Un elegante coche de la máquina, bautizada con champaña bajo el nombre de Socabón, estaba listo a partir fuego que sonase la señal dada por el silbato del tren.
Mientras tanto los pasajeros de primera recorrían las mercaderías colocadas a izquierda y derecha de la línea, cuyas vendedoras indias ofrecían guantes de vicuña, duraznos en conserva, mantequillas, quesos y chicharrones de las acreditadas ganaderías del interior o sierra del Perú.
Don Fernando, después de acomodar a Lucía y las niñas, se arrellanó muellemente al lado de su esposa en una butaca de dos plazas, forrada con pana granate. Sacó un cigarro, lo armó en silencio, y después de encenderlo guardó su caja de fósforos, arrojó unas cuantas bocanadas de humo, colocó el cigarro en los labios y desató el paquete de libros; volvió a dar dos chupetones al cigarro y dijo a su esposa:
—¿Cuál quieres leer tú, querida Lucía?
—Dame las Poesías de Salaverry[55] —respondió ella con una sonrisa de satisfacción.
—Bien, yo gozaré con las Tradiciones de Palma[56]; son relatos muy peruanos y me encantan —dijo don Fernando alargando al mismo tiempo un volumen a su esposa.
Y en seguida cruzó las piernas sostenidas en la tablilla del asiento inmediato, arrimó la espalda a la butaca y abrió su libro, que era la segunda serie, en momentos en que el tren empezaba a caminar con la velocidad de quince millas por hora, tragando las distancias, dejando atrás llanuras, chozas, vaquerías y praderas con rapidez vertiginosa.
Los distintos pasajeros que ocupaban sus asientos y a quienes Lucía pasó revista con una mirada curiosa, principiaron también a buscar entretenimiento.
Iba un militar flaco, trigueño y barbudo, junto a dos paisanos entrados ya en años, antiguos comerciantes en cochinilla y azúcar, a quienes invitó el militar, diciendo:
—¿Vamos matando el tiempo con una manita de rocambor?
—No sería malo, mi capitán; pero aquí, ¿de dónde diantres sacamos naipes? —contestó uno de los paisanos que estaba envuelto con una bufanda de vicuña.
El capitán, sacando un juego de barajas de bolsillo, dijo:
—Salte la liebre, don Prudencio: militar que no juega, bebe y enamora, que se meta a fraile.
Frente a estos iba un mercedario que, teniéndose por aludido, retó con airados ojos a los jugadores, que sin parar mientes en ello voltearon sobre la izquierda el espaldar del asiento inmediato, instalando así su mesa de rocambor.
El mercedario sacó a la vez un libro, y tres mujeres que estaban inmediatas se pusieron al habla con Margarita y Rosalía, convidándolas manzanas peladas con una cuchilla.
Media hora después, las muchachas y las mujeres dormían como palomas acurrucadas en un mismo asiento, y el padre mercedario roncaba como un bendito, sin que las voces de: Más, solo, codillo y voltereta, repetidas con entusiasmo por los rocamboristas, interrumpiesen aquel dormir a pierna suelta; hasta que, abriéndose la portezuela del coche, se presentó un sujeto como de treinta años, alto, grueso, de tez tostada por el aire frío de las cordilleras, bigote atusado y lunar de carne en la oreja derecha.
Vestía pantalón y saco grises; cubríale la cabeza una cachucha de visera de hule negro y llevaba unas tenazas-tijeras en la mano.
—¿El boleto, mi reverendo? —dijo llegándose lo suficiente y levantando su voz de contralto, hasta que el padre abrió los ojos soñolientos, y sacando con aire perezoso de entre su libro el boleto amarillo lo alargó a su interlocutor sin desplegar los labios.
El conductor del tren pegó su tijeretazo al cartoncillo y volvió a entregarlo, pasando donde los rocamboristas.
Los dos paisanos alcanzaron sus boletos respectivamente, y el militar desabrochándose el talismán sacó del bolsillo un papel que enseñó al conductor. Este, después de examinar las firmas, lo devolvió murmurando para sí:
—Estos siempre andan con papeletitas.
Cuando se llegó hacia don Fernando, y mientras picaba los boletos, le dijo Lucía:
—¿Puede usted hacerme el favor de decir cuánto hemos andado?
—Cuatro horas, señora, es decir, dieciséis leguas, y nos resta otro tanto —respondió el conductor, y pasó de largo.
—¿Qué prodigio de viaje, no? Y sin penurias ni molestias, pronto estaremos en la ciudad —dijo don Fernando a su esposa, cerrando su libro.
Lucía, que miraba a las chiquillas, repuso:
—¡Mucho prodigio, hijito…! Mira, Fernando, ¡qué preciosas están dormidas…! ¡Parecen dos ángeles de paz…!
—Cierto que son angelitos americanos, con toda la sangre peruana que colora sus mejillas.
—¿Margarita soñará con Manuel?… Todavía no soñará…
Y en aquel momento, los grandes ojos de su ahijada levantaron sus arqueadas pestañas, fijando la mirada en su madrina.
En ese trecho del camino se alzaba un puente de madera y hierro, artísticamente colocado sobre un río vadeable.
El silbato dio la voz de alarma con repetidos resoplidos, pues al centro mismo del puente se encontraba una tropa de vacas, cuya presencia no fue notada por los maquinistas sino cuando ellas huían despavoridas, mas no con la rapidez que la velocidad del tren exigía.
Las maniobras del primer maquinista, los esfuerzos de los palanqueros y el galope de la vacada no fueron bastantes a impedir un choque, y el siniestro llegó a ser inevitable.
El animal rodado, exhalando bufidos como el resoplido de la fiera, llevó la confusión primero y la consternación después a los pasajeros, cuya muerte era casi segura.
—¡Misericordia!
—¡Favor! ¡Dios mío!
—¡Esposo mío!
—¡Lucía! ¡Hijas!
—¡Madrina!
—¡Padrino!
—¡Ay, qué va a ser!
—¡Bestias!
—¡Misericordia!
Tales fueron las palabras pronunciadas en distintos tonos en medio de la confusión y gritería espantosa levantada en los coches.
Mas ¿adónde huir embodegados?
Todo el convoy iba con la destructora velocidad del rayo, y alcanzando a los ganados, pasó sobre ellos, triturando sus huesos y abandonando su vía trazada por los rieles.
¡Iba a precipitarse al río!
Míster Smith, el valiente maquinista, prefirió el sacrificio de su vida al de tantas existencias confiadas a su vigilancia, y quiso reventar los calderos con los tiros de su revólver, mas era tarde, y el coche de primera, desabracado por el brequero, fue a encallar en las arenas mojadas de la ribera izquierda del río.