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La tensión que se respiraba en la única dársena de botes operativa del Nike era gélida, algo físico, pero nada comparado con la agitación interior de Honor Harrington. Sentía su hombro ligero y vulnerable sin el cálido peso de Nimitz, pero haberlo llevado consigo habría sido un error. La personalidad empática del ramafelino era demasiado sencilla como para ser capaz de ocultar sus sentimientos cuando la formalidad de la situación así lo requería. En lo que respectaba a ese punto, no había ningún motivo por el que ella tuviera que estar allí, y se obligó a permanecer quieta con las manos a la espalda mientras se preguntaba por qué había ido realmente.
Volvió la cabeza y sus ojos almendrados permanecieron tranquilos y oscuros cuando el capitán lord Pavel Young entró en el muelle, impecable como siempre con su caro uniforme. Su rostro, sin embargo, no mostraba expresión alguna y pasó de largo, ignorando al teniente de la Marina armado que tenía detrás.
Su máscara inexpresiva se borró durante un instante cuando vio a Honor. Sus orificios nasales se ensancharon y sus labios menguaron apretándose, pero respiró profundamente y se obligó a seguir caminando por la galería del muelle en su dirección. Se detuvo delante de ella y esta se cuadró y lo saludó.
La sorpresa se apoderó de sus ojos y levanto la mano en respuesta. Por la forma en que lo hizo, aquello no era un gesto de respeto. Había rebeldía y odio en él, pero también una leve señal de algo que hasta casi podría ser gratitud. Sabía que no se esperaba que ella fuera a estar allí. Que él no quería que estuviera allí para que fuese testigo de su humillación, pero Honor se sentía extrañamente agotada por aquel triunfo. Durante treinta años-T, él había sido su peor enemigo vivo y sin embargo lo único que vio cuando lo miró fue su mezquindad; el egoismo despiadado de alguien que pensaba que su linaje le hacia superior frente al resto de la gente y que esa misma circunstancia lo protegería de cualquier consecuencia de sus acciones. Ya no suponía una amenaza… tan solo un vil error que la Armada estaba a punto de enmendar, y lo único que le importaba a Honor era que iba a dejar atrás esa pesadilla para siempre. Y sin embargo…
Bajó su mano tras saludarlo y se echó un paso a un lado cuando el capitán subalterno que estaba a sus espaldas y que portaba la insignia de la balanza del cuerpo de abogados de la Armada se aclaró la voz.
—¿Capitán lord Young? —preguntó el desconocido, y Young asintió con la cabeza—. Soy el capitán Victor Karatchenko. Por orden de la juez Cordwainer, del cuerpo de abogados de la Armada he recibido instrucciones de que me acompañe a tierra firme, señor. También se me ha requerido que le notifique de forma oficial que se encuentra bajo arresto hasta que se celebre el consejo de guerra en el que se le juzgará por cobardía y deserción ante las fuerzas enemigas.
El rostro de Young se tensó al escuchar aquellas palabras comedidas. Quizá estuviera conmocionado, pero no sorprendido. Era la primera notificación oficial que recibía, aunque ya conocía lo que el consejo de investigación había recomendado.
—Estará bajo mi custodia hasta que lo entregue a las autoridades planetarias pertinentes, señor —continuó Karatchenko—, pero no soy su abogado. Por tanto, le informo de que el secreto profesional no será aplicable en este caso, por lo que cualquier cosa que diga podrá ser usada como prueba en el juicio y yo podré ser llamado a testificar con relación a ella. ¿Lo ha entendido, señor?
Young asintió con la cabeza y Karatchenko volvió a carraspear.
—Lo lamento, señor, pero debe contestar de palabra para que conste en acta.
—Lo he entendido. —La voz de tenor de Young sonó categórica.
—Si tiene usted la amabilidad de acompañarme, señor. —Karatchenko se echó a un lado y le señaló el tubo de acoplamiento de su cúter. Al final del tubo le esperaba otro oficial de la Marina. La mirada vacía de Young se posó sobre el oficial durante un instante, después se dirigió hacia el tubo. Karatchenko se detuvo lo justo para saludar a Honor antes de seguirlo hacia el tubo y la escotilla de la galería se cerró tras ellos. Se oyó el zumbido de la maquinaria mientras desalojaba el tubo sellado y se encendió la señal roja que indicaba presión cero. El cúter se desacopló y Honor lo observó a través del armoplast mientras se accionaban sus impulsores y se alejaba de la dársena del Nike.
