La reunión de los vecinos en casa de don Sebastián se verificó rápidamente como este lo presumía, calculando el tiempo en que se generalizase la noticia del arribo de la nueva autoridad a Kíllac.
Los vecinos que iban llegando se dirigían al subprefecto, que esperaba gravemente apersonado en el salón de don Sebastián, en estos términos:
—Mucho nos alegramos al saber que usía venía, mi coronel —dijo uno.
—Sí, usía somos de usté —dijeron varios.
—Felicitamos a usía todos los vecinos notables del lugar —aclaró el de más allá.
El coronel les contestó arreglándose el sombrero faldón:
—Yo vengo con las más sanas intenciones, trayendo el firme propósito de apoyar en todo a los del lugar.
—Eso es lo que queremos —gritaron varios.
En tales momentos llegó Estéfano Benites.
El subprefecto agregó:
—A mi vez, espero que ustedes me apoyarán también, caballeros… ¡Hola, amigo Benites! —terminó don Bruno reparando en el recién llegado.
—Cuente con nosotros usía y tenga muy santas tardes —contestó Estéfano, alegre como un villancico.
—Sí, usía, somos de usté —dijeron varios.
—Yo voy a dejar mis instrucciones al señor gobernador; espero que mis amigos le apoyen y le secunden —dijo el coronel señalando a don Sebastián.
—¿Sigue siempre de gobernador don Sebastián, usía? —preguntaron en coro.
—Sí, caballeros, me parece que no estarán ustedes descontentos —respondió el subprefecto.
—¡Ahora, sí! Eso mismo les dije yo que convenía —repuso Estéfano mirando a un lado y otro.
—Y bien; debemos aprovechar de la estación para hacer nuestro repartito moderado, ¿eh? En lo legal a mí no me gustan abusos —dijo el coronel velando su intención y mirando los retratos del empapelado.
—Sí, eso es justo, francamente, y así lo acostumbran todos los subprefectos, mi coronel —dijo don Sebastián apoyando.
—Sí, pues, ¿qué tiene eso? Es costumbre, y también se protege a los indios comprando aquí mismo —opinó Escobedo, que estaba presente.
—¿Y sabe usía de las bullangas con don Fernando Marín? —preguntó Estéfano Benites, como para asegurarse de un punto de partida según la respuesta.
—Mucho que las sé; pero ustedes han sido mal… aconsejados; esas cosas no se hacen así; para otra vez hay que… tener prudencia —dijo el subprefecto variando la primera forma de su pensamiento, pues comprendió que iba a decir una inconveniencia.
—Eso mismo les manifesté, usía; pero la culpa solamente la tiene el bribón del campanero, que fue a tocar las campanas y alborotar la población —objetó Estéfano, alcanzando la admiración de sus colegas, que dijeron:
—Esa es la verdad, como ya consta del juicio.
—¿Eso está probado ya en el expediente? —preguntó con vivo interés el subprefecto.
—Sí, usía, y hasta ahora no se toma ninguna medida con el indio campanero, y están comprometidos solo los nombres de personas respetables —repuso Estéfano.
Y don Sebastián agregó listo:
—Mi coronel, francamente, sin la ocurrencia del campanero no habría habido nada; porque también, francamente, don Fernando es buen hombre no más.
—¿Y quién es el campanero? —dijo don Bruno.
—Un indio, Isidro Champi, usía, muy liso y muy metido a gente, porque tiene bastantes ganados —repuso Escobedo.
—Pues, mi gobernador, ahora mismo ponga un oficio al juez excitando su celo; ordene usted la captura de Isidro Champi y póngalo en la cárcel a disposición del juzgado, y… a mi regreso arreglaremos —dijo el coronel.
—Eso es, hay que proceder con energía y con justicia —observó Estéfano.
—Muy magnífico, mi coronel, francamente, también el indio Champi debe pagar su culpa —apoyó don Sebastián.
