Capítulo XX

El objeto de la visita de doña Petronila a la casa de los esposos Marín no era solo presentar a Teodora y transmitir las noticias de Saucedo, sino obtener unas recomendaciones de don Fernando para la nueva autoridad. Por esto, luego que salió Martina, la mujer del campanero, dijo al señor Marín:

—He venido a molestarle, mi don Fernando, con una súplica.

—Molestia no será jamás, mi doña Petronila.

—Me han dicho que usted es amigo del nuevo subprefecto.

—Le conozco, verdad, aunque muy de lejos; pero… ¿qué se ofrecía?

—¡Lástima! Yo quería una carta de recomendación para Teodorita y mi compadre don Gaspar; después de todo lo que ha pasado, figúrese usted cómo no estarán temblando los pobres de que vaya otra vez gente de malos tratos como ese militar —dijo doña Petronila prendiendo su pañolón.

—Siento contrariedad al no complacerla; pero yo trataré de buscar la influencia de otro amigo —contestó Marín.

—Salas es pariente del nuevo subprefecto —indicó Lucía.

—Sí, pero no es él de quien pienso valerme, sino de Guzmán; porque este me ayudará a trabajar en favor de Isidro Champi.

—También usted, doña Petronila, por su parte, vea cómo arregla don Sebastián el asunto del campanero —recomendó Lucía.

—Eso queda a mi cargo, y… hasta prontito —dijo doña Petronila despidiéndose junto con Teodora y Manuel, a quien dijo don Fernando:

—Nos veremos luego para acordar lo de Champi.

Margarita, que fue al interior de la casa en busca de Rosalía, respiró un poco de aire libre lejos de su madrina, cuyas miradas se le habían hecho sospechosas desde las confidencias que tuvo con ella y el modo como se expresó de Manuel.

El aire que la soledad brinda a los corazones que sufren en la asfixia del dolor está impregnado de melancolía, y parece entibiado por el bálsamo del consuelo.

El amor es como una planta.

Colocado en terreno fértil, exuberante y rico, crece con rapidez sorprendente.

El temperamento vigoroso y el físico robusto de Margarita abonaban el desarrollo prodigioso de sus simpatías por Manuel, y las condiciones en que la había colocado el destino constituían un nuevo elemento motor, dándole a los catorce años los impulsos de un cerebro maduro y las fruiciones de un corazón de veinte primaveras.

Quedaban solos don Fernando y Lucía en el salón, y esta dijo:

—No dirás, querido Fernando, que es adelantamiento de juicio femenino, pero creo saber que Margarita y Manuel se aman, y…

—Sería afecto celebrado por mí.

—¡Cómo, Fernando! ¿Y los miramientos sociales y los deberes de conciencia? ¡Margarita es la hija de Marcela, madre heroica, víctima de don Sebastián, y Manuel es el hijo del verdugo…!

—Aquí te gané la partida, hijita mía —dijo don Fernando sonriendo y tomando la mano de Lucía—. Manuel me ha dejado entrever un misterio en su nacimiento. Esa historia espero conocerla, y te aseguro que yo no he creído jamás que ese joven tan digno sea hijo de don Sebastián. Nunca lo he pensado, ni antes de que Manuel dejase escapar algunas frases en momentos de franqueza.

—¡Dios mío…! ¿Este viejo tan feo?… ¿Me ganarás, Fernando? Ese detalle importa la solución de un problema que me llena de pesar; porque he sembrado la semilla de la aversión en el tierno corazón de nuestra Margarita.

—¿Cómo, de qué modo? —preguntó con sorpresa don Fernando soltando la mano de Lucía y mirándola con atención.

—Señalándole a Manuel como el hijo del matador de su madre…

—¡Imprudente…! —exclamó Marín con amargura; mas, como hallando reparación, agregó—. Si ella le ama, no habrá brotado el odio, y será doblemente feliz el día en que sepa que Manuel no es vástago del abusivo gobernador de Kíllac.

—¡Desde hoy trabajaré, Fernando mío, para disipar en el corazón de mi ahijada esa sombra que ha proyectado mi palabra imprudente! Sí, conozco que, en realidad, es un partido ventajoso para nuestra Margarita.

—Inmejorable, querida Lucía; yo amo a esa juventud estudiosa y seria que encuentra en su propia inspiración el aliento para el trabajo; por esto amo a Manuel y preveo que será un abogado distinguido, capaz de dar lustre al foro peruano. Fuera de esto, sabrás, Lucía, que los medios materiales de que dispone son más que suficientes para sostener con desahogo a su familia.

—¡Tus palabras me comunican satisfacción infinita, Fernando! Es preciso que ellos sean felices.

—Coadyuvar a la ventura de Margarita es un deber para nosotros, hija mía.

—¡Sí, amado Fernando! Yo le juré esto a Marcela cuando en los umbrales de la muerte depositó en mi alma el secreto de que Margarita es la hija de aquel hombre, y me reveló los pormenores que tú sabes. Luego, ¡Margarita será tan feliz como yo, si ella ama a Manuel como te quiero, mi Fernando!

