Capítulo VIII

Para conservar la ilación de los sucesos en esta historia, necesitamos retroceder en busca de los personajes que hemos dejado rezagados.

Los elevados sentimientos de cristiana reforma, la confesión que hizo ante el lecho mortuorio de Marcela y el estado grave en que condujeron a su desierta casa al cura Pascual, obraron, naturalmente, en el corazón generoso de Lucía, despertando vivo interés por la suerte de aquel ser desamparado.

El barchilón de Kíllac, eximio combatiente contra el tifus, enfermedad endémica del lugar, atendió y salvó al enfermo que, una vez declarado en convalecencia, pensó en viajar a la ciudad, quedando en su lugar el inter.

En las naturalezas carcomidas por el vicio, es casi imposible la duración de lo que pide la santidad moral.

Quien ha enlodado su juventud en el fango de los desórdenes, que tanto distan del placer encerrado en los moderados goces del amor casto; quien ha gastado su fuerza nerviosa en esas emociones materiales que van aflojando los resortes del organismo hasta dejarlo sin fuerza ni armonía para desempeñar las funciones que le señaló la Naturaleza con cálculo perfecto; quien no conserva el vigor de su organismo, sujetándolo a la práctica de esa ley moral que rige la naturaleza del hombre, y abusando solo del instinto brutal, consume su existencia en el libertinaje, es un enfermo grave, que no puede encontrar la salud codiciada en el momento que se proponga.

Con todo, la rehabilitación de un hombre proscrito de la faena de los buenos está en el terreno de lo posible cuando en su corazón no se han paralizado aquellas fibras delicadas que, en dulce sensación, responden a los nombres de Dios, patria, familia.

El cura Pascual dejó por algunos días el uso del licor y la amistad de las mujeres; y esta abstención brusca excitó grandemente su sistema nervioso, dando más elemento motor a la fantasía, que durante su viaje por las laderas y los pajonales le presentaba con mayor vivacidad cuadros que pasaban ante sus ojos con la rapidez de mágicas representaciones.

¡Fantasmas voluptuosos con fisonomías risibles unos, aterradores otros, llevando el sello de la orgía; ángeles de alas blancas ostentando la verde palma del triunfo y batiéndola sobre la inmaculada frente de una madre o una esposa, ya junto al hijo de la santa unión, ya al pie de los altares que tenían inscrito en el ara el nombre de Dios…! ¡Oh…! Cuánto pasaba por aquel cerebro próximo a desquiciarse en semejante lucha fantasmagórica.

Si el cura Pascual hubiese estado bajo la acción de un clima enervante y débil, su planta habríase dirigido al manicomio; pero el aire helado de las cordilleras andinas, prestando tonicidad a sus órganos encefálicos, los aseguró contra los trastornos violentos y decisivos de una locura.

¿Ese hombre saldría victorioso de la lucha, purificado o mártir…?

El cura Pascual, aterrado por todos los sucesos que presenció y de que era factor directo; oyendo a cada instante la revelación misteriosa de Marcela; midiendo y comparando su propia conducta, estaba desesperado y quiso huir desde el primer día del teatro de sus tristes hazañas, y en las horas en que determinamos su estado mental habría querido huir de sí mismo.

La conciencia, ese gran argumento puesto en la válvula de respiración llamada corazón contra los seres desgraciados que descifran el problema de la vida con la nada de la muerte, la conciencia duerme tranquila a veces, pero ¡ay!, que al despertar golpea con martilleo incesante el alma del hombre.

El cura Pascual pudo correr del teatro del crimen, podía recorrer el universo todo; pero su juez inexorable le hablaba a toda hora el lenguaje pavoroso del remordimiento, para el cual no hay otra réplica que la reforma.

Y en esta desoladora actitud de ánimo iba el cura, tragando leguas y devorando distancias al paso llano de su macho, cuando llegando a la ladera del «Tigre», distinguió la posta con la hermosa dueña a la puerta.

Aplicó la espuela a los ijares del bruto, y en diez minutos se apeaba pidiendo una botella de refresco, que sediento apuró no sin invitar a la posadera.

Y allí, ¡adiós ensueños de reforma! Las alegres palabras de otros días brotaron de sus labios y fueron a herir los oídos de la dueña de la posta; y el alcohol tomó posesión de su antigua residencia, y a los sueños reflexivos siguieron los delirios del beodo.

El marido de la posadera, que era maestro de postas, llegó y dijo:

—Se ha venteau[45] este caballero y subámoslo a su jaco.

—Sí, Leoncito, que en este caso más sabe el jaco que el hombre, y se lo llevará en derechura a su querencia —repuso la posadera.

Pensado y hecho.

Cuando el cura Pascual se vio acomodado en su silla, enderezó la cintura y aplicó espuelas y correa a su cabalgadura, que siguió la ruta conocida sin oponer resistencia.

Aquella era la última posta, y en dos horas más llegaba el viajero a la esperada ciudad, cuyas elevadas torres y minaretes aparecieron para él como otros tantos fantasmas en ademán amenazante, vacilando su razón en el claroscuro de la realidad y la ilusión, cuando de súbito dio un quite su bestia y salió a corcovos descompuestos, haciendo cabriolas y dando saltos y coces.

Lo primero que voló al aire fue el sombrero del cura Pascual, renovando la nerviosidad del macho, que se espantó con los pendones de unas ventas de picante que flameaban; tambaleó el jinete por unos minutos y por fin, perdido el equilibrio, cayó por tierra privado de sentido.

Sucedía esto en las cercanías del convento de los Descalzos. Muchas gentes curiosas se agolparon, y la conmiseración condujo al desconocido hacia las puertas del convento, donde la caridad de los frailes recibió al enfermo.

