lo explique.

Isabel cruzó las piernas y su gesto hizo que Ariel se estremeciera.

—El problema, lady Honor, es que la Cámara de los Lores ha escogido irritarme enormemente. En este momento, los partidos de la oposición se han unido en un sólido frente contra los Centristas y los Monárquicos, lo que deja al duque de Cromarty sin mayoría en la Cámara alta. Lo que, a su vez, significa que toda nuestra política militar queda paralizada hasta que él pueda suplicar, tomar prestados o robar los votos necesarios para recuperar el control. Estoy segura de que no tengo que explicarle lo que eso supone para la guerra que puede comenzar a librarse.

—No, majestad. —Honor estaba atónita por aquella revelación y, sin embargo, la impresión no fue capaz de eliminar el tono indignado de su voz. La reina esbozó una sonrisa irónica, pero fue una sonrisa efímera que se desvaneció rápidamente. Siguió hablando en tono desapasionado.

—Necesito que se restablezca esa mayoría, lady Honor. Lo necesito de veras. En estos momentos, la confusión se ha extendido entre los repos, pero no durará y yo no puedo hacer nada mientras la oposición siga bloqueando la declaración oficial de guerra. Y mucho me temo que las habladurías sobre el consejo de guerra de lord Young ya están teniendo repercusiones en su reticencia.

Honor se recostó contra los cojines del sofá. La perplejidad y la aprensión que empezaban a apoderarse de ella tiñeron sus ojos.

—Hay muchos diputados de la oposición que no la aprecian, capitana —dijo la reina en voz baja—. No es culpa suya. Su servicio ha sido ejemplar; más que eso, ha sido excepcional, y sospecho que es tan popular en la Cámara de los Comunes como impopular en la de los Lores. De hecho, usted es como una heroína para la población, pero su éxito ha avergonzado a la cúpula de la oposición. Resaltó sus errores y les hizo parecer estúpidos en Basilisco, por no hablar de lo que ocurrió en Yeltsin…

Se encogió de hombros y Honor se mordió el labio. Se arrepintió por primera vez de haber golpeado a Reginald Houseman. Se lo merecía, pero se había dejado llevar por su mal genio y ahora parecía que las conexiones de su prominente familia con el Partido Liberal iban a pasarle factura. Y no solo a ella, dedujo al percibir el tono de preocupación en la voz de la reina.

—No se aflija, lady Honor. —La voz de Isabel fue dulce y Honor se obligó a mirarla a los ojos—. No interferí cuando la reprendieron porque los asuntos de la Armada son cosa del Almirantazgo. Y, sinceramente, porque se pasó de la raya. Por otro lado, comprendo por qué lo hizo y, hablándole como mujer y no como reina, desearía que le hubiese golpeado más fuerte. Tampoco debería sentirse responsable de la situación en la Cámara de los Lores. No lo es. Pero el hecho de que golpeara a Houseman la ha convertido en un anatema para los Liberales y los cargos contra lord Young la han hecho aún más impopular entre los Conservadores. Para ser francos, a muchos de los idiotas que se oponen al duque de Cromarty usted tampoco les gusta y debido a la posición de lord Young, su padre y sus compinches se están valiendo dé las reacciones enfrentadas que su persona suscita para intentar protegerlo, lady Honor.

Paró de hablar y ese silencio se prolongó durante unos segundos que se le antojaron interminables. Honor aguantó todo lo que pudo y después se aclaró la garganta para romper ese silencio.

—¿Qué puedo hacer, majestad? —preguntó.

—Puede intentar comprender lo que va a ocurrir —dijo simple y llanamente la reina. Vio cómo los ojos de Honor se estremecían de sufrimiento y se apresuró a negar con la cabeza—. No, no voy a anular los cargos contra Young. —Honor respiró aliviada, pero la reina no había acabado de hablar—. Lo que temo es que, tal como están las cosas su juicio vaya a empeorar aún más la crisis política.

Los ojos de Honor brillaron con una renovada inquietud y la reina le hizo un gesto con la mano a Morncreek que, desde el otro lado de la mesa, se inclinó hacia Honor.

