Informada Lucía de la resolución de su esposo, y encontrándose sola con Margarita, se manifestó muy complacida con la idea del viaje, y dijo a su ahijada:
—Qué contenta vas a ponerte, Margarita, con la noticia que te guardo.
—¿Madrina?… —interrumpió la niña fijando su mirada en el rostro de Lucía.
—Ya no haréis solas tú y Rosalía el viaje a Lima.
—¿Quiénes más vamos, tú? —preguntó con vivacidad la huérfana, en cuya mente revoloteaban las mil mariposas de la ansiedad, el entusiasmo y la curiosidad.
—Yo, tu padrino, toda la familia —contestó Lucía, enumerando con los dedos de las manos y moviendo la cabeza.
—¡Tú, mi padrino, Rosalía! ¡Ay, qué gloria! ¿Y Manuel irá? —preguntó entusiasmada Margarita.
Lucía fijó su atención sobre las facciones de su ahijada para medir la impresión de su respuesta, y dijo:
—Manuel no irá; él tiene sus padres aquí.
Siguió un corto silencio.
Los ojos de Margarita se llenaron de lágrimas, que en vano trató de esconder tras el velo del disimulo, preguntando:
—¡Qué linda ciudad debe ser Lima!, ¿no?
—Es la más linda del Perú. Mas… ¿por qué lloras, hija? —preguntó Lucía tomando a Margarita de ambas manos, sentándola a su lado y diciéndole:
—Mira, hija mía, yo noto que te inclinas mucho a Manuel, y ahora acabo de comprender que ese joven ha impresionado tu corazón de niña, y me asaltan los temores de que mañana le pertenezca tu corazón de mujer.
—¡Madrina! Es que Manuel es muy bueno, nunca le he visto hacer nada malo —repuso Margarita con manifiesta timidez.
—Exactamente, hija, su bondad me ha hecho caer en una red, que es preciso cortar para libertarse. Tú no puedes querer al hijo del sacrificador de tus padres. ¡Ah, me horrorizo…! ¡Pobre Manuel…!
Al terminar la frase, Lucía estaba emocionada; el temor y la duda asaltaron su corazón, variando visiblemente el timbre de su voz. Por su mente cruzaban, uno en pos de otro, pensamientos que torturaban su pecho, e interiormente se preguntaba:
—¿He cometido una indiscreción al hablar de amor a mi ahijada? He arrojado el eterno baldón sobre la frente de Manuel, a quien Margarita verá desde este momento como el hijo del verdugo de sus padres… ¡Y luego, Manuel…! ¡Ah…! ¡Corazón lleno de abismos…! ¡Madeja de misterios…! ¡Corazón humano!
Para Margarita, ¡cuánto decía también el silencio aparente de su madrina! Muda y temblorosa permanecía, como una azucena sobre cuyo tallo ha intentado posarse el ruiseñor sin haber plegado las alas, porque la debilidad de la planta le ha hecho continuar el vuelo en busca de mejor asilo.
Después de la entrevista que acababa de tener con Manuel, aquella declaración de su madrina era cruel, destrozaba su alma, tronchaba al nacer las flores de las esperanzas de dos corazones ligados por los lazos que constituyen la felicidad humana, de dos corazones que se amaban.
Por fin pudo rehacerse la esposa de don Fernando, y cortando el hilo de la conversación anterior, dijo a Margarita:
—Cuida, pues, de tener tu baúl listo para el jueves, y no olvides las cosas de tu hermanita, ¿no? Tú eres la mayor y debes ayudarle.
—Sí, madrina —respondió Margarita levantando maquinalmente una madeja de seda azul que vio en el suelo.
Púsola sobre la mesa y salió; Lucía, al verse sola, tornó a decir:
—¡Pobre Manuel! ¡Lleno de prendas, dotado de aspiraciones nobles! ¡Es indudable que ama a Margarita, de quien le separa un abismo…! Pero… es verdad, en la vida práctica las aberraciones del corazón señalan el mundo insondable como la parte más poética del amor. ¿Acaso hay fuego comparable con el que alimentan los amores imposibles? ¿Acaso existe anhelo semejante al de acercarse a la posesión del objeto amado rompiendo ligaduras, traspasando cadenas de montañas formadas de espinos que han ensangrentado la planta; trepando empinadas cordilleras donde la nieve del imposible, derretida por el sol del amor, ha formado raudales de lágrimas?
¡Héroes del dolor, pobres desterrados del Paraíso de la Ventura, no sois comprendidos por el mundo! ¡Víctimas inmoladas en los altares del infortunio, las almas generosas os ofrecerán tal vez el incienso de su simpatía, y permaneceréis amando en el dolor…!
Lucía cayó sobre el sofá al terminar su soliloquio, llevándose la mano derecha a la frente bañada por un copioso sudor que resbalaba sobre sus mejillas, encendidas con el tinte de las amapolas de mayo. Después, entrelazando sus dedos y estrujándolos hasta producir el sonido del descoyuntarse los nudos, se preguntó:
—¿Qué hago, pues? Mi situación es difícil y dramática, a la par que la de Manuel y Margarita; si se aman con el primer amor, irá este a sublimarse con esos suspiros que, llenos del aroma del amor virginal, exhala el pecho oprimido por la nostalgia del ser amado… ¡Si acaso intentase algo directo…! ¡Ah…! Pero mi Fernando salvará mis dudas, compartiremos nuestras ideas, y brotará la luz, porque yo no puedo olvidar que Marcela murió legándome los dos pedazos de su corazón.
Tenía razón Lucía; ella compartiría con don Fernando sus dudas, sus temores y sus esperanzas, apartando las sombras del momento. Manuel podría compartir con su madre, con el más noble de los corazones, las penas que acongojaban el suyo; esconderse en el regazo maternal y llorar hoy sus lágrimas de hombre como ayer enjugó su llanto de niño.
¿Pero Margarita?
Pobre huérfana, ave sin nido, tendría que buscar sombra de árbol extraño para entonar bajo su fronda el idilio de su alma enlazada a otra; tendría que esconder sus propios pensamientos; reír con los labios y llorar con el corazón.
Lucía era, para Margarita, la mejor de las mujeres, pero ¡Lucía no era su madre!