Al poco rato de la fuga de Teodora se apercibió de ello la reunión. El teniente gobernador, dando el primer apunte, dijo:
—El viejo polilla es quien tiene la cuchara, mi coronel, porque ella estaba ya llana, por lo visto, para complacer a usía.
—¿Se me burla así? ¿A mí? No lo consentiré, no, señor… ¡No lo consentiré a fe de militar! —decía Paredes dando paseos acelerados en la habitación.
—Vamos a buscarla, amigos —propuso el teniente, agarrando una vela encendida, y en actitud de salir.
—¡Sí señor! He de sacar a mi huri del fondo de la tierra, ¡sí señor! —repetía con rabia el subprefecto mientras los oficiosos salieron a registrar toda la casa, sometiendo a interrogatorio inquisitorial a la servidumbre, aunque pongos, mitayos y alcaldes no discrepaban en la respuesta:
—Han salido a la calle —repetían todos ellos.
Alguno preguntó como encontrando la hebra:
—¿Salieron a pie?
—No, señor, salieron en aguelillo —repuso uno de los alcaldes.
—Pues, usía, iremos tras ellos —dijeron en coro—, que el camino es uno, llano y ligero.
—A la obra, pues, amiguitos; y al que me traiga a la niña…
—Juro que yo seré el afortunado —interrumpió el teniente gobernador.
Se nombró la comisión y los designados salieron en pos de sus caballos.
La cólera del subprefecto estaba a medio estallar, porque se decía:
—¡Canalla de viejo! Sí señor, a presentárseme en estos momentos, lo fusilo sin formar el consejo de guerra. Para algo es uno autoridad. Pero… los muchachos estos son tan listos, y… conviene descansar un momento. —Diciendo esto se echó largo a largo sobre la cama colocada en una esquina, y se puso a dormitar.
A pocos momentos se oyó un tropel de caballos y, abriendo los ojos, don Bruno Paredes dijo entre dientes:
—Son ellos… ¡ya parten…! Sí señor; pronto quedaré complacido mediante la actividad de mis… subordinados. ¡Si estos muchachos valen la plata del Cerro de Pasco! ¡Uff…!
Simultáneamente salían los esbirros en pos de Teodora y llegaba un chasqui[48], alguacil de gobierno, que, caminando a pie por las sinuosidades de la quebrada desde la capital de la provincia, ganó terreno con rapidez prodigiosa. Ese chasqui conducía un pliego cerrado con lacre colorado, sellado con las armas de la República, en cuyo sobrescrito se leía: «Oficial. —Urgente—. Al coronel don Bruno de Paredes».
Cuando el propio puso el papel en manos de la autoridad, esta se puso a leer medio recostado como se encontraba, pero no bien se impuso de los primeros renglones, saltó como lanzado por una fuerza eléctrica, palideció primero y después le subió a la cara toda la sangre del corazón, quedándose suspenso por algunos momentos con el pliego abierto entre las manos.
De improviso lo arrojó sobre la cama y, dando una patada en el suelo, dijo:
—¡Caracoles! ¡Esto huele feo…! No hay más remedio que asegurarse, sí señor… ¿A ver, alcalde…? ¡Quién vive por ahí! —dijo dando voces, a que acudieron varios indios de servicio y los nacionales de su escolta.
—¡Mi caballo!… ¡Pronto, pronto! —gritó don Bruno, siendo obedecido como por ensalmo.
Cabalgó y, seguido de tres personas, tomó al galope del tordillo el camino de la ciudad, murmurando para su capote:
—Huir el bulto es de los prudentes; en la ciudad hallaré escondite cómodo, mientras se serena la tempestad política…
La gente que fue en seguimiento de Teodora, y topó con don Gaspar, rodeó al buen viejo, y encerrándolo en un círculo, habló así el teniente gobernador:
—Hola, compadrito, qué escapada tan fea; ¿dónde está la niña Teodora?
