Capítulo XVI

Don Fernando encontró a Manuel todavía abismado en las impresiones que le dejó la repentina salida de Margarita.

—¡Hola, don Manuel! —dijo al entrar, alargando la mano al joven.

—Excuse usted mi visita, don Fernando; la hora no es aparente, pero en estos casos la urgencia de los asuntos es la carta de pase —contestó Manuel al mismo tiempo que estrechaba la mano de su amigo.

—Nada de cumplimientos, don Manuel. Usted sabe que soy su amigo, y eso basta —dijo don Fernando, arrastrando una silleta e invitando a sentarse al joven.

—Tanto lo sé, que sin la amistad de usted me habría vuelto loco; mi posición tan difícil ante usted después del asalto aquel, los acontecimientos tan íntimos y contradictorios que se desarrollan desde mi llegada a este pueblo, donde los notables no acatan la ley, no conocen religión, y todo lo que pienso y medito, no son para menos.

—Verdad, querido Manuel, que horroriza el estado actual de esta pequeña sociedad, pero más preocupado que usted me traen las noticias que acabo de recibir de la ciudad.

—¿Serán de interés privado para usted?

—¡No! Son de interés público. Me comunican el triste fin del cura Pascual, ese desventurado hombre a quien escuchamos palabras de dolor, echando de menos la sana influencia que ofrece la familia en su seno a los párrocos del porvenir.

—¿Ha muerto?

—Sí, amigo, y de una manera desastrosa.

—¿Y cómo y de qué ha muerto? —continuó preguntando Manuel con interés creciente, prestando toda su atención a la respuesta.

—Ha muerto en los Descalzos. Fue arrastrado primero por la bestia, recogido por la conmiseración de algunos y asistido por los frailes; dicen que al beber un vaso de agua sufrió el accidente final —replicó el señor Marín.

—¿Al tomar un vaso de agua en el convento?

—Sí, y los médicos han opinado que ha sido un derrame seroso.

—¡Pobre hombre…! ¡Descanse en paz…!

—Hay otras noticias más graves que me han hecho vacilar…

—¿Si serán las que ya sabemos en casa? ¿Las de la tormenta política descargada en la capital, y conjurada después de un delirio horrorizador?

—¡Exactamente, amigo Manuel! Pero… bien mirado, esto será temible en las primeras horas por las medidas violentas que imponen las situaciones anormales. Después, ¡no! Tengo fe en la administración civil de su tocayo don Manuel —dijo don Fernando, levantándose de su asiento.

—Asimismo la abrigo yo, don Fernando, porque don Manuel Pardo es un hombre de talla superior; pero lo que me abruma en estos momentos es… Diré, amigo, aunque sea brusco el cambio…

—¿De opinión?

—No, señor, de tema; me abruma la tormenta doméstica. Veo que es imposible vivir en este pueblo sojuzgado por la tiranía de los mandones que se titulan notables.

—¿Qué de nuevo puede usted decirme, amigo Manuel? Sé que han reducido a prisión al campanero, acusándole como culpable del asalto de mi casa…

—¿No le digo? ¡Si esto hace perder el juicio! Y como, por otra parte, de todos modos debo terminar mis estudios y recibirme de abogado, es preciso que me marche; pero no me resuelvo a dejar a mi madre en esta jauría de lobos.

—Pues, amigo Manuel, casualmente yo acabo de resolver este grave asunto en casa en igual sentido. Dentro de breves días me retiro con mi familia.

—¿Usted, don Fernando? —interrumpió Manuel, en cuyo semblante se pintó la sorpresa sombreada por el dolor o la duda.

—Sí, amigo; he arreglado un traspaso de mis acciones en los minerales y de los objetos de mi propiedad con unos judíos que me dan veinte por ciento, y así, salgo satisfecho.

—¿Y adónde se dirige?

—A la capital; en Lima presumo que el domicilio tendrá garantías, y que las autoridades conocerán lo que es cumplir su misión. Quisiera solo hacer algo, antes de salir, por la libertad del campanero.

—Don Fernando, mi brazo es suyo. Ambos haremos todo por ese indio infeliz. Ahora parece que el destino me sonríe. He venido a hablarle de algo relativo a mis proyectos.

—¡Con cuánto gusto le escucho!

—Como dije, deseo arrancar de aquí a mi madre. He tomado todas las medidas necesarias para llevarla con pretexto de un paseo a Lima, y una vez allá, no habrá buque para regresar.

—Perfectamente. ¿Y don Sebastián? —preguntó don Fernando con curiosidad.

—Usted sabe que la madre de familia es el sol de la casa, cuyo calor busca el corazón; tras de mi madre… llevaría a don Sebastián, cuyo porvenir es también de los más tristes aquí… ¡Ah, don Fernando!, usted no adivina los actos opresivos que soporto por amor a mi madre.

—¿Y qué? Don Manuel, su modo de expresarse respecto a su padre hace tiempo que llama mi atención —dijo don Fernando, inspirando con el tono de su voz cierta confianza al joven.

—Lo presumía, señor Marín. Mi nacimiento está envuelto en un velo misterioso, que si alguna vez se descorre por mi mano, será ante usted, que es un caballero y que es mi mejor amigo —dijo el joven turbado.

