Capítulo XIV

Vamos a viajar por un momento en busca del coronel Paredes, a quien dejamos sentándose a la mesa en casa de Teodora.

La comida fue alegre y abundante, y no bien hubo terminado, entrada ya la noche, todos se dirigieron a la sala de recibo, donde echarían una cana al aire con el zapateo y el bailecito del pañuelo.

Don Gaspar llamó a su lado a su hija y le dijo a secas:

—Sígueme, Teoco.

Y ambos fueron a una cerca inmediata donde había tres cabalgaduras, una de ellas con arreos de silla de gancho y todo lo concerniente al equipo femenino, custodiadas por un indio mitayo.

—¿Adónde vamos, padre? —preguntó Teodora.

—A Kíllac, a casa de mi comadre doña Petronila, que, como sabes, es una señora a las derechas, y a su lado estarás segura como la custodia en el altar —repuso don Gaspar sin detener su paso, que era seguro y de grandes trancos a pesar de la oscuridad de la noche.

—Bueno, y vale que don Sebastián ya no es gobernador; así que estaremos en paz hasta que venga Mariano —respondió Teodora siguiendo menudamente el paso acelerado de su padre.

Un bulto alto y emponchado se destacó de la sombra en este instante.

—¿Anselmo? —llamó don Gaspar.

—¡Señor! —contestó el llamado a secas, y todos tres siguieron la marcha hasta llegar adonde estaban los caballos.

Los dos varones levantaron a Teodora, que, con la agilidad de la campesina, se colocó en su jaco, llamado el Chollopoccochí, sin duda por ser negro y tener las patas blancas.

Cabalgaron después don Gaspar y Anselmo, que era un criado de toda confianza de la casa, y el padre de Teodora dijo al mitayo con expresión de mandato:

—Vuelve a casa, atiza la candela, que no falte el té con bastante tranca; y si nos echan de menos, ya sabes, ¿eh?

—Sí, tatay —contestó el indio emprendiendo el regreso.

Sonaron tres latigazos simultáneos en las ancas de los brutos, que se lanzaron como una exhalación entre las tinieblas de la noche, llevando sus pesados jinetes, dando resoplidos por las abiertas narices y, mordiendo con rabia los frenos.

El viejo iba sumergido en meditaciones, pues el cerebro elabora sin cesar la idea, y el pensamiento no se somete de grado a la quietud del cuerpo.

—Padre, moderemos el paso —dijo Teodora refrenando su caballo.

Pero don Gaspar no prestó atención o no oyó a su hija, que volvió a decir en voz más alta:

—¡Padre!

—¿Eh? ¿Te has fatigado tan pronto? —contestó el viejo moderando a su vez la marcha.

—¡No estoy fatigada, qué disparate!, pero he pensado una cosa.

—¡Habla! —repuso don Gaspar gobernando las riendas para acercarse más a Teodora.

—Sería mejor que te volvieras de aquí no más. Llegarás a casa en media hora; tu presencia alejará toda sospecha, y seguirán otro rato sin echarme de menos… y tú… al fin, darías muchas disculpas.

—¿Y tú… seguirás… sola?… —observó don Gaspar tosiendo repetidas veces.

—No corro riesgo alguno yendo con Anselmo. Chollopoccochí es manso y conoce bien el camino, la distancia es ya corta, la luna no tardará en alumbrar; y sobre todo, si a ellos se les ha ocurrido averiguar por nosotros, si por acaso descubren lo del viaje, no dudes que nos sigan, nos alcancen, nos pillen, y borrachitos…

¡Cataplum! Teodora, hablas como el misal de la parroquia —interrumpió el viejo deteniendo el caballo, y agregó con sonrisa maliciosa—: Lo cierto es que las mujeres se pintan para urdir estos lances.

Don Gaspar volvió a toser con fuerza.

—Ahí está, pues, ya estás constipado; regresa no más, que si viniese alguno, con tu vuelta perderá la madeja.

¡Cabalorum! Y en cuanto a que yo declare en dónde estás, que me descueren[47] —contestó don Gaspar, y dando voces al criado que estaba lejos—. ¡Anselmo! ¡Anselmo! —dijo.

El sirviente asomó su caballo al grupo, y se sostuvo este diálogo entre padre e hija:

—Pues, hasta dentro de cuatro días, en que iré a buscarte.

—Adiós, padre; abrígate la boca, estás con mucha tos.

—Golpea con tientas la casa, y cuéntale todito a mi comadre doña Petronila: sabe el sapo en qué agua se echa a nadar.

—Sí, yo le diré bien todo.

—Anselmo, cuida a la niña y… hasta pronto, ¿eh?

Al terminar esta frase, don Gaspar volvió bridas, aplicó con toda fuerza los talones desprovistos de espuelas en los ijares de su potro lobuno, en cuya anca sonaron también un par de chicotazos, que le estimularon el brío juntamente con la vuelta a la querencia.

Serían las once de la noche cuando Teodora y Anselmo se apeaban a la puerta de la casa de doña Petronila Hinojosa. Tocaron con fuerza el leoncito de bronce que sirve de llamador, y a los golpes respondieron cuatro o cinco perros con ladrido desesperado, dejándose oír una voz soñolienta que preguntó con enfado:

—¿Quién es?

—Yo, que vengo de parte de don Gaspar Sierra a entregar a doña Petronila una prenda que le manda.

El portero, que era el consabido pongo, no necesitó de más explicaciones; descorrió la aldaba, y las hojas de la puerta de la calle giraron sobre sus goznes, dando paso a la fugitiva Teodora, que fue recibida por doña Petronila con el cariño proverbial de la madre de Manuel.

No hubo caminado dos millas don Gaspar desde el sitio en que se separó de Teodora, cuando distinguió gritería y tropel de gente a caballo. En pocos momentos más no abrigó duda de que esa era la comitiva del subprefecto.

—Sí, bien dijo la Teoco. ¡Qué diantres! ¡Las mujeres todas son brujas! Y lo gracioso es que todos los hombres nos dejamos embrujar, a oídas y vistas, a sabiendas o a callandas —se dijo don Gaspar, y siguió caminando al paso llano de su lobuno.