Capítulo XXV

Los viajeros ganaban terreno, dejando tras sí la tormenta desencadenada.

La Naturaleza, indiferente a las escenas dolorosas de Kíllac y sin armonizarse con la tristeza de algunos de los corazones, mostraba sus panoramas rientes y variados.

Al trote de los caballos cruzaba la comitiva de don Fernando pampas interminables cubiertas de ganados; doblaba colinas sombreadas por árboles corpulentos, o trepaba rocas escarpadas, cuya aridez, semejante a la calvicie del hombre pensador, nos habla del tiempo y nos sugiere la meditación. En cinco días que hay de Kíllac hasta la estación del tren, el viajero va hollando las flores de la campiña, cuyo aroma embalsama el aire que se respira; luego toca la empinada cordillera de los Andes, cubierta de algodón escarmenado, donde se refleja el sol derritiendo las nieves, que se precipitan en corrientes cristalinas; luego desciende nuevamente a la llanura, donde la paja repite el lenguaje murmurador de los vientos que la mecen.

—¡Fernando! ¿Qué te parecen las cosas que suceden? —preguntó Lucía a su esposo, después de caminar un buen trecho en silencio.

—Hija mía, estoy abismado contemplando las coincidencias. ¡Ah!, la vida es una novela —contestó el señor Marín deteniendo un poco su caballo.

—Dios no ha querido que saliéramos de Kíllac sin ver el castigo de los culpables —tornó a decir Lucía.

—En efecto, hijita; jamás debemos dudar de la Providencia justiciera, cuya acción tarda a veces, pero al fin llega.

—¡Cierto, Fernando; con razón se dice que para verdades el tiempo y para justicia Dios! ¿Cómo saldrá Isidro Champi?

—Espero que bien. Ese indio es inocente, no lo dudes.

—¿Yo? Jamás lo he dudado; sé que cuando hace algo malo el infeliz indio peruano, es obligado por la opresión, desesperado por los abusos.

—¡Cuidado con esa zanja…! Tuerce la rienda sobre la derecha —advirtió Marín.

—¡Jesús! Si no me adviertes me habría llevado un susto con el brinco.

—Eso es si no caes a tomar posesión del sitio.

—A ese punto no, pues que no soy tan chambona para viajar a caballo. ¿Cuánto dista a la posta?

—Todavía algo; a las siete de la noche estaremos acampando, esto es, si apuramos el paso y no nos detenemos a conversar.

—Entonces… punto en boca y… ¡adelante! —dijo Lucía pegando un chicotillazo a su caballo…

En estas llanuras inconmensurables serpentea a las veces el rayo que, terrorífico, lleva en cintas de fuego la destrucción a la cabaña, o la muerte al ganado, que huye despavorido en pos de refugio escondido.

Y en medio de esas imponentes soledades, de improviso se distinguen dos sierpes de acero reverberantes extendidas sobre la amarillenta grama, y sobre ellas el humo del vapor que, como la potente respiración de un gigante, da vida y movimiento a grandes vagones. De súbito se oye el resoplido de la locomotora, que con su silbato anuncia el progreso llevado por los rieles a los umbrales donde se detuvo Manco Capac.

—¡El ferrocarril! —gritaron varias voces.

Era, en efecto, el tren que llegaba a la última estación del Sur, situada en un pueblecito compuesto en su mayor parte de caseríos con techumbre de paja y paredes de adobe, sin ninguna pintura exterior, que ofrecen un aspecto tétrico al caminante.

Pocas horas después de distinguir el tren, y apeados de sus cabalgaduras, los viajeros se dirigieron a un pequeño salón situado en la misma estación.

Lucía, del brazo con su esposo, levantando las largas faldas de la bata con la correa pendiente de la cintura; las dos niñas por delante, y en seguida varios sirvientes.

—Ustedes entren acá a arreglarse: yo voy a ver el regreso de los caballos, el embarque de los bultos y el pago de pasajes —dijo don Fernando soltando el brazo de su esposa y señalando el salón.

—A ver; ese maletón verde que venga por acá, Gabino —dijo Lucía dirigiéndose al sirviente que cargaba.

—¿Madrina, nos cambiamos el traje? —preguntó Margarita aflojando las cintas de su sombrero.

—Claro, hija; desde aquí ya no nos sirven las batas de montar —repuso Lucía sacando de su bolsillo un manojo de llaves con que fue a abrir el maletón, diciendo a su ahijada:

—Ponte el vestido gris con lazos azules, Margarita. Ese te sienta bien, y el color es aparente para viaje.

—Sí, madrina; ¿y tú cuál te pones? —preguntó la huérfana.

—Para mí, siempre el negro; no hay vestido más elegante que el negro para una señora.

—¡Y a ti que te viene tan bonito!

—¡Lisonjera! A ver ese sombrero.

En estos momentos llegaba un tren de carga previniendo paso limpio con la voz de la campana.

Al verlo, Gabino comenzó a santiguarse diciendo:

—¡Santísima Trinidad…! ¡Allí va el diablo…! ¿Quién otro puede mover esto?… ¡Supay! ¡Supay![52]

Don Fernando, que regresaba, tocó la puerta y dijo:

—¡Apurarse mucho! Señora, el tren no espera a nadie.

—¡Jesús! ¡No vaya a dejarnos! —exclamó Lucía echando dentro del maletón la ropa cambiada, que estaba en desorden por el suelo.

—¿La botellita de Elíxir de coca? Hay que llevarla a la mano, porque es importante para precaverse del mareo y el soroche[53] —dijo don Fernando entrando a la sala.

—Cabales, aquí está el Elíxir de coca —repuso Lucía después de escudriñar el maletón, y alcanzando a su esposo un frasco cuidadosamente envuelto en una hoja de papel rosado con las etiquetas verdes de la imprenta de «La Bolsa» de Arequipa.

—Tampoco olvides los libros, Lucía; el tren sin lectura es un tormento, ya lo verás —previno don Fernando; y al oírle, Margarita sacó un paquete liado con cintas de algodón color café, forrado con un número de El Comercio, y lo alcanzó a don Fernando diciendo:

—Padrino, aquí van los libros; tómalos tú, porque yo voy a llevar de la mano a mi hermanita.

Don Fernando recibió el paquete de la niña, lo colocó bajo el brazo y dijo:

—Esta es importante bucólica espiritual. Gabino, toma la maleta… —Y todos se encaminaron hacia el coche del tren, donde iban a viajar por primera vez las mujeres de esta comitiva.