—¡Bien! Y ahora, a las órdenes de ustedes. ¿Mi caballo? —dijo el coronel saliendo a la puerta de la sala.
Durante aquellos acuerdos, los agentes y comisarios de don Sebastián habían preparado un gran acompañamiento para la salida del nuevo subprefecto y en el patio de la casa aguardaban ya muchos caballos ensillados, y una banda de música con tamboriles, clarines, bocinas y clarinete. Un alcalde, vestido de gala con su sombrero de vicuña, sol de plata en el pecho, manto negro, vara alta con canutillos de plata y la trenza de sus cabellos cuajada de hilos de vicuña, se presentó trayendo de las riendas un brioso alazán en que cabalgó el coronel don Bruno de Paredes.
En la calle aguardaba una cuadrilla de wifalas[43], indios disfrazados con enaguas y pañuelo de color terciado al hombro, llevando otro pañuelo amarrado a un carrizo, que tremolaban al son del tamboril bailando para la autoridad y siguiendo el paso de los caballos.
—¡Viva el subprefecto, coronel Paredes!
—¡Vivaaa! —gritó una multitud de voces.
El subprefecto oía satisfecho su nombre vitoreado por aquellas turbas desgraciadas, hinchado como la rana de la fábula, envanecido como todo ser que llega a un puesto que no merece; y con tan brillante séquito tomó la orilla izquierda del río para seguir el camino aguas abajo.
Don Sebastián hizo seña a Estéfano para que se quedase, y ambos combinaron la forma de cumplir las órdenes del subprefecto.
—Pues mi don Estéfano, francamente, que es usted de comérselo —dijo don Sebastián estrechándole la mano a Benites.
—Me place que mi salida haya sido tirada de veterano —repuso Estéfano satisfecho.
—¡Ahora sí que nos salvamos, francamente; una vez en la petaca el indio Champi, ya no habrá quien diga chus ni mus!
—Cabales; vamos, pues, a redactar el oficio.
—¿Qué oficio ni qué purisimitas, don Estéfano? Francamente, váyase usted en el acto con dos alguaciles y póngalo preso, que todos han oído la orden del señor subprefecto —contestó el gobernador, y Estéfano salió afanoso y contento en busca de los alguaciles de gobierno.
Don Sebastián quedó solo; pero no estaba contento, porque pensó inmediatamente en que tenía que presentar nueva batalla doméstica. Su mujer y su hijo no tardarían en esgrimir las armas de las reflexiones y acaso terminarían por desvanecer el nuevo fantasma de ambición, en cuyos brazos dormía el sueño de gratísimas ilusiones, ensanchándose el corazón del exgobernador con las alentadoras promesas del coronel Paredes y la oportuna salida de Estéfano Benites.
¿Caería derrotado otra vez, tristemente derrotado?
Era preciso armarse, levantar trincheras, fabricar reductos y esperar resuelto. Para esto apeló don Sebastián al supremo esfuerzo de los cobardes, y golpeando la mesa con tono altanero, dijo:
—¡Qué canarios! ¡Francamente, aura[44] ya no me hago el chiquito ya! ¿Pongo? —gritó con todo el garbo de un hombre dueño de algunas pesetas, voz a que obedeció el consabido indio presentándose en la puerta, y a quien ordenó don Sebastián:
—Anda, pega un brinco, y dile a doña Rufa que me mande… francamente, una botella, y que apunte.
El indio salió y volvió como una exhalación, con una botella de cristal verde y un vaso.
Don Sebastián se sirvió una ración respetable, y la apuró murmurando la frase sacramental de los que rinden culto a la vid.
—«Manojito de canela, en mi pecho te guardo» —dijo, llevó el vaso a los labios, agotó el licor, hizo un gesto medio feo, se limpió la boca con un extremo de la sobremesa, y continuó:
—¡Que vengan, pues, francamente, aura nos veremos cara a cara…!
