Capítulo XVIII

Teodora, en la plenitud de su vida, como ya la hemos descrito al llegar a su pueblo, lucía una cabellera tan abundante y larga, que a tenerla destrenzada habríale cubierto las espaldas como una ancha manta de vapor ondulado. El conjunto de su persona era tan simpático y atrayente, con esa expresión dulce que enamora, que al verla don Fernando formuló en su pensamiento una especie de disculpa al subprefecto. Invitó asiento a las recién llegadas, y llamó desde la puerta:

—¿Lucía, Lucía? —arrojando afuera el pucho del cigarro que fumaba.

Mientras tanto, doña Petronila dijo quedito a su hijo:

—Te pillé, bribonazo, te pillé en tu querencia. —Y sonriose maliciosamente.

—¡Madrecita! —articuló Manuel como una disculpa de niño.

Don Fernando preguntó a Teodora:

—Señorita, ¿usted es recién llegada?

—Sí, señor; soy de Saucedo, y solo hace horas que estoy aquí —contestó la joven con desenvoltura.

Lucía no se hizo aguardar, y entrando dijo:

—¿De dónde bueno por su casa, doña Petronila?… ¿Y esta señorita?… —y abrazó a una y a otra.

Doña Petronila, desprendiéndose el pañolón sujeto al hombro, y con aire de franqueza, exclamó:

—¿Qué les parece a ustedes el dichoso coronel Paredes, que después de dejar el asperjes de la discordia en mi casa se fue a la de mi compadre don Gaspar a querer robarle su joya? —y señaló a Teodora.

—¡Madre! —dijo con timidez Manuel.

¡Guá! ¿Por qué no he de hablar claro —continuó doña Petronila—, si don Fernando los conoce muchísimo y asimismo la señora Lucía? —y relató punto por punto todo lo ocurrido en Saucedo.

Cuando terminó su relación, que los esposos Marín escuchaban cambiando la mirada de la joven a doña Petronila y de esta a aquella, los carrillos de Teodora eran dos cerezas, permaneciendo ella con la mirada clavada en el suelo, sin atreverse a levantar los ojos. En esta actitud soportó uno de los momentos más difíciles de su vida, ora recogiendo los pies bajo la silleta, ora estrujando sus manos escondidas debajo de su pañolón de cachemira.

Manuel se sonreía a veces. Lucía bastillaba la orla de su fino pañuelo, encarrujándolo y volviendo a soltarlo.

—¿Así que esta señorita es una heroína del amor a su prometido? —dijo don Fernando.

—¡Muy bien! ¡Qué simpática! ¡Así fieles deben ser todas las mujeres cuando quieren! —expuso Lucía.

—¡Qué felicidad la de encontrar un cariño así! Envidio a Mariano —agregó Manuel.

—¡Pues me gusta la pasada corrida al subprefecto; bien, muy bien, señorita Teodora! —dijo don Fernando levantándose de su asiento y estrechando la mano de Teodora—. Me parece que estos pueblos se irán poniendo trabajosos día por día —continuó el señor Marín—; aquí todos abusan y nadie corrige el mal ni estimula el bien; notándose la circunstancia rarísima de que no hay parecido entre la conducta de los hombres y la de las mujeres…

—¡Si también las mujeres fuesen malas, esto ya sería un infierno, Jesús! —interrumpió Lucía guardando su pañuelo en el bolsillo de la bata.

—Usted, doña Petronila, debe salvar a su esposo y a su hijo, que es un cumplido caballero —dijo don Fernando dirigiéndose a la madre de Manuel, cuyos ojos brillaron con la luz del gozo materno. Manuel sonrió inclinando la cabeza, adivinando que la intención de su amigo era prepararle campo para convencer a doña Petronila.

Lucía salió en apoyo de su esposo, diciendo:

—Efectivamente, amiga, esto ya no es para nosotras; debemos alzar el vuelo a otras regiones serenas; nosotros nos retiramos pronto.

—¿Se van?… ¿Ustedes se van? —preguntó doña Petronila con interés.

—Sí, señora, lo hemos resuelto —contestó don Fernando apoyando a Lucía.