—En estos momentos, capitana Harrington, el Almirantazgo ha reunido un tribunal para procesar a lord Young por los cargos y acusaciones que el almirante Parks presentó contra él. Oficialmente, no puedo opinar sobre esos cargos hasta que el tribunal alcance un veredicto, pero, dado que no tengo ni voz ni voto en esa decisión, le diré a título personal y de manera extraoficial que las pruebas que he podido leer respaldan el veredicto de culpabilidad. El problema es que esos cargos comportan la pena de muerte, por lo que el conde de Hollow del Norte está moviendo todos los hilos posibles para salvar la vida de su hijo, y todos los Conservadores en bloque parecen creer que pueden lograr que ese juicio se vuelva en contra del duque. Ya han puesto el grito en el cielo entre bastidores y me temo que las cosas van a empeorar, y a hacerse más públicas aún, cuando los cargos se den a conocer de forma oficial y los medios se hagan eco de ello. Y, aunque no puedo decirle quién va a conformar ese tribunal, es probable que la lucha política de la Cámara de los Lores se desborde por su causa… y viceversa. ¿Me sigue?

Honor asintió mientras intentaba apartar su temor a que Young pudiera eludir de nuevo las consecuencias de sus acciones.

Observó con una intensidad casi dolorosa el rostro de la baronesa Morncreek sin ser consciente de que la expresión de su rostro era muy similar. Notó que Henke le apretaba cariñosamente el brazo.

—No le vamos a dejar ir, lady Honor —dijo Morncreek—, pero nos movemos en un campo de minas. Tenemos que acercarnos al problema con más precaución de la que realmente merecería debido a estas otras ramificaciones. Lo más importante es que tenga muchísimo cuidado. La prensa la va a acosar para lograr una declaración suya en cuanto el informe oficial de la batalla de Hancock se haga público y es imprescindible, absolutamente imprescindible, que no comente nada acerca del juicio, de los cargos o de los acontecimientos que les precedieron. Sé que es muy injusto, y le pido disculpas desde lo más profundo de mi corazón, pero debe evitar convertirse en el centro de atención hasta que se emita el veredicto.

—Por supuesto, señora. —Honor volvió a morderse el labio y se obligó a preguntar—. Pero, y discúlpeme por preguntar, ¿qué impacto cree que va a tener todo esto en el desenlace del juicio?

—Espero que no tenga ninguno, pero no puedo garantizarlo —le contestó con sinceridad Morncreek—. No sabemos demasiado de las tácticas que llevarán a cabo. Por el momento, los Conservadores están presionando para que se desestimen todos los cargos. Puedo prometerle que, al menos, eso no va a ocurrir. —Morncreek miró a la reina y tensó su sonrisa—. Asimismo, aunque cometo una grave irregularidad al decírselo, también puedo prometerle que Young nunca volverá al servicio activo. Independientemente del veredicto del tribunal, ni el primer lord ni siquiera el almirante Janacek volverán a suspenderlo con reducción de sueldo, con presiones políticas o sin ellas. Más allá, no obstante, las cosas están tan en el aire que ni siquiera puedo adivinar hacia dónde se dirigen. Y, para serle totalmente sincera, esa es la razón por la que estoy hoy aquí. Porque no lo sabemos… ¡y porque le debemos una explicación en persona de lo que puede que nos veamos obligados a hacer!

Había demasiada frustración en la voz de Morncreek como para que Honor dudara de su sinceridad, y asintió despacio. Una ira siniestra y rencorosa había reemplazado su adormecimiento inicial con respecto a Young, pero sabía qué era lo que estaba pasando. Las mismas fuerzas que habían salvado a Young tantas veces corrían de nuevo en su defensa y la coordinación que mostraban hacía que ni siquiera la Corona pudiera garantizar su derrota. Quería romper a llorar del odio que sentía, pero se limitó a asentir de nuevo y la reina la miró compasivamente.

—Quiero que sepa, lady Honor, que lo lamento profundamente. Ya he informado al duque de Cromarty y a la almirante Cordwainer de que quiero que este juicio se desarrolle sobre la base de los cargos actuales y con toda la severidad y rigor del Código de Justicia Militar. Pero también tengo que ser consciente de mis responsabilidades para con el reino. No puedo, literalmente, permitir que la enorme deuda que el reino ha contraído con usted pese más que la necesidad de una respuesta militar viable para la amenaza que Haven supone.

—Yo… lo entiendo, majestad. Y le ruego que no se disculpe. —La sola idea de que la reina le pidiese disculpas repugnaba a Honor, así que se obligo a sonreír.

—Gracias —le dijo con dulzura Isabel. Miro a Honor a los ojos un buen rato y después movió la cabeza—. De todos modos, mi intención es que todo el reino sepa el respeto que le profeso. Ese, por supuesto, es el motivo por el que la he nombrado coronel de la infantería, pero quiero que entienda algo lady Honor. Cuando dentro de unos minutos entremos en la Sala Azul y le exprese mi reconocimiento como reina de Mantícora por sus acciones en Hancok, no será una formalidad. Ni jamás olvidare lo mucho que le debo.