Lo que bebió don Sebastián no era siquiera un licor de uva; era alcohol de caña de azúcar ligeramente dilatado con agua, que le dio un viso blancuzco. Sus efectos debían ser instantáneos; por eso no tardó el brebaje en evaporarse por el organismo, invadiendo la razón en sus asilos cerebrales, y en doblegar al hombre dejando al bruto.
Doña Petronila observaba con atención las evoluciones de su casa desde la llegada de la nueva autoridad, ante quien no se presentó ella; y cuando vio entrar al pongo con la provisión de bebida al cuarto de su marido, iba a lanzarse sobre él, arrebatarle la botella y estrellarla contra el suelo. Pero una ráfaga de buen sentido iluminó su espíritu moderando el primer ímpetu, y se dijo:
—No, tatay, mejor aguardaré a Manuelito, que él tiene modos —y se puso a dar vueltas en el interior de la casa, sin sospechar que su hijo estuviese recogiendo todas las violetas del jardín, cultivadas por ella, entregado al amparo de los dioses alados, y con el corazón impregnado de esa suprema ambrosía que exhala el amor.
Estos son, pues, los espejismos de la vida.
Mientras que doña Petronila tejía planes con todo el prosaísmo de la tierra para impedir que don Sebastián bebiese, Manuel soñaba sueños de topacio.
¡Dichosa juventud, porque puede amar!
¡Edad venturosa del hombre igualado a la rosa en botón con sus distintivos de edad, aroma y unión, sumando felicidad!
¡Dichosa época en que la ventura pende en el rozar de un vestido; en la duración de una flor arrancada a los cabellos; en la dulzura de una mirada que envía su alma en busca de otra alma!
Si la madre de Manuel hubiese podido distinguir el color de los sueños de su hijo, los habría velado sin atreverse a despertarle; y tal vez su pecho habría ahogado aquel suspiro tierno que en su vago murmullo dice: Amor de madre, sacrificio de mujer.
Estaba avanzada la noche.
De improviso oyose una voz ronca que decía:
—¡Qué caracho! ¡Francamente, a mí no me manda nadie!
Y al mismo tiempo sonó un golpe como de una silleta derribada con fuerza.
Doña Petronila acudió presurosa, y entrando en la habitación, contempló por algunos segundos a don Sebastián, que seguía gritando como un loco:
—¡Sí, señor! ¡Qué! ¡Francamente, nadie…, sí, nadie me manda a mí!
Su lengua se resistía a expresar la palabra con claridad y sus pies tambaleaban. Cuando don Sebastián distinguió a doña Petronila, lo primero que hizo fue gritar:
—¡Aquí está la fiera…! ¡Fuego, señor, francamente…!
Y agarrando una silleta la lanzó en dirección de su esposa.
Doña Petronila, impasible, contestó:
—Hombre de Dios, parece que me desconoces… Voy a llevarte a tu cama…, es ya tarde.
Y asiéndolo de un brazo intentó conducirlo; pero don Sebastián, tomando aquella acción por un acto despótico, pegó una brusca sacudida y agarrando la botella, ya vacía, y todo lo que pudo coger, lo arrojó sobre doña Petronila con gritos y bulla infernal.
—¡Mujer de los diablos…! Aura no… Francamente, ¡nadie me ensilla…!
—Dios mío, ¿qué es lo que ha sucedido?
—¡Soy gobernador sobre tus barbas, francamente, qué canarios…!
—¿Qué es esto? ¿Qué ha entrado en este pueblo? ¡Sebastián, cálmate por Dios! —repetía suplicante doña Petronila.
Mas Pancorbo, con esa tenacidad del crapuloso, repuso:
—Nadie me manda, ¿eh?
Y cayó otra silleta junto a doña Petronila, que huía el cuerpo de un lado a otro, enjugando sus lágrimas con el extremo de su pañolón.
A la bulla acudieron algunos vecinos, y en aquellos momentos también se recogía Manuel, quien entrando precipitadamente, como lo vimos, tomó a don Sebastián por la cintura, lo levantó cuan alto era, y lo llevó al dormitorio.