¡Adulona! —dijo don Fernando con voz cariñosa abrazando a Lucía.

¿Por qué había revelado a don Fernando el secreto de Marcela? ¿Es verdad que la mujer no puede ser nunca la guardadora de un secreto?

¡No!

Lucía amaba mucho a su esposo para haberle callado nada, y es de explicarse esa intimidad inherente al matrimonio que realiza la encantadora teoría de dos almas refundidas en una, formando la dicha del esposo, que permite leer, como en un libro abierto, en el corazón de la mujer, que al dar su mano no esquivó la ternura del alma enamorada, como la ofrenda del amor perdurable jurado en el altar.

El matrimonio no debe ser lo que en general se piensa de él, concederle solo el atributo de la propagación y conservación de la especie.

Tal será acaso la tendencia de los sentidos; pero existe algo superior en las aspiraciones del alma que busca su centro de repercusión en otra alma, como el ser espiritual unificado por las potencias de memoria, entendimiento y voluntad, y estrechado por el vínculo santo del amor.

Lucía, que nació y creció en un hogar cristiano, cuando vistió la blanca túnica de desposada aceptó para ella el nuevo hogar con los encantos ofrecidos por el cariño del esposo y los hijos, dejando para este los negocios y las turbulencias de la vida, encariñada con aquella gran sentencia de la escritora española, que en su niñez leyó más de una vez, sentada junto a las faldas de su madre: «Olvidad, pobres mujeres, vuestros sueños de emancipación y de libertad. Esas son teorías de cabezas enfermas, que jamás se podrán practicar, porque la mujer ha nacido para poetizar la casa».

Lucía estaba llamada al magisterio de la maternidad, y Margarita era la primera discípula en quien ejercitara la transmisión de las virtudes domésticas.

—¡Bien, Fernando!, queda convenido que yo varíe totalmente de parecer acerca de la inconveniencia de los amores de Manuel y Margarita, para quien buscaré una explicación en los límites de la prudencia —contestó Lucía.

—¡Bien! Pero yo tengo que ocuparme de esa pobre familia del campanero.

—¡Fernando, Fernando mío…! Mi corazón tiembla de terror. ¡Ah…!, cuando entró Martina creí ver la imagen de Marcela, y no sabes qué lúgubres presentimientos me han asaltado. No he dicho nada, he callado porque primero eres tú, y temo…

—No temas nada, hija; no tomaré las cosas de frente, pero es imposible dejar que asesinen a otro hombre con el estoicismo del verdugo.

—¡Quisiera ya estar lejos de Kíllac para no ver estas cosas…! ¿Y Manuel, qué hará?

—Ten paciencia, hijita; pocos momentos te quedan en este lugar ya odioso.

—Manuel se encargará de todo, de acuerdo con Guzmán, y voy a escribir a este ahora mismo —dijo don Fernando dirigiéndose a su escritorio. Lucía se retiró también de la sala.

Sentado a su pupitre escribió don Fernando las siguientes líneas:

Kíllac, 13 de diciembre de 187…

SEÑOR DON FEDERICO GUZMÁN.

Aguas-Claras

Querido amigo:

Estoy en vísperas de retirarme a la capital, resolución que he tomado por las razones que usted conoce.

Necesito de su amistad e influencia ante el nuevo subprefecto para sacar de la cárcel a Isidro Champi, campanero de este pueblo, a quien han apresado los verdaderos culpables de la asonada del 5 de agosto. Estoy perfectamente convencido de que ese indio es inocente; pero aquí nada se puede hacer contra las maquinaciones en masa de los vecinos notables que constituyen los tres poderes: eclesiástico, judicial y político. Casi me atrevería a asegurar que Estéfano Benites, Pedro Escobedo y el gobernador Pancorbo son los verdaderos culpables, habiendo desaparecido ya el cura Pascual Vargas.

Tal vez extrañará a usted que pida la intervención de la autoridad política en este asunto sometido al juzgado; pero si reflexiona usted por un momento sobre el personal que administra aquí la justicia, conocerá la necesidad de que una autoridad recta y bien intencionada haga cumplir las leyes.

No tengo interés en la prosecución del juicio. Deseo únicamente dejar salvado al campanero, cuya suerte me contrista, y es todo lo que le recomiendo.

Si puede usted conseguir esto, se lo agradeceré en el alma.

Necesito una cartita de recomendación de usted para el subprefecto, a favor de don Gaspar Sierra y su familia. Todavía por acá se presta mucha importancia, amigo, a las cartitas de recomendación; lo que para mí es buen indicio, porque todavía se cree en la amistad y los servicios desinteresados, y no se ha olido que en otras partes no hay recomendación posible fuera de una onza de oro.

Prepáreme sus órdenes, querido amigo; acepte las memorias de mi Lucía, y disponga de la voluntad de su muy amigo y S. S.

Fernando Marín.

Doblada y cerrada en un sobre azul, guardó don Fernando esta carta en el bolsillo interior de la levita, y salió en dirección a la calle, donde también esperaba ver a Manuel.