Capítulo VIII

Cuando el cura y el gobernador salieron de casa de la señora de Marín, después de la entrevista de la tarde en que los llamó para abogar en favor de la familia Yupanqui, entrevista de cuyos detalles nos hemos enterado en el Capítulo V, ambos personajes se fueron platicando por la calle en estos términos:

—¡Bonita ocurrencia!, ¿qué le parecen a usted, mi don Sebastián, las pretensiones de esta señorona? —dijo el cura sacando de la petaca un cigarro corbatón[21] y desdoblando las extremidades del torcido.

—No faltaba más, francamente, mi señor cura, que unos foráneos viniesen aquí a ponernos reglas, modificando costumbres que desde nuestros antepasados subsisten, francamente —contestó el gobernador deteniendo un poco el paso para embozarse en su gran capa.

—Y deles usted cuerda a estos indios, y mañana ya no tendremos quien levante un poco de agua para lavar los pocillos.

—Hay que alejar a estos foráneos, francamente.

—¡Jesús! —se apresuró a decirle el cura, y tomando de nuevo el hilo de sus confidencias, continuó—: Cabalmente, es lo que iba a insinuar a usted, mi gobernador. Aquí, entre nos, en familia, nos la pasamos regaladamente, y estos forasteros solo vienen a observarnos hasta la manera de comer, y si tenemos mantel limpio y si comemos con cuchara o con topos[22] —terminó el cura Pascual, arrojando una bocanada de humo.

—No tenga usted cuidado, francamente, mi señor cura, que estaremos unidos, y la ocasión de botarlos de nuestro pueblo no se dejará esperar —repuso Pancorbo con aplomo.

—Pero mucho sigilo en estas cosas, mi don Sebastián. Hay que andarse con tientas; estos son algo bien relacionados y pudiéramos dar el golpe en falso.

—Cuenta que sí, mi señor cura, francamente; que ellos están buscándole tres pies al gato. ¿Se acuerda usted lo que dijo un día don Fernando?

—¡Cómo no! Querer que se supriman los repartos, diciendo que es injusticia; ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! —contestó el cura riendo con sorna y arrojando el pucho del cigarro, que había consumido en unos cuantos chupones de aliento.

—Pretender que se entierre de balde, alegando ser pobres y dolientes, y todavía que se perdonen deudas…, ¡bonitos están los tiempos para entierros gratuitos! Francamente, señor cura —dijo don Sebastián, cuyo eterno estribillo de francamente lo denunciaba como un hipócrita o como un tonto; y habiendo llegado ambos amigos a la puerta de la casa de gobierno o consistorial, el gobernador invitó al cura a pasar delante; y, al penetrar al salón de recibo, encontraron allí reunidos a varios vecinos notables comentando, cada cual a su modo, la llamada del párroco y del gobernador a casa del señor Marín, pues la noticia ya se sabía en todo el pueblo.

Cuando entraron los recién llegados, todos se pusieron en pie para cambiar saludos, y el gobernador pidió en el momento una botella de puro de Majes.

—Es preciso, mi señor cura, que ahoguemos la mosca con un traguito, francamente —dijo con sorna el gobernador, quitándose la capa que, doblada en cuatro, colocó sobre un escaño de la sala.

—Cabales, mi don Sebastián, y usted que lo toma del bueno —contestó el cura frotándose las manos.

—Sí, mi señor cura, es del bueno, francamente; porque me lo manda doña Rufa antes de bautizarlo.

—¿Así que nos lo brinda usted morito?

¡Morito! —repitieron todos los circunstantes; y en tales momentos se presentó un pongo[23] con una botella verde surtida de aguardiente, y una copita de cristal rayado.

El menaje de la sala, típico del lugar, estaba compuesto de dos escaños sofá forrados en hule negro, claveteados con tachuelas amarillas de cabeza redonda; algunas silletas de madera de Paucartambo con pinturas en el espaldar, figurando ramos de flores y racimos de fruta; al centro, una mesa redonda con su tapete largo y felpado de castilla verde claro, y sobre ella, bizarreando con aires de civilización, una salvilla de hoja de lata con tintero, pluma y arenillador de peltre.

Las paredes, empapeladas con diversos periódicos ilustrados, ofrecían un raro conjunto de personajes, animales y paisajes de campiñas europeas.

