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Las agujas del reloj de pared con la parte delantera acristalada de la esquina se movían lenta e incesantemente, mientras su péndulo medía los segundos y los minutos con anticuados mecanismos. Lord William Alexander, ministro de Economía y el segundo miembro más importante del Gobierno manticoriano, observaba sus cautivadores movimientos. Un crono moderno bastante más preciso brillaba en silencio sobre el escritorio, junto a su codo. La esfera del reloj estaba dividida entre las doce horas estándares del día de la Antigua Tierra, no entre las horas manticorianas (veintidós horas estándares más una compensadora de veintisiete minutos). Lord William Alexander se preguntó, y no por vez primera, por qué a aquel hombre en cuyo despacho se hallaba le gustaba rodearse de antigüedades. Sabía que podía permitírselas, pero ¿por qué le fascinaban tanto? ¿Sería acaso que añoraba tiempos más sencillos, menos complicados?

Alexander escondió la breve y triste sonrisa que aquel pensamiento le había suscitado y miró al hombre que se hallaba detrás del escritorio. Allen Summervale, duque de Cromarty y primer ministro del Reino Estelar de Mantícora, era un hombre delgado cuyo cabello rubio se estaba volviendo cano a pesar del proceso de prolongación. No era la edad lo que había hecho palidecer su pelo, ni lo que había marcado líneas profundas en su rostro; era la apabullante responsabilidad de su cargo. ¿Quién podía culparle de desear un mundo menos complejo y desagradecido que el suyo?

Ese pensamiento, bastante aterrador por cierto, no le era del todo desconocido, pues si alguna vez le ocurriera algo a Cromarty, las responsabilidades y deberes de su cargo recaerían sobre los hombros de Alexander. No podía imaginar nada más espeluznante… ni tampoco entender qué era lo que le había movido a aceptar ese puesto. Aunque, a decir verdad, tampoco podía imaginarse qué había obligado a Cromarty a ocupar el cargo de primer ministro durante más de quince años.

—¿No dijo nada sobre sus motivos? —preguntó finalmente Alexander, solapando así aquel tictac que le estaba destrozando los nervios.

—No. —La voz de barítono de Cromarty era tranquila y profunda un arma política flexible y potente que, sin embargo, ahora parecía crispada por los nervios—. No —repitió cansado— pero cuando el líder de la Asociación Conservadora solicita una reunión formal en lugar de una conferencia por el intercomunicador es que se trata de algo que no me va a gustar.

Sonrió torciendo la boca y Alexander asintió. Michael Janvier barón de las Altas Cumbres, no figuraba en la lista de favoritos de nadie. Era frío, altanero y parecía rebosar de una apreciación fanática de su noble linaje. El hecho de que tanto Alexander como Cromarty pertenecieran a un linaje muy superior al suyo no parecía importarle demasiado. Era una simple bagatela, algo molesto quizá, pero nada por lo que un miembro de la estirpe de las Altas Cumbres debiera preocuparse.

Típico de él, pensó Alexander con amargura. Alexander jamás tenía en cuenta su propio linaje (exceptuando, quizá, las veces en que deseaba haber nacido en una familia menos poderosa e importante y poder ignorar la tradición del servicio público que su abuelo y su padre le habían inculcado), pero para el barón de las Altas Cumbres ese era el motivo de su existencia. Era lo único que le importaba, una garantía de poder y prestigio, y la defensa intolerante de sus privilegios era la materia central de su filosofía política. Es más, era el nexo de unión de toda la Asociación Conservadora, lo que explicaba por qué casi no tenía representación en la Cámara de los Comunes y también su aislamiento xenófobo. Después de todo, cualquier cosa que pudiera causar un cambio o tensar el sistema político manticoriano era interpretada por esos exaltados como otra peligrosa fuerza conspiradora contra ellos.

Alexander torció el gesto y su cuerpo se deslizó por la butaca, recordándose a sí mismo que no debía maldecir en el despacho del primer ministro ni tampoco mostrar su desagrado cuando apareciera el barón. ¡Ojalá no lo necesitaran ni a él ni a sus reaccionarios! Su Partido Centrista tenía una clara mayoría de sesenta votos en la Cámara de los Comunes, pero solo una mayoría relativa en la de los Lores. Haciendo coalición con los Monárquicos y la Asociación, el Gobierno de Cromarty podía obtener una mayoría por un margen escaso en la Cámara de los Lores. Sin la Asociación, aquella mayoría se esfumaba y eso hacía que el barón, a pesar de lo insufrible y detestable que pudiera resultar, fuera tan importante.

Especialmente ahora.

La unidad de comunicación del escritorio de Cromarty zumbó para reclamar su atención y el duque se inclinó para pulsarlo.

—¿Sí, Geoffrey?

—El barón de las Altas Cumbres está aquí, excelencia.

—Bien. Acompáñelo hasta aquí, por favor. Lo estábamos esperando. —Soltó el botón y le hizo una mueca a Alexander—. De hecho, llevamos veinte minutos esperándolo. ¿Por qué demonios no podrá ser puntual?

—Sabes la razón. —Alexander le respondió con amargura—. Quiere asegurarse de que te des cuenta de lo importante que es.