Respiró profundamente y se dio la vuelta. El oficial de la dársena de botes y sus marines se pusieron en posición de firmes. Honor pasó a su lado y salió de la galería sin decir una palabra.
* * *
El capitán Paul Tankersley alzó la vista cuando Honor entró en el ascensor.
—Se ha marchado, ¿no? —Ella asintió—. ¡Adiós y buen viaje! —gruñó y después ladeó la cabeza—. ¿Qué tal se ha tomado las buenas nuevas?
—No lo sé —respondió Honor despacio—. No dijo nada. Tan solo se quedó allí de pie. —Sintió un escalofrío y se encogió de hombros—. Supongo que debería estar dando brincos de alegría, pero todo ha sido tan… tan frío. No sabría explicarlo.
—Y debería estar agradecido. —La expresión en el rostro de Tankersley era tan agria como su voz—. Al menos él sí tendrá un juicio justo antes de que lo fusilen.
El ascensor comenzó a moverse y Honor volvió a estremecerse, como si las palabras de Paul hubiesen traído consigo una brisa fría. Había odiado a Pavel Young casi desde que podía recordarlo; sin embargo, Paul tenía razón respecto a su probable futuro. Bien sabía Dios que era culpable de todo lo que se le acusaba, y el código de justicia militar solo contemplaba una condena para los actos de cobardía ante las fuerzas enemigas. Tankersley se la quedó mirando un momento, después frunció el ceño y pulsó la tecla de anulación del automatismo para parar el ascensor.
—¿Qué ocurre, Honor? —Su voz profunda y grave sonó dulce, y ella lo miró con una débil sonrisa que se desvaneció casi al instante—. ¡Maldita sea! —Tankersley prosiguió con dureza—, ¡ese hombre intentó violarte en la Academia Naval, intentó arruinar tu carrera en Basilisco y después hizo todo lo que estuvo en su mano para que te mataran en Hancock! Salió huyendo, intentando llevarse a todo su escuadrón con él, cuando lo necesitabas, y quién sabe cuántas personas de tu tripulación murieron por su culpa. ¡No me digas que sientes lástima por él!
—No. —La voz de soprano de Honor respondió tan bajo que Paul tuvo que aguzar el oído para escucharla—. No siento pena por él, Paul. Pero… —Dejó de hablar y negó con la cabeza— temo por mí. Me temo. Por fin va a recibir lo que se merece después de todos estos años, de todo este odio. Por mucho que lo odiara, siempre ha habido entre nosotros un, no sé, como una especie de vínculo. Nunca llegué a comprender cómo funcionaba su mente, pero él siempre ha estado ahí, como una especie de gemelo diabólico. Como… no sabría explicarlo, como una parte de mí. —Agitó la mano—. Tienes razón. Se lo merece. Pero soy yo la que le he dado su merecido y no puedo sentir lástima por él, por mucho que lo intente.
—¡Maldita sea, pues claro que no puedes!
—No, no es eso. —Honor negó fuertemente con la cabeza— no estoy diciendo que se merezca compasión, sino que el hecho de que la merezca o no, no debería afectar a si yo la siento o no. —Se quedó mirando a la nada—. Es un ser humano, no una pieza de maquinaria y no quiero odiar a alguien tanto como para que no me importe que la Flota lo ejecute.
Tankersley estudió el lado izquierdo de su perfil marcado y grácilmente esculpido. Su ojo izquierdo era una prótesis sofisticada pero, fuera artificial o no, podía ver en ella el dolor. Un odio profundo se apoderó de él; un odio otrora débil que su amor hacía ella había intensificado. Abrió la boca para hablarle con brusquedad, enfadado porque ella tuviera esos sentimientos, pero no lo hizo. No podía. Si ella no sintiera así, no sería la mujer que él amaba.