—¡Cómo! —repuso don Gaspar aparentando inquietud—. ¿Ustedes buscan a mi hija? ¿Qué? ¿No la dejé con ustedes en la casa? ¡Jesús…! Felizmente, ella es honrada, y… allá estará. Vamos.
Y aplicó un latigazo al lobuno que lo hizo brincar con fogosidad.
—¡Despacito, taita! —observaron varios; torciendo las riendas de sus cabalgaduras y amenazando así el teniente:
—Vamos, pues; pero si no entregas la prenda, Gaspar, ¡tente por frito!
—Regresemos, sí —dijeron varios, y entre cuchicheos se oyó esta reflexión:
—No habrá salido la dómina, pues no hay tiempo para ir y volver de ningún pueblo vecino.
—Y si tú no saliste con Teodora, don Gaspar, ¿a qué vino por estos lugares? —observó el teniente.
—¡Vaya, tatay!, que tú no pareces del lugar; habrás llegado de Lima con bejuco y cuello tieso; he venido a hacer la ronda de los pastales —respondió don Gaspar con mucha formalidad.
—Ha salido al rodeo —dijo uno.
—¡Que cante el gallito! —gritaron dos, y se detuvo la comitiva.
El teniente sacó de la bolsa del pellón una botella de pisco, y de ella fueron tomando sucesivamente, midiendo la cantidad por un silbido que daba el inmediato, operación que se repitió con mucha frecuencia en el trayecto, llegando los viajeros a la casa de don Gaspar entre gallos y medianoche.
La blanca luna lucía todo su disco plateado sobre aquella planicie de Saucedo, donde se alzaban las alegres cabañas de los indios peruanos, por cuyas puertas cruzan, al rayar la aurora, el venado de pieles grises y la perdiz de codiciadas carnes.
La casa de don Gaspar estaba como la morada de un ex en toda regla: escueta y desmantelada.
Los pongos fueron los únicos que, acurrucados en el zaguán, roncaban como sochantres, siendo preciso sacudirlos para despertarlos y preguntarles algo.
—¿Qué es del señor subprefecto?
—¿Sin duda, duerme?
—¡Vamos! ¿Y la niña Teodora?
—¡Encienda un fósforo, hombre!
Estas fueron las palabras de unos y otros, cuando uno de los pongos aclaró las dudas, diciendo:
—El señor subprefecto ha salido a caballo.
—¡Qué canarios! —exclamó el teniente.
—Sin duda hemos tardado mucho, y habrá ido tras de nosotros.
—¡Cabales! El que espera desespera, y cuando está enamorado… ¡Chist…!
Entre tales dichos penetraron en la sala, que estaba abierta. Don Gaspar encendió la vela que estaba junto a la cama. Con la luz lo primero que distinguieron fue el pliego cuya lectura hizo poner los pies en polvorosa al coronel Bruno de Paredes.
Todos se juntaron para leer en corro, y al terminar dijo el padre de Teodora:
—Se ha huido, pues, nuestro subprefecto.
—¡Si era un papanatas el tal coronel de Guardia Nacional! —dijo el teniente gobernador.
—¡Coronel de…, soldados de habas…!
—¡Un cobarde! —agregó otro.
—¿Qué? Un comerciante, un peculador, a mí me consta —dijo aquel.
—¡Cobarde! ¡Desertor! —opinó este.
—¡Una exautoridad! —aclaró don Gaspar, riendo con la risa del que ha vivido mucho y oído mucho.
Y tomando la guitarra que estaba en la esquina de la habitación, se puso a rasgar, cantando con voz acatarrada:
Pájaro que vas volando
A las orillas del mar,
Cómo no has de ir de miedo
Pues vas sin atapellón…
Quedando reconciliados raptores e injuriado a los acordes de tan extraña cantata, nosotros regresaremos a Kíllac, donde los nuestros nos esperan.