Capítulo VI

No empleó mucho tiempo ni tuvo mayores trabajos Estéfano Benites para encontrar a los alguaciles de vara y servicio; y en el momento fue con su gente a la choza de Isidro Champi, quien se estaba despidiendo de su familia porque debía ir a la torre y estar listo para el toque del avemaría, que se da con la campana grande al cerrar la tarde.

Isidro Champi, conocido con el sobrenombre de Tapara, era un hombre alto, fornido y ágil, con cuarenta años de edad, una mujer y siete hijos, de los que cinco eran varones y dos mujeres.

Aquella tarde vestía su único terno de ropa, formado de pantalón negro con campachos colorados, chaleco y camiseta grana, y chaqueta verde claro. Su larga y espesa cabellera caía sobre la espalda sujeta en una trenza cuyo remate estaba hecho de cintilla tejida de hilo de vicuña, y su cabeza cubierta por la graciosa monterilla andaluza traída por los conquistadores y conservada en uso por la afición que existe entre los indios a los vestidos de fantasía y de colores vivos.

La aparición de Estéfano y su séquito en la casa de Isidro alarmó grandemente a toda la familia, porque habituados estaban a ver aquella clase de visitas como el presagio de fatalidades puestas en ejecución inmediata.

Estéfano habló el primero y dijo:

—Bueno, pues, Isidro, tienes que ir a la detención, por orden del nuevo subprefecto.

Un rayo caído en la choza no habría producido el efecto que la palabra de Benites en los indios, recelosos y suspensos desde que lo vieron.

Las mujeres se arrodillaron a los pies de Estéfano, empalmando las manos en ademán suplicante, anegadas en llanto; los hijos se abalanzaban a su padre, y en medio de semejante confusión apenas pudo decir Isidro:

—¡Niñoy wiracocha, y qué…!

—En vano son estos alborotos, marcha no más, y no tengas miedo —interrumpió Estéfano, y dirigiéndose a la mujer, le dijo:

—Y tú también, que empiezas con estos gritos; no es nada: vamos a aclarar eso de las campanadas, y basta.

Al oír esto la conciencia limpia de Isidro le infundió confianza, y dijo a su mujer:

—Tranquilízate, pues, y más tarde llévame los ponches.

Y se adelantó con resolución al lugar donde le condujeron los alguaciles.

El corazón de la mujer de Isidro no podía tranquilizarse, porque era corazón de mujer, de madre y esposa amante, que todo lo teme cuando se trata de los seres que son suyos; y llamando a su hijo mayor, habló así:

—Miguel, ¿no te dije cuando rebalsó la olla y se cortó la leche que alguna desgracia iba a sucedernos?

—Mamá, también yo he visto pasar el cernícalo como cinco veces por los techos de la troje —repuso el indiecito.

—¿De veras? —preguntó la india, cuyo rostro apareció velado por la palidez del terror.

—De veritas, mamá; y ¿qué hacemos?

—Voy, pues, donde nuestro compadre Escobedo; él puede hablar por nosotros —contestó la mujer tomando sus llicllas de puito, y salió de la casa seguida de dos perros lanudos, a los que Miguel llamó, acompañando cada nombre con su silbido particular.

¡Zambito…! ¡Desertor…! ¡Is! ¡Is!

Zambito, dócil a la voz de Miguel, regresó moviendo la cola con ligereza, y Desertor, inobediente, o tal vez más leal, siguió las huellas de su amo, mostrando la lengua de rato en rato, con la respiración jadeante.