—Honor —suspiró—, si no te importa lo que le pase, eres mejor persona de lo que yo soy. Yo lo quiero muerto, no solo por lo que ha intentado hacerte todos estos años, sino por lo que es. Y si se volvieran las tornas, si él hubiese podido sentarte ante un consejo de guerra, ¡él sí que estaría ahora dando brincos de alegría! Si tú no te sientes así, entonces tú único problema es que eres mejor de lo que él es.
Honor volvió la cabeza para mirarlo y él la sonrió con un atisbo de tristeza. Después deslizó un brazo sobre ella. Hubo un momento de rigidez, casi de resistencia (había pasado demasiado tiempo sola, demasiados años de mando y autodisciplina) y entonces ella cedió y se apoyó contra él. Era más bajo que ella, pero apretó su mejilla contra la parte superior de su boina y suspiró.
—Paul Tankersley, eres un buen hombre —dijo en voz baja— y no te merezco.
—Claro que no. Nadie me merece. Pero supongo que tú eres la que más se acerca.
—Me las vas a pagar, Tankersley —le gruñó y él se retorció y soltó un grito cuando ella le pellizcó fuertemente en las costillas. Se agazapó contra la pared del ascensor y la sonrió burlonamente. Ella se rió entre dientes—. Y esto es solo el principio —lo amenazó—. Cuando el Nike llegue a la estación Hefestos, vas a pasarte una buena temporada haciendo de sparring en el gimnasio. Y, si logras sobrevivir, ¡te tengo reservados unos planes realmente agotadores para después!
—¡No te tengo ningún miedo! —le dijo Tankersley desafiante—. Nimitz no está aquí para protegerte ahora y, en lo que respecta a esta noche, eso son paparruchas. —Chascó los dedos, se incorporó del todo e hizo como si se retorciera un bigote imaginario mientras le lanzaba una mirada lasciva—. Fritz nos ha estado recetando dosis de vitaminas y hormonas extra. Voy a hacerte papilla. ¡Acabarás suplicando clemencia!
—¡Ahora sí que me las vas a pagar! —Honor le dio un manotazo con una sonrisa burlona. Él la miró ofendido y se colocó la guerrera con cuidado mientras ella volvía a pulsar el interruptor para que el ascensor se pusiera de nuevo en marcha. El indicador de posición comenzó a moverse otra vez y Honor se incorporó con un chillido no muy propio de una capitana cuando un pellizco pícaro en su trasero resarció a Paul de todas las agresiones infligidas hasta ese momento a su persona.
Se volvió hacia él, pero el ascensor seguía moviéndose y el panel se acababa de iluminar para indicar que estaban a punto de llegar. Se volvió de nuevo para ponerse de frente a la puerta, si bien lo seguía mirando con el ceño fruncido. Tankersley le devolvió una sonrisa que no mostraba visos de arrepentimiento.
—Ya veremos quién se las paga a quién, lady Harrington —murmuró con aires de suficiencia por la comisura de los labios antes de que las puertas se abrieran.
* * *
El almirante sir Thomas Caparelli, primer lord del espacio de la Real Armada Manticoriana, se puso en pie cortésmente cuando Francine Maurier, la baronesa Morncreek, entró. El almirante sir Lucien Cortez estaba a su lado y los dos esperaron de pie hasta que Morncreek hubo tomado asiento. La baronesa era una mujer menuda y delgada. Tenía más de setenta años pero todavía era joven, gracias al tratamiento de prolongación, y había algo felino y oscuro en ella que la hacía peligrosamente atractiva. También era la primera dama del Almirantazgo, la cabeza civil de las Fuerzas Armadas. Su rostro estaba tenso.
—Gracias por venir, caballeros —dijo una vez sus subordinados tomaron de nuevo asiento—. Supongo que se habrán imaginado la razón por la que les he convocado a esta reunión, ¿no es cierto?
—Sí, milady. Me temo que sí. —Caparelli era mucho más alto que la baronesa, incluso sentado, pero no había duda de quién estaba al frente—. Al menos yo sí creo saberlo.
—Me lo figuraba. —Morncreek cruzó las piernas y se recostó sobre su asiento. Después miró a Cortez—. Sir Lucien, ¿se han seleccionado ya los miembros que conformarán el tribunal?
—Sí milady —dijo Cortez con rotundidad.
