Don Fernando se iba preocupando cada día más seriamente acerca del porvenir que le guardaba en Kíllac, sin fiar en la calma del momento, que él juzgaba aparente, pues empleaba dinero en practicar averiguaciones secretas y estaba al corriente de lo que pasaba en el vecindario, aunque no lo comunicaba a Lucía, cuyo estado era delicado.
La Providencia iba a bendecir aquel hogar con la intervención de un vástago, circunstancia que hacía pensar con frecuencia al futuro padre en la necesidad de tomar una resolución definitiva, transcurriendo en medio de vacilaciones tres meses desde cuando Manuel hizo la visita de que salió llevando un mundo de proyectos.
—Los progresos de Margarita, la docilidad de Rosalía, que promete ser una buena muchachita, el estado de mi Lucía, todo me muestra una nueva faz encantadora para la familia. Estoy llamado a no despreciar la ocasión y ser cuanto más feliz sea posible en la vida con una esposa como Lucía. ¡Sí, he de resolverme!
En esos días la nueva autoridad, después de prestar el juramento de ley, recorría los pueblos de su jurisdicción política, donde los subalternos te ofrecían mesa suculenta a costa de contribuciones de víveres que imponían a los indígenas.
En la República se agitaban cuestiones de alta trascendencia; nada menos que las elecciones de Presidente y de representantes de la nación.
Cuando don Fernando supo que el campanero de Kíllac yacía sepultado en la cárcel, tembló más de indignación que de horror.
—Ese es el débil, ese es el indefenso, y sobre él caerá la cuchilla preparada para los culpables —se decía, cuando una voz fatídica repercutió por los ámbitos de la patria relatando la sangrienta victimación de los hermanos Gutiérrez, cubriendo el rostro de la civilización una nube de ceniza humana.
El relato hizo, pues, temblar a don Fernando, quien abrigaba sospechas fundadas de que podía repetirse un asalto igual al de la noche del 5, pues no le eran desconocidas las palabras alentadoras pronunciadas en corta frase por el coronel Paredes en su entrevista con don Sebastián. Después la actitud profundamente melancólica de Manuel, que se mantenía en estudiada reserva, confirmó su juicio, porque adivinó que había lucha tenaz entre el joven estudiante de Derecho y don Sebastián, naciendo al mismo tiempo en la mente del señor Marín las sospechas de que ese honrado y pundonoroso joven no podía ser hijo del abusivo gobernador de Kíllac.
—Voy a cortar este nudo gordiano con el filo de una voluntad inquebrantable —dijo don Fernando golpeando su frente con la palma de la mano, y se fue en busca de Lucía para comunicarle la resolución que acababa de adoptar.
Cuando don Fernando entró en el dormitorio de su esposa, esta se hallaba delante de un espejo de cuerpo entero que proyectaba su superficie límpida desde la puerta de un armario negro de caoba perfectamente charolado y en cuya claridad se retrataba la figura esbelta de la esposa de Marín, con una ancha bata de piqué y su blonda cabellera suelta sobre los hombros en graciosas ondas de seda.
Acababa de salir del baño.
Al pisar el umbral de la habitación, don Fernando apareció también duplicado por el espejo, y al verle sonrió Lucía y volviendo la cara para recibir al original que llegaba en actitud de abrazarla.
—Vengo a darte una buena noticia, hijita mía —dijo Marín tomándola entre sus brazos.
—¿Buenas nuevas en tiempos tan calamitosos? ¿De dónde las sacas, Fernando mío? —preguntó ella correspondiendo al abrazo.
—De mi propia voluntad —repuso él retirándose hacia el centro de la habitación.
—Claro, pero explícate mejor…
—Este lugar estorba nuestra felicidad, querida Lucía; vas a ser madre y no quiero que el primer eslabón de nuestra dicha halle la vida aquí.
—¿Y qué?…
—Partiremos para siempre, dentro de veinte días, sin falta alguna.
—¡Tan presto! ¿Y adónde, Fernando?
—No arguyas, hija. Todo lo tengo meditado, y solo vengo a prevenirte que prepares los pocos objetos que debes llevar como equipaje.
—¿Y adónde vamos, Fernando? —volvió a preguntar la esposa, cada vez más sorprendida de una resolución tan repentina.
—He de llevarte a una región de flores, donde respires la dicha, colocando la cuna de nuestro hijo en la bella capital peruana —contestó don Fernando acercándose a Lucía y tomando mientras hablaba una guedeja de los cabellos sueltos de su esposa, enredando sus dedos en ella y volviéndolos a soltar.
—¡A Lima! —gritó entusiasmada Lucía.
—¡Sí, a Lima! Y después que el hijo que esperamos tenga vigor suficiente para resistir la larga travesía, haremos un viaje a Europa, quiero que conozcas Madrid.
—¿Y Margarita y Rosalía? ¿Qué será de las huérfanas sin nosotros? Tenemos que cuidar de su existencia por gratitud, querido Fernan…
—Ellas son nuestras hijas adoptivas, ellas irán con nosotros hasta Lima, y allá, como ya lo teníamos pensado y resuelto, las colocaremos en el colegio más a propósito para formar esposas y madres, sin la exagerada mojigatería de un rezo inmoderado, vacía de sentimientos —repuso Marín con llaneza.
—Gracias, Fernando mío, ¡cuán bueno eres! —dijo Lucía volviendo a abrazar a su esposo.
En aquellos momentos sonaron dos suaves y acompasados golpes dados a las mamparas.
—¡Adelante! —dijo don Fernando apartándose un poco de su esposa, y apreció la simpática figura de Margarita, embellecida aún más notablemente por la estimación y los cuidados.
—Madrina —dijo la niña—, está en la sala Manuel y dice que quiere hablar con mi padrino.
—¿Hace rato que espera?
—Sí, madrina.
—Allá voy —dijo don Fernando, y salió dejando juntas a la madrina y a la ahijada.
Lucía contempló embebecida a Margarita por algunos momentos, diciéndose interiormente:
—Alguien ha dicho que las mujeres responden más que cualquier otro ser al engreimiento y trato fino; ¡ah!, mi Margarita es la realidad de ese pensamiento.
En efecto.
Engreída y estimada la mujer, gana un ciento por ciento en hermosura y en cualidades morales. Si no, acordémonos de esas infelices mujeres hostigadas en los misterios del hogar por los celos infundados; gastadas por la glotonería de los maridos; reducidas a respirar aire débil y tomar alimento escaso, y al punto tendremos a la vista la infeliz mujer displicente, pálida, ojerosa, en cuya mente cruzan pensamientos siempre tristes, y cuya voluntad de acción duerme el letárgico sueño del desmayo.