El guardián era un fraile, en cuyo corazón Dios sabe qué misterios de bondad se escondían.

Este conoció al cura Pascual en repetidas veces que estuvo de tránsito en Kíllac; le prodigó su asistencia, y cuando recobró los sentidos, le dijo:

—¡La misericordia de Dios es grande, hermano! —Y le señaló una celda para alojamiento.

En el silencio del claustro viose el cura Pascual de nuevo desnudo moralmente, solo, absolutamente solo en el mundo. ¡Ah! ¡No! Le seguían sus fantasmas y tomó al delirio calenturiento, diciendo entre sollozos y frases entrecortadas:

—¡Sí, Dios mío…! Tú has hecho al hombre sociable; has puesto en su corazón los vínculos del amor, de la fraternidad y la familia. El que renuncia, el que huye de tu obra, execra tu ley natural y… cae abandonado… como yo en el apartado curato… ¿Quién? ¿Quiénes han salvado sin quebrantos en esa huida fatal?… ¡Aquí… en la soledad, en estos claustros de piedra…! ¿Cuántos?… ¿Uno?… ¿Mil?… ¿Han ceñido su frente con la diadema virginal, sanos o enfermos?… ¡No…! ¡No…! —Y batía las manos.

Ya eran incoherentes las palabras del cura Pascual.

Sus ojos estaban inyectados de sangre, sus labios secos, su respiración quemante como vapor que despide la brasa sumergida por instantes en el agua. Las venas de las sienes se levantaban visiblemente, y la sed que devoraba su pecho le impulsó a apurar un vaso de agua que distinguió junto al velador de la cama.

—Este será un trago que alargue la vida —dijo tomando el vaso con sus temblorosas manos.

Y llevándolo a los labios apenas pudo beberlo en medio de ese castañeteo que produce el movimiento convulsivo de los dientes sobre el cristal. Agotó la última gota, y sin alcanzar aún a colocar el vaso en su sitió, cayó al suelo, lanzando un grito. Tendido cuan largo era su cuerpo, agitose estertoroso, y un ¡ay!, tenue y final dejó en su rostro la rigidez de la muerte.

Un lego que pasaba cerca, al oír la voz exánime del enfermo, entró en la celda, y viendo tendido al alojado, tocó una campanilla colocada hacia la puerta principal, con golpes tan acelerados, que no tardaron en presentarse varios frailes y entre ellos el guardián.

—¡Se ha insultado! —dijo uno.

—¡Está helado, santo Dios, absolvámosle! —dijo otro repitiendo las palabras sacramentales.

—Toquen a la comunidad; tal vez podemos prestarle los últimos auxilios —ordenó el guardián mientras los otros levantaban el cuerpo sobre la cama.

—¿Ha muerto ya? ¡Dios misericordioso! —exclamó el guardián empalmando las manos y alzando los ojos al cielo.

¡Requiescat in pace! —dijo con gravedad quien repitió la fórmula de la absolución. Mientras tanto, la comunidad ya estaba reunida; se cantó la vigilia de estilo, derramándose el agua lustral.

El guardián, llamando a un lego, dijo:

—Hermano Pedro, prepare una mortaja y váyase con el hermano Cirilo a disponer la sepultura.

Y salió de la celda mortuoria en compañía de otro fraile, ambos platicando de este modo:

—Por mucho que el materialismo pregone lo contrario en Fuerza y Materia, la verdad, reverendo padre, es que la clase de muerte del sujeto, y los respetos tributados a sus restos, forman un epílogo a la vida y a la manera de ser del individuo.

—Según esto —repuso el otro fraile calándose la capucha—, el cura Pascual ha debido ser un buen cristiano, puesto que muere tranquilo y halla manos piadosas que le sepultan; y los comentarios que se cruzan son tan diversos, padre guardián…

—Dios nos libre de muerte repentina; pero juzgando con caridad cristiana, el arrepentimiento sincero es la puerta de la salvación, y ese sacerdote acaso ha expirado en alas de la contrición —contestó el guardián colocando las manos cruzadas dentro de los manguillos de su largo hábito.

—La muerte repentina podrá ser cómoda para quien no cree en un más allá, o para el justo que a toda hora se halla dispuesto a partir; pero para los que ni estamos preparados, ni dudamos que existe en el hombre un espíritu motor e inmortal, es aterradora verdad de a folio también que se muere como se vive —reflexionó el fraile, llegando ambos a la celda de la guardianía, en cuya puerta se separaron.

Ignoraban estos filósofos los crueles momentos que pasó el cura Pascual antes de entregar su espíritu a Dios. La tortura de su alma, comprendiendo la posibilidad de haber sido un hombre moral y útil, sin las aberraciones de las leyes humanas contrarias a la ley natural; sus angustias sin una mano amiga que dulcificase tanta amargura, ni una palabra que consolase sus congojas, ¿podían constituir los dolores de una prolongada agonía?…

La muerte repentina del cura Pascual ha sido una verdadera desgracia para nosotros, que esperábamos explotar en mucho el curso de su vida. Tal es, sin embargo, la realidad humana. La muerte asalta de improviso y hiere en los momentos en que más necesaria es la existencia, cuando entregados los hilos de la vida a la urdimbre social, comenzaba a tejerse la tela humana en sus formas diversas.

La única palabra que podemos pronunciar en la solitaria tumba de aquel cura desgraciado, sin familia legal y sin los vínculos de afecto que le arrancó la ley de los hombres, es el lacónico:

¡Descanse en paz!

Volvamos a Kíllac.