Morncreek esperó, pero el almirante no dijo nada más. Oficialmente, nadie fuera del Departamento de Personal de Cortez (que incluía al cuerpo de abogados de la Armada) sabía quién se sentaría en el juicio de Pavel Young hasta que no se convocara. Por esa razón, se suponía, que nadie sabía que se había propuesto crear un tribunal. El hecho de que sí lo supieran, que esa información que Cortez había jurado mantener en secreto fuera de dominio público para algunos «enterados», enfurecía no solo al almirante, sino también a la mayoría de los demás miembros de la Armada. Cortez no tenía ninguna intención de avivar esas filtraciones y, dado que los últimos acontecimientos habían puesto de relieve que los secretos a prueba de filtraciones no existían, su única defensa era negarse persistentemente a revelar información a nadie que no tuviera que conocerla.
Morncreek sabía en qué estaba pensando el quinto lord del espacio y por qué, pero su boca se tensó y su mirada se endureció.
—No se lo pregunto por curiosidad morbosa, almirante —le dijo con frialdad—. Dígame quiénes van a ser.
Cortez dudó un segundo más y después suspiró.
—De acuerdo, milady. —Sacó un memobloc de su bolsillo, tecleó el visualizador y se lo pasó. No dijo los nombres en voz alta y Caparelli ocultó una sonrisa de amargura. No tenía ninguna objeción a que Lucien se aferrara a sus secretos, pero el hecho de que Cortez hubiese llevado consigo su memobloc, a pesar de su clara intención de no discutir la composición del tribunal con nadie, ponía de relieve la situación a la que habían llegado.
—Tuvimos que descartar tres selecciones iniciales porque los oficiales en cuestión se encuentran fuera del sistema, milady —dijo Cortez, mientras Morncreek echaba un vistazo a los nombres y tanto ella como Caparelli asintieron. Los ordenadores del Departamento de Personal seleccionaban al azar a los miembros que conformarían un consejo de guerra para juzgar un delito capital de entre todos los oficiales en activo con rango suficiente. Dado el despliegue actual de la Armada Manticoriana, lo raro era que solo hubiesen tenido que descartar tres.
—Los miembros del tribunal, por orden de jerarquía, figuran aquí. El almirante de Haven Albo —Cortez miró de reojo a Caparelli— será el oficial de más alto rango, suponiendo que regrese de Chelsea a tiempo. Esperemos que así sea. Los demás miembros se encuentran en el sistema y en él permanecerán.
Morncreek asintió con la cabeza y se estremeció cuando leyó todos los nombres.
—Si, por cualquier razón, alguna de estas personas no pudiera; formar parte del tribunal, hemos seleccionado tres suplentes. La lista está en la pantalla siguiente, milady.
—Comprendo. —Morncreek frunció el ceño y se frotó los dedos de la mano derecha como si estuvieran cubiertos de algo pegajoso—. A decir verdad, sir Lucien, hay momentos en los que desearía que nuestros procedimientos fuesen un poco más… discrecionales.
—¿Disculpe, milady?
—El problema —dijo Morncreek con lenta precisión— es que nuestro escrupulosamente limpio e imparcial proceso de selección va a plantearnos una pelea de perros encarnizada. No conozco al capitán Simengaard ni a la almirante Kuzak, pero los intereses personales de los otros cuatro miembros se van a dejar notar en el proceso.
—Con todos los respetos, milady —le dijo Cortez fríamente—, estos oficiales son conocidos por su imparcialidad y sentido de la justicia.
—Estoy convencida de ello. —Morncreek esbozó una sonrisa gélida—. Pero, por desgracia, también son seres humanos. Usted sabe mejor que yo que el conde de Haven Albo ha guiado la carrera de lady Harrington. Estoy de acuerdo con usted en que hará todo lo que esté en su mano por ser imparcial y ecuánime, pero ni eso ni el hecho de que respaldara la declaración de Harrington evitará que su inclusión en el tribunal enfurezca a los exasperantes partidarios de Young. Por lo que respecta a los otros tres… —Se encogió de hombros—. Dada la situación actual en la Cámara de los Lores, este consejo de guerra tiene todas las papeletas para convertirse en una lucha entre facciones políticas y no en un procedimiento judicial imparcial.
