Entraron en una sala espaciosa, cuyas paredes estaban empapeladas con un papel color sangre de toro con dorados y grandes pilastras de oro también formando esquinas; las puertas y ventanas, cubiertas con cortinajes blancos como el armiño, coronados por su sobrepuesto de brocatel grana y cenefa dorada, recogida por cordones de seda. El piso, cubierto con ricos alfombrados de Bruselas, formaba un contraste agradable con los muebles, estilo Luis XV, entapizados con borlón de seda azul opaco, multiplicados por dos enormes espejos que cubrían casi el total de la testera derecha.
—Esta es la sala de recibo; ¿agrada a la señora? —dijo monsieur Petit, inclinándose con reverencia exagerada.
—Sí, el azul es mi color favorito; yo estaré contenta acá —respondió Lucía al hotelero, que era monsieur Petit.
—¿Ese debe ser el dormitorio? —preguntó don Fernando señalando una puerta de comunicación.
—Exactamente, mi señor; aquí hallan toda comodidad y buen servicio los pasajeros que hacen la gracia de honrar el Hotel Imperial —contestó monsieur Petit con toda la urbanidad de un francés, recomendando su hospedaje.
—Así lo esperamos.
—Si algo necesitan, mi señor, mi señorita, ese cordón es del llamador —advirtió el hotelero, se inclinó y salió.
Margarita, que escudriñaba cuanto veía, preguntó con candorosa sencillez:
—Madrina, ¿qué habría dicho de esto Manuel?
Lucía se sonrió con la sonrisa de la madre que goza con el ardor de los sentimientos, leyendo en esa pregunta todo el poema de los recuerdos del corazón virginal, y contestó:
—Él mismo te lo dirá cuando llegue.
—¿Aquí lo esperamos?
—Sí, pues, hija —aseguró don Fernando, tomando parte en las confidencias de la madrina y la ahijada.
Rosalía fue a abrazar las rodillas del señor Marín, diciendo:
—Dame, pues, otra galleta.
El sirviente apareció en la puerta, conduciendo al carretero con los equipajes…
Ocho días fueron suficientes para que los viajeros conocieran la gran ciudad, observándolo todo, escudriñando sus tendencias y costumbres, con la prolijidad propia del que viaja con aquellos conocimientos rudimentarios, pero de propia convicción, que van a explayarse ante el libro abierto de la instrucción, adquirida en la escuela práctica del gran mundo.
Calles anchas y rectas mal empedradas; templos de construcción morisca y variada, de asfaltos y traquitas enfriadas o petrificadas por el transcurso de los años; mujeres bellas como una leyenda de oro; campesinas robustas con todo el candor de su alma pintado en el semblante; casas de judíos con anuncios de compra y venta; teatros en camino de su ensanche civilizador; todo vieron y juzgaron. Nada escapó a la microscópica observación de Lucía, ilustrada a cada paso por la autorizada palabra de don Fernando, a quien esta dijo:
—Te declaro, Fernando mío, que esta sería mansión celestial sin los inconvenientes morales que he notado con mi simple experiencia.
—Lo sé, hijita; de antemano lo sabía, el inconveniente que presenta en el espíritu, para quedarse en cualquier parte, la ansiedad de llegar a Lima, a ese foco de luz que cautiva a todas las mariposas del Perú; verdad que es invencible.
—Me gusta tu lógica, Fernando, pero no has dado en la clave —repuso Lucía riendo y dándole una palmada en el hombro.
—¿No?… Pues dime en tal caso, ¿qué es lo que más ha cautivado tu atención?
—A mí dos cosas me han llamado la atención —repuso Lucía con llaneza, llevándose el pañuelo para enjugar sus labios ligeramente humedecidos por su risa.
—¡Ah…! ¡Ya las sé… Picarona! —contestó don Fernando, devolviendo la palmadita de afecto.
—¿Di, cuáles?… Y cuenta que… no adivinas.
—Será la cantidad de frailes de todos colores que transitan por las calles.
—Pues te fuiste a Roma, hijo.
—¿Y qué?…
Lucía se puso grave, reconcentró su espíritu como evocando algo lejano, lanzó un suspiro del fondo de su corazón, y dijo:
—¡Lo que más ha llamado mi atención es el número sorprendente de huérfanos en la casa de expósitos! ¡Ah! ¡Fernando mío! Yo sé que la mujer del pueblo no arroja así a los pedazos de sus entrañas… sé que no tiene necesidad de arrojarlos, porque esos miramientos sociales que ponen la careta de la virtud fingida, nada, nada de familiar tienen entre la madre del pueblo y el hijo nacido del acaso… o del crimen. ¡Fernando, perdone Dios mi mal pensamiento; pero esta idea ha sugerido en mí tristes, tristísimos pensamientos, recordando, sin quererlo yo, el secreto de Marcela…!
Don Fernando escuchaba sorprendido aquel razonamiento de moral filosófica. Estaba abismado por la lucidez de un alma grande, cuya superioridad acaso ignoraba hasta aquel momento; reinó el silencio junto a los esposos, hasta que él suspiró con igual pena que Lucía, diciendo:
—¡También la miseria abre a veces los buzones de las casas de expósitos! —se acercó a su esposa y besó la frente de la que pronto iba a ser madre de su primogénito.