Cromarty bufó amargamente. Se pusieron en pie y desterraron sus verdaderas expresiones con sonrisas falsas para recibir al barón, que se acercaba a la puerta del despacho.

El barón hizo caso omiso de su guía. Cómo no, pensó Alexander. Para eso estaba la plebe, para inclinarse y rascar la espalda a sus superiores. Apartó ese pensamiento a un lado y saludó a su larguirucho y débil visitante con el gesto de mayor simpatía del que fue capaz. El barón era aún más delgado que Cromarty, pero su cuerpo era todo brazos y piernas y tenía un cuello que parecía un tallo escuálido. A Alexander siempre le Había recordado a una araña, exceptuando su sonrisa vulpina y sus ojos gélidos. Si en un casting se lo hubiesen enviado a un productor de holodramas para hacer el papel de un aristócrata cretino y sobrado, este lo habría enviado de vuelta con un virulento memorándum sobre estereotipos y encasillamientos.

—Buenas tardes, mi señor —dijo Cromarty extendiendo su mano a modo de saludo.

—Buenas tardes, excelencia. —El barón le estrechó la mano con un gesto extraño y maniático. Alexander sabía que aquello no se debía a esa ocasión en concreto, era su gesto habitual. Se sentó en la butaca que estaba frente al escritorio del primer ministro. Se recostó, cruzó las piernas y colocó sobre uno de los brazos el sello de sus dominios. Cromarty y Alexander volvieron a sus asientos.

—¿Me permite preguntarle a qué debemos su grata visita, mi señor? —preguntó cortésmente el duque, y el barón de las Altas Cumbres frunció el ceño.

—Para ser sincero, dos cosas, excelencia. Una de ellas es una información un tanto, digamos, desconcertante que ha llegado a mis oídos.

Dejó de hablar y levantó la ceja, disfrutando de ese momento de poder mientras esperaba a que el duque le preguntase de qué se trataba.

Era otra de sus irritantes argucias, pero, al igual que ocurría con los demás, la realidad de la supervivencia política exigía a su anfitrión tragarse el orgullo.

—¿A qué información se refiere? —preguntó Cromarty con la mayor mesura que le fue posible.

—Ha llegado a mis oídos, excelencia, que el Almirantazgo está considerando la posibilidad de presentar cargos en un consejo de guerra contra lord Pavel Young —dijo el barón con una sonrisa afable—. Sé, naturalmente, que estos rumores son totalmente infundados, pero pensé que sería más sensato preguntárselo directamente a usted para que me lo confirmara.

El rostro de Cromarty era el de un político, acostumbrado a decir a la gente lo que quería decirles, pero cuando miró a Alexander sus labios estaban tensos y sus ojos ardían de rabia. El segundo del gobierno le devolvió la mirada con una expresión tan sombría y furiosa como la de Cromarty.

—¿Me permite preguntarle, mi señor, cómo ha recibido esas noticias? —le preguntó Alexander con un tono peligroso, pero el barón se limitó a encogerse de hombros.

—Lamento decirle que se trata de información confidencial, excelencia. Como lord del reino, debo reservarme mis fuentes de información y respetar el anonimato de quienes me proporcionan los hechos que necesito para el desempeño de mis deberes y obligaciones para con la Corona.

—En el caso de que se hubiera considerado la posibilidad de un consejo de guerra —dijo Cromarty con cautela—, se trataría de un hecho confidencial que solo concerniría al Almirantazgo, a la Corona y a mi persona hasta que se tomara una decisión y se hiciera pública; una restricción que se hace, entre otras cosas, para proteger la reputación de las personas contra las que se pretende presentar cargos. Quien le haya proporcionado esa información estaría infringiendo la Ley de Protección del Reino y la de los Secretos Oficiales y, si se tratase además de un miembro del ejército, el código de justicia militar, por no hablar de los juramentos a la Corona. Insisto en que me revele su nombre, mi señor.

—Y yo, con todos los respetos, me niego a hacerlo, Excelencia. —Las comisuras de los labios del barón se curvaron con desdén ante el mero pensamiento de que aquellas leyes también fueran aplicables a su persona y un silencio peligroso y fulminante se apoderó del despacho. Alexander se preguntó si el barón sería consciente de lo frágil que era el hielo sobre el que se alzaba. Allen Summervale podría tolerar muchas cosas en nombre de la política; la violación de la LPR[2] o de la Ley de Secretos Oficiales no era una de ellas, especialmente en tiempos de guerra, y la negativa del barón a identificar su fuente constituía, de acuerdo con la legislación del Reino Estelar, un delito de complicidad.

Pero ese momento pasó. La mandíbula de Cromarty se puso rígida y sus ojos brillaron de una manera inquietante, se echó para atrás en su silla y respiró profundamente.

—Muy bien, mi señor. No le presionaré… esta vez —dijo con dureza sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su opinión sobre aquel hombre. Pero el barón no pareció percatarse siquiera. La amenaza resbaló como agua sobre su armadura de arrogancia y sonrió a Cromarty de nuevo.

