Capítulo XXVIII

La actividad de Manuel se había centuplicado durante el día.

Volvió a casa y dijo a su madre:

Toda va bien, madre. Parece que Dios protege mis esperanzas. Don Sebastián y Champi ya están libres. Se acaba de pasar la orden al alcaide de la cárcel, y calculando el momento iré a traer personalmente a don Sebastián.

—Conque aceptó el juez… Y, ¿qué condiciones ha dictado? —preguntó doña Petronila.

—Nada más sino que esté a derecho y tenga por prisión el pueblo.

—¿De modo que no podremos salir de aquí?

—Ustedes no; pero yo me marcho mañana mismo, para tomar el tren del jueves y poder alcanzar a don Fernando y mi Margarita.

—Pero hijo, si el juicio sigue todavía, y tu padre no sabrá dirigirlo.

—Todo lo he prevenido para los pocos días de mi ausencia, y sobre esto, como a mi regreso he de traer el recurso de transacción, nada importaría —repuso Manuel dando paseos.

—¿O sería mejor que pidieses la mano de Margarita y esos papeles por carta? —dijo doña Petronila, como arrepentida de haber consentido en la partida inmediata de su hijo.

—¡Madre, madre! En otras circunstancias sería correcto el escribir una carta, pero recuerda que tengo que aclarar algo… —observó Manuel.

—Sí, sí, te entiendo, pero…

—¡Madre!, el corazón de veinte años, fogoso y apasionado, no retrocede ante el peligro y la dilación le asesina. Yo marcho; ajustaré mi compromiso y volveré sin detenerme, a tu lado.

—¡Qué he de hacer…! —repuso ella, moviendo la cabeza.

—¡Madre! ¿Confías en mí?

—Del todo, hijo; ¿por qué me preguntas eso?

—Porque te veo vacilante; porque tú debes comprender que, aparte de mi amor a Margarita, está mi deber para contigo y mi interés respecto a don Sebastián, aun cuando él fue conmigo, en la niñez, un verdadero padrastro.

—¡Para qué recuerdas esas cosas! Ahora se maneja bien contigo… —decía doña Petronila, cuando se presentó don Sebastián acompañado de un sirviente de la casa.

—¡Chapaco! —dijo doña Petronila, echándole sus brazos al esposo.

—Me ha ganado usted —exclamó Manuel.

—¿Petruca? —dijo don Sebastián, correspondiendo al abrazo de su mujer, y dirigiéndose a Manuel, agregó:

—¿Conque no regresaste, no? Francamente, yo esperaba que fueras a traerme.

—Don Sebastián, usted me ha ganado, pues vine a dar la noticia a mi madre para que no se sorprendiese al verle de repente y ya estaba para ir.

—Bueno, bueno; ¿qué convidas, Petruca? Francamente, que tengo una sé…

—Te haré una chabela[57]; hay buena chicha y buen vino.

—Más que sea.

—Ya que está usted en casa, le pediré su bendición y su permiso, don Sebastián.

—¿Cómo? No te entiendo, francamente.

—Es usted mi segundo padre. Pienso pedir la mano de Margarita, lo que cortará más de raíz estas desavenencias —dijo con estudiada intención Manuel.

—No desapruebo tus intenciones, Manuelito, francamente; la niña es una perla, pero todavía es muy huahua, y en estos tiempos… bonitos están los tiempos para casaca, francamente —repuso don Sebastián.

—No trato de casarme en el día, don Sebastián; quiero pedirla, y una vez comprometido, seguir mis estudios, recibirme de abogado, y cumplir…

—Ese es otro cuento, hijo; francamente me das gusto.

—Quiere ir en alcance de don Fernando —dijo doña Petronila desde un extremo de la sala.

—¡Qué disparates! Francamente, te digo, Manuel, que esa es una… descabellada de colegial, ¿qué?

—Don Sebastián, es una necesidad mi viaje. Mi presencia aquí no hace falta, y tengo que sacarle a don Fernando el recurso de transacción y desistimiento, para que este juicio quede fenecido y no nos vuelvan a molestar. De otro modo, estaremos pleiteando hasta el día del Juicio.

—Esa es otra cosa; francamente, yo no me opongo a que marche Manuel, y dale mi reloj de oro y mi poncho de vicuña con fajas azules —contestó don Sebastián, dirigiéndose a doña Petronila, que se aproximaba con un vaso conteniendo un líquido mixto y curioso con el fondo amarillo y la superficie roja.

—Está visto, Chapaco, que una cosa es hablar de uno y otra cosa hablar de otro —dijo doña Petronila, alcanzando el vaso a su marido.

—¡Ajá! ¡Ajá! ¡Ajáa! Como que el dolor de la barriga, francamente, no es lo mismo que el dolor de muelas —dijo tosiendo don Sebastián y recibiendo el vaso.

—¡Jesús! ¡Qué tos! ¡Te habrás constipado en la cárcel! ¡Pobrecito…!