Don Fernando acababa de saber todo lo que necesitaba, porque para él no pasaron inadvertidas las recíprocas impresiones de Manuel y de Margarita. Manuel no era, no podía ser, hijo de don Sebastián.

—¿Quién será su padre? —pensó don Fernando—. Puedo interrogarle de nuevo, exigirle una confidencia de amigo a amigo, obtener el secreto y tener el campo por mío; pero es necesario respetar la prudente reserva de este joven; la ocasión llegará. —Y dirigiendo la palabra a Manuel, dijo—. Gracias, don Manuel; creo ser digno de su confianza, mas… volvamos a su solicitud. Decía usted…

—Que deseo me facilite usted la traslación de unos fondos a Lima y la colocación garantizada de ellos en una casa comercial.

—Con el mayor agrado, don Manuel, adquiriremos unos libramientos para cualquiera de los Bancos: el de «La Providencia», el de «Londres, México y Sud América», en fin, el que usted elija.

—Será el de Londres.

—Bien, y ¿cuánto desea usted remitir?

—Por ahora, unos diez mil soles. Más tarde será otro tanto, porque pienso realizar todas las propiedades de acá —repuso el joven.

—Téngalo por hecho, querido don Manuel. Esta tarde puede usted dejar el dinero donde Salas, en mi nombre, y mañana tendrá usted todos sus libramientos. Ahora, permítame felicitarlo por su resolución. Muy bien pensado. Usted será un hombre útil al país como tantos otros que han ido de provincias a la capital; honrará a su familia, se lo aseguro —dijo don Fernando acentuando sus últimas frases.

Manuel inclinó la cabeza, como agradeciendo, y detuvo en sus labios una palabra inoportuna, pues iba a manifestar a don Fernando que el móvil de todas sus aspiraciones era Margarita, pero la reflexión paralizó este movimiento.

—¿Su madre ha debido sufrir mucho? —preguntó don Fernando rompiendo el silencio momentáneo y sacando un cigarro.

—¡Oh, cruelmente! ¡Alma de ángel en corazón de mujer…! ¡Pobre madre mía…! —respondió Manuel suspirando. Y tomando un nuevo giro su pensamiento, continuó—: Creo que usted no sabe otras noticias de bulto que se han realizado anoche como el complemento de esta situación.

—¿Qué ocurrencias son esas? —dijo don Fernando con curiosidad.

—Nos ha venido del pueblo vecino, de Saucedo, una joven asilada en casa por las persecuciones del subprefecto Paredes.

—¿Esa niña pagaría algún impuesto o renta fiscal? ¿Tal vez precios?…

—Nada, don Fernando; el coronel gustó de su belleza juvenil y quiso hacerla suya sin otra bendición que la de su voluntad dictatorial —dijo Manuel riéndose con expansión.

—¿Y?…

—Ha huido del hogar.

—¿De modo que por estos mundos las víctimas salvadas de manos del cura caen a la hoguera de la autoridad?

—Como usted lo oye —contestó Manuel turbándose visiblemente con las palabras de don Fernando.

—¡Esto horroriza! ¡Y si fijamos la mirada en los indígenas, el corazón tiene que desesperarse ante la opresión que estos soportan del cura y del cacique…!

—¡Ah, señor don Fernando! Desconciertan estas cosas al hombre honrado que viene de otra parte, ve y siente. Cuando haga mi tesis para bachiller pienso probar con todos estos datos la necesidad del matrimonio eclesiástico o de los curas.

—Tocará usted un punto de vital importancia, punto que los progresos sociales tienen que dilucidar antes que el siglo decimonono cierre su último año con el pesado puntero que va marcando las centurias.

—Esa es mi convicción, don Fernando —dijo Manuel.

—¿Y que me dice usted de las autoridades que vienen a gobernar estos apartados pueblos del rico y vasto Perú?

—¡Ay, amigo! Ellas buscan empleo, sueldo y comodidad, sin que ninguno de los elegidos haya tenido noticia de las palabras de Epaminondas para saber que «es el hombre el que dignifica los destinos», cosa que nos enseñan en la escuela.

—Es que en el país impera el favor —dijo don Fernando sacando una caja de fósforos y encendiendo el cigarro que, armado, tenía hacía rato entre los dedos.

—¿Usted podría decirme, don Fernando, en qué estado está el expediente relativo al asalto de su casa? —preguntó Manuel aprovechándose del pequeño silencio que hubo para variar de conversación; y al preguntar aquello sus carrillos se tiñeron del carmín más encendido.

—El expediente… ni sé qué decirle, amigo… solo ayer he preguntado algo de eso al saber que han apresado al campanero, a quien creo completamente inocente. ¿Le interesa? —contestó don Fernando arrojando una bocanada de humo.

—¡Mucho, don Fernando! Ya hemos acordado salvar al campanero, cuyo nombre ignoro, y por otra parte, desearía que… si Margarita conoce aquellos detalles algún día… los conozca bajo otra forma…

—¡Pif! ¡Fue tan trágico el fin de los infelices padres de la muchacha!

—¡Cuánto daría porque conociese en su verdadero fondo ese trágico fin la digna ahijada de ustedes! ¡Margarita! Y Margarita…

Iba a decir Manuel todo el secreto de su alma, cuando apareció en la puerta doña Petronila acompañada de Teodora, a quien presentó con manifiesto cariño.