—¡Jesús! ¡Qué noticia tan triste la que vengo a recibir! —dijo doña Petronila, a quien Manuel insinuó diciendo:

—Ahora falta que tú te resuelvas, madre, y todos quedaremos contentos.

—Eso… veremos…

—¡Cómo! ¿Qué veremos?… ¡Ah!, pronto ha de saberse cuál de nosotros triunfa —repuso Manuel acompasando sus últimas palabras con golpecitos dados en el suelo con el tacón de sus botas.

—¡Margarita, Margarita, ven! —gritó Lucía al ver a la huérfana que pasó junto a la puerta. Lucía tuvo el deliberado intento de ver qué impresión producía el conocimiento de la niña en el corazón de doña Petronila, pues desde la conversación que tuvo con su ahijada, en cuyo corazón existían para con Manuel mayores preferencias de las que ella alcanzó a medir, estaba preocupada con el porvenir de la huérfana.

—Presentaré a usted a mi ahijada Margarita —dijo Lucía tomando a la niña de una mano y dirigiéndose a la madre de Manuel.

—¡Qué linda señorita!

—Simpática y amable.

Fueron las palabras que simultáneamente repitieron doña Petronila y Teodora.

—¡Margarita! ¿No es verdad que lleva bien su nombre de flor? —agregó Manuel en momentos que su madre abrazaba a la huérfana, prodigándole palabras de alabanza que sonaron como música celestial en el corazón de Manuel, que, ebrio de felicidad, no cabía en el pecho.

A interrumpir esta escena de calma venturosa llegó una mujer despavorida, llorosa y confundida, que desde la puerta dijo entre sollozos:

—Señor, wiracocha Fernando, ¡caridad por la Virgen!

—¿Quién es esta infeliz? —preguntó Marín sorprendido.

—Esta es la Martina… mujer del Tapara —repuso doña Petronila, cuando Lucía se tapaba los ojos con ambas manos, murmurando para sí:

—¡Marcela! ¡Marcela! Parece su hermana.

Don Fernando volvió a preguntarle:

—Di ¿quién eres, qué pides?

—Soy la mujer de Isidro Champi el campanero…

La última frase descorrió por completo el velo.

Don Fernando y Manuel se demudaron notablemente, y el primero dijo:

—¡Ah…! Ya lo sé, hija; tu marido está preso, ¿no?…

—Sí, wiracochay, también ahorita se han llevado todos nuestros ganados.

—¿Quién?

—¿Quiénes?

Preguntaron a una vez Manuel y don Fernando.

—¡Las justicias, señor! —repuso lacónicamente Martina.

—¡Las justicias! Pero ¿quiénes son esas justicias? —replicó Manuel.

—¡Jesús!, ¡qué cosa! —exclamó doña Petronila mientras Lucía, muda de emoción, apenas abrió sus labios para decir a Margarita:

—Hija, anda, ve a Rosalía y pide un vaso de agua.

Manuel, que en otra circunstancia habría sentido aquella despedida, dirigió a la señora de Marín una mirada que traslucía toda su gratitud, y sin desplegar los labios permaneció mirándola por varios segundos.

—¡El alcalde mayor[50] y el gobernador, wiracochay, misericordia! —dijo Martina, arrodillándose a los pies de don Fernando.

—¡Oh! ¡Levántate…! ¡Tranquilízate…! —repitió el señor Marín dando la mano a Martina.

—¡Por Dios! ¡Que te salvaremos: se remediará todo; sosiégate! —dijo Manuel, acercándose hacia Martina.

—Bueno, ¿tú no nos persigues? —preguntó Martina a don Fernando.

—¡No, hija, no!

—¿Tú nos salvas entonces, sacas de la cárcel a Isidro y nuestros ganados del corralón de embargo?

—¡Sí, te defenderé!

—¿Sí?

—¡Crueles!

—¡Descorazonados! —repitieron sucesivamente, y Martina, sin más promesa que la de don Fernando y Manuel, salió llena de esperanzas, que su amante corazón de esposa quería transmitir sin tardanza al del esposo encarcelado.