Capítulo XXIX

El primero que se lanzó en tierra, enfangándose hasta las rodillas, fue míster Smith, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¿Eh? Nadi se muve, ¿eh? Todos quieta, ¡no más!

Y al punto asomaron multitud de cabezas por las ventanillas del coche, que habían quedado sin un vidrio.

El choque que hizo salir de quicio el wagon ocasionó heridas felizmente leves.

—¡El susto ha helado toda nuestra sangre! Hijita, ¿tú te has asustado mucho? —dijo don Fernando a Lucía.

—Mucho, hijo; ¡solo Dios nos ha salvado!

—Estás muy pálida. ¿Si se habrá roto la botellita de la coca? —preguntó Marín buscando una maletita de mano.

—¡Dios mío! —volvió a exclamar Lucía asomando la cabeza por la ventanilla del tren para ver en qué región se hallaban, sin atender a los gritos de Margarita, que levantaba a Rosalía bañada en sangre, ni a los comentarios de los demás.

—¡Caracoles, de lo que escapamos! —dijo el militar.

—¡Hemos vuelto a nacer! ¡Bendito sea Dios! —articuló el mercedario.

—¡Si estos gringos brutos son capaces de llevarnos a los profundos! —dijo uno de los rocamboristas; a lo que otro agregó:

—Me lo temía desde que vi subir al reverendo.

—¡Chist…! Que hay señoras, ¿eh? —observó aquel.

—A todo esto, ¿cómo salimos?

—Pues ha salvado el Elíxir de coca; voy a darte un poquito, hija —dijo don Fernando buscando en su bolsillo una cuchilla con tirabuzón.

—Felizmente ha sido un descarrilamiento ya pasado el puente, que se remediará —dijo un brequero corriendo de un extremo al otro del coche con un rollo de piolas, y a quien interpelaron varias voces:

—Hombre, ¿qué hacemos?

Na, mi patrón, no es na, que ya too ha pasao —respondió el brequero.

Mientras esto pasaba en el coche de primera, los pasajeros de segunda, que quedaron al otro extremo desenganchados con oportunidad, corrían hacia el primero, encallado, dando voces:

—¡Paulino!

—¡Indalecio!

—Por acá, hombre.

—¡Con siete mil diablos!

—Calma, señora pasajera; el culpa no es mí, ¿entiende? Culpa los vacas, e fácilmente se remedio —dijo el maquinista Smith, ilustrando el habla de Castilla con el modismo del hijo de la América del Norte, cuya palabra llevó la confianza a los atribulados espíritus de los pasajeros de primera.

—Míster Smith, ¿cuándo llegaremos? Casi nos despachamos —dijo don Fernando dirigiéndose al maquinista, que era su conocido.

—¡Oh, señor Marín, mucho fatalidad el mí! Pero llegará tren a la mañana, tener pacienso —repuso míster Smith dirigiendo la maniobra que había ordenado.

Y con la energía que distingue a la raza, se practicaron evoluciones de ruedas y chumaceras que, en constante trabajo de dos horas, sacaron el coche encallado, colocándolo sobre los rieles en disposición de continuar la marcha.

—Verdaderamente, hemos vuelto a nacer; ¡pobres hijas mías! —dijo Lucía limpiando con su pañuelo la sangre que brotaba de los labios de Rosalía a causa de un golpe recibido en la boca.

—¡Oh, por Dios! ¡Calla, hija mía!… ¡Pobrecita…! —agregó don Fernando llegándose a la chiquilla con un paquetito de galletas de Arturo Field, que puso en sus manos.

—Todavía tardaremos cinco horas —dijo el capitán de artillería.

—Estas cosas solo en el Perú pasan; en otra parte lo desuellan al gringo —observó el comerciante en cochinilla.

—No me ha vuelto aún el alma al cuerpo.

—Ni a mí, ¡Jesús! —dijeron las dos mujeres.

Y el tren seguía su marcha rápida y acompasada, como antes de sufrir la catástrofe aquella.

El silbato se dejó oír otra vez con insistencia.

—¿Otro siniestro? —preguntaron varias personas sorprendidas.

—No, esta es la segunda estación de la ciudad; dan la señal de llegada —aclaró el militar.

—¡Jesús! ¡Cómo se pone el cuerpo nervioso con los sustos! —observó Lucía.

—Es que la cosa ha sido seria —contestó don Fernando.

Al poco momento los viajeros señalaban por las rotas ventanillas un punto blanco en medio de un panorama de verdor vivo y alegre.

—¡La ciudad! —exclamaron varios.

Y el silbato volvió a gritar, como el animal aguijoneado por una arma punzante.

—¡Qué hermosa campiña! ¡Qué linda ciudad! —dijo Lucía asomando más la cabeza a las ventanillas.

—Parece una paloma blanca reposando en su nido de sauces y moreras —agregó el señor Marín, a quien preguntó su esposa:

—Fernando, ¿es la segunda ciudad del Perú? ¿Qué tales serán sus habitantes?

—Sí, hija, la segunda; y su belleza solo es comparable con la bondad de sus hijas; gozarás mucho durante los días que hemos de quedarnos —contestó don Fernando.

Y la campana, con su toque de esquilón, avisaba que entraba el convoy en la estación principal, donde aguardaba un gentío considerable, pues el alambre telegráfico ya había comunicado la noticia del siniestro y la curiosidad convocó centenares de personas.

Abiertos los coches, bandadas de granujas se precipitaron sobre ellos en demanda de equipajes, confundiéndose los pasajeros del tren con los del ferrocarril de sangre, que recorriendo una línea conveniente condujo a don Fernando Marín y su familia hasta la puerta misma del Gran Hotel Imperial, donde se apearon todos.