Cortez se mordió el labio inferior. Desde luego que quería rebatir la nada halagüeña valoración de Morncreek, pero, por otra parte, mucho se temía que llevaba razón. Caparelli se hundió aún más en su asiento. No sabía quién más estaba en la lista y, a decir verdad, tampoco quería saberlo. Con esos nombres tenía material para suficientes pesadillas, no era necesario añadir más.
El ataque reciente de la República Popular de Haven contra el Reino Estelar de Mantícora había sido repelido gracias a una mezcla de habilidad y suerte evidente. La Armada Popular había sufrido pérdidas demoledoras en su ofensiva y las rápidas réplicas de la Real Armada Manticoriana se habían llevado por delante a la mitad de sus doce bases de vanguardia. Por desgracia, la Armada Popular seguía superando a la RAM por un margen aterrador, y los sucesos acaecidos en el planeta capital de la RPH[3] habían desatado una tormenta de disputas políticas y luchas internas en Mantícora.
Nadie sabía adonde se dirigía la República Popular de Haven. Los informes de que disponían daban a entender que la Armada, tras sus derrotas iniciales, había intentado dar un golpe de Estado, pero, si lo había hecho, era evidente que no habían sido muy eficaces. El ataque que había acabado con todo el Gobierno havenita (y con las cabezas de la mayoría de las destacadas familias legislaturistas que lo conformaban) había sido tan brillante como salvaje, pero no había tenido una continuación eficaz y había provocado la creación de un Comité de Seguridad Pública en el Quorum del Pueblo. Ese comité controlaba ahora los órganos centrales de la RPH y se estaba moviendo con una rapidez despiadada para asegurarse de que ningún golpe de Estado militar pudiera triunfar.
Esto se había traducido en una situación caótica dentro del ejército havenita. No se sabía con exactitud cuántos oficiales habían sido arrestados, pero el arresto (y ejecución) del almirante Amos Parnell, jefe de operaciones navales de la Armada Popular, y de su jefe de personal habían sido confirmados. También había noticias confusas acerca de luchas internas y focos de resistencia después de que el nuevo comité decidiera seguir adelante con su purga de oficiales de alto rango «poco fiables», y uno o dos de los sistemas miembros de la República parecían haber aprovechado la oportunidad para rebelarse contra el gobierno central que tanto aborrecían.
Cada uno de los huesos estratégicos del cuerpo de Caparelli pedía a gritos que entendieran la ventaja de que el Reino Estelar disponía en ese momento. La confusión se había apoderado de las fuerzas enemigas; se estaban atacando salvajemente entre ellos; al menos, algunos de sus sistemas estelares se habían rebelado y sus oficiales de alto rango tenían las manos atadas, puesto que cualquier iniciativa podía ser malinterpretada como un acto de traición contra el nuevo régimen. ¡Quién sabe cuántos de ellos se pasarían al bando de Mantícora si la Real Armada Manticoriana lanzara una gran ofensiva!
A Caparelli se le revolvía el estómago solo de pensar que esa oportunidad se les pudiera escapar de las manos, pero no se le había permitido hacer nada al respecto. Es más, era probable que nunca se le permitiera, y la razón de ello era la política.
La mayoría del duque de Cromarty en el Parlamento se había desvanecido con la deserción de la Asociación Conservadora y de los «Hombres Nuevos» de sir Sheridan Wallace, que se habían pasado a la oposición. El respaldo al Gobierno en la Cámara de los Comunes era sólido; en la Cámara de los Lores alcanzaba la mayoría por un margen muy estrecho… y todavía no se había producido una declaración de guerra oficial.
Los dientes de Caparelli rechinaron de pura frustración. ¡Por supuesto que no se había producido! La República Popular jamás había declarado la guerra durante su medio siglo de conquistas; esas formalidades solo habrían servido para poner sobre aviso a sus víctimas. El Reino Estelar, desgraciadamente, no hacía las cosas de esa manera. Sin una declaración oficial y legal aprobada por ambas cámaras, la Constitución solo permitía al Gobierno de Cromarty defender la integridad del Reino Estelar. Cualquier otra medida más agresiva requería declarar el estado de guerra y los líderes de la oposición insistían en que se obedeciera la letra de la ley.
