Martina, la mujer de Isidro Champi, luego que salió de la casa de su compadre Escobedo, después de sacrificar las cuatro cabezas de ganado vacuno ante la avaricia del compadre, asustada con la noticia de que la prisión de su marido era realmente por las campanadas de la asonada, fue corriendo a su casa, tomó los ponchos de abrigo de Isidro y se dirigió a la cárcel.
El carcelero le dejó entrada libre, y cuando vio a su marido se echó a llorar como una loca.
—¡Isidro, Isidrocha!, ¿dónde te veo?… ¡Ay! ¡Ay!, ¡tus manos y las mías están limpias de robo y de muerte…! ¡Ay! ¡Ay…! —decía la pobre mujer.
—Paciencia, Martica, guarda tus lágrimas y pide a la Virgen —contestó Isidro procurando calmar a la mujer que, secándose los ojos con el canto de uno de los ponchos, repuso:
—¿Sabes, Isidro, he ido a ver a nuestro compadre Escobedo, y él dice que prontito te saca libre?
—¿Eso ha dicho?
—Sí, y aun le he pagado.
—¿Qué cosa le has pagado? Te habrá pedido plata, ¿no?
—¡No! Si ha dicho que te han traído por las campanadas de esa noche de las bullas de la casa de don Fernando. ¡Jesús! ¡Y tantos muertos que hubo…! Y ese wiracocha dice que tiene plata y nos perseguirá —dijo la india santiguándose al mentar a los muertos.
—Así dijo también don Estéfano —contestó Isidro, e insistiendo en la primera pregunta, pues harto conocía a los notables del lugar, dijo—. ¿Y qué cosa has pagado, pues, claro?
—¡Isidrocha…! ¡Tú te enojas…! ¡Tú te estás poniendo amargo como la corteza del molle[49]! —repuso la india con timidez.
—¡Vamos, Martina!, tú has venido a martirizarme como el gusano que roe el corazón de las ovejas. Habla, o si no, vete y déjame solo… Yo no sé por qué no quieres decir… ¿Qué le pagaste?
—Bueno, Isidro. Yo le he dado a nuestro compadre lo que ha pedido, porque tú eres el encarcelado, porque yo soy tu paloma compañera, porque debo salvarte, aunque sea a costa de mi vida. No te enojes, tata, le he dado las dos castañitas, la negra y la afrijolada… —enumeró Martina acercándose más hacia su marido.
—¡Las cuatro vaquillas! —dijo el indio empalmando las manos al cielo y lanzando un suspiro tan hondo, que no sabemos si le quitaba un peso horrible del corazón o le dejaba uno en cambio del otro.
—Si él quería que se le diese vacas, y apenas, como quien arranca la raíz de las gramas, le he arrancado él sí por las vaquillas, porque una es para el gobernador, una para el subprefecto, otra para el juez y la afrijolada para nuestro compadre.
El indio, al escuchar la relación, inclinó la cabeza mustio y silencioso, sin atreverse a decir nada a Martina, quien después de algunos momentos salía en pos de sus hijos, enjugando nuevas lágrimas y con el corazón repartido entre la cárcel y la choza.
Entre tanto, Escobedo, que encontró a Estéfano, le dijo:
—Compañero, aseguratan…
—Ratan —contestó Benites.
—Y como reza el refrán. Ya el indio Isidro aflojó cuatro vaquillonas.
—¿Eh?
—Como lo oyes; vino la mujer lloriqueando y le dije que era grave la cosa, porque la prisión era por las campanadas.
—¿Y?…
—Me ofreció gallinas; ¿qué te parece la ratona de la campanera?
—¿Pero aflojó vaquillas?
—Sí, pues; ahora ¿cómo nos partiremos?
—Le daremos una al subprefecto, mejor ir derecho al santo, y las tres para nones —distribuyó Benites.
—Bueno, ¿y el indio sale o no sale?
—Ahora no conviene que salga; lo embromaremos unos dos meses, y después la sentencia hablará, porque primero está el cuero que la carne, hijo —opinó Benites.
—Eso es mucha verdad, que uno está antes que dos. ¿Y el embargo?
—El embargo que se notifique por fórmula y con eso sacamos cuando menos otras…
—Cuatro vaquillas, claro. Si tú sabes como un vocal, Estefito, y con razón todos te hacen su secretario —agregó Escobedo frotándose las manos.
—¿Y para qué estudia uno en la escuela del Rebenque, sino para dictar la plana y ganar la vida, y ser hombre público y hombre de respeto? —dijo con énfasis sacando su pañuelo sin orlar y limpiándose la boca.
—¿Cuándo hacen el embargo? —preguntó Escobedo.
—Podemos hacerlo dentro de dos días, y se me ocurre una idea. ¡Qué canarios…! Tú no vayas al embargo, cosa que al indio le hacemos creer que tú, por ser su compadre, te has empeñado en guardar los ganados, porque si es otro el depositario se los lleva.
—¡Magnífico! Por ahora tu zorro te dicta como libro —repuso Escobedo riéndose y preguntando en seguida—. ¿Qué dirá don Hilarión?
—El viejo ni lee lo que pongo. A todo dice amén, como que es sobrino de cura.
—No seas deslenguado. ¿Y don Sebastián? —advirtió y preguntó Escobedo.
—Don Sebastián dirá «francamente que así me parece bien», y nosotros de esta hecha estrenamos ropa y caballo para la Fiesta del pueblo —repuso riéndose a carcajadas Estéfano Benites, en cuyo cerebro quedaba combinado todo su plan para explotar la inocencia de Isidro Champi, con el apoyo del compadre Escobedo, padrino de pila del hijo segundo del campanero.
—Muy bien, compañerazo, y ahora que tenemos todo trazado a las claras, la lengua pide un mojantito —opinó Escobedo.
—De ordenanza, compadrito; pediremos un par de copas, a la pasada, donde la quiquijaneña o donde la Rufa —contestó Estéfano aceptando la idea de su colega y arreglándose la falda del sombrero.