Allí estaban empapelados Espartero y el rey Humberto, junto a la garza que escuchó los sermones de San Francisco de Asís; más allá Pío IX y la campiña de Suiza, donde comparten sus regocijos campestres la alegre labradora y la vaca que lleva un cascabel en el pescuezo.

El suelo, cubierto completamente con las esteras tejidas en Capana y Capachica[24], ofrecía una vista simpática con el color de la paja en su mejor estado de conservación.

La reunión constaba de ocho personas.

El cura y el gobernador, Estéfano Benites, un mozalbete vivo y de buena letra que, aprovechando de las horas de escuela algo más que los condiscípulos, es ya figura importante en este juego de villorrio, y cinco individuos más, pertenecientes a familias distinguidas del lugar, todos hombres de estado, por haber contraído matrimonio desde los diecinueve años, edad en que se casan en estos pueblos.

Estéfano Benites cuenta veintidós años debajo del sol; es alto, y su flacura singular, unida a la palidez de la cera que muestra su semblante, cosa rara en el clima donde ha nacido, recuerda la tisis que consume el organismo en los valles tropicales.

Estéfano tomó la botella dejada por el pongo en la mesa de centro, y sirvió a cada uno su respectiva copita de aguardiente, que los concurrentes fueron tomando por turno.

Cúpoles la ración de dos copas por estómago: a la segunda quedó abierto el apetito del copeo, y las botellas fueron llegando una tras otra a pedimento de don Sebastián.

El cura y el gobernador, que se sentaron juntos en el sofá de la derecha, hablaban en secreto no sin la respectiva muletilla de Pancorbo que se dejaba oír a menudo mientras los otros razonaban también en grupo. Pero como la confianza reside en el fondo de la botella, esta no tardó en saltar a la lengua, mojada por el puro de Majes, y aquí la de hablar claro de pe a pa.

—No debemos consentir por nada, francamente, mi señor cura: y si no, ¡qué digan estos caballeros! —dijo don Sebastián levantando la voz y golpeando la mesa con el asiento de la copa que acababa de vaciar.

—¡Chist! —repuso el cura sacando un pañuelo de madrás a grandes cuadros negros y blancos, y sonándose las narices, más por disimulo que por necesidad.

—¿De qué se trata, señores? —preguntó Estéfano, y todos se volvieron con ademán hacia el párroco.

El cura Pascual tomó entonces cierto aire de gravedad, y repuso:

—Se trata… de que la señora Lucía nos ha llamado para abogar por unos indios taimados, tramposos, que no quieren pagar lo que deben; y para esto ha empleado palabras que, francamente, como dice don Sebastián, entendidas por los indios nos destruyen de hecho nuestras costumbres de reparto, mitas, pongos y demás…

—No consentiremos, ¡qué caray! —gritaron Estéfano y todos los oyentes, y don Sebastián agregó con refinada malicia:

—Y hasta ha propuesto el entierro gratuito para los pobres, y así, francamente, ¿cómo se queda sin cumquibus nuestro párroco?

La declaración no tuvo en el auditorio el efecto que produjo la perorata del cura Pascual; lo que es fácil de explicarse, atendiendo a que en el fondo había conveniencias de un yo fatal y ejecutivo. Sin embargo, habló Estéfano en nombre de todos, concretándose a decir:

—¡Vaya con las pretensiones de esos foráneos!

—De una vez por todas debemos poner remedio a esas malas enseñanzas; es preciso botar de aquí a todo forastero que venga sin deseos de apoyar nuestras costumbres; porque nosotros, francamente, somos hijos del pueblo —dijo don Sebastián, alzando la voz con altanería y llegándose a la mesa para servir una copa al párroco.

—Sí, señor, nosotros estamos en nuestro pueblo.

—Cabales.

—Como nacidos en el terruño.

—Dueños del suelo.

—Peruanos legítimos.

Fueron diciendo los demás, pero a nadie se le ocurrió preguntar si los esposos Marín no eran peruanos por haber nacido en la capital.

—Cuidadito no más, cuidadito, no hacerse sentir y… trabajar —agregó el cura marcando la doctrina hipócrita que engaña al hermano y desorienta al padre.

Y aquella tarde se pactó en la sala de la autoridad civil, en presencia de la autoridad eclesiástica, el odio que iba a envolver al honrado don Fernando en la ola de sangre que produjo una demanda amistosa y caritativa de su mujer.