Era poco probable que su solidaridad durara, pues sus filosofías y sus razones eran radicalmente contradictorias, pero, hasta el momento, esas razones no chocaban entre sí, más bien se reforzaban.
Los Liberales odiaban las operaciones militares. Una vez superado el pánico inicial, habían respondido con una oposición automática a todo lo que implicara la participación del ejército. Habían sido listos y, en vez de expresar públicamente su postura habitual según la cual la intensificación militar manticoriana era una provocación innecesaria a Haven (incluso vieron el suicidio potencial que aquello habría implicado dada la reacción del pueblo ante los últimos acontecimientos), dieron con otra forma de justificar su resistencia a la cordura y la sensatez. Decidieron que lo que estaba ocurriendo dentro de la República Popular representaba el nacimiento de una reforma que buscaba derrocar «el antiguo régimen militarista» en reconocimiento a la «inutilidad de recurrir a la fuerza bruta» y que querían «ayudar a que los reformadores lograran sus objetivos en un clima de paz y concordia».
Sus aliados del Partido Progresista del conde de Gray Hill creían tanto en el pacifismo del Comité de Seguridad Pública como Caparelli. Lo que ellos querían era dejar que la RPH sufriera. Después de todo, si la República se autodestruía, ya no habría necesidad de ninguna intervención militar más (una forma de pensar todavía más estúpida que la de los Liberales). Quienquiera que fuese el cerebro que estaba detrás del Comité de Seguridad Pública, había actuado con rapidez energía para asegurarse el control. A menos que alguien de fuera le derrocara, él iba a seguir aferrándose a él y tarde o temprano acabará aplastando los últimos focos de resistencia nacionales y volvería a concentrar su atención en Mantícora.
Luego estaba la Asociación Conservadora: reaccionarios, xenófobos aislacionistas hasta la médula… y lo suficientemente tercos como para hacer que los Progresistas parecieran inteligentes a su lado. Los Conservadores creían (o afirmaban creer) que los demoledores reveses iniciales de la República llevarían a los nuevos dirigentes a abandonar cualquier intención de atacar a la Alianza Manticoriana no fuera que algo aún peor les sucediera, una opinión que pasaba por alto tanto el desequilibrio del tonelaje como el hecho de que la Armada Popular tenía que estar deseando vengar la humillación sufrida. Y los últimos, y más despreciables de todos, eran los Hombres Nuevos, cuyo único motivo era intentar asegurarse una mayor influencia en el Parlamento vendiendo sus votos al mejor postor.
Era una locura. Ahí estaban, con una oportunidad de oro para atacarlos y los políticos querían tirarla por la borda… ¡y dejar que su Armada corriera finalmente con las pérdidas cuando les enviasen la factura!
Intentó apartar la mente de su cada vez mayor y más profundo rencor y carraspeó un poco.
—¿Cómo de mala es la situación, milady? Hablé ayer con el duque de Cromarty y le garanticé que contaría con el apoyo de la Armada, pero… —Caparelli se calló cuando Morncreek lo miró con gesto severo y él se encogió de hombros—. Pensé que sabía que se había puesto en contacto conmigo, milady.
—A decir verdad, no. Ni tampoco me lo mencionó cuando hablé con él esta tarde. ¿Exactamente qué tipo de «apoyo» le prometió?
—Nada fuera de lo habitual, milady. —Caparelli tuvo cuidado de no usar términos como «golpe de Estado» y Morncreek se relajó un poco—. Simplemente le aseguré que seguiríamos obedeciendo las órdenes legítimas de su majestad y sus ministros si él me daba orden de continuar con las operaciones. Podemos hacerlo sin una declaración, pero me temo que no por mucho tiempo. Si suspendo por completo todas las construcciones en marcha y desvío todo el dinero que me sea posible de nuestra infraestructura esencial, probablemente podría mantener las operaciones durante cerca de tres meses más. Transcurrido ese período, necesitaríamos una partida especial (suponiendo que no dispongamos de una declaración formal para desatar las manos del ministro de Economía) y no veo cómo se supone que vamos a lograrlo si no somos capaces de conseguir que se firme la declaración en primer lugar.
Hizo una pausa y se encogió de hombros. Morncreek se mordisqueó una uña con delicadeza y después suspiró.