—Se lo agradezco, excelencia. No obstante, todavía estoy esperando a que me desmienta estos rumores.

Alexander apretó su puño bajo el escritorio de Cromarty ante aquel descaro. Cromarty miró duramente al barón durante unos largos segundos en silencio. Después negó con la cabeza.

—No puedo desmentirlos, mi señor. Ni tampoco confirmarlos. La ley es para todos, incluida mi persona.

—Claro. —El barón hizo casó omiso de ese apunte y se tiró con suavidad del lóbulo de la oreja—. No obstante, si no fuera cierto, estoy seguro de que lo habría desmentido, excelencia. Lo que obviamente me da a entender que sí es cierto que el Almirantazgo tiene la intención de procesar a lord Young. Si así fuera, quiero dejar constancia de mi más firme protesta, no solo en mi nombre, sino en el de toda la Asociación Conservadora.

Alexander se puso tensó. El padre de Pavel Young era Dimitri Young, décimo conde de Hollow del Norte y responsable de la disciplina de la Asociación Conservadora en la Cámara de los Lores. Asimismo, como todos los allí presentes bien sabían, era la persona más poderosa de la Asociación. Tenía una gran influencia en el partido, era su gobernante en la sombra, y estaba provisto de un olfato letal para el escándalo y la intriga que hacía de los archivos privados que se rumoreaba poseía una explosiva arma política.

—¿Me permite preguntarle en qué basa su protesta? —preguntó Cromarty con acritud.

—Por supuesto, excelencia. Dando por sentado que mi información es exacta (y, dada su negativa a desmentirla, creo que lo es), este solo sería un paso más en la persecución injustificada que sufre lord Young a manos del Almirantazgo. Los persistentes esfuerzos de la Armada por convertirlo en cabeza de turco desde los trágicos sucesos en la estación de Basilisco han supuesto un insulto y una afrenta que, en mi opinión, ha sabido llevar con una ecuanimidad extraordinaria. Esta situación, sin embargo, es bastante más grave, una situación que nadie que respete la justicia puede permitir que quede sin respuesta.

El tono moralista del barón produjo náuseas a Alexander. Un sonido ahogado salió de su garganta, pero Cromarty le lanzó una mirada de advertencia y se obligó a apretar la mandíbula y a permanecer sentado en su asiento.

—Estoy en total desacuerdo con su caracterización de la actitud del Almirantazgo hacia lord Young —dijo con brusquedad el primer ministro—. Y, aunque no lo estuviera, no tengo autoridad, ni derecho legal, para intervenir en los asuntos del cuerpo de abogados de la Armada, especialmente cuando se trata de algo tan especulativo como un consejo de guerra que ni siquiera ha sido anunciado de forma oficial.

—Excelencia, usted es el primer ministro de Mantícora —le respondió el barón con una sonrisa indulgente—. Puede que no tenga autoridad para intervenir, pero sí su majestad, y usted es su primer ministro. Como tal, le aconsejo encarecidamente que le invite a retirar la acusación.

—Ni puedo ni pienso hacer eso —le respondió Cromarty con rotundidad. Sin embargo, una alarma se encendió en su interior, pues el barón se limitó a asentir. Su rostro reflejaba una extraña expresión triunfal; no parecía alarmado o irritado.

—Comprendo, excelencia. Bien, es su decisión. —El barón se encogió de hombros y sonrió de manera desagradable—. Tras haber zanjado esta cuestión, no obstante, supongo que debería exponer la segunda razón por la que le he llamado.

—¿Que es…? —preguntó Cromarty con educación tras la nueva pausa del barón.

—La Asociación Conservadora —dijo el barón, y sus ojos brillaron con la misma expresión triunfal de antes—, como es de esperar, ha realizado un estudio detallado de la petición del Gobierno de una declaración de guerra a la República Popular de Haven.

Alexander volvió a ponerse rígido y lo miró incrédulo. El barón respondió a su mirada y luego procedió a una regocijante exaltación.

—Los ataques havenitas a nuestro territorio deben verse con la mayor de las preocupaciones, por supuesto. Debido a los recientes acontecimientos con la República Popular de Haven, no obstante, creemos que sería necesaria una respuesta más… razonada. Soy plenamente consciente de que el Almirantazgo desea actuar con premura y contundencia contra los havenitas, pero el Almirantazgo adolece de la estrechez de miras de las instituciones militares y pasa por alto la importancia de la discreción. Los problemas políticos interestelares suelen solucionarse con el tiempo, especialmente en situaciones como esta. Y, desde el punto de vista de la Asociación, la hostilidad inmerecida del Almirantazgo hacia lord Young es una prueba más de que su juicio no es… ¿cómo decirlo?, ¿infalible?

—¡No se vaya por las ramas! ¡Al grano, mi señor! —le dijo bruscamente Cromarty dejando a un lado la afabilidad. El barón se encogió de hombros.

—Por supuesto, excelencia, iré al grano. Lamento tener que comunicarle que si el Gobierno sigue insistiendo en una declaración de guerra y acciones militares ilimitadas contra la República Popular de Haven, a la Asociación Conservadora, por una cuestión de principios, no le quedarán más opciones que pasarse a la oposición.