Capítulo XI

Los acontecimientos políticos realizados en la capital de la República debían influir poderosa y directamente en el resultado de los negocios de reparto planteados con calor y entusiasmo por las nuevas autoridades de la provincia y de Kíllac.

El subprefecto Paredes se encontraba de visita en uno de los pequeños pueblos de su jurisdicción, y allí topó con unos ojos que colocados en peregrino rostro de mujer le miraron hasta la médula del corazón; y como en materia de batallas libradas en los verdes campos de Cupido era condecorado no solo con cruces, sino aun con heridas que rememoraba ufano en alegres corros de hombres, y como para la autoridad había siempre fieles ejecutores, su señoría dio por ganada la brecha a muy poca costa.

Es de advertir que allí en Kíllac, como en los pueblecitos limítrofes donde reina la sencillez de costumbres, es absolutamente desconocida la carcoma social que mina las bases de la familia, alejando a la juventud del matrimonio y presentándose bajo la triste forma de la mujer perdida.

Las seducciones arteras llevan el sello del infortunio y tras de cada una aparece, casi siempre, la figura de un potentado cuya superioridad maliciosa gana a la víctima salvando al victimario.

Esta vez la escogida por el coronel para formar número en la ya larga lista de su martirologio de hombre emprendedor era, pues, una graciosa joven en cuya casa recibió sincero hospedaje la nueva autoridad.

Teodora, entrada ya en sus veinte años, era de pequeña estatura, ojos vivos y mirar sereno. Vestía un gracioso traje de percal rosado con ramajes teñidos de color café, rodeado el cuello con un pañuelo de seda color carmesí en forma de esclavina, sujeto hacia el pecho con un prendedor de oro falso con piedra imitación topacio. Sus largos cabellos, esmeradamente cuidados, estaban trenzados y sujetos al extremo con cintas de listón negro.

El corazón de Teodora no estaba desierto. Apalabrada en matrimonio, debía ir a los altares tan pronto como llegase su novio, destinado en la administración de una finca, donde ahorraba parte de sus sueldos para atender a los gastos de una boda decente, con padrinos notables, tres días de mantel largo y música de viento.

Teodora nació con carácter impetuoso y varonil. Salvada la niñez, sus pasiones se manifestaron ardientes.

Amaba a su novio, y la ausencia de este aumentaba tal vez el calor del sol de sus ilusiones virginales, haciéndola suspirar por las cotidianas visitas y las amorosas frases repetidas a media voz en las horas de delicioso romanticismo que sirven de portada al alcázar conyugal.

Cinco días se contaban de continuo jolgorio en casa de Teodora, fomentado por el subprefecto, quien se consagró por completo a la beldad campestre, cuya resistencia no dejó de llamarle la atención, aumentando sus deseos.

Barricas de vino, cajones de cerveza, todo iba con profusión. Los dos ciegos violinistas del pueblo no cesaban de manejar el arco, arrancando mozamalas y huaisinus a las sonoras cuerdas del violín.

El coronel llamó a un lado al teniente gobernador y muy quedito le dijo algo al oído. Este se sonrió maliciosamente y repuso a media voz:

—Prontito cazaremos a la rata, sí; sin gasto no se llega al trasto en el acto, mi usía. —Y salió apresuradamente.

Teodora, cuyos oídos habían herido ya repetidas palabras terminantes o de intimación del coronel, llamó también a su padre hacia la puerta, y más compungida que timorata, le dijo:

—¡Padre, mi corazón padece en el purgatorio!

—¿Por qué causa, Teoco? Más bien debías estar contenta, pues tantas visitas…

—Precisamente, esa es la causa, el subprefecto tiene malas intenciones para conmigo, y si lo sabe Mariano…

—¿Qué dices…? ¡Mire qué diantre…! ¿Conque de esos tratos era usía? —repuso Gaspar pasándose la mano por la boca, que llevaba húmeda.

—Sí, padre: me ha dicho que a buenas o malas, pero… que me roba —dijo la muchacha poniéndose roja y bajando los ojos.

—¡Hum! —trinó el viejo mordiéndose los labios, y dando una vuelta para inspeccionar el campo, agregó:

—El bocado se te ha de caer de los labios. ¡Qué! ¿Yo soy acaso zorro muerto?…

—¡Padre…!

—Éntrate no más a la sala, disimula, deja que gaste un poco la plata hurtada a los pueblos, y… no apartes tu corazón de tu novio, ¿eh? Yo sabré lo que me hago después —dijo el padre de Teodora empujándola al centro de la reunión.

Uno de los convidados que vio esto, dijo entre dientes:

—¡Viejo mañoso! ¡Vean cómo entrega a su hija!

Al poco rato llamaron a comer y todos fueron a la mesa, donde se sirvió, sobre manteles no tan blancos ni tan negros, una comida bien aderezada, sirviéndose los cuyes rellenos, asados al rescoldo, gallo nogado con almendras, papas adobadas con habas verdes y el locro colorado con queso fresco.

El subprefecto se colocó junto a Teodora, y con cierto aire de triunfo dijo, levantando a la vez los cantos del mantel sobre las faldas:

—Yo siempre busco mi comodidad, señores, junto a una buena moza.

—¡Claro! Y ese asiento le corresponde a usía —respondieron varios con intención.

—¿Y qué es de don Gaspar, señorita Teodora? —preguntó uno de los invitados con sorna.

—¿Mi padre?… No tardará en venir —respondió la muchacha mirando en torno.

Dos mozos secretearon con picardía; y otro dijo a media voz:

—¡Si el viejo sabe…, las de Quico y Caco…! No quiere hacer sombra…

Y en aquel momento apareció don Gaspar frotándose las manos, y agarrando una botella para servir, dijo con marcada alegría:

—Un abre-ganitas, caballeros.

—¡Venga! ¡Qué a tiempo hace las cosas este don Gaspar! —respondió el subprefecto.

La comida comenzó alegre y bulliciosa, dejando la amabilidad de Teodora sospechar al coronel que estaba tomada la fortaleza.