Capítulo XXXII

La luna, en sus primeras horas de menguante, suspendida en un cielo sin nubes, derramaba su plateada luz, que si no da calor ni hiere la pupila como los rayos solares, empapa la Naturaleza de una melancolía dulce y serena, y brinda atmósfera tibia y olorosa en esas noches de diciembre, creadas para los coloquios del amor.

Manuel consultaba con frecuencia su reloj de oro, inquieto y pensativo.

Los punteros marcaban la hora, y tomando su sombrero salió con paso acelerado.

La sala azul del Imperial, profundamente iluminada por elegantes arañas de cristal, tenía las mamparas de la puerta abiertas de par en par.

Margarita, recostada en uno de los asientos inmediatos a la mesa y las flores, jugaba con la orla de un pañuelo blanco, con el pensamiento transportado al cielo de sus ilusiones, y el silencio más imponente reinaba en su rededor.

Cuando asomó Manuel a la puerta, ella cambió de posición con ligereza, y su primera mirada se dirigió a la alcoba, donde sin duda estaba Lucía.

—¡Margarita, alma de mi alma! Yo vengo, yo he venido por ti —dijo Manuel tomando la mano de la niña y sentándose a su lado.

—¿De veras? Pero tú te vuelves —replicó ella sin apartar su mano, que oprimía suavemente la de Manuel.

—¡No dudes ni un punto, querida Margarita; voy a pedirte por mi esposa a don Fernando…!

—¿Y sabrá mi madrina? —interrumpió la muchacha.

—A los dos; tú… vas a ser mía —dijo el joven clavando su mirada en los ojos de Margarita a la vez que llevaba la mano de esta a sus labios.

—¿Y si no quieren ellos? —observó con inocencia Margarita bajando su mirada ruborosa.

—¿Pero tú me quieres?… ¡Margarita!… ¿Tú me quieres?… ¡Respóndeme, por Dios! —insistió Manuel dominado por la ansiedad de los ojos: su mirada lo devoraba todo.

—Sí —dijo con tímido acento la hija de Marcela, y Manuel, en el vértigo de la dicha, acercó sus labios a los labios de su amada y recibió su aliento, y bebió la purísima gota del rocío de las almas en el cáliz de la ventura para quedar más sediento que antes.

Margarita dijo conmovida:

—¡Manuel…!

Por la mente de Manuel cruzó un recuerdo con oportunidad novelesca, llevó la mano al bolsillo, sacó la cajita de terciopelo, la abrió, y presentándole la joya, dijo:

—¡Margarita, por esta, te juro que mi primer beso de amor no ha de mancharte…! ¡Guárdala, querida mía; el ágata tiene la virtud de fortificar el corazón…!

Margarita tomó casi maquinalmente la cruz, cerró la caja y la guardó en su seno con la ligereza del hurto, pues crujieron las mamparas de la alcoba y salieron Lucía y don Fernando.

Manuel apenas podía moderar sus impresiones.

Su semblante tenía el tinte de las flores del granado, y un ligero temblor agitó su organismo. Si hubiésemos podido tomarle la mano, la habríamos encontrado humedecida por un sudor frío; penetrando en su pensamiento, habríamos visto cien ideas agolpadas como abejas, disputándose la primacía para brotar moduladas por la palabra.

Margarita, como aturdida por todo lo nuevo que pasaba en su corazón, mal podía disimular su estado.

—Algo grave pasa a usted, Manuel —dijo don Fernando fijándose en el joven.

—Señor Marín —repuso él con voz temblorosa y frase entrecortada—. ¡Es… lo más grave que espero… en mi vida…! Amo a Margarita y he venido… a pedirle su mano… con… un plazo de… tres años.

—Manuel, tendría yo sumo placer, pero don Sebastián…

—Señor, ya sé su argumento, y es necesario que comience por destruirlo. Yo no soy hijo de don Sebastián Pancorbo. Una desgracia, el abuso de un hombre sobre la debilidad de mi madre, me dio el ser. Estoy ligado a don Sebastián por la gratitud, porque al casarse con mi madre estando yo en su seno, le dio a ella el honor y a mí… me prestó su apellido.

—¡Bendito seas! —dijo Margarita elevando las manos al cielo sin poder conservar su silencio.

—¡Hija mía! —articuló Lucía.

—La hidalguía de usted nos obliga a usar del derecho que legó Marcela, antes de su muerte, en el secreto que confió a Lucía —respondió don Fernando con gravedad.

—Me place, don Fernando; el hijo no es responsable en estos casos, y debemos culpar a las leyes de los hombres, y en ningún caso a Dios.

—Así es.

Manuel, bajando algo la voz y aún la mirada avergonzada, dijo:

—Don Fernando, mi padre fue el obispo don Pedro Miranda y Claro, antiguo cura de Kíllac.

Don Fernando y Lucía palidecieron como sacudidos por una sola corriente eléctrica; la sorpresa anudó la palabra en la garganta de ambos, y reinó un silencio absoluto por algunos momentos, silencio que rompió Lucía exclamando:

—¡Dios mío…! —y las coyunturas de sus manos entrelazadas crujieron bajo la forma con que la emoción las unió.

Por la mente de don Fernando pasó como una ráfaga el nombre y la vida del cura Pascual, y se dijo:

—¿La culpa del padre tronchará la dicha de dos ángeles de bondad? —y como dudando aún de lo que había oído, preguntó de nuevo—. ¿Quién ha dicho usted?

Manuel se apresuró a decir, menos turbado ya:

—El obispo Claro, señor.

Don Fernando, acercándose al joven y estrechándole contra su pecho, agregó:

—Usted lo ha dicho, don Manuel; ¡no culpemos a Dios, culpemos a las leyes inhumanas de los hombres que quitan el padre al hijo, el nido al ave, el tallo a la flor…!

—¡Manuel! ¡Margarita…! ¡Aves sin nido…! —interrumpió Lucía, pálida como la flor del almendro, sin poderse contener, y gruesas gotas de lágrimas resbalaron por sus mejillas.

Manuel no alcanzaba a explicarse aquel cuadro donde Margarita, muda, temblaba como la azucena juguete del vendaval.

La palabra de don Fernando debía finalizar aquella situación de agonía, pero su voz viril, siempre firme y franca, estaba temblorosa como la de un niño. El sudor invadía su frente noble y levantada, y sacudía la cabeza en ademán ya de duda, ya de asombro.

Por fin, señalando a Margarita con la acción, como recomendándola a los cuidados de su esposa, y dirigiéndose a Manuel, continuó:

—¡Hay cosas que anonadan en la vida…! ¡Valor, joven…! ¡Infortunado joven…! Marcela, en los bordes del sepulcro, confió a Lucía el secreto del nacimiento de Margarita, quien no es la hija del indio Juan Yupanqui, sino… del obispo Claro.

—¡Mi hermana!

—¡Mi hermano!

Dijeron a una voz Manuel y Margarita, cayendo esta en los brazos de su madrina, cuyos sollozos acompañaban el dolor de aquellas tiernas aves sin nido.