Don Sebastián consumió la última gota de la chabela, paladeándola con sonido parecido a un beso, limpió sus labios y dijo:

—¡Qué chabela tan rica! Petruca, con esto, francamente, engorda un ético. —Y después preguntó a Manuel—: ¿Y cómo, cuándo quieres marchar?

—Mañana temprano, señor.

—Bueno: dale, pues, todo, Petruca, y que escoja caballos y demás, francamente, que en otras tierras como nos ven nos tratan.

—¡Gracias, señor! Usted me colma de favores —repuso Manuel, y salió a preparar su marcha.

Eran las nueve de la noche cuando volvió Manuel y entró en el cuarto de doña Petronila; encontró allí a don Sebastián platicando íntimamente con su madre.

—Buenas noches, don Sebastián; madre mía, vengo a despedirme; todo queda arreglado definitivamente con el auxilio de Dios —dijo Manuel.

—¡Hijo mío! Que la Virgen te lleve con vida y salud y me devuelva mi hijo —contestó doña Petronila sacándose un escapulario del Carmen que llevaba puesto al cuello y colocándolo en el pecho de Manuel, a quien abrazó enternecida.

—¡Don Sebastián, tenga usted mucha prudencia… solo… en silencio! Nadie le molestará. Ustedes no tengan cuidado por mí. A ver, un abrazo… ¡Adiós!

—Que no tardes, que no tardes… Francamente, muchas esperanzas me da tu marcha… ¿Llevas el reloj? —contestó don Sebastián despidiendo a Manuel, que salió para ir a descansar en su cuarto, pues al rayar la aurora, en las alas de sus esperanzas y con el brío de su edad, iba a emprender el mismo camino por donde días antes vio partir a su gentil Margarita.

Isidro Champi, acompañado de su fiel Martina y seguido por Zambito y Desertor, llegó también aquel día a su casa, pálido y triste.

Al verlo, sus hijos corrieron hacia él, como la bandada de perdices que distingue a su madre.

El corazón del campanero, que estaba lóbrego como el boquerón de que hablan los cuentos de brujas, recibió luz y calor al beso de sus hijos, a quienes acariciaba silencioso.

Martina penetró con paso lento en la choza; se arrodilló en el centro de la habitación levantando sus manos empalmadas al cielo.

¡Allpa mama! —exclamó ahogando en su pecho, con una palabra, todos los cargos que su alma herida podía abrir a la humanidad injusta representada por los notables de Kíllac, y sus ojos vertieron copiosas lágrimas.

—¿Lloras, Martinacu? ¿Aún no cesó la lluvia en tu corazón? —preguntó Isidro fijándose en su mujer.

—¡Ay, compañero! —repuso Martina, levantándose—; el dolor nada en el llanto como la gaviota en el remanso de las lagunas, y como aquella, moja las plumas, pero refresca el pecho; ¡ay!, ¡ay!

Isidro parecía consolado con la presencia de sus hijos; pero al pasar revista llamándolos por sus nombres, su mente se fijó en el recuerdo de sus vaquillas, perdidas, y dijo suspirando:

—¡La castañita! ¡La negra…!

—¡Guay, Isidro! En la noche la tormenta, cuando relampaguea el rayo y truena en la roca, el hombre se esconde en su cabaña y salen de la guarida el puma y los zorros a robar los corderos. Para nosotros sonó la fiera tempestad —dijo Martina, sentando en la cama del poyo a su hija la sietemesina.

—Dices bien, ¿qué vamos a hacer? Los zorros de camisa blanca han robado nuestros ganados, como robaron mi libertad, como nos roban el trabajo de cada día —dijo Isidro convencido y aun entusiasmado por las palabras de su mujer, echándose en la cama junto a la chiquilla sietemesina.

—Para el puma y el zorro tenemos la trampa de la piedra amarilla; pero de estos no hay cómo libertarse. Paciencia, paciencia, Isidro, que la muerte es dulce para el triste —agregó Martina volviendo a tomar su actitud melancólica.

—¡La tumba debe ser tranquila como la noche de luna en que se oye la quena[58] del pastor! ¡Ay!, si no tuviésemos estos pollitos, qué dichosos moriríamos, ¿eh? —preguntó Isidro, señalando a los muchachos, que daban vueltas y brincos junto a Miguel el primogénito.

Martina contestó:

—Nacimos indios, esclavos del cura, esclavos del gobernador, esclavos del cacique, esclavos de todos los que agarran la vara del mandón.

Isidro Champi, acomodando un poncho doblado en cuatro bajo su cabeza, como un almohadón, repitió:

—¡Indios, sí! ¡La muerte es nuestra dulce esperanza de libertad!

Martina se había llegado junto a su marido, y deseando apartar de él la negra pena, le preguntó pasándole la mano por entre los cabellos:

—¿Volverás a subir a la torre?

—Tal vez —repuso el indio—, mañana volveré a tocar esas malditas campanas que, desde ahora, aborrezco.