No obstante las recargadas tareas que tenía para sí Manuel, lo que podía ser fuente de distracción, la tristeza invadió su semblante y el silencio selló sus labios, antes expansivos, sin dar paso más que a sus suspiros de honda pena.
En su corazón se levantaban olas de sangre, para él desconocidas, que el de una mujer habría interpretado como presagio de desgracia.
Manuel comenzaba a desconfiar del porvenir, dudaba de la posibilidad de volver a ver a Margarita; pero perseguía su propósito de arreglar los asuntos de don Sebastián y de Isidro, y salir después a cualquier costa.
Sus entrevistas con el juez de primera instancia, con el nuevo subprefecto y con el señor Guzmán tuvieron, al fin, un resultado, agregándose a esto los diversos empeños que corrían las familias de Estéfano, Verdejo y Escobedo.
Un día volvió a la casa y dijo a doña Petronila:
—¡Madre! He conseguido que se acepte la fianza de haz, y hoy saldrá don Sebastián.
—¿Ha decretado ya el juez? —preguntó ella con interés.
—Sí, madre, están todas las diligencias corridas, y a las doce lo tendremos en casa.
—Bendito seas, hijo de mi corazón. ¿Y los otros?
—No sé nada de los otros; no me cuido de ellos; solo he hecho algo por Isidro, que también saldrá pronto. Ya lo hubiese sacado sin ese auto de prisión y de embargo, que hay que allanar y requiere paciencia.
Doña Petronila, que sumida en dolor contemplaba la actitud diaria de su hijo, después de recibir la noticia de la próxima libertad de don Sebastián, lo atrajo hacia sí y le dijo:
—Aparte de estas cosas del juzgado, ¡tú sufres, Manuelito; tu corazón está roído por un gusano que te llevará al amartelo[54] y a la muerte…! —y gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—¡Madre! ¡Madre mía! ¿Por qué lloras?
—¡Porque callas…! Mi corazón es el corazón de tu madre… ¡Acuérdate bien, Manuelito: mi vida es para ti…!
Manuel no pudo resistir. Estaba débil como una mujer. ¡Había sufrido tanto!
¡Se arrojó entre los brazos de su madre y escondió sus lágrimas de hombre, como en otra época ocultaba sus juguetes de niño en aquel mismo regazo!
—¡Madre! ¡Madre del alma! ¡Bendita seas…! Pero…, ¡yo me siento morir…! —repuso entre sollozos el joven que, tímido para las escenas del hogar y del corazón, sabía mostrarse héroe en los momentos de combate.
—¡Manuelito, hijo mío, si yo sé, yo he adivinado qué gusano roe tu alma; sí, tú amas a Margarita y lloras porque te has separado, porque temes no verla más…!
—¡Madre bendita…! Perdona si mi corazón no es hoy todo para ti; pero ese ángel cuyo nombre has pronunciado es el ángel de mi vida… Yo la amo, sí, y tal vez…
—¿Por qué te desesperas, Manuel? ¿Por qué no te casarás con ella? ¿Por qué no seré feliz teniendo dos hijos en lugar de uno?…
—¡Madre mía! ¡Tú eres mi Providencia; pero acuérdate que Margarita verá en mí al hijo del verdugo de sus padres, y me rehusará su mano, y me echará de su corazón!
—¡Qué herejía, Dios mío! ¿A ti? —repuso doña Petronila empalmando las manos al cielo y quedándose muda y cavilosa por unos momentos, contemplada por la cariñosa mirada de su hijo. Y como quien vuelve de un éxtasis de lucha, agregó:
—Eso to allanarás fácilmente; habla con don Fernando, y… revélale el nombre de tu verdadero padre.
—¡Madre mía!
—Sí, y ¿qué culpa tenemos nosotros? Fue una desgracia, y ¿por qué no he de pasar yo un bochorno por la felicidad eterna de mi hijo querido, por tu felicidad, Manuelito?
Doña Petronila hacía en este momento el último sacrificio de una madre amante y de una mujer engañada.
—¡Anda! —continuó doña Petronila—. Alcánzalos en su viaje; ¿tienes cómo hacerlo? No te faltan caballos ni plata; arregla tu casamiento y regresa tranquilo, para que puedas atender con razón cabal los asuntos de nuestra casa y del otro viaje. Ahora estás fuera de juicio.
Manuel besó una y cien veces, ya la frente, ya las manos de doña Petronila, con tal emoción, que por muchos segundos no se oyó otro ruido que el producido por los labios de Manuel al contacto de su madre, por cuyas mejillas encendidas resbalaron gruesas lágrimas, como el agua lustral que bendeciría el próximo enlace de Manuel y Margarita.
Doña Petronila, rompiendo aquel silencio de sublime fruición, dijo:
—Basta, querido Manuelito.
El joven, alzando la cabeza con arrogancia viril, repuso:
—Hoy te juro, madre adorada, sacrificar el último aliento de mi vida por labrar tu felicidad y la de mi Margarita. Voy ahora a terminar todos los arreglos pendientes, y mañana, al rayar la aurora, tomaré el camino para alcanzar a don Fernando, cuyo escrito de desistimiento y perdón ya no es tan urgente, y pedirle la mano de su ahijada —dijo, y salió apresuradamente, dejando a su madre entregada a tiernas meditaciones, que interrumpió ella exclamando:
—¡Virgen misericordiosa, ruega tú por él, que es tan bueno, y pide perdón para mí…! ¡Manuel…! ¡Yo…! ¿Somos culpables, acaso, ni el uno ni el otro?… ¿No fue el peso de la fatalidad negra, negra como la noche sin luna, que me condujo a los brazos vedados de un hombre sin fe?…
Doña Petronila cayó de rodillas sumergida en llanto, repitiendo entre sus sollozos un nombre y tapándose la cara con ambas manos…
Su corazón manaba sangre, sangre del alma, rememorando las escenas de veinte años atrás…