—La próxima vez que el primer ministro se ponga en contacto directamente con usted, sir Thomas, le agradecería que me informara de ello —le dijo, pero había tanto hastío como hielo en su voz—. Supongo que el duque podría ordenarle que continuara con las operaciones sin una declaración mientras durase el dinero, pero le aseguro que eso provocaría tal escándalo en el Parlamento que la Crisis de Grifo a su lado parecería una guerra de almohadas. Algo —añadió en tono grave— que pienso recalcar a su excelencia en nuestra próxima conversación.
—Sí, milady. —Caparelli luchó contra el impulso de levantarse y ponerse firme. Lady Morncreek podría ser menuda y atractiva, pero el brío de su autoridad era inequívoco—. Lo comprendo, milady. Y le aseguro que solo tocamos muy por encima lo que supongo podría denominar la situación táctica en el Parlamento. En vista de lo que usted acaba de decir, ¿tendría la amabilidad de decirnos cuál es la posibilidad que estamos considerando?
—Estamos considerando una posibilidad que no podría ir mucho peor —dijo la primera dama sin rodeos—. El duque está luchando por todos y cada uno de los votos en la Cámara de los Lores (quién sabe las promesas que se va a ver obligado a hacer y a quién) y aunque consiga obtener una mayoría, esta va ser increíblemente frágil.
—Estúpidos bastardos —farfulló Cortez y se puso rojo cuando se dio cuenta de que lo había dicho en alto—. Discúlpeme, milady —empezó a decir rápidamente—, yo solo…
—Usted solo ha dicho lo que yo estaba pensando, sir Lucien. —Morncreek aceptó sus disculpas y volvió a mirar a Caparelli—. Es estúpido y uno de los mayores defectos de nuestro sistema. ¡Oh! —Gesticuló con irritación cuando vio que Caparelli se quedaba boquiabierto ante su observación—. No estoy diciendo que el sistema fundamental sea poco sólido. A decir verdad, nos ha sido muy útil durante los últimos cuatro o cinco siglos-T. Pero los miembros de la Cámara de los Lores no son elegidos. Esto puede ser un punto fuerte importante a la hora de resistir la presión popular ante políticas poco prudentes, pero también puede ser un punto débil igual de importante. Un diputado de la Cámara de los Comunes sabe lo que ocurrirá en las siguientes elecciones si ata de pies y manos al Gobierno en una situación así; los lores no tienen que preocupa por ello y muestran una tendencia muy marcada a crear camarillas alrededor de sus teorías favoritas con un único punto de vista acerca de cómo deberían ser las cosas.
—Por el momento, hay una clara sensación de euforia, de haber esquivado el dardo de pulsos, unida al deseo de ocultarse hasta que la amenaza haya desaparecido. Esa amenaza, obviamente, no va desaparecer, pero ellos no quieren verlo. Finalmente tendrán que enfrentarse a ella, y ruego a Dios que lo hagan antes de que sea demasiado tarde, pero, incluso en el caso de que lo hicieran, sus posiciones se habrán endurecido. La tensión de nuestra propia intensificación militar ha polarizado nuestra política y hay demasiados partidos de la oposición con la teoría de que negarse al uso de la fuerza, por la razón que sea, es intrínsecamente «noble» y no implica una renuncia cobarde a la voluntad, y capacidad, de resistir las agresiones ¡u otro tipo de mal organizado! Mientras haya alguien que siga empeñándose en librar una guerra, ellos podrán disfrutar del lujo de seguir oponiéndose, para demostrar su superioridad moral, y mucho me temo que eso es justamente lo que vana hacer demasiados de ellos. Lo que nos lleva de nuevo al juicio Young. Soy consciente de que ni usted ni sir Lucien tienen voz, ni derecho legal, en esta selección, pero no puedo imaginarme un tribunal más peligroso. Puede hacer que se destape toda esta situación cuando el duque remueva cielo y tierra para lograr los votos que necesita para la declaración oficial.
—Bueno, sé dónde puede conseguir uno de ellos —dijo Caparelli con amargura. Morncreek arqueó una ceja y él sonrió con ironía—. Lady Harrington seguro que le daría su voto a favor.
—Ojalá pudiera hacerlo —suspiró Morncreek—, pero eso es totalmente imposible. Nunca ha ocupado su asiento en la Cámara y ahora no es el momento más apropiado para hacerlo. El duque cree que, incluso sin el juicio, dejarla entrar en la Cámara de los Lores justo ahora sería un fracaso seguro. La oposición clamaría que solo lo está haciendo para robar otro voto y, teniendo en cuenta la contravención que la concesión de su título nobiliario supuso…
La primera dama asintió con la cabeza y Caparelli tuvo que hacerlo mismo. ¡Ojalá no tuviera que volver a tratar asuntos políticos nunca más!
—Entonces, ¿qué es lo que quiere que hagamos, milady? —preguntó.
—No lo sé. —Morncreek se frotó la sien con un gesto rápido y nervioso—. Y estoy segura de que el duque tampoco lo sabe aún, pues me rogó que averiguara quiénes iban a componer el tribunal, algo por lo que les pido disculpas. Soy consciente de que se trata de una infracción técnica, pero, dadas las circunstancias actuales, no tenía otra elección.
Caparelli le indicó con un gesto que lo comprendía, y la baronesa se frotó de nuevo la sien y suspiró.
—El primer ministro no me ha dicho cómo pretende abordar la situación —dijo finalmente—, pero solo tiene dos opciones: avanzar rápidamente o pisar el freno. Quitárselo de encima lo más pronto posible podría ser la mejor táctica, aunque eso podría volverse en nuestra contra, incluso si el tribunal lo declarara culpable. Por otro lado, cuanto más lo demoremos, mayores serán los esfuerzos de la oposición por extorsionar al duque valiéndose de su miedo ante el resultado del juicio. Y toda esta situación se complica aún más porque Young tiene derecho a un juicio rápido y porque existe la posibilidad de que, si lo demoramos hasta que hayamos sobornado, chantajeado y extorsionado para lograr los votos de la declaración, la oposición aprovechará la ocasión para decir que esa demora es una cínica maniobra política del Gobierno, que es —admitió con una breve sonrisa— de lo que en realidad se trataría.
Suspiró de nuevo y movió la cabeza.
—La capitana Harrington parece tener afición a causar revuelo en el reino, de uno u otro modo. —Hizo esa observación a modo irónico, pero Caparelli se sintió obligado a contestar.
—Para ser justos con lady Harrington, milady, ella no tiene la culpa. Soy plenamente consciente de lo impopular que es entre los líderes de la oposición, pero ella siempre se ha limitado a cumplir con su deber. Es más, los cargos contra lord Young fueron presentados por el vicealmirante Parks cuando solicitó un consejo de investigación oficial. Y, puedo añadir, solo porque las acciones del propio Young justificaban dichos cargos e incluso los exigían.
—Lo sé, sir Thomas. Lo sé. —Morncreek descruzó las piernas. Su sonrisa mostraba su arrepentimiento por lo que acababa de decir—. Le ruego que no interprete mi última observación como una crítica a la capitana Harrington o a su trayectoria. Es tan solo que hay gente que parece tener un don, un don positivo, para estar en el centro de todo y, durante los últimos años, ella lo ha tenido. Admiro y respeto sus logros, pero no puedo evitar desear que hubiera sido algo menos… visible desde lo de Basilisco.
—Visible. —Caparelli lo repitió en voz baja, como si estuviera saboreando la palabra, y se sorprendió a sí mismo cuando sonrió burlonamente—. Esa, milady, es una descripción muy exacta de la capitana Harrington. —Su sonrisa se desvaneció y ladeó la cabeza—. ¿Debo llamarla para discutir la situación con ella, milady? En vista de las presiones políticas existentes, sería prudente advertirla de que este en guardia. ¡Quién sabe la cantidad de periodistas que se abalanzarán sobre ella a cada palabra que diga!
Morncreek estudió la oferta detenidamente, y después negó con |a cabeza.
—No, sir Thomas. Necesita que se le ponga sobre aviso, pero esto es más un asunto político que naval. La veré por la mañana en palacio y lo discutiré con ella. Se lo debo y me temo… —sonrió torciéndola boca— que esto forma parte de mi trabajo.